H. G. Wells
–No
hay nadie que haya sido un dios –dijo el hombre de piel tostada–. Y sin embargo
eso me sucedió a mí, entre otras cosas.
Yo le di a entender que agradecía su condescendencia
al hablar conmigo.
–Una cosa así acaba con la ambición, ¿no cree? –dijo
el hombre de piel tostada–. Yo fui uno de los hombres que rescataron del
naufragio del Pionero del Océano. ¡Maldición! ¡Cómo vuela el tiempo!
Sucedió hace veinte años. Dudo que usted recuerde algo sobre el Pionero del
Océano.
El nombre me resultaba familiar y traté de recordar
cuándo y dónde lo había leído. ¿El Pionero del Océano?
–Recuerdo algo sobre polvo de oro –dije con cierta
gravedad–, pero no sé exactamente…
–Eso es –dijo–. Se hundió en un maldito canal donde
no tenía nada que hacer, salvo huir de los piratas. Sucedió antes de que
acabaran con ese oficio. Probablemente, en otro tiempo hubo allí volcanes, o
algo parecido, pues todas las rocas estaban situadas en lugares inoportunos.
Hay zonas en Soona en las que es necesario ir acechando cada roca para adivinar
por dónde va a salir la próxima. Se hundió veinte brazas en menos de lo que
canta un gallo, con cuarenta mil libras esterlinas en oro a bordo, según se dijo,
en polvo o en otra forma.
–¿Hubo supervivientes?
–Tres.
–Ahora recuerdo el caso –dije–. Se hicieron algunos
trabajos de rescate…
Al oír la palabra rescate, el hombre de piel tostada
estalló en improperios con un lenguaje tan extremadamente horrible que me quedé
estupefacto. Después bajó el tono, empleando maldiciones algo más ordinarias,
pero se contuvo bruscamente.
–Perdóneme –dijo–, pero… ¡rescate!
Se inclinó hacia mí.
–Yo participé en aquel trabajo –dijo–. Pretendía
hacerme rico, y en vez de eso, me vi convertido en dios. Yo tengo mis
sentimientos…
–No todo es miel en la vida de un dios –continuó el
hombre de piel tostada, y durante un rato siguió hablando por medio de análogos
axiomas sentenciosos, pero inútiles. Por fin reanudó su historia.
–Allí estaba yo –dijo el hombre de piel tostada–, y
un marinero llamado Jacobs, y Always, el piloto del Pionero del Océano.
Fue él quien planeó todo el negocio. Lo recuerdo como si lo estuviera viendo
ahora mismo, cuando estábamos en el bote y nos sugirió la idea con una sola
frase. Tenía una prodigiosa habilidad para plantear las cosas. “Había cuarenta
mil libras esterlinas en el barco –dijo–, y a mí me toca decir el lugar exacto
donde se hundió”. No se necesita mucha sesera para comprender lo que eso
significaba. Y él fue quien dirigió la cosa, desde el principio hasta el final.
Echó mano de los Sanders y de su bergantín; eran hermanos, y el bergantín se
llamaba el Orgullo de Banya. Y compró el traje de buzo; uno de segunda
mano con un aparato de aire comprimido en lugar del sistema de bomba. Habría
hecho de buzo también si el sumergirse en el agua no hubiera dañado su salud.
Y, entretanto, la gente encargada del rescate perdía el tiempo con una carta de
navegación que él mismo había falsificado –con su solemnidad habitual– por Starr
Race, a ciento veinte millas de distancia.
“Puedo asegurarle que formábamos un grupo de lo más
feliz a bordo de aquel bergantín, todo el día entre bromas, bebidas y
esperanzas de lo más optimistas. Nos parecía todo tan ingenioso, tan bien
planeado, tan sencillo… o como dicen los tipos poco finos: ‘un asunto limpio’.
Nos entreteníamos haciendo conjeturas sobre lo que estaría sacando el otro
grupo de benditos, los verdaderos encargados del rescate, que habían salido dos
días antes que nosotros, y nos partíamos de risa. Íbamos todos juntos en la
cabina de los Sanders –una curiosa tripulación formada por oficiales y ni un
solo marinero–, y la escafandra, que estaba también allí, esperando su turno.
