Juan Carlos Onetti
María
Esperanza entró al parque por el camino de ladrillos que llevaba hasta el lago
entre sombras de árboles y torcía justamente al llegar a la orilla chocando
contra la luz de los reflectores, las espaldas todas negras de la gente que
miraba deslizarse las lanchas con banderines y música, los danzarines en la
isla artificial. Estaba cansada y los tacones, tan altos como nunca los había
usado, le hacían arder un dolor como una herida en los tendones de los tobillos.
Se detuvo; pero no era ahí, sentía sin saber por qué, que no era y además tenía
miedo de aquellas caras absortas, graves o sonrientes, miedo porque eran caras
tan semejantes a la suya misma bajo la violenta, blanca, roja y negra pintura
con que la había cubierto, miedo de que las caras miraran comprendiendo su
fraternidad y la miraran en seguida con odio por estar haciendo algo que no
debía hacerse cuando se tenía una cara así, cuando se la había tenido, unas
pocas horas antes, sin pintura y limpia frente al espejo, luminosa, alegre, con
el cabello goteando agua y sin vergüenza.
Caminó
por la orilla del lago que hendía la sombra y la arboleda, con la música de la danza
en la isla temblando en el aire que le rodeaba el cuello. Se sentó en un banco y
sacó los talones de los zapatos, cerrando los ojos, inflando la cara al suspirar,
feliz y soñolienta al abandonarse a lo que contenía la noche, una lejana música
y un olor de flores. Pero vino el recuerdo de aquella espantosa cosa negra que había
sucedido unas horas antes, en seguida de la presencia de su cara limpia en el espejo
y el rostro malicioso del recuerdo amenazaba tocar su corazón, asustar su cuerpo
flojo sobre el banco. Se levantó, caminando ahora hacia el lado del parque que daba
a la rambla.
A
medida que se acercaba a las luces y comenzaba a distinguir los carteles luminosos
del circo y las luces de colores de los kioscos, y la música del ballet en el lago
moría a sus espaldas mientras las marchas y los tangos de los cafés se acercaban
a sus mejillas, iba enderezando el cuerpo, alargando los pasos, haciéndolos más
lentos y remedando el andar ensayado antes de salir. También llevaba ahora la última
cabeza contemplada en el espejo, muy levantada, con las cejas arqueadas y una promesa
de sonrisa.
Ya
estaba entre los ruidos de la otra zona del parque, ensordecida por la mezcla de
música, risas, llamados a los mozos, frases repetidas por los mozos a los mostradores.
Todavía le quedaba, inmediatamente antes de la intensa luz y el estrépito, una sombra
de un árbol desde donde mirar los tablados y sus recogidas cortinas. Un trío de
zapateadores golpeaba en un escenario, vestidos de marineros.
La
mujer, pequeña, se movía entre los dos gigantes. Uno de los hombres tenía una cara
clara y triste donde colgaba la nariz; el otro era delgado, de frente estrecha y
pelo negro y aceitoso y toda su cabeza, su mismo estrecho cuerpo al balancearse
mostraban un incurable, un activo resentimiento con la vida. Ella era rubia y sonreía
acalorada, roja, sonreía con dientes de niño, sacudiendo el pelo, marcando de manera
excesiva el compás con los brazos, los pies y las caderas, sonreía, con un foco
de luz blanca en la cara implacablemente quemando su cara, royéndole la nariz con
su blancura.
A
la derecha un hombre de frac mostraba al público un mono encogido sobre una mesa,
vestido de groom, mientras otro mono, más grande, triste, de pesados movimientos,
guiaba los ojos apretando un acordeón entre los brazos, sacando siempre la misma
nota, el mismo soplo que sonaba definitivo. El hombre de frac hablaba muequeando
con voz enronquecida y la gente reía a carcajadas, siempre de acuerdo, hacía una
pausa de silencio y frescura y volvía a reír de golpe, sin que María Esperanza,
riendo apoyada en el árbol, con la mano apretando un nudo de la corteza, pudiera
saber si reía del hombre, de lo que decía el hombre o de cuál de los monos.
A
la izquierda, más lejos, detrás de una hilera de lámparas blancas y azules –un azul
tan triste, tan desagradable como nunca había visto, como no imaginaba que pudiera
ser nunca un azul– encima de una música de piano que parecía girar repitiendo siempre
lo mismo, una mujer vestida de hombre, con gorra y un pañuelo rojo al cuello cantaba
con voz incomprensible, fumando. Mirando a un lado y otro como si siguiera el viaje
de sus palabras en el aire y quisiera saber hasta dónde podrían llegar, hasta dónde
lograba empujarlas y encima de la cabeza de qué espectador caían, abajo de qué mesa
y en qué porción de tierra con pasto aplastado terminaban. Sobre el lejano escenario
la mujer vestida de hombre no tenía cara. María Esperanza quedó con las espaldas
recostadas al árbol, el mundo en las vértebras. Nada podía saber de lo que la mujer
estaba cantando, pero alguna palabra escapada de la fiesta nocturna venía a darle
una triste felicidad como la de un rato atrás, perdida en la sombra del banco. El
cielo era negro y al mirarlo sintió que un aire frío llegaba de la playa, un aire
que podía acabar con su energía y entregarla en forma definitiva al desconsuelo
ella y su cuerpo, contemplados por el rostro malicioso del recuerdo en que no debía
pensar.
