sábado, 30 de noviembre de 2024

Cande

Martha Isabel de la Colina

 

Tal vez mi hermana Liz tenía una bicicleta roja, de campanilla vibrátil, siempre nueva, y su boina azul no sólo pertenezca a mi imaginación. Quizá estos recuerdos que invento sean ciertos y me dejen en paz al ser reconocidos.

Me llega desde lejos el rostro de mi madre como esfinge desgastada y el eco de su voz aún resuena en la cocina. Papá en una ráfaga al irse a trabajar. Los pasos arrítmicos de Cande, seguidos por la danza sincopada de su escoba. Su cabello encrespado en alarma permanente y su risa eléctrica, desparramada en un ríspido silbar.

Había nacido un 2 de febrero en un platanar. Su madre le cortó el ombligo con los dientes, rezó dos padres nuestros y expiró al pie del árbol. Cande era su propia madre y los reatazos que la educaron no le pertenecían a nadie más que a ella, a su humor de alambique oxidado.

Tenía 31 años cuando llegó a nosotros. Cargaba dos cajas de cartón atadas con mecate y el olor al mar de Veracruz prendido al pelo. A hierro y sol metió su canto por la cocina. Su ley se hacía sentir aún bajo de las baldosas. Las cucarachas parecían imitar el bailado andar de Candelaria.

No tardó en torturarnos. Nos educaba para el cielo y la virgen de los Remedios a coscorrones y escobazos. Mi hermana Liz lo tomó a mal. El ímpetu de sus doce años chocaba con el gruñido seco y alambrado de Veracruz. Era un peligro ir a la cocina mientras ellas pelaban papas o giraban albóndigas. La ira contenida de ambas se cebaría sobre cualquier intruso.

Alguna vez intentamos decirles a mis papás que Cande nos pegaba, pero fue inútil. La verdad de Cande aromaba la casa a pino y ropa planchada. Nuestra verdad gastaba zapatos y destripaba muebles. Tuvimos que aprender a disfrutar sus castigos, y ver al pequeño Caíto colgar del tendedero cada vez que mojaba la cama. Acabé enamorado del olor a Cande. Abrazado a su delantal, podía creer que yo, su pequeño Bruno, era centro del mundo. Aún ahora, cuando bebo limonada, veo rezumar en el líquido su ácida sonrisa.

Íbamos a la iglesia como siempre, agarraditos de la mano, el cuello parado y embarrados de brillantina. Liz, de guante blanco, meneando su crinolina de flor abierta, el velo calado revoloteando en todo el sol de sus trece años. Mis papás, opacos frente al paisaje. Y Candelaria, con paso destructor, abriendo brecha al balanceo sus caderas.

Fueron segundos quizás, los suficientes para ver a Caíto chillar desde la ventana de un camión anaranjado. El lloriqueo de Liz me confirmó que algo andaba mal. Alguien trataba de robarse a mi pequeño hermano. Mi padre corrió hacia el camión anaranjado mientras los pasajeros le gritaban al chofer que se detuviera. El freno violento rechinó en las llantas y mi padre subió al autobús.

Entonces los robachicos existían. Y también sería verdad que, si te portabas mal, te llevaban a la cárcel. ¿Y cómo era un robachicos? El ser malvado cobró vida en un gandul que bajó a trompicones del camión y se perdió entre la multitud endomingada.

Para cuando mi padre salió triunfante del autobús con Caíto entre los brazos, mi imaginación ya había pintado al criminal con joroba, cicatriz en la cara y parche en el ojo. ¡Qué aventura! Ahora sí daban ganas de ir a misa los domingos. Daría gracias a Dios: tenía de nuevo a mi hermano para que Cande lo pudiera colgar del tendedero.

Eso pensaba yo cuando mamá comenzó a preguntar quién llevaba a Caíto de la mano. Liz guardaba un silencio heroico. Claro, porque Cande tenía la culpa. Mamá no era tan tonta como para permitir que nosotros cuidáramos al más pequeño. Eso era imposible.

Cande se marchó dos días después. Sin llantos ni aspavientos, sólo su resoplido de leona vieja dejaba asomar un dolor seco, salado. Se llevó sus cajas de cartón y ese aroma a sol y palma que a veces logro escarbar en la memoria. Se llevó también su régimen árido y crespo, su orden de síncopa y días disparejos.

Así fue, Cande soltó la mano de mi hermano, y es falso el recuerdo palpitante que siempre vuelve. Una canica me llama desde la acera y hace que me desprenda de la mano de Caíto. Ver a mi hermano alejarse en brazos de un extraño, esa canica más colorida que Júpiter, el robachicos sin cicatriz, sin parche y sin joroba, todos esos recuerdos son mentira.

 

Mensajero del futuro

Poul Anderson

 

Nos conocimos por asuntos de negocios. La firma de Michaels deseaba abrir una sucursal en la parte exterior de Evanston y descubrió que yo era propietario de algunos de los terrenos más prometedores. Me hicieron una buena oferta, pero no cedí; la elevaron y permanecí en mi actitud. Por fin, el director en persona se puso en contacto conmigo. No era en absoluto como me lo esperaba. Agresivo, por supuesto, pero de un modo tan cortés que no ofendía, sus maneras eran tan correctas que difícilmente se advertía su falta de educación formal. De todas formas, estaba remediando con gran rapidez esta carencia con clases nocturnas, cursillos de ampliación y una omnívora lectura.

Salimos para beber algo mientras discutíamos el asunto. Me condujo a un bar que no parecía de Chicago: tranquilo, raído, sin tocadiscos, sin televisión, con un anaquel de libros y varios juegos de ajedrez, sin ninguno de los extravagantes parroquianos que usualmente infestan tales lugares. Fuera de nosotros, había solamente media docena de clientes, un prototipo de profesor egregio entre los libros, varias personas que hablaban de política con cierta objetiva pertinencia, un joven que discutía con el camarero si Bartok era más original que Schoenberg o viceversa. Michaels y yo encontramos una mesa en un rincón y algo de cerveza danesa.

Expliqué que no me interesaba el dinero, y que me oponía a que una excavadora estropeara algún campo agradable con el pretexto de erigir otro cromado bloque de casas. Michaels llenó su pipa antes de contestar. Era un hombre delgado y erguido, de pronunciada barbilla y nariz romana, cabello grisáceo, ojos oscuros y luminosos.

–¿No se lo explicó mi representante? –dijo–. No estamos proyectando viviendas en serie para conejos. Tenemos previstos seis diseños básicos, con variaciones, para situar en una disposición… así.

Sacó lápiz y papel y empezó a dibujar. Mientras hablaba, aumentó la inflexión de voz, pero la fluidez persistió. Y supo explicar sus propósitos mejor que sus enviados. Me dijo que estábamos en la mitad del siglo veinte y que, por no ser prefabricado, un núcleo de viviendas dejaba de ser atractivo; podía incluso lograr una unidad artística. Procedió a mostrarme el sistema.

No me presionó con demasiada insistencia, y la conversación se derivó a otros puntos.

–Agradable lugar –observé–. ¿Cómo lo descubrió?

Se encogió de hombros.

–Frecuentemente doy vueltas por ahí, sobre todo de noche. Explorando.

