Martha Isabel de la Colina
Tal vez mi hermana Liz
tenía una bicicleta roja, de campanilla vibrátil, siempre nueva, y su boina
azul no sólo pertenezca a mi imaginación. Quizá estos recuerdos que invento
sean ciertos y me dejen en paz al ser reconocidos.
Me llega desde lejos el rostro de mi madre como
esfinge desgastada y el eco de su voz aún resuena en la cocina. Papá en una
ráfaga al irse a trabajar. Los pasos arrítmicos de Cande, seguidos por la danza
sincopada de su escoba. Su cabello encrespado en alarma permanente y su risa
eléctrica, desparramada en un ríspido silbar.
Había nacido un 2 de febrero en un platanar. Su
madre le cortó el ombligo con los dientes, rezó dos padres nuestros y expiró al
pie del árbol. Cande era su propia madre y los reatazos que la educaron no le
pertenecían a nadie más que a ella, a su humor de alambique oxidado.
Tenía 31 años cuando llegó a nosotros. Cargaba
dos cajas de cartón atadas con mecate y el olor al mar de Veracruz prendido al
pelo. A hierro y sol metió su canto por la cocina. Su ley se hacía sentir aún
bajo de las baldosas. Las cucarachas parecían imitar el bailado andar de
Candelaria.
No tardó en torturarnos. Nos educaba para el
cielo y la virgen de los Remedios a coscorrones y escobazos. Mi hermana Liz lo
tomó a mal. El ímpetu de sus doce años chocaba con el gruñido seco y alambrado
de Veracruz. Era un peligro ir a la cocina mientras ellas pelaban papas o
giraban albóndigas. La ira contenida de ambas se cebaría sobre cualquier
intruso.
Alguna vez intentamos decirles a mis papás que
Cande nos pegaba, pero fue inútil. La verdad de Cande aromaba la casa a pino y
ropa planchada. Nuestra verdad gastaba zapatos y destripaba muebles. Tuvimos
que aprender a disfrutar sus castigos, y ver al pequeño Caíto colgar del
tendedero cada vez que mojaba la cama. Acabé enamorado del olor a Cande.
Abrazado a su delantal, podía creer que yo, su pequeño Bruno, era centro del
mundo. Aún ahora, cuando bebo limonada, veo rezumar en el líquido su ácida
sonrisa.
Íbamos a la iglesia como siempre, agarraditos de
la mano, el cuello parado y embarrados de brillantina. Liz, de guante blanco,
meneando su crinolina de flor abierta, el velo calado revoloteando en todo el
sol de sus trece años. Mis papás, opacos frente al paisaje. Y Candelaria, con
paso destructor, abriendo brecha al balanceo sus caderas.
Fueron segundos quizás, los suficientes para ver
a Caíto chillar desde la ventana de un camión anaranjado. El lloriqueo de Liz
me confirmó que algo andaba mal. Alguien trataba de robarse a mi pequeño
hermano. Mi padre corrió hacia el camión anaranjado mientras los pasajeros le
gritaban al chofer que se detuviera. El freno violento rechinó en las llantas y
mi padre subió al autobús.
Entonces los robachicos existían. Y también sería
verdad que, si te portabas mal, te llevaban a la cárcel. ¿Y cómo era un
robachicos? El ser malvado cobró vida en un gandul que bajó a trompicones del
camión y se perdió entre la multitud endomingada.
Para cuando mi padre salió triunfante del autobús
con Caíto entre los brazos, mi imaginación ya había pintado al criminal con
joroba, cicatriz en la cara y parche en el ojo. ¡Qué aventura! Ahora sí daban
ganas de ir a misa los domingos. Daría gracias a Dios: tenía de nuevo a mi
hermano para que Cande lo pudiera colgar del tendedero.
Eso pensaba yo cuando mamá comenzó a preguntar
quién llevaba a Caíto de la mano. Liz guardaba un silencio heroico. Claro,
porque Cande tenía la culpa. Mamá no era tan tonta como para permitir que
nosotros cuidáramos al más pequeño. Eso era imposible.
Cande se marchó dos días después. Sin llantos ni
aspavientos, sólo su resoplido de leona vieja dejaba asomar un dolor seco,
salado. Se llevó sus cajas de cartón y ese aroma a sol y palma que a veces
logro escarbar en la memoria. Se llevó también su régimen árido y crespo, su
orden de síncopa y días disparejos.
Así fue, Cande soltó la mano de mi hermano, y es
falso el recuerdo palpitante que siempre vuelve. Una canica me llama desde la
acera y hace que me desprenda de la mano de Caíto. Ver a mi hermano alejarse en
brazos de un extraño, esa canica más colorida que Júpiter, el robachicos sin
cicatriz, sin parche y sin joroba, todos esos recuerdos son mentira.
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