Juan Rulfo
San Gabriel sale de la niebla húmedo de rocío. Las nubes de la noche durmieron
sobre el pueblo buscando el calor de la gente. Ahora está por salir el sol y la
niebla se levanta despacio, enrollando su sábana, dejando hebras blancas encima
de los tejados. Un vapor gris, apenas visible, sube de los árboles y de la tierra
mojada atraído por las nubes; pero se desvanece en seguida. Y detrás de él aparece
el humo negro de las cocinas, oloroso a encino quemado, cubriendo el cielo de cenizas.
Allá lejos los cerros están todavía en sombras.
Una golondrina cruzó las calles y luego sonó el primer
toque del alba.
Las luces se apagaron. Entonces una mancha como de tierra
envolvió al pueblo, que siguió roncando un poco más, adormecido en el calor del
amanecer.
Por el camino de Jiquilpan, bordeado de camichines,
el viejo Esteban viene montado en el lomo de una vaca, arreando el ganado de la
ordeña. Se ha subido allí para que no le brinquen a la cara los chapulines.
Se espanta los zancudos con su sombrero y de vez en
cuando intenta chiflar, con su boca sin dientes, a las vacas, para que no se queden
rezagadas. Ellas caminan rumiando, salpicándose con el rocío de la hierba. La mañana
está aclarando. Oye las campanadas del alba en San Gabriel y se baja de la vaca,
arrodillándose en el suelo y haciendo la señal de la cruz con los brazos extendidos.
Una lechuza grazna en el hueco de los árboles y entonces
él brinca de nuevo al lomo de la vaca, se quita la camisa para que con el aire se
le vaya el susto, y sigue su camino.
“Una, dos, diez”, cuenta las vacas al estar pasando
el guardaganado que hay a la entrada del pueblo. A una de ellas la detiene por las
orejas y le dice estirándole la trompa: “Ora te van a desahijar, motilona. Llora
si quieres; pero es el último día que verás a tu becerro”. La vaca lo mira con sus
ojos tranquilos, se lo sacude con la cola y camina hacia adelante.
Están dando la última campanada del alba.
No se sabe si las golondrinas vienen de Jiquilpan o
salen de San Gabriel; sólo se sabe que van y vienen zigzagueando, mojándose el pecho
en el lodo de los charcos sin perder el vuelo; algunas llevan algo en el pico, recogen
el lodo con las plumas timoneras y se alejan, saliéndose del camino, perdiéndose
en el sombrío horizonte.
Las nubes están ya sobre las montañas, tan distantes
que sólo parecen parches grises prendidos a las faldas de aquellos cerros azules.
El viejo Esteban mira las serpentinas de colores que
corren por el cielo: rojas, anaranjadas, amarillas. Las estrellas se van haciendo
blancas. Las últimas chispas se apagan y brota el sol, entero, poniendo gotas de
vidrio en la punta de la hierba.
“Yo tenía el ombligo frío de traerlo al aire. Ya no
me acuerdo por qué. Llegué al zaguán del corral y no me abrieron. Se quebró la piedra
con la que estuve tocando la puerta y nadie salió. Entonces creí que mi patrón don
Justo se había quedado dormido. No les dije nada a las vacas, ni les expliqué nada;
me fui sin que me vieran, para que no fueran a seguirme. Busqué donde estuviera
bajita la barda y por allí me trepé y caí al otro lado, entre los becerros. Y ya
estaba yo quitando la tranca del zaguán cuando vi al patrón don Justo que salía
de donde estaba el tapanco, con la niña Margarita dormida en sus brazos y que atravesaba
el corral sin verme. Yo me escondí hasta hacerme perdedizo arrejolándome contra
la pared, y de seguro no me vio. Al menos eso creí”.
El viejo Esteban dejó entrar las vacas una por una,
mientras las ordeñaba. Dejó al último a la desahijada, que se estuvo brame y brame,
hasta que por pura lástima la dejó entrar. “Por última vez le dijo; míralo y lengüetéalo;
míralo como si fuera a morir. Estás ya por parir y todavía te encariñas con este
grandulón”. Y a él: “Saboréalas nomás, que ya no son tuyas; te darás cuenta de que
esta leche es leche tierna como para un recién nacido”. Y le dio de patadas cuando
vio que mamaba de las cuatro tetas. “Te romperé las jetas, hijo de res”.
“Y le hubiera roto el hocico si no hubiera surgido por
allí el patrón don Justo, que me dio de patadas a mí para que me calmara. Me zurró
una sarta de porrazos que hasta me quedé dormido entre las piedras, con los huesos
tronándome de tan zafados que los tenía. Me acuerdo que duré todo ese día entelerido
y sin poder moverme por la hinchazón que me resultó después y por el mucho dolor
que todavía me dura.
