H. G. Wells
–Hablando de precios de
aves, he visto un avestruz que costó trescientas libras –dijo el taxidermista, recordando
un viaje de su juventud–. ¡Trescientas libras!
Me
miró por encima de las gafas.
–Otro
en cambio no lo querían ni por cuatro libras. No, no se trataba de nada extraordinario.
Eran avestruces vulgares y corrientes. Algo descoloridas además a causa de la dieta.
Y no había tampoco ninguna restricción especial de la demanda. Cualquiera hubiera
pensado que cinco avestruces comprados a un indio habrían salido baratos. Pero el
problema estaba en que uno de ellos se había tragado un diamante.
“El
tipo al que se lo cogió fue sir Mohini Padisha, un dandy tremendo, un figurín de
Piccadilly, podríamos decir que de los pies al cuello, porque luego venía una fea
cabeza negra cubierta con un enorme turbante en el que estaba prendido el diamante.
El bendito pájaro se lo llevó de un picotazo repentino, y cuando el tipo montó un
escándalo, supongo que se dio cuenta de que había obrado mal y fue a mezclarse con
los demás para preservar el anonimato. Todo sucedió en un minuto. Yo fui uno de
los primeros en llegar, y allí estaba este pagano apelando a sus dioses, y dos marineros
y el encargado de las aves muriéndose de risa. Pensándolo bien, era una manera muy
rara de perder una joya. El encargado no estaba allí en ese momento, así que no
sabía qué avestruz había sido. Estaba completamente perdido, ya me entiende. A decir
verdad, no lo sentí mucho. El muy fanfarrón había estado pavoneándose con el diamante
desde que subió a bordo.
“Un
suceso como ése no tarda un minuto en ir de un extremo a otro del barco. Todo el
mundo hablaba de él. Padisha se retiró para ocultar sus sentimientos. A la comida
–tragaba a solas con otros dos indios– el capitán trató de animarlo respecto del
asunto y él se puso muy excitado. Se volvió y me habló al oído. No compraría las
aves, recuperaría su diamante. Exigía sus derechos como ciudadano británico. Tenían
que encontrar su diamante. Su postura era inamovible. Apelaría a la Cámara de los
Lores. El encargado de las aves era uno de esos cabezas cuadradas a los que no se
puede meter una idea nueva en la mollera. Rechazó todas las propuestas de injerencia
en la vida de los animales por medio de la medicina. Sus instrucciones eran las
de alimentarlos y cuidarlos así y asá, y no iba a jugarse el puesto por no alimentarlos
y cuidarlos así y asá. Padisha quería un lavado de estómago… aunque no se puede
hacer eso a un pájaro, ya sabe. El tal Padisha defendía cantidad de procedimientos
tortuosos, como la mayoría de esos benditos bengalíes, y hablaba de derecho de embargo
sobre las aves y cosas así. Pero un abuelito que dijo que tenía un hijo abogado
en Londres argumentó que lo que tragaba un pájaro se convertía ipso facto en parte
del pájaro, y que por tanto la única solución de Padisha estaba en una demanda por
daños e incluso en ese caso pudiera ser que se demostrara culpa concurrente. No
tenía ningún derecho para actuar sobre un avestruz que no le pertenecía. Eso molestó
muchísimo a Padisha, tanto más cuanto que la mayoría de nosotros lo consideró el
punto de vista razonable. No había ningún abogado a bordo para resolver el asunto,
así que todos hablábamos a nuestras anchas. Por fin, después de pasar Adén, parece
que Padisha aceptó la opinión general y, a título personal, se acercó al encargado
para hacerle una oferta por los cinco avestruces.
“A
la mañana siguiente se armó un buen lío en el desayuno. El encargado no tenía ninguna
autoridad para negociar con las aves y por nada en el mundo las vendería, pero parece
ser que le comentó a Padisha que un euroasiático llamado Potter le había hecho ya
una oferta, por lo que Padisha denunció al tal Potter ante todos nosotros. Pero
creo que la mayoría de nosotros pensaba que Potter había sido muy listo, y yo mismo,
cuando Potter dijo que había enviado un telegrama desde Adén a Londres para comprar
las aves y que tendría la respuesta en Suez, maldije vivamente la pérdida de aquella
oportunidad.
“En
Suez, Padisha se puso a llorar –auténticas lágrimas– cuando Potter se convirtió
en el dueño de las aves y le ofreció directamente doscientas cincuenta libras por
los cinco avestruces, que era más del doscientos por ciento de lo que había pagado
Potter. Éste dijo que lo colgaran si se deshacía de una sola pluma, que lo que quería
era matarlos uno a uno hasta encontrar el diamante; pero más tarde, pensándolo mejor,
se ablandó un poco. Era un jugador empedernido, el tal Potter, un poco raro a las
cartas; en cambio este tipo de negocio con premio incluido debía de sentarle como
un guante. En cualquier caso propuso, como diversión, vender las aves en subasta
pública, cada una de ellas por separado a personas distintas y a un precio de salida
de ochenta libras por cabeza. Él se quedaría con una de las aves para probar su
suerte.
“Debe
saber que el diamante era muy valioso –un diminuto judío, dedicado al comercio de
diamantes que viajaba con nosotros, lo había tasado en tres o cuatro mil libras
cuando Padisha se lo enseñó–, así es que la idea de apostar con los avestruces prendió.
Ahora bien, por casualidad yo había mantenido algunas conversaciones sobre temas
generales con el encargado de los avestruces, y de forma totalmente casual éste
había dicho que uno de los avestruces estaba enfermo, se imaginaba que de indigestión.