–¿No resulta un poco peligroso?

–No en comparación –dijo con una sombra de temor.

–Uh… Tengo entendido que usted nació aquí…

–No. No llegué a Estados Unidos hasta 1946. Era lo que llamaban una PD, una persona desplazada. Me convertí en Thad Michaels, porque me cansé de deletrear Tadeusz Michalowski. Y decidí prescindir de sentimentalismos patrioteros. Sé adaptarme con rapidez.

Pocas veces habló acerca de sí mismo. Obtuve posteriormente algunos detalles de su precoz encumbramiento en los negocios a través de admirados y envidiosos competidores. Algunos de ellos no creían aún que fuera posible vender con beneficio una casa con calefacción radiante por menos de veinte mil dólares. Michaels había descubierto cómo hacerlo posible. No estaba mal para un pobre inmigrante.

Indagué y descubrí que había sido admitido con visa especial, en consideración a los servicios prestados al ejército de Estados Unidos en las últimas jornadas de la guerra en Europa. En ellos demostró tanto nervio como perspicacia.

Mientras, nuestro trato se desarrolló. Le vendí el terreno que deseaba, pero continuamos viéndonos, a veces en la taberna, a veces en mi departamento de soltero, con más frecuencia en su ático a orillas del lago. Tenía una hermosa mujer rubia y un par de hijos brillantes y bien educados. Con todo, era un hombre solitario, por lo que le proporcioné la amistad que necesitaba.

Más o menos un año después de nuestro primer encuentro, me contó su historia.

Me había invitado otra vez a cenar el día de acción de gracias. En la sobremesa nos sentamos para hablar. Y hablamos. Después de considerar desde las probabilidades de que surgiera una sorpresa en las próximas elecciones de la ciudad hasta las de que otros planetas siguieran un curso en su historia idéntico al nuestro, Amalie se excusó y se fue a dormir. Esto ocurrió mucho después de la medianoche. Michaels y yo continuamos hablando. Nunca lo había visto tan excitado. Era como si ese último tema, o alguna palabra en particular, le hubiera abierto algo nuevo. Finalmente se levantó, volvió a llenar nuestros vasos de whisky con un movimiento un tanto inseguro, y silenciosamente cruzó la sala sobre la gruesa alfombra verde hasta la ventana.

La noche era clara y profunda. Desde lo alto contemplamos la ciudad, líneas, tramas y espirales de brillantes colores –rubí, amatista, esmeralda, topacio– y la oscura extensión del lago Michigan; casi parecía que pudiéramos vislumbrar infinitas y blancas llanuras más allá. Pero sobre nosotros se abovedaba el cielo, negro cristal, donde la Osa Mayor se apoyaba en su cola y Orión daba grandes zancadas a lo largo de la Vía Láctea. No veía a menudo un espectáculo tan grandioso y sobrecogedor.

–Después de todo –dijo–, sé de lo que estoy hablando.

Me agité, hundido en mi sillón. El fuego del hogar arrojó pequeñas llamas azules. Una simple lámpara iluminaba la habitación, de modo que podía vislumbrar haces de estrellas también desde la ventana. Me arrellané un poco.

–¿Personalmente?

Volteó hacia mí. Su rostro estaba rígido.

–¿Qué dirías si te respondiese que sí?

Sorbí mi bebida. Un King’s Ransom es una noble y confortante mezcla, en especial cuando la misma Tierra adquiere un aire glacial para entonar.

–Supongo que tienes tus razones y esperaría para ver cuáles son.

Esbozó una media sonrisa.

–No te preocupes, también soy de este planeta –aclaró–. Pero el cielo es tan grande y extraño… ¿No crees que esto afectará a los hombres que vayan allí? ¿No se deslizará dentro de ellos y lo traerán en sus huesos al regresar? ¿La Tierra será la misma después?

–Sigue. Ya sabes que me gustan las fantasías.

Miró fijamente al exterior, luego volteó, y súbitamente se tragó de un golpe su bebida. Este gesto violento no era propio de él. Pero había traicionado su perplejidad.

–Muy bien, entonces te contaré una fantasía. Es una historia invernal, muy fría, así que quedas advertido para no tomarla en serio –declaró ásperamente.

Di una chupada a mi excelente puro y esperé con el silencio que él deseaba.

Paseó unas cuantas veces arriba y abajo ante la ventana, con la vista en el suelo, llenó su vaso de nuevo y se sentó a mi lado. No me miró a mí sino a una pintura que colgaba de la pared, un objeto sombrío e ininteligible que a nadie gustaba. Esto pareció confortarlo, pues comenzó a hablar, rápida y quedamente.

–Dentro de mucho, mucho tiempo en el futuro, existe una civilización. No te la describiré, porque no sería posible. ¿Serías capaz de regresar al tiempo de los constructores de las pirámides egipcias y hablarles de la ciudad en que vivimos? No pretendo decir que te creerían; por supuesto que no lo harían, pero eso es lo de menos. Quiero decir que no comprenderían. Nada de lo que dijeras tendría sentido para ellos. Y la forma en que la gente trabaja, piensa y cree sería aún menos comprensible que esas luces, torres y máquinas. ¿No es así? Si te hablo de habitantes del futuro que viven entre grandes y deslumbradoras energías, o de variables genéticas, de guerras imaginarias, de piedras que hablan, tal vez te hicieras una idea, pero no entenderías nada. Sólo te pido que pienses en los millares de veces que este planeta ha girado alrededor del Sol, en lo profundamente ocultos y olvidados que vivimos, en fin, en que esta civilización piensa según normas tan extrañas que ha ignorado toda limitación de lógica y ley natural, y ha descubierto medios para viajar en el tiempo. El habitante común de esa época (no puedo llamarlo exactamente un ciudadano, cualquier expresión resultaría demasiado vaga), un tipo medio, sabe de un modo vago e indiferente que, milenios atrás, unos individuos semisalvajes fueron los primeros en desintegrar el átomo. Pero uno o dos miembros de esta civilización han estado realmente aquí, han caminado entre nosotros, nos han estudiado, han levantado y unido un archivo de información para el cerebro central, por llamarlo de alguna manera. Nadie más se interesa por nosotros, apenas más de lo que pueda interesarte la primitiva arqueología mesopotámica. ¿Comprendes?

Bajó su mirada hacia el vaso en su mano y la mantuvo allí, como si el whisky fuese un oráculo. El silencio aumentó. Al fin dije:

–Muy bien. En consideración a tu historia, aceptaré la premisa. Imaginaré viajeros en el tiempo, invisibles, dotados de ocultación y demás. Pero no creo que desearan cambiar su propio pasado.

–Oh, no hay peligro en ello –aseguró–. La verdad es que no podrían enterarse de mucho explicando por ahí que venían del futuro. Imagina.

Reí entre dientes.

Michaels me dirigió una mirada sombría.

–¿Puedes adivinar qué aplicaciones puede tener el viaje en el tiempo, aparte de la científica?

–Por ejemplo, el comercio de objetos de arte o recursos naturales. Se puede volver a la época de los dinosaurios para conseguir hierro, antes que el hombre aparezca y agote las minas más ricas –sugerí.

