Víctor Juan Guillot
Una
ancha faja de luz atravesaba oblicuamente la sala, desde la alta ventana hasta el
piso, sobre cuyos limpios
mosaicos dispersábase la claridad intrusa
con la insolencia de un conquistador. El tiempo debía ser radioso allá fuera, como lo
es siempre en esos finales de invierno que suelen lograr tibios y dorados
anticipos de primavera. Adivinábase del lado exterior de los vidrios el latido vital
de una vibrante atmósfera, océano de aire, que bañaría las costas en las honduras
de sus soleados abismos transparentes.
Marchando suavemente, con ese andar que
parece un deslizamiento, la Hermana de la Caridad acercóse a una de las dos
camas que agotaban la capacidad de la pieza. Al pasar, arrojó una
rápida
ojeada al gráfico sujeto a los pies del lecho, en los barrotes de
hierro del respaldar; con mano ligera aliñó en seguida el desordenado embozo de
la sábana, escuchó un instante la respiración corta y acelerada del enfermo y se
alejó de nuevo a paso cauto, empleando esa diestra dulzura de movimientos que
parece privativa de las enfermeras. Lombardi la siguió con la mirada mortecina e
indiferente de los hospitalizados, en cuyas pupilas parece arremansarse la melancolía
tediosa de las interminables horas de vigilia solitaria.
Había cerrado
los ojos cuando se aproximó la hermana, para sustraerse a las convencionales
palabras de aliento que su piedad ya rutinaria vertía indistintamente sobre los
convalecientes y los moribundos. Lo irritaban los consuelos, después de dos
meses largos de cama que habían disipado en su espíritu hasta la más ligera
esperanza de curación. Durante aquel tiempo había visto sucederse
cuatro personas en el lecho colocado paralelamente al suyo, contra la pared
frontera; y sólo una de ellas pudo despedirse de él, dado de alta por fin,
marchándose a convalecer en su casa, lejos del ambiente tétrico del hospital. A los otros los habían sacado de noche, mientras él
dormía; y no ignoraba
Lombardi la significación lúgubre de esas cautelosas traslaciones nocturnas. Ahora,
la cama contigua estaba libre otra vez.
–No duraría mucho tiempo así –pensó,
sintiendo un sutil estremecimiento de terror ante la idea de que antes de que
otro viniera, la suya, quizás, habría quedado también vacante.
Su mirada, pesada y lenta, se paseó ahora por
las paredes desoladoramente blancas y el piso oliente a líquidos desinfectantes;
a esos mismos olores de formol y éter que saturaban también el aire, mezclados siempre con las emanaciones de carne macerada y
dolorida que flotan en el interior de todos los hospitales. Después miró la cascada
luminosa que descendía rectamente, como la diagonal de un rectángulo, pasando sobre
su cabeza a modo de un leve puente derrumbado en uno de sus extremos.
–Lindo día –se dijo mentalmente–.
Lindo día, al cabo de tantas semanas en que
la gris claridad de las jornadas lluviosas filtraba su tristeza desde el
arbolado patio exterior o se arrastraba por los fríos pasillos del edificio.
Cansadamente, hizo un cálculo.
Él había entrado… justo hacía sesenta y
ocho días, al principiar el invierno. La primavera debía estar cercana,
entonces.
Allá en el fondo de su cerebro repitió lentamente
la palabra, silabeándola con pausa, sorprendido por la extraña profundidad que
se le revelaba en su sentido: “pri-ma-ve-ra”…
Curioso, lo que pasaba. Nunca ese vocablo le
había dicho nada; y ahora hablaba a su imaginación, con poderosa fuerza
evocativa, de vida potente, natural, coloreada y fresca. Le pareció sentir alrededor
un ascenso tumultuoso de savias que se precipitaran en un mundo de formas plásticas
y sonoras, oreado por largas ráfagas impregnadas de tónicos sabores salinos.
Deseó
oírla de nuevo y la
murmuró
quedamente, en voz tan baja, que pasó como un suspiro por los labios pálidos y resecos:
primavera… primavera…
Bien abiertos los ojos hundidos en la profundidad
de las cuencas de un rostro demacrado por la consunción, Lombardi contemplaba el
tablón luminoso; y por él, su imaginación evadíase de la sala, escapaba del hospital,
ardiente como un potro fugitivo, galopando por los anchos espacios que el sol doraba,
muy lejos de aquella casa sombría, muy lejos de la ciudad vibrante de
ansiedades y dolores, por los campos dilatados en donde había corrido su infancia
y madurado su infancia y madurado su mocedad.