El joven Sanders era uno de esos tipos bromistas y, a decir verdad, había algo
cómico en aquel condenado engendro, con su monstruosa cabeza y su insistente
mirada, y el joven Sanders nos hizo reparar en ello. Solía llamarle ‘Jimmy
Goggles’ y hablaba con él como si fuera un cristiano. Le preguntaba si estaba
casado, y qué tal se encontraba la señora Goggles y los pequeños Goggles. Era
para morirse de risa. Todos los benditos días bebíamos a la salud de Jimmy
Goggles y le desmontábamos el ojo y le echábamos un vaso de ron dentro hasta
que, en lugar de aquel repugnante olor a goma impermeable, desprendía un
perfume tan agradable como el de un barril de ron. Pasábamos ratos divertidos
en aquellos días, créame, sin sospechar –¡pobres desgraciados!– lo que se nos
venía encima.
“Está claro que no íbamos a echar a perder nuestra
suerte por una estúpida precipitación, como usted comprenderá, de modo que
empleamos todo un día haciendo sondeos en la ruta que nos llevaba al lugar
donde el Pionero del Océano se había hundido, justamente entre dos masas
de rocas inestables de color grisáceo, sin duda rocas de origen volcánico, que
apenas sobresalían del agua. Tuvimos que desviarnos casi media milla para
encontrar un anclaje seguro, y entonces se produjo una ensordecedora trifulca
para determinar quién se tendría que quedar a bordo. Y el barco estaba allí,
tal y como se había hundido, de manera que la parte superior de los mástiles se
distinguía perfectamente. Decidimos ir todos en el bote y la bronca se terminó.
Yo descendí con la escafandra el viernes por la mañana, en cuanto hubo luz.
“¡Menuda sorpresa me llevé! Me parece estar viéndolo
ahora mismo con absoluta nitidez. Era un paraje muy extraño y en ese momento
empezaba a alborear. La gente de por aquí cree que en los trópicos no hay más
que playas lisas y palmeras y olas. ¡Estúpidos! Aquel paraje, por ejemplo, no
tenía ni una pizca de tales maravillas. No había rocas normales, desgastadas
por las olas, sino enormes bancos retorcidos como montañas de escoria, con un
légamo verde debajo y arbustos y cosas por el estilo encima que se movían de
aquí para allá; y el agua transparente, clara y lisa, que mostraba una especie
de sucio resplandor gris negruzco, con enormes y fulgurantes algas de color
rojo intenso que se desplegaban inmóviles, y a través de las cuales pasaban
seres serpenteantes y veloces. Y más allá de los canales, los charcos y las
masas de rocas había un bosque en la falda de una montaña, que volvía a crecer
después de la lluvia de fuego y cenizas de la última erupción. Y al otro lado
había otro bosque y una especie de accidentado… ¿Cómo se dice? Anfi…teatro de
lava negra y herrumbrosa que se elevaba por encima de todo lo demás, en medio
del cual el mar formaba una pequeña bahía.
“Como le he dicho, la aurora estaba despuntando y
apenas había color en las cosas. Aparte de nosotros no se veía ningún ser
humano, ni arriba ni abajo del canal. Solo el Orgullo de Banya, que se
encontraba más allá de un grupo de rocas, hacia alta mar”.
–No se veía ningún ser humano –repitió. Hizo una
pausa y continuó:
“No sé de dónde salieron, no me lo explico. Nos
sentíamos tan seguros pensando que nos encontrábamos solos, que el joven
Sanders se puso a cantar. Yo estaba dentro de Jimmy Goggles, sólo me faltaba el
casco. ‘Despacio –dijo Always–, ahí está el mástil’.
“Y, después de echar un vistazo por encima de la
borda, cogí la monstruosa cabeza y a punto estuve de caerme al agua cuando el
viejo Sanders hizo virar el bote. Una vez que las ventanillas fueron
atornilladas y todo dispuesto, cerré la válvula del cinturón neumático para
facilitar mi inmersión y salté por la borda, con los pies por delante, pues no
teníamos escala. La barca se quedó dando tumbos y mis compañeros se inclinaron
a mirar el agua mientras mi cabeza se hundía entre las algas y la oscuridad que
rodeaba el mástil. Creo que nadie, ni el hombre más precavido del mundo, se
habría molestado en explorar un paraje tan desolado. Apestaba a soledad.
