Horacio Quiroga
Yo estaba desesperada –dijo
la voz–. Mis padres se oponían rotundamente a que tuviera amores con él, y habían
llegado a ser muy crueles conmigo. Los últimos días no me dejaban ni asomarme a
la puerta. Antes, lo veía siquiera un instante parado en la esquina, aguardándome
desde la mañana. ¡Después, ni siquiera eso!
Yo le había dicho a mamá la semana antes:
–¿Pero qué le hallan tú y papá, por Dios, para torturarnos así?
¿Tienen algo que decir de él? ¿Por qué se han opuesto ustedes, como si fuera indigno
de pisar esta casa, a que me visite?
Mamá, sin responderme, me hizo salir. Papá, que entraba en ese
momento, me detuvo del brazo, y enterado por mamá de lo que yo había dicho, me empujó
del hombro afuera, lanzándome de atrás:
–Tu madre se equivoca; lo que ha querido decir es que ella y yo
–¿lo oyes bien?– preferimos verte muerta antes que en los brazos de ese hombre.
Y ni una palabra más sobre esto.
Esto dijo papá.
–Muy bien –le respondí volviéndome, más pálida, creo, que el mantel
mismo–: nunca más les volveré a hablar de él.
Y entré en mi cuarto despacio y profundamente asombrada de sentirme
caminar y de ver lo que veía, porque en ese instante había decidido morir.
¡Morir! ¡Descansar en la muerte de ese infierno de todos los días,
sabiendo que él estaba a dos pasos esperando verme y sufriendo más que yo! Porque
papá jamás consentiría en que me casara con Luis. ¿Qué le hallaba?, me pregunto
todavía. ¿Que era pobre? Nosotros lo éramos tanto como él.
¡Oh! La terquedad de papá yo la conocía, como la había conocido
mamá.
–Muerta mil veces –decía él– antes que darla a ese hombre.
Pero él, papá, ¿qué me daba en cambio, si no era la desgracia
de amar con todo mi ser sabiéndome amada, y condenada a no asomarme siquiera a la
puerta para verlo un instante?
Morir era preferible, sí, morir juntos.
Yo sabía que él era capaz de matarse; pero yo, que
sola no hallaba fuerzas para cumplir mi destino, sentía que una vez a su lado preferiría
mil veces la muerte juntos, a la desesperación de no volverlo a ver más.
Le escribí una carta, dispuesta a todo. Una semana después nos
hallábamos en el sitio convenido, y ocupábamos una pieza del mismo hotel.
No puedo decir que me sentía orgullosa de lo que iba a hacer,
ni tampoco feliz de morir. Era algo más fatal, más frenético, más sin remisión,
como si desde el fondo del pasado mis abuelos, mis bisabuelos, mi infancia misma,
mi primera comunión, mis ensueños, como si todo esto no hubiera tenido otra finalidad
que impulsarme al suicidio.
No nos sentíamos felices, vuelvo a repetirlo, de morir. Abandonábamos
la vida porque ella nos había abandonado ya, al impedirnos ser el uno del otro.
En el primero, puro y último abrazo que nos dimos sobre el lecho, vestidos y calzados
como al llegar, comprendí, marcada de dicha entre sus brazos, cuán grande hubiera
sido mi felicidad de haber llegado a ser su novia, su esposa.
A un tiempo tomamos el veneno. En el brevísimo espacio de tiempo
que media entre recibir de su mano el vaso y llevarlo a la boca, aquellas mismas
fuerzas de los abuelos que me precipitaban a morir se asomaron de golpe al borde
de mi destino a contenerme… ¡tarde ya! Bruscamente, todos los ruidos de la calle,
de la ciudad misma, cesaron. Retrocedieron vertiginosamente ante mí, dejando en
su hueco un sitio enorme, como si hasta ese instante el ámbito hubiera estado lleno
de mil gritos conocidos.
Permanecí dos segundos más inmóvil, con los ojos abiertos. Y de
pronto me estreché convulsivamente a él, libre por fin de mi espantosa soledad.
¡Sí, estaba con él; e íbamos a morir dentro de un instante!
El veneno era atroz, y Luis inició él primero el paso que nos
llevaba juntos abrazados a la tumba.
–Perdóname –me dijo oprimiéndome todavía la cabeza contra su cuello–.
Te amo tanto que te llevo conmigo.
–Y yo te amo –le respondí–, y muero contigo.
No pude hablar más. ¿Pero qué ruido de pasos, qué voces venían
del corredor a contemplar nuestra agonía? ¿Qué golpes frenéticos resonaban en la
puerta misma?
–Me han seguido y nos vienen a separar… –murmuré aún–. Pero yo
soy toda tuya.
Al concluir, me di cuenta de que yo había pronunciado esas palabras
mentalmente pues en ese momento perdía el conocimiento.
