Shirley Jackson
Antes había una época
del año en San Francisco –a finales de marzo, creo– en que venía un tiempo
despejado y ventoso y el aire adquiría en toda la ciudad un sabor salado y la
frescura del mar. Y luego, algún tiempo después de que el viento empezara a soplar,
una salía a dar una vuelta por Market Street y Van Ness y Kearney, y allí
estaba la flota. De eso, por supuesto, hace algún tiempo, pero una se acercaba
por Golden Gate, que no tenía puente por esa época, y allí podía ver los buques
de guerra. Tal vez fueran portaaviones y destructores, e incluso creo que
recuerdo un submarino, pero para Dot y para mí sólo eran entonces buques de
guerra, todos ellos. Allí aparecían flotando en las aguas, inmóviles y
perfectamente grises, y las calles se llenaban de marineros que caminaban con
el bamboleo del mar y se paraban a mirar los escaparates.
Nunca
supe para qué llegaba la flota; mi abuela decía rotundamente que venía a
repostar pero, cuando el viento empezaba a soplar, Dot y yo nos sentíamos más
alerta, caminábamos más juntas y bajábamos la voz al hablar. Aunque estábamos a
treinta millas de donde amarraba la flota, cuando caminábamos dando la espalda
al océano presentíamos los buques de guerra surcando las aguas en algún lugar
detrás de nosotros, y cuando mirábamos hacia el mar forzábamos los ojos hasta
casi ver el rostro de un marinero a esas treinta millas.
Porque
se trataba de los marineros, por supuesto. Mi madre nos hablaba de la clase de
chicas que seguían a los marineros, y mi abuela nos hablaba del tipo de
marineros que seguían a las chicas. Cuando le anunciábamos a la madre de Dot
que había llegado la flota, ella nos decía con mucha seriedad: “Ustedes dos, no
se acerquen a los marineros”. Una vez, cuando Dot y yo teníamos unos doce años
y la flota estaba en puerto, mi madre nos hizo ponernos en pie y nos miró
intensamente durante unos minutos y luego se volvió hacia mi abuela y declaró:
“No me gusta que unas niñas vayan solas al cine por la noche”, y mi abuela
replicó: “Tonterías; conozco bien a los marineros y no se alejarán tanto de la
base”.
En
cualquier caso, a Dot y a mí sólo nos dejaban ir al cine una noche a la semana
e, incluso entonces, hacían que nos acompañara mi hermano pequeño, que tenía
diez años. La primera vez que salimos juntos los tres, mi madre nos observó a
Dot y a mí y luego, con aire meditabundo, miró a mi hermanito, que tenía el
cabello pelirrojo y muy rizado, y empezó a decir algo, pero de inmediato volvió
la vista hacia mi abuela y cambió de idea.
Nuestra
casa estaba en Burlingame, que queda lo bastante lejos de San Francisco como
para tener palmeras en los jardines, pero lo bastante cerca como para que cada
año nos llevaran a la ciudad, a Dot y a mí, para comprarnos el abrigo de
primavera en el Emporium. Normalmente, la madre de Dot le daba el dinero para
el abrigo y ella se lo entregaba a mi madre y, entonces Dot y yo nos
comprábamos dos abrigos idénticos, con mi madre como árbitro. Lo hacíamos así
porque la madre de Dot nunca se encontraba suficientemente bien como para ir de
compras a San Francisco (y menos aún con Dot y conmigo). Así pues, cada año,
poco después de que empezara a soplar el viento y la flota arribara a puerto,
Dot y yo, con unas medias de seda que guardábamos para la ocasión y sendas
carteritas de cartón con un espejo, una moneda de la buena suerte y un pañuelo
de gasa prendido a un lado y colgando, subíamos al asiento posterior del coche
de mi madre, con esta y mi abuela en los delanteros, y nos dirigíamos a San
Francisco y hacia la flota.
Siempre
íbamos a comprar los abrigos por la mañana, almorzábamos en el Pig’n Whistle y
luego, mientras Dot y yo acabábamos el helado de chocolate con crema de
chocolate y nueces, la abuela llamaba a tío Oliver y se ponía de acuerdo con él
para que nos viniera a buscar en la lancha que nos llevaba hasta donde estaba
la flota.
Mi
tío Oliver venía con nosotras en parte por ser un hombre, en parte porque
durante la guerra anterior había sido radiotelegrafista en un barco, y en parte
porque otro tío mío, un tal tío Paul, aún estaba enrolado en la Armada (la
abuela pensaba que tenía algo que ver con un barco de guerra llamado Santa
Volita, o Bonita, o tal vez Carmelita) y mi tío resultaba muy útil para
preguntar a quienes tenían aspecto de poder conocer a tío Paul si realmente lo
conocían. Tan pronto como subíamos a un barco, mi abuela decía, como si nunca
hasta entonces hubiera caído en ello: “Mira, ese de ahí parece un oficial;
Ollie, ¿por qué no te acercas a él como si tal cosa y le preguntas si conoce a
Paul?”