“Desde luego, debe usted comprender que yo era un
novato en el buceo. Ninguno de nosotros era buzo. Tuvimos que desperdiciar un
montón de tiempo para familiarizarnos con el manejo del aparato, y era la
primera vez que yo descendía a las profundidades. Es una sensación abominable.
Los oídos duelen horriblemente. No sé si usted se habrá hecho daño alguna vez
al bostezar o al estornudar, el caso es que se siente algo parecido, sólo que
diez veces peor. Y aquí, sobre la ceja, un dolor espantoso, y un malestar en la
cabeza como de gripe. Y tampoco es un paraíso para los pulmones y demás
órganos. El descenso produce una sensación similar al arranque de un ascensor,
sólo que esa sensación dura todo el rato. Y no puedes levantar la cabeza para
ver lo que hay arriba, y tampoco puedes echar un vistazo a lo que está
sucediendo bajo los pies sin doblarte de una manera bastante dolorosa. A medida
que descendía todo se tornaba más oscuro, sin contar la negrura de la lava y el
fango que formaban el fondo. Era, por decirlo así, como si, al sumergirse, uno
fuera saliendo de la aurora e internándose en la noche.
“El mástil surgió como un fantasma de la oscuridad;
luego un montón de peces, y después un grupo de inquietas algas rojas. Entonces
me dejé caer de golpe, con una especie de vuelo torpe, en la cubierta del Pionero
del Océano; y los peces que habían estado alimentándose de los muertos se
elevaron a mi alrededor, igual que un enjambre de moscas se abalanza sobre el
estiércol del camino en un día de verano. Abrí de nuevo la válvula de aire
comprimido –pues el traje estaba cerrado herméticamente y olía a goma, a pesar
del ron– y me detuve para recobrar fuerzas. La válvula dejó entrar aire fresco,
lo que ayudó a atenuar un poco la mala ventilación.
“Cuando empecé a sentirme más a gusto, me paré a
mirar a mi alrededor. Era un espectáculo extraordinario. Incluso la luz era
extraordinaria: una especie de resplandor crepuscular de tonos rojizos
producido por las ondulaciones de las algas que flotaban hacia arriba a ambos
lados de la embarcación. Y por encima de mi cabeza sólo se veía una sombría
profundidad de color azul verdoso. La cubierta del barco, salvo una ligera
inclinación a estribor, estaba nivelada, y se extendía larga y tenebrosa entre
las algas. Estaba entera, a excepción de los lugares por donde se habían quebrado
los mástiles al chocar, y hacia el castillo de proa, su perfil se desvanecía en
la negra noche. No había ningún cadáver en los puentes. Supuse que la mayoría
estaría entre las algas de los lados, pero poco después encontré dos esqueletos
tendidos en los camarotes de los lados, donde la muerte los había sorprendido.
Era curioso hallarse de nuevo en aquella cubierta y reconocerlo todo, palmo a
palmo; el sitio de la barandilla donde me gustaba fumar a la luz de las
estrellas, y el rincón donde un viejo pájaro de Sidney solía flirtear con una
viuda que teníamos a bordo. Sólo un mes antes habrían formado una pareja feliz,
y ahora no podría sacarse de ninguno de los dos ni un mísero pedazo de comida
para una cría de cangrejo.
“Yo he tenido siempre cierta propensión a la
filosofía, y me atrevería a decir que pasé cerca de cinco minutos entregado a
tales meditaciones antes de descender al lugar donde el bendito polvo de oro
estaba almacenado. La búsqueda fue lenta, pues tenía que andar a tientas casi
todo el tiempo, en medio de la tétrica oscuridad, desconcertado por los
azulados destellos que bajaban de la toldilla. Había cosas que se movían a mi
alrededor; una vez sentí un golpe en el cristal y otra un pinchazo en la
pierna. Cangrejos, espero. Di un puntapié a un montón de porquería suelta que
me tenía intrigado, me agaché y cogí una cosa llena de nudos y protuberancias.
¿Y qué cree usted que era? ¡Un espinazo! Pero yo nunca he tenido un interés
especial por los huesos. Habíamos estudiado a fondo el asunto y Always conocía
el lugar exacto donde estaba guardado el tesoro. Lo encontré en esa misma
exploración. Cogí un cofre por uno de sus extremos y lo levanté un palmo o dos
del suelo”.
El hombre interrumpió su relato.
–¡Llegué a levantarlo unos palmos del suelo! –exclamó–.