***
Cuando volví en mí tuve la
impresión de que iba a caer si no buscaba donde apoyarme. Me sentía leve y tan descansada,
que hasta la dulzura de abrir los ojos me fue sensible. Yo estaba de pie, en el
mismo cuarto del hotel, recostada casi a la pared del fondo. Y allá, junto a la
cama, estaba mi madre desesperada.
¿Me habían salvado, pues? Volví la vista a todos lados, y junto
al velador, de pie como yo, lo vi a él, a Luis, que acabada de distinguirme a su
vez y venía sonriendo a mi encuentro. Fuimos rectamente uno hacia el otro, a pesar
de la gran cantidad de personas que rodeaban el lecho, y nada nos dijimos, pues
nuestros ojos expresaban toda la felicidad de habernos encontrado.
Al verlo, diáfano y visible a través de todo y de todos, acababa
de comprender que yo estaba como él: muerta.
Habíamos muerto, a pesar de mi temor de ser salvada cuando perdí
el conocimiento. Habíamos perdido algo más, por dicha… Y allí, en la cama, mi madre
desesperada me sacudía a gritos mientras el mozo del hotel apartaba de mi cabeza
los brazos de mi amado.
Alejados al fondo, con las manos unidas, Luis y yo veíamos todo
en una perspectiva nítida, pero remotamente fría y sin pasión. A tres pasos, sin
duda, estábamos nosotros, muertos por suicidio, rodeados por la desolación de mis
parientes, del dueño del hotel y por el vaivén de los policías. ¿Qué nos importaba
eso?
–¡Amada mía!…–me decía Luis–. ¡A qué poco precio hemos comprado
esta felicidad de ahora!
–Y yo –le respondí– te amaré siempre como te amé antes. Y no nos
separaremos más, ¿verdad?
–¡Oh, no!… Ya lo hemos probado.
–¿E irás todas las noches a visitarme?
Mientras cambiábamos así nuestras promesas oíamos los alaridos
de mamá que debían ser violentos, pero que nos llegaban con una sonoridad inerte
y sin eco, como si no pudieran traspasar en más de un metro el ambiente que rodeaba
a mamá.
Volvimos de nuevo la vista a la agitación de la pieza. Llevaban
por fin nuestros cadáveres, y debía de haber transcurrido un largo tiempo desde
nuestra muerte, pues pudimos notar que tanto Luis como yo teníamos ya las articulaciones
muy duras y los dedos muy rígidos.
Nuestros cadáveres… ¿Dónde pasaba eso? ¿En verdad había habido
algo de nuestra vida, nuestra ternura, en aquellos dos pesadísimos cuerpos que bajaban
por las escaleras, amenazando hacer rodar a todos con ellos?
¡Muertos! ¡Qué absurdo! Lo que había vivido en nosotros, más fuerte
que la vida misma, continuaba viviendo con todas las esperanzas de un eterno amor.
Antes… no había podido asomarme siquiera a la puerta para verlo; ahora hablaría
regularmente con él, pues iría a casa como novio mío.
–¿Desde cuándo irás a visitarme? –le pregunté.
–Mañana –repuso él–. Dejemos pasar hoy.
–¿Por qué mañana? –pregunté angustiada–. ¿No es lo mismo hoy?
¡Ven esta noche, Luis! ¡Tengo tantos deseos de estar a solas contigo en la sala!
–¡Y yo! ¿A las nueve, entonces?
–Sí. Hasta luego, amor mío…
Y nos separamos. Volví a casa lentamente, feliz y desahogada como
si regresara de la primera cita de amor que se repetiría esa noche.
***
A las nueve en punto corría
a la puerta de calle y recibí yo misma a mi novio. ¡Él en casa, de visita!
–¿Sabes que la sala está llena de gente? –le dije–. Pero no nos
incomodarán
–Claro que no… ¿Estás tú allí?
–Sí.
–¿Muy desfigurada?
–No mucho, ¿creerás? ¡Ven, vamos a ver!
Entramos en la sala. A pesar de la lividez de mis sienes, de las
aletas de la nariz muy tensas y las ventanillas muy negras, mi rostro era casi el
mismo que Luis esperaba ver durante horas y horas desde la esquina.
–Estás muy parecida –dijo él.
–¿Verdad? –le respondí yo, contenta. Y nos olvidamos en seguida
de todo, arrullándonos.
Por ratos, sin embargo, suspendíamos nuestra conversación y mirábamos
con curiosidad el entrar y salir de las gentes. En uno de esos momentos llamé la
atención de Luis.
–¡Mira! –le dije–. ¿Qué pasará?
En efecto, la agitación de las gentes, muy viva desde unos minutos
antes, se acentuaba con la entrada en la sala de un nuevo ataúd. Nuevas personas,
no vistas aún allí, lo acompañaban.