Se sofocaba. Abrió la boca en una profunda
inspiración que fatigó hasta el dolor sus averiados pulmones. ¡Quién
pudiera volver a respirar aquel aire rico y
oloroso como un vino, cargado de silvestres saturaciones,
que a estas horas asentaríanse blandamente sobre los temblorosos linares y los
interminables maizales de Santa Fe!
Nervioso, cambió de posición; sentíase tan ligero
como si los enflaquecidos miembros, inflados de éter imponderable, lo elevaran
insensiblemente en el espacio.
Como una obsesión, insistía el recuerdo de
la tierra nativa. Por allá, los rastrojos estarían transformándose en praderas cubiertas de finos
pastos color verde claro, por donde cantarían las
perdices coloradas bajo el solazo de mediodía. Aunque, recordando bien, no era
el tiempo. No, no era el tiempo todavía.
Él,
Lombardi, tenía que saberlo bien, porque vivió en el campo hasta que fuera mozo. Pero el recuerdo de las cosas y de
los hechos desvanecíasele en la debilitada memoria, como imágenes huidizas, de sustancia
inconsistente y contornos imprecisos.
Fragmentariamente,
a modo de aisladas viñetas de un trunco pasado, acudían ciertos recuerdos.
Reconocíase en aquel recio mocetón que marchaba detrás del arado, alentando con
enérgicas voces, dilatadas sonoramente en el espacio, a la pareja de grandes
caballos que cabeceaban lanzando
nubes de humo blanquecino por los abiertos ollares. El
rocío escarchado entre las hierbas crujía bajo sus pasos y en la tierra,
ablandada por lloviznas recientes, hundíase sin esfuerzo la reja reluciente y
filosa, abriendo ancho surco que dejaba escapar el hálito
cálido y acre de sus entrañas. Las aves revoloteaban en bandada
alrededor de su cabeza, abatiéndose con avidez sobre las amelgas de tierra negra
y sustanciosa, para levantarse luego, chillando en la disputa de los insectos recogidos
entre los terrones.
A la distancia, en las casas, alguien hacía
señas con los brazos. Advertíase el llamado saliendo de su boca, pero el grito
llegaba mucho más tarde, como un trozo de sonido flotante en el aire que se asentara
por fin, fatigado, a sus mismos pies. El aire matinal, todavía frío, le friccionaba
el rostro con la aspereza de un puñado de mostaza…
***
Incorporóse
trabajosamente en la cama, reclinando la descarnada espalda contra las
almohadas. Lo asaltaba una desesperada y orgánica urgencia de sentir otra vez contra
la cara la ruda comezón del viento mañanero que hace retozar alegremente sus ráfagas
sobre los campos. Llevóse una mano hasta el rostro y palpó la pálida piel bajo la
sombra sucia de las barbas aborrascadas. ¡Oh,
si pudiera sentir una vez más, la fresca caricia del viento libre sobre su mísera cane enferma!
–¿Y
por qué no, después de todo? –arguyó
en su interior una reanimada esperanza. También podría surarse, como tantos, y
volver entre su gente, perdida ya de vista en sus andanzas, para trabajar de nuevo
como antes, bajo el sol y en pleno contacto con la naturaleza.
Porque, eso sí –prometíase en febril soliloquio–, si escapaba de esa, despediríase para siempre de Buenos
Aires. Realmente, asombrábale ahora
la fascinación
que lo atrajo irresistiblemente hasta la gran ciudad. Le parecían tan pobres,
tan despreciables, aquellas aspiraciones que lo fueron alejando de lo suyo, de la
tierra campesina, para incorporarlo a la falange desesperada de los que se debaten en el ambiente inhóspito
de la urbe populosa y egoísta. La verdad, él había soñado con muchas cosas y
acariciado múltiples ilusiones. ¿Para qué?
La claridad disminuida insensiblemente y
leve penumbra iba atenuando la agresividad de aquella blancura aséptica que lo
rodeaba. Afuera, el sol aún estaría alto y la tarde iría cobrando esa serenidad
que anuncia la silenciosa aproximación del crepúsculo. A lo sumo, debajo de los
árboles, la sombra haríase más fresca y en las ramas empezaría a bullir la impaciencia
de los pájaros que se aprestan para la velada nocturna.