¡Cuarenta mil libras esterlinas en oro puro!
“¡Oro! grité dentro del casco, cediendo a un ataque
de entusiasmo, y el estrépito hirió mis oídos. En esos momentos empezaba a
sentirme condenadamente sofocado y cansado –debía de llevar veinticinco minutos
o más bajo el agua–, y pensé que ya era suficiente. Subí por la escalera de la
toldilla y en el preciso momento en que mis ojos estaban a ras de la cubierta
un enorme y monstruoso cangrejo dio una especie de salto convulsivo y huyó
corriendo de lado. Menudo susto me dio. Me planté sin novedad en la cubierta y
cerré la válvula de la parte posterior del casco para dejar que el aire se
acumulara y me facilitara la ascensión. Entonces noté una especie de agitación,
como si estuvieran golpeando el agua con un remo, pero no miré hacia arriba. Me
figuré que estaban haciéndome señales para que subiera.
“Después algo cayó a mi lado, algo pesado, que se
quedó clavado con una especie de estremecimiento sobre una de las tablas de la
cubierta. Lo miré y reconocí el largo cuchillo que había visto manejar al joven
Sanders. Lo ha dejado caer, pensé, y todavía estaba reprochándole esta
estupidez –pues podía haberme herido seriamente– cuando empecé a subir y a
impulsarme hacia la luz del sol. Y justo cuando había alcanzado la copa de las
vergas del Pionero del Océano –¡plaf!– tropiezo con algo que desciende y
una bota que da golpes delante de mi casco. Luego observé que había algo más,
algo que se debatía horriblemente. Fuera lo que fuera, era algo pesado que
había por encima de mi cabeza, y no paraba de moverse y de dar vueltas. Yo
habría creído que se trataba de un pulpo, o algo parecido, de no ser por la
bota. Los pulpos no llevan botas. Desde luego, todo sucedió en un segundo. Noté
que volvía a descender y agité los brazos para mantenerme firme, y la cosa
aquella siguió rodando y se hundió mientras yo subía…”
Hizo una pausa.
–Vi la cara del joven Sanders por encima de un hombro
negro y desnudo; una lanza le atravesaba la garganta de parte a parte, y su
boca y su cuello vertían en el agua chorros de color rosado. Se hundían dando
vueltas, aferrados uno a otro, demasiado malheridos para soltarse. Y un segundo
después, mi casco se dio un tremendo golpe contra la canoa de los negros. ¡Eran
negros! Dos canoas llenas.
“Fueron momentos animados, créame. Always cayó al
agua atravesado por tres lanzas. Las piernas de tres o cuatro negros pataleaban
en el agua a mi alrededor. No pude ver mucho, pero una mirada fue suficiente
para comprender que la partida estaba perdida, de modo que di a mi válvula un
violento giro y volví a descender burbujeando tras el pobre Always, sumido en
un estado de pánico y estupefacción que usted, sin duda, puede imaginar
perfectamente. Pasé al lado del joven Sanders y el negro, que ascendían de nuevo,
luchando un poco todavía, y un momento después me planté en la penumbra de la
cubierta del Pionero del Océano.
“¡Demonios!, pensé, ¡la situación es apurada!
¿Negros? Al principio no veía más salida que la asfixia abajo y las lanzas
arriba. No tenía una idea precisa de la cantidad de aire que me quedaba, pero
no me sentía capaz de permanecer mucho más tiempo sumergido. Tenía calor, y un
tremendo dolor de cabeza, por no mencionar el hecho de que me moría de miedo.
Jamás habíamos contado con aquellos inmundos indígenas, los inmundos papúes. No
habría sido muy acertado ascender por ese lugar, pero tenía que hacer algo. Sin
apenas reflexionar trepé por la borda, me dejé caer entre las algas y me puse a
andar por la oscuridad tan rápido como me era posible. En una ocasión me detuve
y me arrodillé para mirar hacia arriba echando la cabeza para atrás dentro del
casco. En la superficie reinaba el más extraordinario resplandor verde azulado
que había contemplado, y las dos canoas y el bote flotaban, pequeñas y
distantes, componiendo una especie de H retorcida. Me puso enfermo contemplar
aquello y pensar lo que el balanceo y el cabeceo de las tres embarcaciones
significaba.