“¿Qué pasó luego? Yo no lo supe. No volví a trabajar
con él. Ni yo ni nadie, porque ese mismo día se murió. ¿No lo sabía usted? Me lo
vinieron a decir a mi casa, mientras estaba acostado en el catre, con la vieja allí
a mi lado poniéndome fomentos y cataplasmas. Me llegaron con ese aviso. Y que dizque
yo lo había matado, dijeron los díceres. Bien pudo ser, pero yo no me acuerdo. ¿No
cree usted que matar a un prójimo deja rastros? Los debe de dejar, y más tratándose
de un superior de uno. Pero desde el momento que me tienen aquí en la cárcel por
algo ha de ser ¿no cree usted? Aunque, mire, yo bien que me acuerdo de hasta el
momento que le pegué al becerro y de cuando el patrón se me vino encima, hasta allí
va muy bien la memoria; después todo está borroso. Siento que me quedé dormido de
a tiro y que cuando desperté estaba en mi catre, con la vieja allí a mi lado consolándome
de mis dolencias como si yo fuera un chiquillo y no este viejo desportillado que
yo soy. Hasta le dije: ¡Ya cállate! Me acuerdo muy bien que se lo dije, ¿cómo no
iba a acordarme de que había matado a un hombre? Y, sin embargo, dicen que maté
a don Justo. ¿Con qué dicen que lo maté? ¿Que dizque con una piedra, verdad? Vaya,
menos mal, porque si dijeran que había sido con un cuchillo estarían zafados, porque
yo no cargo cuchillo desde que era muchacho y de eso hace ya una buena hilera de
años”.
Justo Brambila dejó a su sobrina Margarita sobre la
cama, cuidando de no hacer ruido. En la pieza contigua dormía su hermana, tullida
desde hacía dos años, inmóvil, con su cuerpo hecho de trapo; pero siempre despierta.
Solamente tenía un rato de sueño, al amanecer; entonces se dormía como si se entregara
a la muerte.
Despertaba al salir el sol ahora. Cuando Justo Brambila
dejaba el cuerpo dormido de Margarita sobre la cama, ella comenzaba a abrir los
ojos. Oyó la respiración de su hija y preguntó: “¿Dónde has estado anoche, Margarita?”
Y antes que comenzaran los gritos que acabarían por despertarla, Justo Brambila
abandonó el cuarto, en silencio.
Eran las seis de la mañana.
Se dirigió al corral para abrirle el zaguán al viejo
Esteban. Pensó también en subir al tapanco, para deshacer la cama donde él y Margarita
habían pasado la noche. “Si el señor cura autorizara esto, yo me casaría con ella
pero estoy seguro de que armará un escándalo si se lo pido. Dirá que es un incesto
y nos excomulgará a los dos. Más vale dejar las cosas en secreto”. En eso iba pensando
cuando se encontró al viejo Esteban peleándose con el becerro, metiendo sus manos
como de alambre en el hocico del animal y dándole de patadas en la cabeza. Parecía
que el becerro ya estaba derrengado porque restregaba sus patas en el suelo sin
poder enderezarse.
Corrió y agarró al viejo por el cuello y lo tiró contra
las piedras, dándole de puntapiés y gritándole cosas de las que él nunca conoció
su alcance. Después sintió que se le nublaba la cabeza y que caía rebotando contra
el empedrado del corral. Quiso levantarse y volvió a caer, y al tercer intento se
quedó quieto. Una nublazón negra le cubrió la mirada cuando quiso abrir los ojos.
No sentía dolor, sólo una cosa negra que le fue oscureciendo el pensamiento hasta
la oscuridad total.
El viejo Esteban se levantó ya alto el sol. Se fue caminando
a tientas, quejándose. No se supo cómo abrió la puerta y se echó a la calle. No
se supo cómo llegó a su casa, llevando los ojos cerrados, dejando aquel reguero
de sangre por todo el camino. Llegó y se recostó en su catre y volvió a dormirse.
Serían las once de la mañana cuando entró Margarita
en el corral, buscando a Justo Brambila, llorando porque su madre le había dicho
después de mucho sermonearla que era una prostituta.
Encontró a Justo Brambila muerto.
“Que dizque yo lo maté. Bien pudo ser. Pero también,
pudo ser que él se haya muerto de coraje. Tenía muy mal genio. Todo le parecía mal:
que estaban sucios los pesebres; que las pilas no tenían agua: que las vacas estaban
reflacas. Todo le parecía mal; hasta que yo estuviera flaco no le gustaba. Y cómo
no iba a estar flaco si apenas comía. Si me la pasaba en un puro viaje con las vacas:
las llevaba a Jiquilpan, donde él había comprado un potrero de pasturas; esperaba
a que comieran y luego me las traía de vuelta para llegar con ellas de madrugada.
Aquello parecía una eterna peregrinación.
“Y ahora ya ve usted, me tienen detenido en la cárcel
y que me van a juzgar la semana que entra porque criminé a don Justo. Yo no me acuerdo;
pero bien pudo ser. Quizá los dos estábamos ciegos y no nos dimos cuenta de que
nos matábamos uno al otro. Bien pudo ser. La memoria, a esta edad es engañosa; por
eso yo le doy gracias a Dios, porque si acaba con todas mis facultades, ya no pierdo
mucho, ya que casi no me queda ninguna. Y en cuanto a mi alma, pues ahí también
a Él se la encomiendo”.
Sobre San Gabriel estaba bajando otra vez la niebla.
En los cerros azules brillaba todavía el sol. Una mancha de tierra cubría el pueblo.
Después vino la oscuridad. Esa noche no encendieron las luces, de luto, pues don
Justo era el dueño de la luz.
Los perros aullaron hasta el amanecer. Los vidrios de
colores de la iglesia estuvieron encendidos hasta el amanecer con la luz de los
cirios, mientras velaban el cuerpo del difunto. Voces de mujeres cantaban en el
semisueño de la noche: “Salgan, salgan, salgan, ánimas, de penas” con voz de falsete.
Y las campanas estuvieron doblando a muerto toda la noche, hasta el amanecer, hasta
que fueron cortadas por el toque del alba.
No hay comentarios:
Publicar un comentario