Meneó la cabeza.

–Sigue pensando. ¿Se contentarían con un número limitado de figurillas de Minoan, jarrones de Ming, o enanos de la Hegemonía del Tercer Mundo, destinadas principalmente a sus museos, si es que “museo” no resulta una palabra demasiado inexacta? Ya te he dicho que no son como nosotros. En cuanto a los recursos naturales ya no necesitan ninguno, producen los suyos propios.

Se detuvo, como tomando aliento. Luego agregó:

–¿Cómo se llamaba esa colonia penal que los franceses abandonaron?

–¿La Isla del Diablo?

–Sí, la misma. ¿Puedes imaginar mejor venganza sobre un criminal convicto que abandonarlo en el pasado?

–Pensaba que estarían por encima de cualquier concepto de venganza, o de técnicas de disuasión. Incluso en este siglo, sabemos que no dan resultado.

–¿Estás seguro? –preguntó sosegadamente–. ¿No se da junto con el actual desarrollo de la penalización un incremento paralelo del crimen mismo? Te asombraste, hace algún tiempo, que me atreviera a caminar solo de noche por las calles. Además, el castigo es como una catástasis de la sociedad en su conjunto. En el futuro, te explicarán que las ejecuciones públicas reducen claramente la proporción de crímenes que, de otro modo, sería aún mayor. Y lo que es más importante, esos espectáculos hicieron posible el nacimiento del verdadero humanitarismo del siglo dieciocho –alzó una sardónica ceja–. O así lo pretenden en el futuro. No importa si tienen razón, o si racionalizan solamente un elemento degradado en su propia civilización. Todo lo que necesitas comprender es que envían a sus peores criminales al pasado.

–Poco amable para con el pasado –comenté.

–No, realmente no. Por una serie de razones, incluyendo el hecho que todo cuanto hacen suceder ya sucedió… Nuestro idioma no sirve para explicar estas paradojas. En primer lugar, debes reconocer que no malgastan todo ese esfuerzo en delincuentes comunes. Hay que ser un criminal muy fuera de lo corriente para merecer el exilio en el tiempo. El peor crimen posible, por otra parte, depende de cada momento particular en la historia del Mundo. El asesinato, el bandolerismo, la traición, la herejía, la venta de narcóticos, la esclavitud, el patriotismo y todo lo que quieras, en unas épocas han merecido el castigo capital, han sido consideradas en otras con indulgencia, y en otras todavía ensalzados positivamente. Continúa pensando y dime si no tengo razón.

Lo miré algún tiempo, observando cuán profundamente marcados estaban sus rasgos y pensé que para su edad no debería mostrar tantas canas.

–Muy bien –admití–. De acuerdo. Ahora bien, poseyendo todo ese conocimiento, un hombre del futuro no pretendería…

Dejó el vaso con perceptible fuerza.

–¿Qué conocimiento? –exclamó vivamente–. ¡Utiliza tu cerebro! Imagínate que te han dejado desnudo y solo en Babilonia. ¿Qué sabes de su lenguaje o de su historia? ¿Quién es el actual rey? ¿Cuánto tiempo reinará? ¿Quién lo sucederá? ¿Cuáles son las leyes y costumbres que se deben obedecer? No te olvides que los asirios o los persas o alguien han de conquistar Babilonia. ¿Pero cuándo? ¿Y cómo? ¿Esa guerra es un mero incidente fronterizo o una lucha sin cuartel? En este último caso, ¿ganará Babilonia? De lo contrario, ¿qué condiciones de paz serán impuestas? No encontrarías ahora ni veinte hombres capaces de contestar esas preguntas sin consultar un manual. Y no eres uno de ellos, ni dispones de un manual.

–Creo –dije lentamente–, que me dirigiría al templo más próximo, en cuanto conociera lo suficiente el idioma. Le explicaría al sacerdote que puedo hacer… no sé… fuegos artificiales…

Se rio con escaso júbilo.

–¿Cómo? Acuérdate, estás en Babilonia. ¿Dónde encuentras azufre o salitre? En caso de que consigas por medio del sacerdote el material y los utensilios necesarios, ¿cómo compondrás un polvo que haga realmente explosión? Eso es todo un arte, amigo mío. ¿No te das cuenta que ni siquiera podrías obtener un trabajo como estibador? Fregar suelos sería ya mucha suerte. Esclavo en los campos, ese sería tu destino más lógico. ¿No es cierto?

El fuego comenzó a debilitarse.

–Perfectamente –asentí–. Es verdad.

–Escogieron la época con cuidado –miró a su espalda, hacia la ventana; desde nuestros sillones, la reflexión en el cristal borraba las estrellas, de modo que únicamente podíamos ver la noche–. Cuando un hombre es sentenciado al destierro –explicó–, todos los expertos deliberan para establecer qué periodos, según sus especialidades, serían más apropiados para él. Es fácil comprender que ser abandonado en la Grecia de Homero resultaría una pesadilla para un individuo delicado e intelectual, mientras que uno violento podría pasarlo bastante bien, incluso acabar como un respetado guerrero. Podría encontrar su puesto junto a la antecámara de Agamenón, y tu única condena serían el peligro, la incomodidad y la nostalgia.

Se puso tan sombrío, que intenté calmarlo con una observación seca:

–El convicto tendrá que ser inmunizado contra todas las enfermedades antiguas. En caso contrario, el destierro significaría únicamente una elaborada sentencia de muerte.

Sus ojos me escrutaron nuevamente.

–Sí –dijo–. Y por supuesto el suero de la longevidad está todavía activo en sus venas. Sin embargo, eso no es todo. Se le abandona en un lugar no frecuentado después de oscurecer, la máquina se desvanece, queda aislado para el resto de su vida. Lo único que sabe es que han escogido para él una época con… tales características… que esperan que el castigo se ajustará a su crimen.

El silencio cayó una vez más sobre nosotros, hasta que el tic-tac del reloj sobre la chimenea llegó a ser obsesionante, como si todos los demás sonidos se hubieran helado hasta extinguirse en el exterior. Di un vistazo a la esfera. La noche terminaba; pronto el este se aclararía.

Cuando volteé, todavía estaba observándome con desconcertante intención.

–¿Cuál fue tu crimen? –pregunté.

No pareció sorprenderlo, dijo solamente con hastío:

–¿Qué importa? Te dije que los crímenes de una época son los heroísmos de otra. Si mi intento hubiera tenido éxito, los siglos venideros habrían adorado mi nombre. Pero fracasé.

–Muchas personas debieron resultar perjudicadas –dije–. Todo un Mundo te habrá odiado.

–Bien, sí –admitió; pasó un minuto–. Ni que decir tiene que esto es una fantasía. Para pasar el rato.

–Seguiré tu juego –sonreí.

Su tensión se suavizó un poco. Se inclinó hacia atrás, con las piernas extendidas a través de la magnífica alfombra.

–Sea. Considerando la magnitud de la fantasía que te he contado, ¿cómo has deducido la importancia de mi pretendida culpa?

–Tu vida pasada. ¿Cuándo y dónde fuiste abandonado?

–Cerca de Varsovia, en agosto de 1939 –dijo, con una voz tan helada como jamás he oído.