“Le aseguro que fueron los diez minutos más horribles
que he pasado, deambulando a ciegas por las tinieblas, sufriendo una opresión
espantosa, como si me enterraran en la arena, con un dolor que me atravesaba el
pecho, muerto de miedo, y sin poder respirar, al parecer, otra cosa que el olor
del ron y de la goma. ¡Cielos! Al cabo de un rato me encontré subiendo por una
abrupta pendiente. Eché otra ojeada para comprobar si había algún rastro de las
canoas y el bote, y continué la ascensión. Cuando mi cabeza estuvo a un pie de
la superficie, me paré y traté de examinar el lugar en que me encontraba pero,
como es natural, no se veía nada más que el reflejo del fondo. Entonces emergí,
y fue como si mi cabeza chocara contra la superficie de un espejo. Nada más sacar
los ojos del agua vi que había emergido en una especie de playa cercana al
bosque. Miré alrededor, pero los salvajes y el bergantín quedaban ocultos por
un enorme conglomerado de lava retorcida. Mi creciente estupidez me impulsó a
correr hacia la espesura. No me desprendí del casco, pero dejé abierta una de
las ventanillas y, tras una pausa para recuperar el resuello, salí del agua. No
puede usted imaginar lo puro y ligero que me pareció el aire.
“Está claro que con cuatro pulgadas de plomo en la
suela de los zapatos y la cabeza enfundada en una bola de cobre del tamaño de
un balón de futbol, y después de haber pasado treinta y cinco minutos bajo el
agua, nadie sería capaz de batir un récord de velocidad. Yo corría con un
entusiasmo similar al de un haragán que se dirige al duro trabajo. Y cuando
había recorrido la mitad del camino que me separaba de los árboles, descubrí
una docena de negros o más que salían de un claro y que avanzaban hacia mí con
aire de asombro.
“Me paré en seco y me maldije a mí mismo como
representante de todos los estúpidos que están fuera de Londres. Tenía tantas
probabilidades de volver al agua como una tortuga vuelta del revés. Cerré otra
vez la ventanilla para dejar mis manos libres y me quedé esperándolos. En mi
situación no había otra cosa que hacer.
“Pero no se acercaron demasiado. Y empecé a sospechar
la causa. ‘Jimmy Goggles –me dije–, he aquí una prueba de tu belleza’. Creo que
en esos momentos tenía una cierta propensión a dejarme llevar por el delirio,
con todos aquellos peligros que me rodeaban y el bendito cambio que se había
producido en la presión atmosférica. ‘¿A quién miran? –dije, como si los
salvajes pudieran oírme–. ¿Por quién me toman? ¡Que me cuelguen –exclamé– si no
les ofrezco un espectáculo mejor!’ Y acto seguido abrí la válvula de escape y
solté el aire comprimido del cinturón neumático hasta que me hinché como una
rana. Realmente debió ser impresionante. Que el diablo me lleve si avanzaron un
solo paso… Y, de pronto, uno tras otro cayeron al suelo y se pusieron a cuatro
patas. No sabían qué pensar de mí y empezaron a hacerme unas extraordinarias
reverencias, que era lo más sabio y razonable que podían hacer. Durante un
momento pensé en ir retrocediendo con cautela hacia el mar y echar a correr de
golpe, pero me pareció demasiado quimérico. De haber dado un paso hacia atrás,
se habrían arrojado sobre mí. Y entonces, como la situación era absolutamente
desesperada, empecé a caminar hacia ellos, playa arriba, con pasos lentos y
pesados, al tiempo que agitaba mis inflados brazos de forma solemne. Pero en mi
interior, estaba tan asustado como una gallina.
“De cualquier forma, no hay nada como una apariencia
chocante para ayudar a un hombre a salir de un apuro, cosa que yo ya había
descubierto y seguiría descubriendo después. La gente como nosotros, que
estamos acostumbrados a ver escafandras desde los siete años, apenas podemos
imaginar el efecto que causa en un ingenuo salvaje. Uno o dos de los negros
echaron a correr; los otros empezaron a golpear rápidamente el suelo con la
cabeza, como si intentaran estampar allí los sesos. Y yo seguí avanzando con mi
aspecto ridículo, tan lento, solemne y apañado como un fontanero trabajando a
destajo. Era evidente que me tomaban por algo inmenso.
