Carlos de Bella
Ya nadie recordaba con
certeza cómo había sido su llegada. Como todo lo que se refería a ella, esto también
estaba sembrado de dudas y ambigüedades. La versión generalmente aceptada indicaba
sobre un viaje interrumpido por problema del carruaje; que este provenía de París
o de Flandes, quizá de Aquisgrán, en camino hacia el sur o tal vez a Italia; algunos
aventuraban que a ver al Papa. Cuando la rotura casi sin posibilidad de arreglo
del eje delantero frustró la continuación del camino y transformó una posta posible
en (nadie lo sabía a ese momento) destino definitivo, tampoco nadie avizoró los
hechos por acontecer.
La posada había sido desde las épocas de los cruzados
el punto de reunión de aquellos extranjeros que pasaban por el lugar. Todos iban
o venían del sur, todos eran aves de paso, a lo sumo pernoctaban allí una noche.
Pero jamás ni uno solo de ellos había tenido la prestancia y distinción de esta
dama. Exigió que desalojaran todas las dependencias de la planta alta (sólo hubo
que evacuar algunas palomas que anidaban en un alféizar) y solicitó dos habitaciones
contiguas a la cuadra en que se guardaban las bestias, para sus criados.
En un cuarto que se abría hacia el sur, con cama de
dosel tendida con sus propias sábanas de seda, durmió la primera noche. Algunos
fantaseaban acerca de que lo hizo desnuda, mientras la luna espiaba por la ventana
entreabierta.
Pese al tiempo transcurrido todos coincidían en cómo
había surgido su apelativo. Las dudas del origen y destino final de su viaje variaban:
que si salió de tal o cual corte para dirigirse a esta o quizás aquella otra. De
esa intriga recibió su nombre: la Cortesana; cuando éste en realidad siempre fue
Mme. Hyères. Aunque nadie ya lo recordaba.
En unas pocas semanas de la posada original ya no
quedaba nada, todo se había transformado. Casi se diría que en una casa de campo,
tal vez un petit-chateau para encuentros furtivos de alguien desconocido,
pero seguramente noble. Los posaderos no dejaron pasar el negocio y sacrificaron
todo en aras de los deseos y caprichos de su ama; incluso relegaron su estancia
al mismo establo, cediendo su alcoba para la recién nombrada ama de llaves. Aparte
de ésta, elegida entre las matronas del pueblo, la cantidad de criados original
se había incrementado. En los días siguientes de la llegada, uno de ellos había
regresado a… ¿París? y a su vuelta otros cinco lo acompañaban, todos varones o casi.
Aun ahora, pasado el tiempo, nadie se pone de acuerdo
sobre cuál fue el motivo esgrimido (si lo hubo), cuál la decisión (si existió),
cuáles las razones lógicas (si la lógica era aplicable a este caso) de por qué quedarse
allí. Como hizo traer criados, tapices, muebles, vajilla, incontables enseres e
incluso alguien para que diseñara sus vestidos, bien podría haber mandado por un
nuevo carruaje para proseguir camino o regresar. Pero eso no ocurrió.
El pueblo se complacía en la fama creciente que le
proporcionaba la estancia de Mme. Hyères, mejor dicho, la Cortesana. Ya no se recordaba
que su actual alojamiento hubo sido una posada, ni que allí hubiera posaderos, que
a esta altura y previo pago habían emigrado. abandonando incluso el establo.
Si llegaba un caballero cansado de trajinar cabalgadura,
hambriento, sediento o padeciendo otros males, se encontraba que allí no había posibilidades
de albergue y cuando ya furioso casi blandía su espada, o ya desolado se derrumbaba
ante alguno de los habitantes naturales, en ese momento, mágicamente, surgía uno
de los criados de Mme. que transmitía al caballero su invitación para alojarse en
su casa. Cuando estos, que salían de un asombro para caer en otro, al ver el lugar
y la atención; cuando hubo ocurrido que descansaron y saciaron sus apetitos y necesidades,
allí precisamente hacia su aparición Mme.
Todo este proceso sugería haber sido montado como
una pantomima donde cada uno tenía asignado su papel; lo maravilloso de ello era
que ningún extranjero llegaba a imaginarlo así. Cuando partían ya no eran los mismos,
aunque no lo sabían.
El misterio, la incertidumbre y especialmente la ambigüedad
constituían el encanto de Mme. Era de tez blanca, que no pálida. Ojos claros, quizá
grises. Boca mediana aunque de labios finos, tal vez por momentos un rictus de dureza.