–No creo que te interese hablar acerca de los años de guerra.

–No, en absoluto.

Sin embargo, prosiguió poco después como para desafiarme:

–Mis enemigos se equivocaron. La confusión que siguió al ataque alemán me ofreció una oportunidad para escapar a la vigilancia de la policía antes de que me internaran en un campo de concentración. Gradualmente me enteré de cuál era la situación. Por supuesto, no podía predecir nada. Ni puedo ahora; únicamente los especialistas conocen, o se interesan, por lo que sucedió en el siglo veinte. Pero cuando me convertí en un recluta polaco dentro de las fuerzas alemanas, comprendí quiénes serían los vencidos. Me pasé entonces a los estadunidenses, les expliqué lo que había observado, y llegué a trabajar como espía para ellos. Era peligroso, pero no mucho más de lo que había ya superado. Luego vine aquí; el resto de la historia no tiene ningún interés.

Mi puro se había apagado. Lo volví a encender, pues puros como los de Michaels no se encontraban todos los días. Se los hacía enviar por avión desde Ámsterdam.

–La mies ajena –dije.

–¿Qué?

–Ya sabes. Ruth en el exilio. No era que la trataran mal pero, sin embargo, seguía llorando por su patria.

–No conozco esa historia.

–Está en la Biblia.

–Ah, sí. Realmente debería leer la Biblia alguna vez.

Su disposición de ánimo estaba cambiando y volvía hacia su primitiva seguridad. Saboreó su whisky con un gesto casi afable. Su expresión era alerta y confiada.

–Sí –dijo–, ese aspecto fue bastante malo. Las condiciones físicas de vida no influían en ello. Cuando se hace campismo, pronto se olvida uno del agua caliente, la luz eléctrica, todos esos utensilios que los fabricantes nos presentan como indispensables. Me gustaría tener un reductor de gravedad o un estimulador celular, pero me la paso admirablemente sin ellos. La añoranza es lo que más te consume. Las pequeñas cosas que jamás se echaban de menos, algún alimento particular, el modo con que camina la gente, los juegos, los temas de conversación. Incluso las constelaciones. Son diferentes en el futuro. El Sol se ha    desplazado bastante de su órbita galáctica. Pero de grado o por fuerza, siempre hubo emigrantes. Todos nosotros somos descendientes de aquellos que no pudieron soportar la conmoción. Yo me adapté.

Frunció el ceño.

–Tal como aquellos traidores están dirigiendo las cosas –dijo–, no regresaría ahora aunque me concedieran un indulto total.

Terminé mi bebida, saboreándola todo lo posible, pues era un maravilloso whisky, por lo que le escuché sólo a medias.

–¿Te gusta este Mundo?

–Sí –contestó–. Por ahora así es. He superado la dificultad emocional. Mantenerme vivo me tuvo muy ocupado los primeros años, luego el hecho de establecerme, de venir a este país, nunca me dejó mucho tiempo para compadecerme de mí mismo. Mis negocios me interesan ahora cada vez más, es un juego fascinante y agradablemente libre de castigos exagerados en caso de error. Aquí he descubierto cualidades que el futuro ha perdido… apostaría que no tienes la menor idea de lo exótica que es esta ciudad. Piensa. En este momento, a unos kilómetros de nosotros, hay un soldado de guardia en un laboratorio atómico, un holgazán helándose en un portal, una orgía en el apartamento de un millonario, un sacerdote que se prepara para los ritos del amanecer, un mercader de Arabia, un espía de Moscú, un barco de las Indias…

Su excitación se calmó. Volvió su mirada hacia los dormitorios.

–Y mi esposa y los niños –concluyó, muy suavemente–. No, no regresaría, pase lo que pase.

Di una chupada final a mi puro.

–Lo has hecho muy bien.

Liberado de su humor gris, me sonrió burlonamente.

–Comienzo a pensar que te has creído todo ese cuento.

–Naturalmente –aplasté la colilla del puro y me levanté, desperezándome–. Es muy triste. Más vale que nos vayamos.

No lo comprendió de inmediato. Cuando lo hizo, saltó de su sillón igual que un gato.

–¿Irnos?

–Por supuesto –saqué una alentadora arma desde mi bolsillo; se detuvo en un impulso–. En esta clase de asuntos nunca se deja algo al azar. Se hacen revisiones periódicas. Ahora, vamos.

La sangre desapareció de su rostro.

–No –murmuró–, no, no, no puedes, no es justo para Amalie, los niños…

–Eso –le expliqué–, es parte del castigo.

Lo abandoné en Damasco, el año anterior a que Tamerlán la saqueara.

 

jueves, 28 de noviembre de 2024

Segunda derrota: 1940 o Manuscrito encontrado en el olvido

Alberto Méndez

 

Este texto fue encontrado en 1940 en una braña de los altos de Somiedo, donde se enfrentan Asturias y León. Se encontraron un esqueleto adulto y el cuerpo desnudo de un niño de pecho sorprendentemente conservado sobre unos sacos de arpillera tendidos en un jergón; una piel de lobo y lana de cabra montesa, pelos de jabalí y unos helechos secos les cobijaban. Los dos cuerpos estaban juntos y envueltos en una colcha blanca, “como formando un nido”, reza el atestado, cuya limpieza contrastaba con el resto del habitáculo, sucio, maloliente y miserable. Resecos pero aún hediondos, los restos de una vaca a la que le faltaba una pata y la cabeza. En 1952, buscando otros documentos en el Archivo General de la Guardia Civil, encontré un sobre amarillo clasificado como DD (difunto desconocido). Dentro había un cuaderno con pastas de hule, de pocas páginas y cuadriculado, cuyo contenido transcribo. Estaba enteramente escrito con una caligrafía meliflua y ordenada. Al principio la escritura es de mayor tamaño, pero poco a poco se va reduciendo, como si el autor hubiera tenido más cosas que contar de las que cabían en el cuaderno. A veces, los márgenes aparecen ribeteados por signos incomprensibles o comentarios escritos en otro momento posterior.

Esto se deduce en primer lugar por la caligrafía (que como digo se va haciendo cada vez más pequeña y minuciosa) y en segundo lugar porque refleja claramente estados de ánimo distintos. En cualquier caso recojo estos comentarios en sus páginas correspondientes. El cuaderno fue descubierto por un pastor sobre un taburete bajo una pesada piedra que nadie hubiera podido dejar allí descuidadamente. Un zurrón de cuero vacío, un hacha, un camastro sin colchón y dos pocillos de barro sobre el hogar apagado es lo único que inventarió el guardia civil que levantó el atestado. Del techo colgaba un sencillo vestido negro de mujer. No había más señal de vida, pero el informe sí recoge –y eso es lo que me indujo a leer el manuscrito– que, en la pared, había una frase que rezaba: “Infame turba de nocturnas aves”. El texto es éste:

 

PÁGINA 1

Elena ha muerto durante el parto. No he sido capaz de mantenerla a este lado de la vida. Sorprendentemente el niño está vivo.