“Entonces uno de ellos se puso en pie de un salto y
empezó a señalar hacia el mar, dirigiéndome al mismo tiempo unos gestos
extrañísimos, y los demás dividieron entonces su atención entre mi persona y
algo que había en el mar. ‘¿Qué pasa ahora?’, me dije. Volteé con lentitud para
preservar mi dignidad y vi al viejo Orgullo de Banya dando vuelta por un
promontorio, remolcado por un par de canoas. La escena me enfermó. Pero como
parecía evidente que los negros esperaban alguna señal de reconocimiento agité
los brazos de forma poco comprometedora. Después me di media vuelta y avancé
majestuosamente hacia los árboles. En ese momento, recuerdo, iba rezando como
un loco, repitiendo una y otra vez: ‘¡Señor, ayúdame a salir de este lío!
¡Señor, ayúdame a salir de este lío!’. Sólo los tontos que no conocen el
peligro pueden permitirse el lujo de reírse de estas oraciones.
“Pero los negros no iban a dejar que me escabullera
tan fácilmente. Iniciaron una especie de danza ritual en torno a mí y me
obligaron a seguir un sendero que se abría a través de los árboles. Estaba
claro que, pensaran lo que pensaran de mí, no me tomaban por un ciudadano
británico, y por mi parte jamás he sentido menos ganas de confesarme súbdito de
este viejo país.
“Tal vez le cueste a usted creerlo, a menos que esté
familiarizado con los salvajes, pero aquellas pobres criaturas ignorantes y
descarriadas me llevaron directamente a una especie de templo para presentarme
a una bendita piedra negra que tenían allí. Para entonces yo estaba empezando a
darme cuenta de la profundidad de su ignorancia y en cuanto posé los ojos en
aquella deidad representé mi comedia. Lancé un prolongado berrido de barítono: ‘Uhh-uhh’,
y empecé a mover los brazos en círculos. Y luego, con mucha tranquilidad y
ceremonia derribé a su ídolo y me senté encima. Tenía unas ganas locas de
sentarme, pues las escafandras no son muy prácticas en los trópicos. O, para
decirlo de manera diferente, son demasiado espectaculares. Me di cuenta de que
los negros se habían quedado sin aliento cuando me senté sobre su ídolo, pero
en menos de un minuto tomaron su decisión y se pusieron a adorarme con
verdaderas ganas. Puedo asegurarle que sentí un gran alivio al ver el giro que
tomaban los acontecimientos, a pesar del peso que soportaba sobre los hombres y
los pies.
“Pero lo que me tenía angustiado era lo que podrían
pensar los tipejos de la canoa cuando regresaran. Si me habían visto en el bote
antes de sumergirme y sin el casco puesto –podían haber estado espiándonos
durante la noche–, adoptarían, con toda probabilidad, un punto de vista
diferente al de sus colegas. Durante un rato, que me pareció de varias horas,
estuve sudando la gota gorda al pensar en ello, hasta que escuché el alboroto
de la llegada.
“Pero se lo tragaron; toda la bendita tribu se lo
tragó. A costa de permanecer rígido y severo, como esas hieráticas imágenes
egipcias que todo el mundo ha visto alguna vez, pude ir tirando durante doce
preciosas horas, pero, al menos, al final pude conjeturar que había salido del
apuro. Difícilmente puede usted hacerse una idea de lo que tal cosa significaba
con aquella peste y con aquel calor. No creo que a ninguno de ellos se le
ocurriera que había un hombre dentro. Yo era sencillamente un maravilloso y espléndido
ídolo de cuero que había surgido felizmente del agua. ¡Pero la fatiga! ¡El
calor! ¡La insufrible falta de ventilación! ¡El hedor de la goma y el ron! ¡Y
la bulla! Encendieron un apestoso fuego en una losa de lava que había delante
de mí y echaron un montón de inmundicias sanguinolentas –las peores partes de
lo que ellos estaban engullendo, ¡los bestias!– y los quemaron en mi honor. Yo
empezaba a tener hambre, pero ahora comprendía cómo se las arreglan los dioses
para pasar sin comer: les basta con el olor de las ofrendas quemadas a su
alrededor. Después trajeron un montón de chismes que habían cogido del
bergantín y, entre otros chismes –lo cual fue un gran alivio para mí–, descubrí
esa especie de bomba neumática que se empleaba para el asunto del aire
comprimido, y a continuación un grupo de jóvenes y jovencitas entró en escena y
se pusieron a danzar a mi alrededor de forma un tanto indecente. Es
sorprendente comprobar las maneras tan diferentes que tienen los distintos
pueblos de mostrar respeto. Si hubiera tenido un hacha a mano, la habría
emprendido contra todos ellos: tal era el salvajismo que me inspiraban. Durante
todo ese tiempo permanecí tan rígido como un regimiento, sin que se me
ocurriera nada mejor que hacer. Y al final, cuando cayó la noche y el recinto
de zarzas que constituía la casa del dios se tornó demasiado oscuro para su
gusto –ya sabe usted que todos estos salvajes tienen miedo a la oscuridad–
lancé un ‘Muu’ ruidoso y ellos hicieron unas grandes hogueras en el exterior y
me dejaron solo y en paz en la oscuridad de mi choza, libre para desatornillar
mis ventanillas y reflexionar, y para sentirme tan mal como me diera la real
gana. Y ¡Dios mío! Estaba fatal.