Dejó
el árbol y se puso a andar entre las mesas. Al dar un paso nadie la miraba y al
mover la otra pierna todas las cabezas se volvían para mirarla, todas las sonrisas,
los ojos brillantes, las caras con sudor giraban hacia ella, pero ya al paso siguiente
avanzaba sola, no vista por nadie. Se detuvo. Se detuvo indecisa frente a la mesa
de un hombre gordo de retinto bigote que bebía un jarro de cerveza, sin mirarla,
mirando por encima de la espuma de la cerveza el zapateo en el escenario. Estaba
sola como si hubiera traído el árbol consigo, como si escondiera el perfil en la
tajeada corteza y la mano pudiera apoyarse, olvidada, en el nudo de borde pulido.
Una
mujer movió un sombrero con flores al inclinarse riendo y en seguida las tres caras
de los zapateadores estaban mirándola, todos los rostros se habían vuelto hacia
ella y por más que caminara, sin perder, oh, gracias a Dios, aquel andar amorosamente
ensayado, siempre tenía que pisar tontamente en el sitio donde la luz era más fuerte,
donde convergían las luces de colores, las miradas de todas las personas sentadas
a las mesas y que paseaban sin prisa, solas, en parejas, con niños, sin prisa por
el parque en la fresca noche de verano. María Esperanza cerró los ojos, sintió que
tenía una mueca en la boca, volvió a abrir los ojos y avanzó hacia la mesa del hombre
gordo que bebía su cerveza y que la descubrió de pronto e hizo una cara de bondad
mientras movía un poco con dos dedos el nudo de su corbata, tironeaba de las puntas
del chaleco, apartaba sobre la mesa la jarra de cerveza. Mirándola siempre con una
expresión bondadosa, tan bondadosa que ella susurró que no y pasó de largo, rozando
el cuerpo en una hilera de cañas de hojas filosas que repitieron, arrastrándolo,
su susurro.
Un
escándalo de aplausos resonó allá a la izquierda, mientras la mujer vestida de hombre
se inclinaba, la gorra en la mano, el pelo desparramado hasta casi tocar las lamparillas
blancas y azules de aquel azul repugnante que era capaz de enfermarla a ella María
Esperanza, sudando, sintiendo cómo se ablandaba la pintura de su cara y el dolor
que le hacían los tacones se le hundía como un filo en los tobillos.
Y
en seguida de los aplausos otra vez se pusieron, todo el mundo se puso a mirarla
y la tonadillera que apareció dando una vuelta por el escenario después de los zapateadores,
caminando rápidamente mientras la orquesta tocaba rápidamente un pasodoble, se clavó
una mano en la cintura y cantó riendo, mirándola, caminó dos o tres pasos y volvió
a cantar para ella, mirándola, burlándose, conversando solamente con ella mientras
un temblor de risa se corría por las cabezas del público en las mesas.
Entonces
abandonó la pared de cañas y se acercó a un hombre flaco, que fumaba sin moverse,
con un sombrero de paja abandonado contra la nuca y se detuvo a punto de tocarlo,
mirándole la cara. El hombre continuó fumando y sus ojos pequeños y tristes miraban
siempre hacia adelante. Ella giró velozmente y fue, recta, pero ahora con la marcha
suya de todos los días, despacio, las manos colgando, hasta la mesa del hombre gordo
que está bebiendo una segunda jarra de cerveza que dejó en seguida, al verla llegar,
para repetir su sonrisa de bondad hasta que ella se sentó a su lado en la mesita
de hierro. Vio que por un instante el hombre gordo la estuvo mirando con su cara
de bondad. Luego la ensombreció para llamar al mozo, volvió a sonreír –aquella gruesa
dulzura de jarabe que parecía explicar que ella, María Esperanza, era hija de un
hombre gordo de bigote negro que tomaba cerveza en el parque en la fresca noche
de verano–, le tomó una mano del regazo la llevó siempre cubierta por la suya hasta
encima de la mesa y le hizo una pregunta, una risa, otra pregunta por todo dos preguntas
que ella no alcanzó a comprender.
No hay comentarios:
Publicar un comentario