Talle esbelto, pero de formas firmes y estilizadas. Cabellos negros como ala de
cuervo, lacios; si los recogía en tocado, daba a su aire un algo de masculinidad
que acentuaba su belleza y perturbaba. Sus ropas, de ricas telas pero de corte simple,
sólo descubrían su cuello perfecto. Jamás nadie vio sus manos, cubiertas por guante
negro de fina piel. ¡Y su voz! Si se entrecerraban los ojos, esta podía escucharse
como el canto de las sirenas que arrastraba a los marinos a la catástrofe o como
las voces de aquellos que embelesados concurrían al caos. De haber sido un ciego
su interlocutor, se hubiera engañado acerca de su sexo. Sobre esto se construiría
la historia del desatino.
Los sirvientes de Mme. eran cual tumbas de fidelidad
y discreción; ya sea aquellos que la conocían de tiempo como los nuevos que habían
sido reclutados en el pueblo. Jamás por ellos se supo nada de la intimidad, ni siquiera
una anécdota sobre alguna rutina doméstica; ante alguna pregunta directa o solapada,
aquellos respondían con un esbozo de sonrisa o un gesto de insinuada molestia, según
el caso.
Por lo tanto la leyenda de Mme. se fue tejiendo sobre
relatos ciertos, habladurías y la imaginación ajena. De los primeros, escasos y
aún más en su grado de certeza, se encargaron algunos de aquellos caballeros que
el destino quiso que fueran invitados de Mme. Ya hubieran pernoctado o no, los señores
de buena cuna si hacían alguna mención eran sólo elogio y más trasuntaban sus ojos
que su lengua. Cuando hubo algún otro que ya sea antes de partir, o de camino parando
en otro lugar o en su destino, daba cuenta con demasiados detalles e incluso sugería
a quien le escuchaba, más favores de los recibidos de su anfitriona, o no resultaba
un hidalgo, o su imaginación reemplazaba algún desaire, o ambas cosas.
Lo cierto era que desde lugares lejanos llegaban los
ecos de alguien que habiendo sido atendido por Mme. quedaba de ella obligado.
Las habladurías eran tejidas principalmente en el
pueblo y cercanías; referían a jóvenes campesinos que traían su cosecha para la
venta, artesanos de pueblos cercanos que eran llamados para alguna reparación, quizá
algunos que aparte de su oficio tenían facilidad para algún instrumento o buena
voz; poseyendo todos ellos el inmejorable don de la juventud. Lo que ocurría luego
era descrito por las malas lenguas según las reglas de la difamación. Si alguna
vez hubo algo de verdad, el favorecido se hubo de guardar muy bien, al igual que
aquel noble, de hacer de ello estandarte. En los últimos tiempos, la imaginación
ajena había ampliado a diversas doncellas entre los receptores de los favores de
Mme.
Por supuesto que a oídos de ella hubieron de llegar
también todas estas versiones e infundios. Como era de suponer no hizo declaraciones
ni en un sentido ni en otro. Esto también contribuyó a la formación de aquello que
llamamos el desatino.
La historia le recordará como el heredero frustrado
de una de las casas más nobles de Europa. No sabremos si al mismo tiempo hará mención
y honor a su garbo y apostura que unidos a su juventud producían la alquimia de
una devastadora seducción. Pero como los vericuetos de la mente humana son infranqueables
para la lógica, aquel que a cuyo paso por los salones dejaba un reguero de mujeres
cautivadas a su sola vista, ya sean estas duquesas o criadas, sólo tenía pensamientos
para alguien que jamás había conocido.
Aquella primera vez que escuchó en boca de un noble
de la corte de su padre sobre la dama que hubo de alojarle cuando extenuado no pudo
continuar camino, fue el comienzo de una serie de relatos que modelaron en el tiempo
la idea. Así fue construyendo en su mente la imagen de aquella que pintada por relatores
honrados, otros desairados, charlatanes o discriminadores, contaban acerca de la
Cortesana. Cuando tanta información fue acumulada llegó un momento donde sólo cabía
una decisión. Allí tomó su cabalgadura, la más recia, y sin aviso partió a su encuentro.
