Rafael Barrett
Se celebraba en el palacio
de los reyes la fiesta de Navidad. Del consabido árbol, hincado en el centro de
un salón, colgaban luces, cintas, golosinas deliciosas y magníficos juguetes. Todo
aquello era para los pequeños príncipes y sus amiguitos cortesanos, pero Yolanda,
la bella princesita, se acercó a la reina y la dijo:
–Mamá,
he seguido tu consejo, y he pensado de repente en los pobres. He resuelto regalar
esta muñeca a una niña sin rentas; creo oportuno que Zas Candil, nuestro fiel gentilhombre,
vaya en seguida a las agencias telegráficas para que mañana se conozca mi piedad
sobre el haz del mundo, desde Canadá al Japón y desde el Congo a Chile. Por otra
parte, este rasgo no puede menos que contribuir a afianzar la dinastía.
La
reina, justamente ufana del precoz ingenio de su hija, le concedió lo que deseaba.
Zas Candil se agitó con éxito. Jesús nos recomienda que cuando demos limosna no
hagamos tocar la trompeta delante de nosotros, pero sería impertinente exigir tantas
perfecciones a los que ya cumplen con pensar en los pobres una vez al año. ¡El año
es tan corto para los que se divierten! Además, el divino maestro se refería sin
duda a la verdadera caridad.
No
faltaba sino regalar la muñeca, ¿A quién? Una marquesa anciana, ciega, casi sorda
y paralítica, presidenta de cuanta sociedad benéfica había en el país, fue interrogada,
sin resultado. Su secretaria y sobrina, hermosa joven, propuso candidato inmediatamente.
Ella era activa: sabía bien dónde andaban los pobres decentes, religiosos; se consagraba
en cuerpo y alma a sus honorarias tareas, que le permitían citarse sin riesgo con
sus amantes.
He
aquí que Yolanda, la bella princesita, se empeña en presentar su regalo en persona.
–¡Una
muñeca! –refunfuña la marquesa–. Mejor sería un par de mantas.
–¡Oh!
–protesta la secretaria–. Un juguete, traído por un hada, vale más que el pan y
la salud: es el ensueño. Y si el hada se parece a su alteza, no necesita ofrecer
otra cosa. Su palma vacía, como dijo Musset, es ya un tesoro.
La
reina estaba inquieta. ¡Su Yolanda exponerse en aquellos barrios, en aquellas casas,
llenas de microbios!
En
fin; hubo de ceder: desinfectarían a la princesa lo más a fondo posible cuando regresara.
Al
día siguiente el automóvil regio que conducía a Yolanda, a su muñeca, a su aya y
a Zas Candil, en busca de una niña pobre, se detuvo; no cabía en la calle. Los augustos
y compasivos personajes bajaron, se torcieron los pies en los adoquines puntiagudos;
se encaramaron por una tenebrosa y empinada escalera, y entraron al cabo en una
pieza sórdida.
Una
mujer cosía; un hombre fumaba; metida dentro de un lecho sucio, una niña pálida
movía los dedos en la sombra.
Yolanda,
con la muñeca en la mano, se adelanta, elegantísima, ideal.
–Amiga
mía; soy la princesa Yolanda; vengo a regalarte mi muñeca. Toma.
La
niña enferma alarga sus brazos flacos, toma la muñeca, y la muñeca y ella se miran
de hito en hito.
¿Cómo?
¿Ni las gracias? Los ojos de Yolanda se acostumbran a la oscuridad y ven con asombro,
sobre el lecho sucio, otras muñecas iguales a la suya, cuatro, seis, unas sin cabeza,
otras sin miembros, unas completas pero desnudas, otras a medio vestir… el hilo,
la aguja, la tela por cortar, los dedos que se movían…
–Su
muñeca, señorita princesa, es de las que trabaja mi nena –dice el hombre–. La fábrica
entrega la pasta ya pintada y lista y aquí se rellena y se cose… No es mucho lo
que nos ayuda… media lira… como para comprar un litro de leche fresca… No, deje,
deje, la muñeca siempre nos servirá. La volveremos a llevar a la fábrica.
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