“Me sentía débil y hambriento, y mi cabeza funcionaba
como un escarabajo en un alfiler: una tremenda actividad y, al final, nada.
Vueltas y vueltas para volver al punto de partida. Estaba apenado por los otros
compañeros; unos terribles borrachos, es cierto, pero que no merecían semejante
destino. Y la imagen del joven Sanders con la garganta atravesada por la lanza
no se me iba de la cabeza. Y también le daba vueltas al asunto del tesoro
escondido en el Pionero del Océano y en el modo de sacarlo de allí y
ocultarlo en un lugar más seguro para escaparme y volver por él. Y además
estaba el problema de conseguir algo de comer. Le aseguro que era un completo
desvarío. No me atrevía a pedir comida valiéndome de señas por miedo a
comportarme de forma excesivamente humana, así que continué sentado allí,
hambriento, hasta que se aproximó el amanecer. Entonces la tribu se quedó algo
tranquila y, como me era imposible resistir más tiempo, abandoné el recinto y
me procuré unas cosas parecidas a alcachofas que había en un cuenco y un poco
de leche agria. Lo que sobró, lo coloqué entre las otras ofrendas para darles
una pista sobre mis gustos. Por la mañana vinieron a adorarme y me encontraron
sentado, rígido y respetable, encima de su anterior dios, tal como me habían
dejado cuando se hizo la noche. Yo me había recostado contra el pilar central
de la choza y estaba prácticamente dormido. Y así es como llegué a ser un dios
entre los paganos; un dios falso y blasfemo, sin duda, pero no siempre puede
uno permitirse el lujo de elegir.
“Ahora bien, no es que quiera darme como dios un
bombo que exceda mis méritos personales, pero debo reconocer que mientras fui
el dios de aquella tribu cosecharon éxitos extraordinarios. No puedo decir que
aquello fuera una nadería, compréndame. Vencieron en una batalla a otra tribu –y
yo recibí un montón de ofrendas que no quería para nada–, hicieron pescas
maravillosas y su cosecha de porquerías fue excelente. Además incluían la
captura del bergantín entre los beneficios que yo les había deparado. En honor
a la verdad, debo decir que no me parece un resultado desdeñable para un
perfecto neófito. Y, aunque usted tal vez no se lo crea, fui el dios local de
esos feroces salvajes durante cuatro preciosos meses…
“¿Qué otra cosa podía hacer, mi querido amigo? Pero
no tuve puesta la escafandra todo el tiempo. Les hice construir una especie de
santuario de santuarios y derroché ingentes cantidades de tiempo en hacerles
comprender lo que quería que hicieran. En efecto, esa fue mi gran dificultad:
hacerles comprender mis deseos. No podía permitirme descender a hablarles
incorrectamente en su jerga –en el caso de que hubiera sido capaz de
comprenderla–, y tampoco me era posible realizar muchos de los gestos. Así que
dibujaba imágenes en la arena y me sentaba junto a ellos y gritaba como un
becerro. Algunas veces hacían bien lo que quería, y otras al revés. Pero
siempre mostraban buena voluntad, eso es cierto. Entretanto yo seguía dándole
vueltas a la manera de resolver la maldita situación. Todas las noches, antes
del amanecer, solía salir fuera con mi atuendo completo y me dirigía a un lugar
desde el cual podía ver el canal donde se había hundido el Pionero del
Océano y, una vez, incluso, en una noche de luna llena, intenté llegar
hasta él, pero las algas, las rocas y la oscuridad me derrotaron ampliamente.
