Ramón Gómez de la Serna
El doctor Alejo murió
asesinado. Indudablemente murió estrangulado.
Nadie había
entrado en la casa, indudablemente nadie, y aunque el doctor dormía, por
higiene, con el balcón abierto, era tan alto su piso que no era de suponer que
por allí hubiese entrado el asesino.
La policía no
encontraba la pista de aquel crimen, y ya iba a abandonar el asunto, cuando la
esposa y la criada del muerto acudieron despavoridas a la Jefatura. Saltando de
lo alto de un armario había caído sobre la mesa, las había mirado, las había
visto, y después había huido por la habitación, una mano solitaria y viva como
una araña. Allí la habían dejado encerrada con llave en el cuarto.
Llena de
terror, acudió la policía y el juez. Era su deber. Trabajo les costó cazar la
mano, pero la cazaron y todos le agarraron un dedo, porque era vigorosa corno
si en ella radicase junta toda la fuerza de un hombre fuerte.
¿Qué hacer con
ella? ¿Qué luz iba a arrojar sobre el suceso? ¿Cómo sentenciarla? ¿De quién era
aquella mano?
Después de una
larga pausa, al juez se le ocurrió darle la pluma para que declarase por
escrito. La mano entonces escribió: “Soy la mano de Ramiro Ruiz, asesinado
vilmente por el doctor en el hospital y destrozado con ensañamiento en la sala
de disección. He hecho justicia”.
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