Ahí está, desmadejado y convulsivo sobre un lienzo limpio al lado de su madre muerta. Y yo no sé qué hacer. No me atrevo a tocarlo. Seguramente le dejaré morir junto a su madre, que sabrá cuidar de un alma niña y le enseñará a reír, si es que hay un sitio para que las almas rían. Ya no huiremos a Francia. Sin Elena no quiero llegar hasta el fin del camino. Sin Elena no hay camino.

¿Cómo se corrige el error de estar vivo? ¡He visto muchos muertos pero no he aprendido cómo se muere uno!

 

PÁGINA 2

No es justo que comience la muerte tan temprano, ahora que aún no ha habido tiempo para que la vida se diera por nacida.

He dejado todo como estaba. Nadie podrá decir que he intervenido. La madre muerta, el niño agitadamente vivo y yo inmóvil por el miedo. Es gris el color de la huida y triste el rumor de la derrota.

(Hay un poema tachado del que se leen sólo algunas palabras:”vigoroso”, “sin luz”(o “mi luz”, no está claro) y “olvidar el estruendo”. Al margen y con letra más pequeña hay una frase: “¿Es este niño la causa de la muerte o es su fruto?”.)

 

PÁGINA 3

Quiero dejar todo escrito para explicar a quien nos encuentre que él también es culpable, a no ser que sea otra víctima. Quien lea lo que escribo, por favor, que esparza nuestros restos por el monte. Elena no pudo llegar más lejos y el niño y yo queremos permanecer a su lado. Sólo soy culpable de no haber evitado que ocurriera lo ocurrido. No aprendí a sortear la pena y la pena me ha amputado a Elena con su dalle. Además yo sólo sé escribir y contar cuentos. Nadie me enseñó a hablar estando solo ni nadie me enseñó a proteger la vida de la muerte. Escribo porque no quiero recordar cómo se reza ni cómo se maldice.

¿Cómo puede terminar una historia tan hermosa en una montaña sacudida por el viento? Es sólo octubre pero aquí arriba el otoño se convierte en invierno cada noche.

El niño ha llorado todo el día, con una fuerza sorprendente. Ha conseguido que piense en él, aunque he claveteado mi mirada en el rostro de Elena muerta y he pasado toda la mañana sin prestarle atención. Ahora caigo en que no he derramado ni una sola lágrima, probablemente porque el llanto del niño es suficiente. Y necesario. Yo no hubiera conseguido llorar con tanto desconsuelo, no hubiera logrado gritar con tanta rabia. Elena ha sido llorada sin mi esfuerzo. ¿Cómo puede llorar un hombre y desvanecerse al mismo tiempo?

Ahora parece que el niño ha perdido los sentidos. Me he acercado a mirarle y he comprobado que aún respira, aunque, al intentar moverle, he tenido la sensación de que alguien le había arrancado el esqueleto.

 

PÁGINA 4

He observado atentamente el rostro blanco de Elena. Su palidez ya no es tan macilenta como en el momento de la muerte. Sencillamente ha perdido todos los colores. Quizá la muerte sea transparente. Y heladora. Durante las primeras horas he sentido la necesidad de mantener su mano entre las mías, pero poco a poco me he encontrado unos dedos sin caricias y he sentido miedo de que fuera ése el recuerdo que quedara grabado en mi piel insatisfecha. Llevo varias horas sin tocarla y ya no soy capaz de reposar junto a su cuerpo. El niño sí. Ahora yace exhausto acurrucado junto a su madre. Por un momento he pensado que pretendía devolver el calor al cuerpo inerte que le sirvió de refugio mientras duró el zumbido de la guerra.

Sí. Hemos perdido una guerra y dejarnos atrapar por los fascistas sería lo mismo que regalarles otra vez otra victoria. Elena ha querido seguirme y ahora sabemos que nuestra decisión ha sido errónea. Quiero pensar que jamás se cometió un error tan generoso.

Debimos hacer caso a sus padres, a los que pido perdón por permitir que Elena me acompañase en mi huida.

Que te quedes, no te harán daño, le dije. Que te sigo. Que me matan. Que me muero. Hablábamos de la muerte para dejar la vida al descubierto. Pero nos equivocábamos. Nunca debimos emprender un viaje tan interminable estando ella de ocho meses. El niño no vivirá y yo me dejaré caer en los pastos que cubrirá la nieve para que de las cuencas de mis ojos nazcan flores que irriten a quienes prefirieron la muerte a la poesía.

¡Miguel, se cumplirá tu profecía! ¿Dónde estarás ahora, Miguel, que no puedes consolarme? Daría una eternidad por poder escuchar otra vez tus versos líquidos, tu palabra templada, tus consejos de amigo. Quizá tanto dolor me convierta en un poeta, Miguel, y puede que ya no tengas que rezumar tanta benevolencia. ¿Recuerdas cuando me llamabas el arquero proletario? Elena te quería por eso y te seguirá queriendo aunque esté muerta.

 

PÁGINA 5

¿Hubiera preferido Elena que separara al niño de la placenta que le rodea, atara su cordón umbilical con una de mis botas e intentara que humilláramos a los vencedores con la vida germinal de la revancha? Pienso que ella no hubiera querido un hijo derrotado. Yo no quiero un hijo nacido de la huida. Mi hijo no quiere una vida nacida de la muerte. ¿O sí?

Si el dios del que me han hablado fuera un dios bueno, nos permitiría elegir nuestro pasado, pero ni Elena ni su hijo podrán desandar el camino que nos ha traído hasta esta braña que será su sepultura.

Esta madrugada me venció el sueño y me quedé dormido apoyado en la mesa. Me despertó el llanto del niño, ahora menos vigoroso, más convaleciente. Su rabia de ayer me producía indiferencia, su lamento de hoy me ha dado pena. No sé si es que estaba aturdido por el sueño y el frío o que a mí también comienzan a faltarme las fuerzas al cabo de tres días sin comer nada, pero lo cierto es que, impensadamente, me he encontrado dándole a chupar un trapo mojado en leche desleída en agua. Al principio no sabía si vivir o dejarse llevar por mi proyecto, pero al cabo de un rato ha comenzado a sorber el líquido del trapo. Ha vomitado, pero ha seguido chupando con avidez. La vida se le impone a toda costa.

Creo que ha sido un error tenerle en brazos. Creo que ha sido un error alejarle un instante de la muerte, pero el calor de mi cuerpo y el alimento que ha logrado ingerir le han sumido en un sueño desmadejado y profundo.

 

PÁGINA 6

Con unos sacos para el heno he hecho una cuna abrigada y la he cubierto con la colcha de ganchillo heredada de su abuela y que Elena insistió en llevar consigo como si en ella estuviera resumido su pasado. No es ya tan acogedora como lo fue cuando compartíamos la huida pero da calor al niño y es probable que aún quede algo en ella del aroma de su madre.

Debo confesar que no he soportado la comparación de la vida y de la muerte.

Verles a los dos en la misma cama, boca arriba, Elena tan acabada y él tan sin hacer, ha sido como trazar una raya entre lo verdadero y lo falso. Repentinamente la muerte era muerte, nada más que muerte, sin los candores del cuerpo, sin lo animal de la vida. Un cadáver, al cabo de tres días, es un mineral sin la humedad del aliento, sin la fragilidad de las flores. Ni siquiera es algo indefenso. Es algo que no puede sentirse acorralado y, sin embargo, se agazapa como si quisiera pasar desapercibido. Un cadáver, al cabo de tres días, es sólo soledad y ni siquiera tiene el don de la tristeza. Al niño se le está secando el cordón umbilical. Y llora.