Ya las cosas no eran de igual manera. El pueblo iba
mutando. Había llegado un momento donde, como en las grandes pasiones, el fuego
daba paso al rencor. Debió producirse ello cuando tomaron conciencia de que nunca
habían existido hasta la llegada de Mme. y que dejarían de ser en el preciso instante
en que ella dejara de estar allí. Simplemente desaparecerían. Algunos comerciaban
con la oportunidad del momento, como hubieron de hacer los posaderos que se esfumaron
sin volverse a saber de ellos; otros les fueron reemplazando de a poco en el servicio
y así fueron surgiendo pequeños lugares donde algún caballero podía reponerse y
seguir su camino, o incluso pernoctar si lo deseaba, a veces en la misma alcoba
de los dueños y acaso con la misma dueña de compañía. Todo se vendía en estos tiempos.
Esto produjo que los probables favorecidos de ser invitados de Mme. disminuyeran
en cantidad lo que no en calidad. Siempre habría en el lugar y momento preciso un
sirviente cumpliendo su papel con la persona indicada.
Esa tarde Mme. veía languidecer las rosas en beneficio
de esos cielos violáceos que le producían cierta tristeza. Como cuando era pequeña
al sentir un escalofrío supo que el tiempo del desatino había comenzado. Sólo acertó
a suspirar.
El jinete estaba tan cerca de su destino que en vez
de acicatear su cansada cabalgadura la llevaba al paso, como si temiera llegar.
La tarde caía desmayada sobre los campos y un silencio extraño para esas horas acompañaba
su camino. Las propias calles del pueblo parecían haberse desolado de propósito
y sólo encontró un chiquillo a quien requirió por el paradero buscado; éste elevo
un índice mugroso y señaló la casa.
Se apeó y por un momento quedó mirando como sin ver;
antes de que llegara a llamar a la puerta, una doncella la abrió y con una reverencia
infrecuente le ofreció pasar sin pronunciar palabra.
Sus ojos recorrían en las penumbras de la alcoba el
cuerpo desnudo semicubierto del extranjero.
Pronto llegaría el alba y con ella, éste debería irse,
esa era la palabra empeñada. Esa fue siempre y en cada momento la condición impuesta.
Los cuerpos de la noche no deben compartirse en el amanecer. Mme. sentía un desasosiego
sin raíces, como el viento frío que la hizo estremecerse la tarde anterior. Cuando
le avisaron la llegada del extranjero ella ya la había presentido; cumplido el tiempo
descendió a su encuentro; él era más bello que cualquier sueño le haya soñado. Poseía
los ojos y oídos peligrosamente crédulos de la juventud, por ellos habían ingresado
todas las historias acerca de Mme, las más bellas y las más infames. Ahora esos
mismos ojos veían su belleza turbadora, esos mismos oídos escuchaban su voz que
llegaba desde el laberinto de los tiempos. Ahora sólo quería amarla. Cuando ella
impuso como condición que la partida debería realizarse con la primera luz del alba,
asintió enfervorizado de pasión sin saber realmente a qué consentía.
La noche del extranjero estuvo ahíta de placeres jamás
sentidos, de juegos jamás jugados, de dolores jamás gozados.
Ahora se siente despertar desde un pozo negro y profundo.
En las sombras presiente a Mme. que le observa; allí entonces él le habla con la
madurez adquirida durante la noche de las pasiones. De ella requiere una respuesta
que disipe todas sus intrigas, que aclare las fábulas, que resuelva los acertijos.
¿Quién es?, ¿qué es?, ¿cuál es su verdadera naturaleza?, ¿qué enigma esconde su
sexo?. Sobre la última sombra de la noche se escucha la voz suave y profunda:
–Qué importa cuál sea mi sexo si habéis gozado en
él. Ahora debéis iros.
El joven extraviado en sus sentidos se incorpora en
el lecho y pretende alcanzar el cuerpo de Mme., esta se resiste y ambos caen al
suelo, el destino posa la mano del extranjero sobre el frío de la daga que el mismo
había abandonado junto con sus ropas en los comienzos de la noche. Su mano la coge
y con ella amenaza, Mme. aterrada se revuelve, el forcejeo de ambos sólo produce
la herida irreversible. Ella se desploma, las vestimentas desgarradas se van llenado
de sangre. El alba, suprema hechicera, ilumina el cuerpo exánime como un castigo
por no haber cumplido la promesa. Los cabellos negros cubren parte del rostro, la
piel de su cuerpo, sus brazos, sus piernas parecen de alabastro, en el medio como
una flor resplandece su pubis, ora semeja el de un hombre ora el de una mujer, quizá
la luz indecisa produce la misma indecisión.
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