Horacio Quiroga
…–“En
resumen, yo creo que las palabras valen tanto, materialmente, como la propia cosa
significada, y son capaces de crearla por simple razón de eufonía. Se precisará
un estado especial; es posible. Pero algo que yo he visto me ha hecho pensar en
el peligro de que dos cosas distintas tengan el mismo nombre”.
Como se ve, pocas veces es dado oír teorías tan maravillosas
como la anterior. Lo curioso es que quien la exponía no era un viejo y sutil filósofo
versado en la escolástica, sino un hombre espinado desde muchacho en los negocios,
que trabajaba en Laboulaye acopiando granos. Con su promesa de contarnos la cosa,
sorbimos rápidamente el café, nos sentamos de costado en la silla para oír largo
rato, y fijamos los ojos en el de Córdoba.
–Les contaré la historia –comenzó el hombre– porque
es el mejor modo de darse cuenta. Como ustedes saben, hace mucho que estoy en Laboulaye.
Mi socio corretea todo el año por las colonias y yo, bastante inútil para eso, atiendo
más bien la barraca. Supondrán que durante ocho meses, por lo menos, mi quehacer
no es mayor en el escritorio, y dos empleados –uno conmigo en los libros y otro
en la venta– nos bastan y sobran. Dado nuestro radio de acción, ni el Mayor ni el
Diario son engorrosos. Nos ha quedado, sin embargo, una vigilancia enfermiza de
los libros como si aquella cosa lúgubre pudiera repetirse. ¡Los libros!… En fin,
hace cuatro años de la aventura y nuestros dos empleados fueron los protagonistas.
El vendedor era un muchacho correntino, bajo y de pelo
cortado al rape, que usaba siempre botines amarillos. El otro, encargado de los
libros, era un hombre hecho ya, muy flaco y de cara color paja. Creo que nunca lo
vi reírse, mudo y contraído en su Mayor con estricta prolijidad de rayas y tinta
colorada. Se llamaba Figueroa; era de Catamarca.
Ambos, comenzando por salir juntos, trabaron estrecha
amistad, y como ninguno tenía familia en Laboulaye, habían alquilado un caserón
con sombríos corredores de bóveda, obra de un escribano que murió loco allá.
Los dos primeros años no tuvimos la menor queja de nuestros
hombres. Poco después comenzaron, cada uno a su modo, a cambiar de modo de ser.
El vendedor –se llamaba Tomás Aquino–
llegó cierta mañana a la barraca con una verbosidad exuberante. Hablaba y reía sin
cesar, buscando constantemente no sé qué en los bolsillos. Así estuvo dos días.
Al tercero cayó con un fuerte ataque de gripe; pero volvió después de almorzar,
inesperadamente curado. Esa misma tarde, Figueroa tuvo que retirarse con desesperantes
estornudos preliminares que lo habían invadido de golpe. Pero todo pasó en horas,
a pesar de los síntomas dramáticos. Poco después se repitió lo mismo, y así, por
un mes: la charla delirante de Aquino, los estornudos de Figueroa, y cada dos días
un fulminante y frustrado ataque de gripe.
Esto era lo curioso. Les aconsejé que se hicieran examinar
atentamente, pues no se podía seguir así. Por suerte todo pasó, regresando ambos
a la antigua y tranquila normalidad, el vendedor entre las tablas, y Figueroa con
su pluma gótica.
Esto era en diciembre. El 14 de enero, al hojear de
noche los libros, y con toda la sorpresa que imaginarán, vi que la última página
del Mayor estaba cruzada en todos sentidos de rayas. Apenas llegó Figueroa a la
mañana siguiente, le pregunté qué demonio eran esas rayas. Me miró sorprendido,
miró su obra, y se disculpó murmurando.
No fue sólo esto. Al otro día Aquino entregó el Diario,
y en vez de las anotaciones de orden no había más que rayas: toda la página llena
de rayas en todas direcciones. La cosa ya era fuerte; les hablé malhumorado, rogándoles
muy seriamente que no se repitieran esas gracias. Me miraron atentos pestañeando
rápidamente, pero se retiraron sin decir una palabra.
Desde entonces comenzaron a enflaquecer visiblemente.
Cambiaron el modo de peinarse, echándose el pelo atrás. Su amistad había recrudecido;
trataban de estar todo el día juntos, pero no hablaban nunca entre ellos.
Así varios días, hasta que una tarde hallé a Figueroa
doblado sobre la mesa, rayando el libro de Caja. Ya había rayado todo el Mayor,
hoja por hoja; todas las páginas llenas de rayas, rayas en el cartón, en el cuero,
en el metal, todo con rayas.
Lo despedimos en seguida; que continuara sus estupideces
en otra parte. Llamé a Aquino y también lo despedí. Al recorrer la barraca no vi
más que rayas en todas partes: tablas rayadas, planchuelas rayadas, barricas rayadas.
Hasta una mancha de alquitrán en el suelo, rayada…
No había duda; estaban completamente locos, una terrible
obsesión de rayas que con esa precipitación productiva quién sabe a dónde los iba
a llevar.
Efectivamente, dos días después vino a verme el dueño
de la Fonda Italiana donde aquellos comían. Muy preocupado, me preguntó si no sabía
qué se habían hecho Figueroa y Aquino; ya no iban a su casa.
–Estarán en casa de ellos –le dije.
–La puerta está cerrada y no responden –me contestó
mirándome.
–¡Se habrán ido! –argüí sin embargo.
–No –replicó en voz baja–. Anoche, durante la tormenta,
se han oído gritos que salían de adentro.
Esta vez me cosquilleó la espalda y nos miramos un momento.
Salimos apresuradamente y llevamos la denuncia. En el
trayecto al caserón la fila se engrosó, y al llegar a aquél, chapaleando en el agua,
éramos más de quince. Ya empezaba a oscurecer. Como nadie respondía, echamos la
puerta abajo y entramos. Recorrimos la casa en vano; no había nadie. Pero el piso,
las puertas, las paredes, los muebles, el techo mismo, todo estaba rayado: una irradiación
delirante de rayas en todo sentido.
Ya no era posible más; habían llegado a un terrible
frenesí de rayar, rayar a toda costa, como si las más íntimas células de sus vidas
estuvieran sacudidas por esa obsesión de rayar. Aun en el patio mojado las rayas
se cruzaban vertiginosamente, apretándose de tal modo al fin, que parecía ya haber
hecho explosión la locura.
Terminaban en el albañal. Y doblándonos, vimos en el
agua fangosa dos rayas negras que se revolvían pesadamente.
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