No pude regresar hasta que se hizo de día, y entonces encontré en la playa a
los cándidos negros implorando a su dios marino que regresara a su lado. Yo
estaba tan enfadado y cansado después de haber deambulado de un sitio a otro
dando tumbos, subiendo y bajando una y otra vez, que de buena gana habría
aporreado sus estúpidas cabezas cuando estallaron en gritos de júbilo. ¡Que me
ahorquen si me gustan tantas ceremonias!
“Y entonces llegó el misionero. ¡Vaya misionero!
Llegó por la tarde y yo estaba sentado con gran pompa en la parte exterior de
mi templo, encima de su vieja piedra negra. En el exterior se produjo un gran
jaleo, acompañado de chillidos ininteligibles, y después escuché su voz,
mientras hablaba con un intérprete. ‘Adoran troncos y piedras’, dijo, y al
instante comprendí de qué se trataba. Yo me había quitado uno de mis cristales
para estar más cómodo y sin tomarme un tiempo para reflexionar grité: ‘¡Troncos
y piedras! Entre aquí y le machacaré su condenada cabeza’. Durante unos
momentos reinó el silencio, pero en seguida se reanudaron los chillidos y el
misionero entró con la Biblia en la mano, tal como acostumbran a hacer. Era un
tipo pequeño salpicado con manchas rojizas, y con un casco de corcho. Me halagó
sobremanera que se quedara boquiabierto al verme allí, en la sombra, con mi
cabeza de cobre y mis enormes cristales. ‘Bien –dije–, ¿cómo marcha el comercio
de calicó?’, pues no simpatizo nada con los misioneros.
“Me divertí con aquel misionero. Era un verdadero
novato y desentonaba bastante con un hombre como yo. Con voz entrecortada me
preguntó quién era yo, y yo le dije que leyera la inscripción que había a mis
pies si quería saberlo. Él se inclinó para leerla, y su intérprete, que era tan
supersticioso como cualquiera de los negros, lo interpretó como un acto de
adoración y se tiró al suelo como una bala. Mis prosélitos lanzaron un alarido
de triunfo, y después de esta jornada quedó claro que en mi tribu no tenía nada
que hacer un misionero, ni nadie que se le pareciera.
“Pero, sin duda, fue una estupidez espantarlo de esa
manera. Si hubiera tenido una pizca de sensatez, le habría hablado
inmediatamente del tesoro y nos habríamos asociado en el negocio. Estoy seguro
de que se habría asociado. Hasta un niño, después de unas cuantas horas de
reflexión, habría descubierto la relación que había entre mi escafandra y el Pionero
del Océano. Una semana después de su partida salí por la mañana y divisé el
Maternidad, el navío encargado de los trabajos de rescate en el área de
Starr Race, que remontaba sondeando el canal. Todo el bendito negocio se había
esfumado, y todos mis sacrificios habían sido inútiles. ¡Maldición! ¡Cómo me
enfurecí! ¡Para eso había estado haciendo el ridículo en aquel absurdo y
hediondo traje de buzo! ¡Durante cuatro meses!”
La historia del hombre de piel tostada degeneró otra
vez en improperios.
–Imagínese –dijo cuando emergió una vez más a la
pureza del lenguaje–, ¡cuarenta mil libras esterlinas en oro!
–¿Volvió aquel pequeño misionero? –pregunté.
–¡Oh, sí! ¡Pobre bendito! Y apostó su reputación
afirmando que había un hombre dentro del dios y se dispuso a demostrarlo con
una tremenda ceremonia. Pero allí no había nada… y quedó otra vez como un
novato. Siempre he odiado las escenas y las explicaciones, y mucho antes de que
llegara me había esfumado, dirigiéndome hacia Banya a lo largo de la costa,
ocultándome entre los arbustos durante el día y robando comida en los poblados
por la noche. Como única arma, una lanza. Ni ropas, ni dinero. Nada. Mi cara
era mi fortuna, como reza el dicho. Y ni un penique de las ocho mil libras
esterlinas en oro, mi quinta parte correspondiente. Pero los nativos le dieron
una buena al sonrosado misionero, gracias a Dios, porque creyeron que había
sido él quien había ahuyentado su buena suerte.
No hay comentarios:
Publicar un comentario