–Soy yo –dijo Luis con ligera sorpresa–. Vienen también mis hermanas.
–¡Mira, Luis! –observé yo–. Ponen nuestros cadáveres en el mismo
cajón … Como estábamos al morir.
–Como debíamos estar siempre –agregó él–. Y fijando los ojos por
largo rato en el rostro excavado de dolor de sus hermanas:
–Pobres chicas… –murmuró con grave ternura. Yo me estreché a él,
ganada a mi vez por el homenaje tardío, pero sangriento de expiación, que venciendo
quién sabe qué dificultades, nos hacían mis padres enterrándonos juntos.
Enterrándonos… ¡Qué locura! Los amantes que se han suicidado sobre
una cama de hotel, puros de cuerpo y alma, viven siempre. Nada nos ligaba a aquellos
dos fríos y duros cuerpos, ya sin nombre, en que la vida se había roto de dolor.
Y a pesar de todo, sin embargo, nos habían sido demasiado queridos en otra existencia
para que no depusiéramos una larga mirada llena de recuerdos sobre aquellos dos
cadavéricos fantasmas de un amor.
–También ellos –dijo mi amado– estarán eternamente juntos.
–Pero yo estoy contigo –murmuré yo, alzando a él mis ojos, feliz.
Y nos olvidamos otra vez de todo.
***
Durante tres meses –prosiguió
la voz– viví en plena dicha. Mi novio me visitaba dos veces por semana. Llegaba
a las nueve en punto, sin que una sola noche se hubiera retrasado un solo segundo,
y sin que una sola vez hubiera yo dejado de ir a recibirlo a la puerta. Para retirarse
no siempre observaba mi novio igual puntualidad. Las once y media, aun las doce
sonaron a veces, sin que él se decidiera a soltarme las manos, y sin que lograra
yo arrancar mi mirada de la suya. Se iba por fin, y yo quedaba dichosamente rendida,
paseándome por la sala con la cara apoyada en la palma de la mano.
Durante el día acortaba las horas pensando en él. Iba y venía
de un cuarto a otro, asistiendo sin interés alguno al movimiento de mi familia,
aunque alguna vez me detuve en la puerta del comedor a contemplar el hosco dolor
de mamá, que rompía a veces en desesperados sollozos ante el sitio vacío de la mesa
donde se había sentado su hija menor.
Yo vivía –sobrevivía–, lo he repetido, por el amor y para el amor.
Fuera de él, de mi amado, de la presencia de su recuerdo, todo actuaba para mí en
un mundo aparte. Y aun encontrándome inmediata a mi familia, entre ella y yo se
abría un abismo invisible y transparente, que nos separaba a mil leguas.
Salíamos también de noche, Luis y yo, como novios oficiales que
éramos. No existe paseo que no hayamos recorrido juntos, ni crepúsculo en que no
hayamos deslizado nuestro idilio. De noche, cuando había luna y la temperatura era
dulce, gustábamos de extender nuestros paseos hasta las afueras de la ciudad, donde
nos sentíamos más libres, más puros y más amantes.
Una de esas noches, como nuestros pasos nos hubieran llevado a
la vista del cementerio, sentimos curiosidad de ver el sitio en que yacía bajo tierra
lo que habíamos sido. Entramos en el vasto recinto y nos detuvimos ante un trozo
de tierra sombría, donde brillaba una lápida de mármol. Ostentaba nuestros dos solos
nombres, y debajo la fecha de nuestra muerte; nada más.
–Como recuerdo de nosotros –observó Luis– no puede ser más breve.
Así y todo –añadió después de una pausa–, encierra más lágrimas y remordimientos
que muchos largos epitafios.
Dijo, y quedamos otra vez callados.
Acaso en aquel sitio y a aquella hora, para quien nos observara
hubiéramos dado la impresión de ser fuegos fatuos. Pero mi novio y yo sabíamos bien
que lo fatuo y sin redención eran aquellos dos espectros de un doble suicidio encerrados
a nuestros pies, y la realidad, la vida depurada de errores, elévase pura y sublimada
en nosotros como dos llamas de un mismo amor.
Nos alejamos de allí, dichosos y sin recuerdos, a pasear por la
carretera blanca nuestra felicidad sin nubes.
Ellas llegaron, sin embargo. Aislados del mundo y de toda impresión
extraña, sin otro fin ni otro pensamiento que vernos para volvernos a ver, nuestro
amor ascendía, no diré sobrenaturalmente, pero sí con la pasión en que debió abrasarnos
nuestro noviazgo, de haberlo conseguido en la otra vida. Comenzamos a sentir ambos
una melancolía muy dulce cuando estábamos juntos, y muy triste cuando nos hallábamos
separados. He olvidado decir que mi novio me visitaba entonces todas las noches;
pero pasábamos casi todo el tiempo sin hablar, como si ya nuestras frases de cariño
no tuvieran valor alguno para expresar lo que sentíamos. Cada vez se retiraba él
más tarde, cuando ya en casa todos dormían, y cada vez, al irse, acortábamos más
la despedida.