(Alrededor de este texto hay un dibujo muy sutil en el que se adivina una estrella fugaz, o la representación infantil de un cometa, que choca violentamente contra una luna menguante que llora.)

 

PÁGINA 7

No he comido. Aún tengo un poco de pan seco y unas conservas de pescado que trajimos en la huida. El niño ha vuelto a tomar leche desleída. Parece que se sacia. Hoy enterraré a su madre junto al roble. No tengo fuerzas para ordeñar las vacas pero se están poniendo enfermas y sus mugidos tampoco me dejan pensar en Elena. Quisiera que subieran del valle a recoger el ganado para no tener que decidir si me alimento o me dejo caer rodando muerte abajo. Pero, en este tiempo de horror, incluso el ganado está resolviendo la vida a su manera. Mientras no llegue el invierno estos animales ignorarán que existe el lobo, el frío y la correlación de fuerzas. Hoy por hoy, estamos corriendo la misma suerte. Las cuatro o cinco que deben ser ordeñadas morirán si alguien no lo hace. ¿Cómo ha podido desaparecer quien las cuidaba, justo ahora? Pero eso qué más da en estos tiempos tan aciagos. Además, mientras tomo una decisión, necesitaré leche para el niño.

Llueve. Mejor así. Nadie se atreverá a subir hasta esta braña con un tiempo tan desapacible. He logrado acorralar dos vacas. Una de ellas tiene mastitis. Tendré que matarla para que no sufra. Hoy el niño ha comido tres veces.

 

PÁGINA 8

Ayer enterré a Elena bajo un haya. Es más frágil que el roble y más desvencijada. El ruido de la tierra cayendo sobre su cuerpo rígido y el olor de su cuerpo en descomposición provocaron en mí un llanto tan sofocante que por un momento tuve la sensación de que también yo iba a morir. Pero morir no es contagioso. La derrota sí. Y me siento transmisor de esa epidemia. Allá adonde yo vaya olerá a derrota. Y de derrota ha muerto Elena y de derrota morirá mi hijo al que todavía no he podido poner nombre. Yo he perdido una guerra y Elena, a la que nadie jamás hubiera pensado en considerar un enemigo, ha muerto derrotada. Mi hijo, nuestro hijo, que ni siquiera sabe que fue concebido en el fulgor del miedo, morirá enfermo de derrota.

He puesto una gran piedra blanca sobre su tumba. No he escrito su nombre porque, si aún hay ángeles, sé que reconocerán el alma bondadosa de Elena entre un mar de almas bondadosas.

Trato de recordar versos de Garcilaso para orar sobre tu tumba, Elena, pero ya no recuerdo ni siquiera la memoria. ¿Cómo eran?

(Hay varios intentos fallidos de transcribir el poema, pero todo está tachado aunque aún son legibles los siguientes versos: Las lágrimas que en esta sepultura se vierten hoy en día y se vertieron recibe, aunque sin fruto allá te sean, hasta que aquella eterna noche oscura me cierre aquestos ojos que te vieron, dejándome con otros que te vean.)

 

PÁGINA 9

No sé por qué estoy escribiendo este cuaderno. Sin embargo me alegro de haberlo traído conmigo. Si tuviera alguien con quien hablar probablemente no lo haría; siento cierto placer morboso pensando en que alguien leerá lo que escribo cuando nos encuentren muertos al niño y a mí. He puesto una lápida de piedra sobre la tumba de Elena para que sean tres los remordimientos, si bien es cierto que ya ha pasado el tiempo de la compasión. Hace mucho frío. Pronto empezará a nevar y se cerrarán todos los caminos de acceso a esta braña. Tendré todo el invierno para decidir de qué muerte moriremos. Sí, creo que el tiempo de la compasión ha terminado.

 

PÁGINA 10

(Una serie de rostros muy mal dibujados pero evidentemente retratos, entre los que aparece tres veces un rostro de niño, uno de mujer –la misma mujer en ambos casos– y diversos rostros de ancianos de ambos sexos, unos con boina, otras con pañoletas atadas al cuello y un perro, este de cuerpo entero. Bajo todos estos dibujos una frase: “¿Dónde yacéis?”)

La vaca enferma muge y muge y ya no está dando leche. No me atrevo a matarla todavía porque necesito que se formen neveros para conservarla. Leña hay abundante y conseguiré alimentar la otra desenterrando hierba bajo la nieve. Sólo me preocupa el lápiz. Tengo uno y quisiera escribir lo necesario para que quien nos encuentre en primavera sepa qué muertos ha encontrado.

(Escrito todo en mayúsculas e imitando letra de imprenta, la siguiente frase: “SOY UN POETA SIN VERSOS”.)

 

PÁGINA 11

Hoy ha nevado todo el día. Estas montañas deben de ser la residencia de todos los inviernos.

El niño sigue vivo y la nieve a nuestro alrededor parece una mortaja. Tenemos carne suficiente con la vaca muerta que en parte mantengo ahumada y en parte el invierno prematuro mantiene congelada. Afortunadamente disponemos de leche abundante gracias a la vaca viva, que ahora comparte con nosotros el refugio y nos da calor. Los boniatos que robamos al pasar por Perlunes se conservan perfectamente bajo la nieve y al niño parecen gustarle, a juzgar por la avidez con la que toma la sopa que logro hacerle. Es sorprendente cómo va ocupando lugar en el espacio. Recuerdo cuando era algo extraño dentro de la cabaña, algo que no debería estar allí. Ahora toda la cabaña gira alrededor a él, como si él fuera el centro. Los días de sol, que son pocos, nuestra cama refleja la luz como un espejo y todo el silencio se acumula en torno a los sonidos que constantemente emite el niño, ya sea porque llora, porque se sorprende de que exista un pie desnudo volando por el aire o una vaca mustia y resignada donde debiera haber un hogar alumbrando a una familia. Su respiración apacible y rítmica pone coto a la soledad que, de no ser por él, me vencería.

 

PÁGINA 12

He encontrado una cabra montés medio comida por los lobos. Todavía quedaban restos abundantes y hoy comeremos sus despojos. Con los huesos y las vísceras he logrado hacer una sopa muy suave que el niño acepta bien.

(Aquí se produce un significativo cambio de caligrafía. Aunque la pulcritud de la escritura se mantiene, los trazos son algo más apresurados. O, cuando menos, más indecisos. Probablemente ha transcurrido bastante tiempo.)

¿Me reconocerían mis padres si me vieran? No puedo verme pero me siento sucio y degradado porque, en realidad, ya soy también hijo de esa guerra que ellos pretendieron ignorar pero que inundó de miedo sus establos, sus vacas famélicas y sus sembrados. Recuerdo mi aldea silenciosa y pobre ajena a todo menos al miedo que cerró sus ojos cuando mataron a don Servando, mi maestro, quemaron todos sus libros y desterraron para siempre a todos los poetas que él conocía de memoria.