Tío
Oliver, que lo había sido en su juventud, no creía que los marineros fueran
especialmente peligrosos para Dot y para mí si nos acompañaban mi madre y mi
abuela, pero le encantaban los barcos y por eso nos acompañaba, para
desaparecer de inmediato en el momento en que subíamos a bordo. Cuando dábamos
los primeros pasos cautelosos por la limpia cubierta de uno de ellos, el tío
Oliver acariciaba con emoción la pintura gris y se marchaba en busca del cuarto
del radiotelegrafista.
A
la hora de comer, cuando nos encontrábamos con el tío Oliver, él siempre nos
compraba un cono de helado a mí y a Dot y, en el trayecto en la lancha,
señalaba diversos barcos y nos decía cómo se llamaban. A menudo, trababa
conversación con el marinero que pilotaba la lancha y, antes o después,
terminaba por comentar con modestia: “Yo estuve embarcado en el año
diecisiete”, y el marinero asentía respetuosamente. Cuando llegaba el momento
de dejar la lancha y ascender la escalerilla de uno de los barcos de guerra, mi
madre nos cuchicheaba a Dot y a mí: “Tengan cuidado con la falda”, y las dos
subíamos con una mano en la barandilla y la otra ciñendo la falda en torno a
las piernas y sujetándola por delante. La abuela siempre nos precedía al subir
al barco, y mi madre y tío Oliver cerraban la marcha. Cuando llegábamos a
bordo, mi madre nos tomaba a una de las dos por el brazo y mi abuela agarraba a
la otra y entonces recorríamos juntas todas las dependencias del barco que nos
permitían ver, salvo los niveles más inferiores, que causaban alarma a la
abuela. Contemplábamos con aire solemne los camarotes, las cubiertas que según
la abuela formaban la proa y las luces que, para ella, señalaban babor (aunque
mi abuela realmente no sabía la diferencia entre uno y otro). Por lo general,
también admirábamos los cañones (todas las armas eran cañones para nosotras),
que el tío Oliver aseguraba a la abuela –en lo que debía ser una broma
inocente– que estaban cargados en todo momento. “Por si se produce un motín”,
le explicaba a la abuela.
En
los buques de guerra siempre había muchos visitantes y al tío Oliver le
encantaba reunir en torno a él a un grupo de chicos y chicas para explicarles
cómo funcionaba el sistema de radio. Cuando comentaba que había sido
radiotelegrafista en el año diecisiete, siempre había alguien que le preguntaba
si alguna vez había enviado un SOS, y tío Oliver asentía rotundamente y añadía:
“Pero aún estoy aquí para contarlo”.
Una
vez, mientras tío Oliver contaba lo del año diecisiete y mi madre y la abuela y
Dot contemplaban el océano desde la borda, vi a alguien con un vestido muy
parecido al de mi madre y seguí un buen rato a la mujer hasta que esta se
volvió y me di cuenta de que no era mi madre y de que me había perdido. Recordé
que mi abuela me había dicho muchas veces que siempre podría salir de un apuro
si no perdía la cabeza, me detuve y miré a mi alrededor hasta que descubrí a un
hombre alto de uniforme con un montón de galones. Ese debe ser un capitán,
pensé, y sin duda se ocupará de mí. El hombre estuvo muy correcto. Le conté que
me había perdido y que creía que mi madre y mi abuela y mi amiga Dot y mi tío
Oliver habían bajado a las entrañas del barco y que yo tenía miedo de volver
sola. El capitán me dijo que me ayudaría a encontrarlos y me tomó del brazo y
me condujo por el barco. Al cabo de poco rato, encontramos a mi madre y a la
abuela corriendo en mi busca, y a Dot detrás de ellas, siguiéndolas lo más de
prisa que podía. Cuando la abuela me vio, corrió hasta mí, me agarró del brazo
apartándome del capitán, y me sacudió con fuerza.
–Nos
diste el susto de nuestra vida –declaró, regañándome.
–La
niña sólo se había perdido, nada más –intervino el capitán.
–Menos
mal que la encontramos a tiempo –continuó la abuela, mientras volvía conmigo
hasta mi madre. El capitán se despidió con un gesto de cabeza y se marchó. Mi
madre me agarró por el otro brazo y me dio una nueva sacudida.
–¿No
te da vergüenza? –me recriminó, mientras Dot me observaba con aire solemne.
–Pero
si era un capitán… –inicié una protesta.
–Tal
vez te haya dicho que era un capitán –intervino la abuela–, pero sólo era un
infante de marina.