Tenía una pluma de la cola casi totalmente blanca, señal por la que lo reconocí;
de forma que, cuando al día siguiente, la subasta empezó con él, yo superé con noventa
libras las ochenta y cinco que ofrecía Padisha. Me imagino que estaba demasiado
seguro e impaciente con mi apuesta y alguno de los otros descubrió que yo estaba
en el ajo. Entonces Padisha fue por esa ave como un lunático irresponsable. Finalmente
el judío comerciante en diamantes lo consiguió por ciento setenta y cinco libras,
Padisha ofreció ciento ochenta justo después de caer el martillo, o eso declaró
Potter. En todo caso, el comerciante judío se lo quedó y allí mismo sacó una escopeta
y lo mató. Potter organizó un escándalo porque, según decía, eso perjudicaría la
venta de los otros tres. Padisha, por supuesto, se comportó como un idiota, pero
todos estábamos muy excitados. No te cuento lo contento que estaba cuando terminó
la disección sin encontrarse el diamante, más contento que unas pascuas. Yo mismo
había llegado a ofrecer hasta ciento cuarenta por aquel avestruz.
“El
hombrecillo judío se comportó como la mayoría de los judíos y no armó ningún alboroto
por su mala suerte, pero Potter desistió de seguir con la subasta hasta que se aceptara
que la mercancía sólo se entregaría una vez terminada la venta. El hombrecillo judío
quería demostrar que se trataba de un caso excepcional y como los argumentos andaban
muy igualados se pospuso el asunto hasta el día siguiente. Aquella noche tuvimos
una cena animada, se lo puedo asegurar, pero finalmente Potter se salió con la suya,
puesto que parecía razonable que él estaría más seguro si se quedaba con todas las
aves y que nosotros le debíamos cierta consideración por su comportamiento deportivo.
Y el caballero que tenía el hijo abogado dijo que había estado dándole vueltas al
asunto y pensaba que era muy dudoso si, una vez abierto el pájaro y recobrado el
diamante, no debería ser devuelto a su auténtico dueño. Recuerdo haber sugerido
que eso caía dentro de la ley de tesoros encontrados, que realmente era lo cierto
sobre el tema. Hubo una discusión muy acalorada, pero resolvimos que desde luego
era estúpido matar las aves a bordo del barco. Luego el viejo caballero, extendiéndose
a su gusto en la charla legal, trató de establecer que la venta era una lotería,
y por tanto ilegal, y apeló al capitán, pero Potter dijo que él vendía las aves
en tanto que avestruces. Él no quería vender diamantes, decía, ni ofrecía eso como
un incentivo. Las tres aves que él subastaba, según todos sus conocimientos y creencias,
no contenían ningún diamante. Éste estaba en el que se había reservado, o así lo
esperaba.
“De
todas formas los precios subieron al día siguiente. El hecho de que ahora hubiera
cuatro posibilidades en lugar de cinco originó una subida. Las benditas aves lograron
una media de doscientas veintisiete libras, y, lo que es bastante extraño, Padisha
no logró adjudicarse ninguna de ellas, ni una siquiera. Armó demasiado escándalo,
y cuando debía estar pujando, estaba hablando de embargos, además Potter lo trataba
con cierta dureza. Un avestruz fue adjudicado a un modesto y callado oficial, otro
al hombrecillo judío y el tercero a un grupo de ingenieros. Entonces pareció que
Potter de repente lamentaba haberlos vendido, y decía que había tirado por la ventana
mil libras claras como el agua y que probablemente no conseguiría nada y que siempre
había sido un tonto, pero cuando fui a tener una pequeña charla con él con la idea
de convencerlo para que protegiera su última oportunidad, me encontré con que ya
había vendido el avestruz que se había reservado a un político que iba a bordo,
un tipo que había estado estudiando durante sus vacaciones los problemas sociales
y la moralidad de la India. Ese último fue el avestruz de las trescientas libras.
Bueno, pues desembarcaron tres de las benditas criaturas en Brindisi, a pesar de
que el viejo caballero dijo que era una violación de las regulaciones aduaneras,
y Potter y Padisha también desembarcaron. El indio parecía medio loco al ver que
su dichoso diamante andaba de acá para allá, por decirlo así. Seguía diciendo que
conseguiría una orden judicial (lo de la orden judicial se le había metido en la
cabeza) y dando su nombre y dirección a todos los tipos que habían comprado las
aves para que supieran adónde tenían que enviar el diamante. Ninguno de ellos quería
su nombre y dirección, y ninguno estaba dispuesto a dar los suyos propios. Le digo
que hubo un buen jaleo en el andén. Todos ellos partieron en trenes diferentes.
Yo continué hasta Southampton, y allí vi al último avestruz cuando desembarcaba.
Era el que habían comprado los ingenieros, y estaba de pie junto al puente en una
especie de jaula con todo el aspecto de ser el marco más estúpido y zanquilargo
de un diamante valioso que se haya visto jamás… si es que era el marco del valioso
diamante.
“¿Que
cómo terminó? ¡Oh! Pues así. Bueno… quizá. Sí, hay una cosa más que puede arrojar
alguna luz. Una semana más o menos después de desembarcar bajaba yo por Regent Street
haciendo unas compras, y… ¿a quién veo hombro con hombro y pasándoselo a las mil
maravillas sino a Padisha y a Potter? Si lo piensa seriamente…
“Sí.
Lo he pensado. Sólo que, sabe usted, no hay duda de que el diamante era auténtico.
Y Padisha era un indio eminente. He visto su nombre en los periódicos… a menudo.
Pero si el avestruz tragó o no el diamante ciertamente es otro asunto, como usted
dice”.
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