He perdido. Pero pudiera haber vencido. ¿Habría otro en mi lugar? Voy a contarle a mi hijo, que me mira como si me comprendiera, que yo no hubiera dejado que mis enemigos huyeran desvalidos, que yo no hubiera condenado a nadie por ser sólo un poeta. Con un lápiz y un papel me lancé al campo de batalla y de mi cuerpo surgieron palabras a borbotones que consolaron a los heridos y del consuelo que yo dibujaba salieron generales bestiales que justificaron los heridos. Heridos, generales, generales, heridos. Y yo, en medio, con mi poesía. Cómplice. Y, además, los muertos.

 

PÁGINA 13

(Hay una frase tachada y, por tanto, ilegible. El texto de esta página está sobre el contorno de una mano infantil. Probablemente la mano del niño le sirvió de plantilla. Aun así escribió encima:)

Ha pasado el tiempo y no sabría contar los días porque se parecen unos a otros de tal manera que me sorprende que el niño crezca. Releo mi cuaderno y veo que ya no estoy donde estaba. Y si pierdo la ira, ¿qué me queda? El invierno es una caja cerrada donde se atropellan las tormentas de nieve y estas montañas siguen pareciendo el lugar donde pasan el invierno los inviernos. También mi tristeza se ha solidificado con el frío. Sólo tengo el miedo que tanto miedo me daba. Tengo miedo de que el niño enferme, tengo miedo de que muera la vaca a la que apenas logro alimentar desenterrando raíces y la poca hierba que la nieve sorprendió aún viva. Tengo miedo de enfermar. Tengo miedo de que alguien descubra que estamos aquí arriba en la montaña. Tengo miedo de tanto miedo. Pero el niño no lo sabe. ¡Elena!

El viento por las noches grita entre estos montes con un alarido casi humano, como si estuviera enseñándonos al niño y a mí cómo debiera ser el lamento de los hombres. Afortunadamente, esta braña resiste bien todas las tormentas.

 

PÁGINA 14

¡Hoy he matado un lobo! Han llegado cuatro a merodear en torno a la cabaña. Al principio me he asustado porque su necesidad de comer les confiere una fiereza casi humana, pero luego he pensado que podrían ser una fuente de alimento. Cuando el lobo más grande se ha puesto a rascar la puerta con las, patas, he abierto cuidadosamente una rendija suficientemente grande como para que metiera la cabeza y le he aprisionado el cuello con la puerta. Un solo hachazo ha sido suficiente. Con el hacha que utilizo de falleba le he asestado un golpe tal que su voracidad se ha derramado con su sangre. Me lo comeré y utilizaré sus entrañas para hacer algo comestible para el niño. Eso es bueno. Pero he vuelto a revivir el olor de la sangre, he vuelto a oír el ruido de la muerte, he visto otra vez el color de las víctimas. Y eso es malo.

(En esta página hay un dibujo donde se ve la figura de un lobo con un niño a la grupa; el aspecto de ambos es risueño y levitan sobre un campo florido, como si volaran.)

 

PÁGINA 15

Un lobo le dijo a un niño que con su carne tierna

iba a pasar el invierno.

El niño le dijo al lobo que sólo comiera una pierna

porque siendo aún tan tierno

iba a necesitar muy pronto que estuviera bien cebado

pues llegaría un momento

en que, aunque cojito, necesitaría un asado

de lobo como alimento.

Se miraron, se olisquearon y sintieron tanta pena

de tener que hacerse daño

que se pusieron de acuerdo para repetir la escena

evitándose el engaño

de que para sobrevivir dos personas que se quieran

sea siempre necesario

que, al margen de sus afectos, unos vivan y otros

(mueran.

(Y como corolario:)

Ambos murieron de hambre.

(Bajo estos versos aparece un pentagrama y una notación musical que no corresponde a nada que se pueda transcribir en música. Han sido varios los técnicos que han tratado de descifrar esa pretendida partitura, pero ninguno lo ha logrado.)

 

PÁGINA 16

Nieva. Nieva. Nieva. Con mi debilidad me resulta cada vez más penoso cortar leña para calentar la choza donde vivimos la vaca, el niño y yo. Los tres estamos cada vez más débiles. Sin embargo el niño, al que todavía no he puesto nombre, tiene una vivacidad sorprendente. Emite ruidos guturales cuando está despierto, como gorjeos. Por una parte me gusta que esté despierto porque su total dependencia de mí me otorga una importancia que nunca nadie me había concedido, excepto Elena. Por otra, me aniquilan sus ojos desbordando las órbitas hasta parecer enormes y sus mejillas hundidas buscando la calavera. Está muy delgado. La vaca también está muy delgada, aunque sigue dando leche suficiente para él y para mí. Yo estoy muy delgado y aterido.

No sé en qué mes estamos. ¿Serán ya las navidades?

Hoy, siguiendo las huellas de un animal, he descendido monte abajo hacia Sotre y he visto unos leñadores al fondo del valle. He sentido revivir en mí un miedo familiar y denso. Ahora estoy orgulloso de mi miedo, porque al final de esta guerra monstruosa he visto morir a demasiada gente por su arrojo. Si sigo aquí moriremos la vaca, el niño y yo. Si descendemos al valle moriremos la vaca, el niño y yo.

 

PÁGINA 17

He pensado mucho en ello pero no quiero darles la última satisfacción de la victoria. Que muera yo puede ser justo, porque sólo he sido un mal poeta que ha cantado la vida en las trincheras donde anidaba la muerte. Pero que muera el niño es sólo necesario. ¿Quién va a hablarle del color del pelo de su madre, de su sonrisa, de la gracilidad con la que sorteaba el aire a cada paso para evitar rozarlo? ¿Quién le va a pedir perdón por haberle concebido? Y si sobrevivo, ¿qué le voy a contar de mí? Que Caviedes es un pueblo colgado de una montaña que olía a mar y a leña, que tuve un maestro que me recitaba de memoria a Góngora y a Machado, que tuve unos padres que no fueron capaces de retenerme junto a su establo, que no sé qué buscaba yo en Madrid en plena guerra… ¿un rapsoda entre las balas? ¡Eso es, hijo mío! ¡Yo quería ser un rapsoda entre las balas! ¡Y ahora tu sepulturero!

(Un trazo firme, profundo, subraya esta última frase, desgarrando incluso el papel cuadriculado del cuaderno de hule negro.)

 

PÁGINA 18

Soy incapaz de seguir alimentando a la vaca y la vaca es incapaz de seguir alimentando al niño. Escarbo bajo la nieve buscando briznas de hierba, cada vez más escuálidas, cada vez más escasas. He encontrado un tubérculo en las raíces de los avellanos yertos y con ellos logro hacer una pasta que no sabe a nada pero que, hervida y aplastada, doy a la vaca y al niño. No sé si sirve como alimento, pero le estoy dando mi saliva y sobrevive. Aunque está muy débil ya trata de moverse, pero le faltan fuerzas. Se arquea, apoyándose sólo en la cabeza y en los pies. Pero inmediatamente se derrumba. Si pudiera descendería al valle para pedir comida, pero es imposible salir de estas montañas. Yo nací en un pueblo donde jamás nevaba y nadie me enseñó a desentrañar la nieve silenciosa. Cuando me alejo de la braña más de lo habitual me hundo hasta la cintura y tardo una eternidad en salir de la trampa blanca. Lo que han dejado los lobos de la vaca que murió está tan duro que ni siquiera con el hacha logro rebanar nada. Está cubierta de nieve, afortunadamente, porque ayer traté de desenterrarla para buscar algo de magro en sus despojos y

 

PÁGINA 19

descubrí un animal, mitad carne desgarrada, mitad esqueleto, que estiraba el cuello como si tratara de escapar inútilmente. Sus costillas, las pocas que aún le quedan, forman un recinto que parece reservado para el alma. Pero el alma también se la han comido los lobos. Y yo. Y el niño.