–¡Un
infante de marina! –exclamó mi madre, asomándose por la borda para observar si
ya había llegado la lancha que nos devolvería a tierra–. Busca a Oliver y dile
que ya hemos visto bastante –indicó a la abuela.
Debido
a lo sucedido esa tarde, aquel fue el último año que nos permitieron ir a ver
la flota. Dejamos a tío Oliver en su casa, como de costumbre, y mi madre y la
abuela nos llevaron a cenar al Tiovivo. Siempre cenábamos en San Francisco
después de visitar la flota, y luego íbamos al cine y volvíamos a Burlingame a
última hora. Siempre cenábamos en el Tiovivo, donde los platos llegaban en una
plataforma móvil y había que agarrarlos según pasaban. Fuimos al Tiovivo porque
a Dot y a mí nos encantaba el lugar y porque era el sitio más peligroso de San
Francisco después de los barcos de guerra, pues había que pagar quince centavos
por cada plato que una agarraba y no terminaba, y Dot y yo teníamos que pagar
de nuestro bolsillo cada fallo. Esa última vez, Dot y yo perdimos cuarenta y
cinco centavos, sobre todo debido a un pastel de crema de moka que Dot no sabía
que iba relleno de coco. El cine que escogimos Dot y yo estaba lleno, aunque el
acomodador de la puerta le dijo a la abuela que había mucho sitio dentro. Sin
embargo, mi madre se negó a hacer cola para que nos devolvieran el dinero, de
modo que la abuela nos dijo que teníamos que entrar y buscar asiento donde
pudiéramos. Tan pronto como quedaron libres dos localidades, la abuela nos
empujó a Dot y a mí para que las ocupáramos, y así lo hicimos. La película ya
había empezado hacía un buen rato cuando se vaciaron los dos asientos contiguos
al de Dot; nos pusimos a buscar a mi madre y a la abuela cuando, de pronto, Dot
se volvió y me agarró por el brazo.
–Mira
–dijo en una especie de gemido, y entonces vi a dos marineros que venían por
nuestra fila de asientos para ocupar las localidades vacías. Llegaron a ellas
en el preciso instante en que mi madre y la abuela alcanzaban el otro extremo
de la fila de asientos, y la abuela tuvo el tiempo justo para decir en voz
alta: “¡Eh, ustedes, dejen en paz a las niñas!”, cuando quedó libre un par de
asientos a algunas filas de distancia y las dos tuvieron que ir a ocuparlos.
Dot
se arrimó a mí en el asiento de al lado y me agarró del brazo.
–¿Qué
hacen? –le susurré.
–Están
ahí sentados –dijo Dot–. ¿Qué te parece que debo hacer?
Me
incliné hacia adelante con cautela, asomándome por delante de Dot, y miré.
–No
les hagas el menor caso. Tal vez así se marcharán –dije.
–Para
ti es muy fácil –replicó Dot con aire trágico–. No los tienes sentados a tu
lado.
–Pero
estoy sentada al tuyo –puntualicé, en actitud razonable–. Y eso es estar
bastante cerca.
–¿Qué
hacen ahora? –preguntó Dot.
Volví
a inclinarme hacia adelante y le informé:
–Están
mirando la película.
–No
puedo soportarlo –declaró Dot–. Quiero irme a casa.
El
pánico se adueñó de las dos a la vez y, por fortuna, mi madre y la abuela nos
vieron corriendo pasillo arriba y nos alcanzaron, ya fuera del cine.
–¿Qué
les dijeron? –quiso saber la abuela–. Los denunciaré con el acomodador.
Mi
madre añadió que, si Dot se tranquilizaba lo suficiente como para hablar, nos
llevaría a la cafetería contigua a tomar una taza de chocolate. Cuando entramos
y nos sentamos, les dijimos a mi madre y a la abuela que ya nos encontrábamos
bien y que preferíamos un helado de chocolate con frutas, en lugar de la taza
de chocolate caliente. Dot ya había empezado a animarse un poco cuando se abrió
la puerta de la cafetería y entraron dos marineros. De un inesperado y enérgico
brinco, Dot se acurrucó detrás de la silla de la abuela, ocultándose y
agarrando del brazo a la abuela.
–No
dejes que me agarren –suplicó con un gemido.
–Nos
siguieron –apuntó mi madre con voz tensa. La abuela estrechó entre sus brazos a
Dot y le dijo:
–Pobrecita…
Con nosotras estás a salvo.
Esa
noche, Dot tuvo que quedarse a dormir en casa. Mandamos a mi hermano a casa de
Dot para decirle a su madre que mi amiga se quedaba conmigo y que se había
comprado un abrigo gris de lana con talle princesa, muy práctico y con una
cálida entretela.
Dot
lo llevó todo ese año.
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