Salíamos y retornábamos mudos, porque yo sabía bien que lo que
él pudiera decirme no respondía a su pensamiento, y él estaba seguro de que yo le
contestaría cualquier cosa, para evitar mirarlo.
Una noche en que nuestro desasosiego había llegado a un límite
angustioso, Luis se despidió de mí más tarde que de costumbre. Y al tenderme sus
dos manos, y entregarle yo las mías heladas, leí en sus ojos, con una transparencia
intolerable, lo que pasaba por nosotros. Me puse pálida como la muerte misma; y
como sus manos no soltaran las mías:
–¡Luis! –murmuré espantada, sintiendo que mi vida incorpórea buscaba
desesperadamente apoyo, como en otra circunstancia. Él comprendió lo horrible de
nuestra situación, porque soltándome las manos, con un valor de que ahora me doy
cuenta, sus ojos recobraron la clara ternura de otras veces.
–Hasta mañana, amada mía –me dijo sonriendo.
–Hasta mañana, amor –murmuré yo, palideciendo todavía más al decir
esto.
Porque en ese instante acababa de comprender que no podría pronunciar
esta palabra nunca más.
Luis volvió a la noche siguiente; salimos juntos, hablamos, hablamos
como nunca antes lo habíamos hecho, y como lo hicimos en las noches subsiguientes.
Todo en vano: no podíamos mirarnos ya. Nos despedíamos brevemente, sin darnos la
mano, alejados a un metro uno del otro.
¡Ah! Preferible era…
La última noche, mi novio cayó de pronto ante mí y apoyó su cabeza
en mis rodillas.
–Mi amor –murmuró.
–¡Cállate! –dije yo.
–Amor mío –recomenzó él.
–¡Luis! ¡Cállate! –lancé yo, aterrada–. Si repites eso otra vez
…
Su cabeza se alzó, y nuestros ojos de espectros –¡es horrible
decir esto!– se encontraron por primera vez desde muchos días atrás.
–¿Qué? –preguntó Luis–. ¿Qué pasa si repito?
–Tú lo sabes bien –respondí yo.
–¡Dímelo!
–¡Lo sabes! ¡Me muero!
Durante quince segundos nuestras miradas quedaron ligadas con
tremenda fijeza. En ese tiempo pasaron por ellas, corriendo como por el hilo del
destino, infinitas historias de amor, truncas, reanudadas, rotas, redivivas, vencidas
y hundidas finalmente en el pavor de lo imposible.
–Me muero… –torné a murmurar, respondiendo con ello a su mirada.
Él lo comprendió también, pues hundiendo de nuevo la frente en mis rodillas, alzó
la voz al largo rato.
–No nos queda sino una cosa que hacer… –dijo.
–Eso pienso –repuse yo.
–¿Me comprendes? –insistió Luis.
–Sí, te comprendo –contesté, deponiendo sobre su cabeza mis manos
para que me dejara incorporarme. Y sin volvernos a mirar nos encaminamos al cementerio.
¡Ah! ¡No se juega al amor, a los novios, cuando se quemó en un
suicidio la boca que podía besar! ¡No se juega a la vida, a la pasión sollozante,
cuando desde el fondo de un ataúd dos espectros sustanciales nos piden cuenta de
nuestro remedo y nuestra falsedad! ¡Amor! ¡Palabra ya impronunciable, si se la trocó
por una copa de cianuro al goce de morir! ¡Sustancia del ideal, sensación de la
dicha, y que solamente es posible recordar y llorar, cuando lo que se posee bajo
los labios y se estrecha en los brazos no es más que el espectro de un amor!
Ese beso nos cuesta la vida –concluye la voz–, y lo sabemos. Cuando
se ha muerto una vez de amor, se debe morir de nuevo. Hace un rato, al recogerme
Luis a sí, hubiera dado el alma por poder ser besada. Dentro de un instante me besará,
y lo que en nosotros fue sublime e insostenible niebla de ficción, descenderá, se
desvanecerá al contacto sustancial y siempre fiel de nuestros restos mortales.
Ignoro lo que nos espera más allá. Pero si nuestro amor fue un
día capaz de elevarse sobre nuestros cuerpos envenenados, y logró vivir tres meses
en la alucinación de un idilio, tal vez ellos, urna primitiva y esencial de ese
amor, hayan resistido a las contingencias vulgares, y nos aguarden.
De pie sobre la lápida, Luis y yo nos miramos larga y libremente
ya. Sus brazos ciñen mi cintura, su boca busca mi boca, y yo le entrego la mía con
una pasión tal, que me desvanezco…
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