(Aquí hay un dibujo que quiere representar la cabeza estilizada de una vaca, alargada como una flecha, surcando el aire. Debajo una leyenda: “¿Dónde estará el cielo de las vacas?”)

Mataría la otra vaca, ahora que todavía le queda alguna carne. Pero no podría conservarla. Si la dejo en los neveros, los lobos, que merodean continuamente, terminarían olfateándola. Dentro de la braña logro mantener una temperatura que pudriría rápidamente lo que queda de su cuerpo. ¿Pensará la vaca que yo le estoy salvando de los lobos o sabrá que los lobos la están salvando de mi hacha? Quizá sabe la verdad y por eso no da leche.

(Aquí hay una serie de hojas, nueve, arrancadas al mismo tiempo, porque el perfil rasgado es exactamente igual en todas. Es un corte cuidadoso, no hay desgarros. En la numeración de las páginas que viene a continuación no se han tenido en cuenta las hojas que faltan del cuaderno.)

 

PÁGINA 20

El niño está enfermo. Casi no se mueve. He matado la vaca y le estoy dando su sangre. Pero apenas logra tragar algo. He hervido trozos de carne y huesos hasta hacer un caldo espeso y oscuro. Se lo estoy dando disuelto en agua de nieve. Todo huele, otra vez, a muerte.

Está muy caliente. Ahora escribo con él en mi regazo y duerme. ¡Cuánto le quiero! Le he cantado una canción triste de Federico

Llanto de una calavera que

espera un beso de oro.

(Fuera viento sombrío

y estrellas turbias).

Ya no recuerdo los poemas que recitaba a los soldados. Con el hambre lo primero que se muere es la memoria. No logro escribir un solo verso y, sin embargo, en mi cabeza resuenan mil nanas para mi hijo. Todas tienen la misma letra: ¡Elena!

Hoy le he besado. Por primera vez le he besado. Se me habían olvidado mis labios de no usarlos. ¿Qué habrá sentido él ante el primer contacto con el frío? Es terrible, pero debe de tener ya tres o cuatro meses y nadie le había besado hasta hoy. Él y yo sabemos qué largo es el tiempo sin un beso y ahora, probablemente, no nos quede suficiente para resarcirnos. El miedo, el frío, el hambre, la rabia y la soledad desalojan la ternura. Sólo regresa como un cuervo cuando olisquea el amor y la muerte. Y ahora ha regresado confundida. Olfatea ambas cosas. ¿Hay ternuras blancas y ternuras negras? Elena, ¿de qué color era tu ternura? Ya no lo recuerdo, ni siquiera sé si lo que siento es pena. Pero le he besado sin tratar de suplantarte.

 

PÁGINA 21

Huele a podrido. Sin embargo yo sólo recuerdo el olor del hinojo.

(En letras grandes, muy grandes, el resto de la página está cubierto por un AH, SIN TI NO HAY NADA trazado con rasgos imprecisos.)

 

PÁGINA 22

No encontraba mi lápiz (lo poco que queda de él) y he estado muchos días sin poder escribir nada. También eso es silencio, también eso es mordaza. Pero hoy, cuando lo he encontrado bajo un montón de leña, he tenido la sensación de que recobraba el don de la palabra. No sé lo que siento hasta que lo formulo, debe de ser mi educación campesina. Hoy he estado encaramado mucho tiempo en un tronco deshojado tratando de buscar huellas de algún animal que pueda servirnos de alimento. He visto un paisaje blanco y sin aristas, extenso, interminable, acunado por un viento pertinaz y frío cuyo zumbido sólo sirve para reafirmar el silencio. Y mientras estaba allí, observando, sentía algo que no lograba identificar, algo que ni siquiera sabía si era bueno o malo. Ahora que ya he encontrado mi lápiz, sé lo que era: soledad.

Tengo la sensación de que todo terminará cuando se me termine el cuaderno. Por eso escribo sólo de tarde en tarde. Mi lápiz también debió de perder la guerra y probablemente la última palabra que escribirá será “melancolía”.

 

PÁGINA 23

El niño ha muerto y le llamaré Rafael, como mi padre. No he tenido calor suficiente para mantenerle vivo. Aprendió de su madre a morir sin aspavientos y esta mañana no ha querido escuchar mis palabras de aliento.

(El resto de la página, con una caligrafía mucho más cuidada que lo escrito hasta el momento, casi primorosa, repite “Rafael”, “Rafael”, “Rafael” hasta sesenta y tres veces. La R de Rafael es siempre una floritura vertical a la que envuelve un trazo panzudo que comienza en la izquierda, asciende por encima y se hincha en la derecha describiendo una curva que se junta al trazo vertical más o menos a media altura para volver a separarse de él como una falda almidonada y desvanecerse hacia abajo en un rasgo que se pierde. Es una R inglesa y gótica al mismo tiempo.)

 

PÁGINA 24

(Vuelve a repetir “Rafael”, “Rafael” hasta sesenta y dos veces.)

 

PÁGINA 25

(Repite “Rafael”, con el mismo tipo de letra, pero mucho más pequeño ciento diecinueve veces.)

 

PÁGINA 26

(Ya no está escrita con el mismo lápiz, pues es muy probable que se terminara, sino con un tizón apagado o algo parecido. Cuesta leerlo porque, después de escribirlo, el autor pasó la mano por encima como si hubiera intentado borrarlo. Creemos, pues, que hemos leído correctamente lo escrito, que transcribimos hechas estas salvedades. “Infame turba de nocturnas aves.”

 

(NOTA DEL EDITOR: El año 1954 fui a una aldea de la provincia de Santander llamada Caviedes. Efectivamente está colgada de la montaña y huele al mar próximo aunque desde él no puede divisarse porque se asoma hacia el interior de un valle. Pregunté aquí y allá y supe que el maestro, al que llamaban don Servando, fue ajusticiado por republicano en 1937 y que su mejor alumno, que tenía una afición desmedida por la poesía, había huido con dieciséis años, en 1937, a zona republicana para unirse al ejército que perdió la guerra. Ni sus padres, que se llamaban Rafael y Felisa y murieron al terminar la contienda, ni nadie del pueblo volvieron a saber de él. Tenía fama de loco porque escribía y recitaba poesías. Se llamaba Eulalio Ceballos Suárez. Si fue él el autor de este cuaderno, lo escribió cuando tenía dieciocho años y creo que ésa no es edad para tanto sufrimiento.)