Siempre le habían gustado los árboles,
pensaba ahora Lombardi. No era un hombre culto, pero sentía hondamente la
sugestión del paisaje arbolado, cuya serena belleza esparcía en su sensibilidad
como una callada fluencia de sutiles emociones. Cuando muchacho, placíale tenderse
bajo la
umbría
del ramaje frondoso, fijos los ojos en
la
clara bóveda del firmamento, escuchando esos rumores misteriosos
con que la vida se manifiesta en el cuerpo armonioso del árbol.
Al fondo de la chacra paterna, en los
linderos del cuadro de pastoreo, había una isleta compacta de talas y chañares.
En el centro, como un jefe entre sus tropas, erguía un jacarandá foráneo su arrogante
silueta cuajada de corolas azules. Era un refugio escondido y sombrío, sobre cuyo
suelo herboso el sol, filtrado por el follaje, estampaba innumerables arabescos
de luz. De vez en cuando, como leves burbujas de bruma, la sombra fugitiva de
un pájaro proyectaba desde la altura.
A lo lejos, bordeando el alambrado, una fila de álamos piramidales empinaba sus
temblorosas agujas.
Tumbado en los pastos, masticando un jugoso
cogollo, él dejaba correr las horas, soñando en cosas
extravagantes, lánguido el cuerpo y adormecidos los sentidos bajo la caricia tibia
y fragante de la atmósfera. Arriba, los árboles crujían suavemente o dejaban resbalar
entre sus hojas un lento susurro confidencial. Las junturas de las grandes ramas chasqueaban
como las maderas de un barco filando sobre las aguas. Era un ruidito seco y
corto como un lenguaje monosilábico: ¡chqt!, ¡chqt! Hablaba de sombra, cortada
y perentoria. La réplica del follaje descendía como un sedoso deslizamiento del
aire a través de finas láminas y vibrantes pecíolos: ¡flzzz!, ¡flzzz!… A veces, alargábase en una suspirada emisión,
recatada e insinuante, como un llamado de mujer: ¡flflzzz!, ¡flflzzz!
Seguramente, allá fuera, en los árboles del patio,
también dialogaban quedamente los gruesos tallos y las vibrátiles ramas hojosas.
Los unos, revestidos de rugosas cortezas, articularían su varonil ¡chqt!, ¡chqt!… Las otras modulaban la indecisa respuesta en el tímido cuchicheo de su aérea fronda:
¡flzzz!, ¡flzzz!
Interrumpió de
golpe sus imaginerías. Decididamente, debía haberle subido la fiebre. Sentía pesar
sobre él un ambiente caliginoso
y ardiente. Al mismo tiempo experimentaba la sensación de que la enflaquecida
piel que le cubría los huesos estaba hinchada y densa como una edematía. En la
sala iba anocheciendo gradualmente; ya la franja de claridad era sólo un resplandor
dorado que se dispersaba desde los vidrios.
Dejose caer sobre la cama, ansioso de una frescura
que le negaban también las ropas calientes y húmedas por los trasudores de la
fiebre.
Entretanto –pensó otra vez– el aire tibio
correría por sobre los campos enverdecidos y la tierra vestiría su fertilidad en
las mil formas vegetales de la vida. Correría el agua clara y elástica por los arroyos
lejanos, el sol poniente prendería rojizas luces en los flancos de los cerros y
la caída de la tarde iría embozando en silenciosa sombra las copas solemnes de
la arboleda.
Urgente y desesperado, retornó de nuevo el
anhelo. ¡Ver una vez más, oler una vez más, hundirse una vez más en aquella naturaleza
silvestre de sus días infantiles! Era seguro que se moría; pero no quería
morirse sin sentir otra vez, la última, sus manos y su cara, todo el cuerpo desnudo,
frotados por la fronda suave y fresca de un ramaje; sin llenarse los pulmones
con las profundas respiraciones del monte virgen, sin sentir en la cabeza la húmeda unción del relente nocturno
sobre las tierras labradas. ¡Si pudiera verse libre de aquel eterno y repugnante
olor a formol y éter que se le adhería a las paredes internas de la boca y las narices,
saturando su carne con pregustos de muerte!…
***
Nuevamente
apareció la hermana y se acercó en silencio a la cama. Algo raro debió advertir
en el enfermo, porque volvió a salir con prisa, no tardando en regresar acompañada
del interno de guardia. Hundido en ese
sopor
siniestro que el crepúsculo deja caer sobre los moribundos, atisbándolos como a
cosa desconocida y extraña, Lombardi
los escuchó cambiar algunas palabras en voz baja. Ante las instancias de la
hermana, el practicante se encogió de hombros, retirándose en seguida a grandes
pasos, con la expresión de quien deja tras de sí una solución definitiva.
¿Entraba la bruma vespertina por la ventana
o era que la tiniebla de la muerte empezaba a condensarse frente a sus ojos? No
lo sabía Lombardi; ni le interesaba. ¿Se moría? Bueno. Allá en lo profundo de
su conciencia insinuábase la vaga noción de que alguien íbase extinguiendo. De
todos modos, la cosa era igual.
Todo el resto de su vitalidad exhausta
parecía concentrarse, como la energía de una mano desesperada en el objeto que
empuña, en el anhelado pensamiento: ver un árbol… un
árbol.
A su lado, la
monja pasaba las cuentas del rosario mientras su boca repetía las palabras
rituales de la plegaria. Era una mujer vieja y pálida que había rezado junto a
la cama de innumerables agonizantes.
Con los ojos
bien abiertos, Lombardi miraba delante de sí; su vista se extendía más allá de
la hermana, franqueaba los muros de la habitación, abarcando dilatados espacios
por donde corrían espumosos regatos entre frondosas masas vegetales calentadas
por la dorada claridad solar.
–Un árbol… un
árbol…
La hermana notó
el movimiento de los labios y los humedeció con un trozo de algodón empapado en
agua. Los labios seguían murmurando algo inaudible. Ella creyó necesaria una
palabra de consuelo. Tenía experiencia de esas cosas y no creía llegado el
momento supremo todavía:
–Valor, hijito; ¿necesita algo?
Y encorvándose sobre
la cama, la monja pegó su oído a la boca del enfermo; la gran cruz de cobre del rosario reposó por un
instante sobre el pecho de Lombardi. Hizo éste un esfuerzo y musitó, en una
espiración apenas perceptible:
–Un
árbol… un árbol…
La hermana se
incorporó, perpleja. El delirio de la fiebre, sin duda. Con todo, era raro.
Y lo miró otra
vez, lleno de piedad su arrugado rostro de virgen envejecida. En los ojos del enfermo
había tal
expresión de trágica ansiedad que la conmovió hasta lo más íntimo.
Entretanto los labios se movían siempre.
Ella leía claramente las palabras en la boca descolorida. Después de todo –se
dijo–, aquello sería un alivio para el infeliz. En el patio había tantas
plantas…
Arrastrando con presteza las anchas faldas,
salió de la sala. Había oscurecido completamente. Al pasar, hizo girar el interruptor
de la luz.
Lombardi cerró los ojos, herido por la cruda
claridad que se les volcó encima bruscamente. Reclinada la cabeza en la
almohada, acentuaba sus aristas la lúgubre flacura del rostro y el cuello. Sus labios
continuaban moviéndose tenuemente. Adivinábase que el último anhelo iba
escapando por ellos con la vida.
Una fragante frescura vegetal invadió
súbitamente la sala, difundiéndose en imponderables ondas que cubrieron y
desplazaron las químicas emanaciones de farmacopea. Llevando en los brazos una
mata entera, avanzó la hermana desde la puerta, aproximándose al lecho con
gozosa diligencia. Las raíces de la planta estaban todavía cargadas de húmeda
tierra y las verdes hojas agrupábanse densamente en los tallos coronados de
aromadas inflorescencias. A su paso, la
pieza llenábase de silvestres olores, como si alguien hubiera abierto una gran
ventana al viento errante de la floresta.
–Tome, hijito.
Con maternal ternura, como quien deja un
niño pequeño en la cuna, la hermana depositó el arbusto al costado del enfermo,
sobre el descarnado brazo extendido a lo largo del cuerpo. Lombardi abrió los
ojos. Las frondosas ramas bañábanle la macilenta cara con sus jugosas lozanías
de planta. Aspiró largamente, como si sorbiera toda la naturaleza. Resbaló una
mano, torpe ya, por sobre las hojas, a la manera de una ansiosa caricia de
bienvenida. Bien sabía él que habría de curar y volver a los campos… a dormitar
dulcemente bajo los árboles… la reja del arado abría la tierra tierna que
ofrecía sus entrañas a la fecunda luz solar… allá abajo, alguien lanzaba un
llamado que flotaba en el espacio como un trozo invisible de sonido. Una ráfaga
fresca soplaba desde el monte inmediato…
De rodillas
al lado de la cama, la hermana pasaba las cuentas del rosario.
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