Juan Carlos Onetti
Baldi se detuvo en la isla de cemento que sorteaban veloces los vehículos,
esperando la pitada del agente, mancha oscura sobre la alta garita blanca.
Sonrió pensando en sí mismo, barbudo, el sombrero hacia atrás, las manos en los
bolsillos del pantalón, una cerrando los dedos contra los honorarios de “Antonio
Vergara – Samuel Freider”. Decía tener un aire jovial y tranquilo, balanceando
el cuerpo sobre las piernas abiertas, mirando plácido el cielo, los árboles del
Congreso, los colores de los “colectivos”. Seguro frente al problema de la
noche, ya resuelto por medio de la peluquería, la comida, la función de
cinematógrafo con Nené. Y lleno de confianza en su poder, la mano apretando los
billetes porque una mujer rubia y extraña, parada a su lado, lo rozaba de vez
en vez con sus claros ojos. Y si él quisiera…
Se detuvieron los coches y cruzó, llegando hasta la
Plaza. Siguió andando, siempre calmoso. Una canasta con flores le recordó la
verja de Palermo, el beso entre jazmines de la última noche. La cabeza despeinada
de la mujer caía en su brazo. Luego el beso rápido en la esquina, la ternura en
la boca, la interminable mirada brillante. Y esta noche, también esta noche.
Sintió de improviso que era feliz; tan claramente que casi se detuvo, como si
su felicidad estuviera pasándole al lado y él pudiera verla, ágil y fina,
cruzando la plaza con veloces pasos. Sonrió al agua temblorosa de la fuente.
Junto a la gran chiquilla dormida en piedra, alcanzó una moneda al hombre
andrajoso que aún no se la había pedido. Ahora le hubiera gustado una cabeza de
niño para acariciar al paso. Pero los chicos jugaban más allá, corriendo en el
rectángulo de pedregullo rojizo. Sólo pudo volcarse hincando los músculos del
pecho, pisando fuerte en la rejilla que colaba el viento cálido del
subterráneo.
Siguió, pensando en la caricia agradecida de los dedos de
Nené en su brazo cuando le contara aquel golpe de dicha venido de ella, y en
que se necesita un cierto adiestramiento para poder envasar la felicidad. Iban
a lanzarse en la fundación de la Academia de la Dicha, un proyecto que
adivinaba magnífico, con un audaz edificio de cristal saltando de una ciudad
enjardinada, llena de “bares”, columnas de níquel, orquestas junto a playas de
oro, y miles de “affiches” color rosa, desde donde sonreían mujeres de ojos
borrachos, cuando notó que la mujer extraña y rubia de un momento antes caminaba
a su lado, apenas unos metros a la derecha. Dobló la cabeza, mirándola.
Pequeña, con un largo impermeable verde oliva atado en la
cintura como quebrándola, las manos en los bolsillos, un cuello de camisa de “tennis”,
la moña roja de la corbata cubriéndole el pecho. Caminaba lenta, golpeando las
rodillas en la tela del abrigo con un débil ruido de toldo que sacude el viento.
Dos puñados de pelo rojizo salían del sombrero sin alas. El perfil afinado y
todas las luces espejeándole en los ojos. Pero el secreto de la pequeña figura
estaba en los tacones demasiado altos, que la obligaban a caminar con lenta
majestad, hiriendo el suelo en un ritmo invariable de relojería. Y rápido como
si sacudiera pensamientos tristes, la cabeza giraba hacia la izquierda
chorreando una mirada a Baldi y volvía a mirar hacia adelante. Dos, cuatro,
seis veces, la ojeada fugaz.
De pronto, un hombre bajo y gordo, con largos bigotes
retintos. Sujeto por la torcida boca a la oreja semioculta de la mujer,
siguiéndola tenaz y murmurante en las direcciones sesgadas que ella tomaba para
separarlo.
Baldi sonrió y alzó los ojos a lo alto del edificio. Ya
las ocho y cuarto. La brocha sedosa en el salón de la peluquería, el traje azul
sobre la cama, el salón del restaurante. En todo caso, a las nueve y media podría
estar en Palermo. Se abrochó rápidamente el saco y caminó hasta ponerse junto a
la pareja. Tenía la cara ennegrecida de barba y el pecho lleno de aire, un poco
inclinado hacia adelante como si lo desequilibrara el peso de los puños. El
hombre de los largos bigotes hizo girar los ojos en rápida inspección; luego
los detuvo con aire de profundo interés, en la esquina lejana de la plaza. Se
apartó en silencio, a pasos menudos y fue a sentarse en un banco de piedra, con
un suspiro de satisfecho descanso. Baldi lo oyó silbar, alegre y distraído, una
musiquita infantil.
Pero ya estaba la mujer, adherida a su rostro con los
grandes ojos azules, la sonrisa nerviosa e inquieta, los vagos gracias,
gracias, señor… Algo de subyugado y seducido que se delataba en ella, lo impulsó
a no descubrirse, a oprimir los labios, mientras la mano rozaba el ala del
sombrero.
–No hay por qué –y alzó los hombros, como acostumbrado a
poner en fuga a hombres molestos y bigotudos.
–¿Por qué lo hizo? Yo, desde que lo vi…
Se interrumpió turbada; pero ya estaban caminando juntos.
Hasta cruzar la plaza, se dijo Baldi.
–No me llame señor. ¿Qué decía? Desde que me vio…
Notó que las manos que la mujer movía en el aire en gesto
de exprimir limones, eran blancas y finas. Manos de dama con esa ropa, con ese
impermeable en noche de luna.
–¡Oh! Usted va a reírse.
Pero era ella la que reía, entrecortada, temblándole la
cabeza, Comprendió, por las r suaves y las s silbantes, que la mujer era
extranjera. Alemana, tal vez. Sin saber por qué, esto le pareció fastidioso y quiso
cortar.
–Me alegro mucho, señorita, de haber podido…
–Sí, no importa que se ría. Yo, desde que lo vi esperando
para cruzar la calle, comprendí que usted no era un hombre como todos. Hay algo
raro en usted, tanta fuerza, algo quemante… Y esa barba, que lo hace tan
orgulloso…
Histérica y literata, suspiró Baldi. Debiera haberme
afeitado esta tarde. Pero sentía viva la admiración de la mujer; la miró de
costado, con fríos ojos de examen.
–¿Por qué piensa eso? ¿Es que me conoce, acaso?
–No sé, cosas que se sienten. Los hombres, la manera de
llevar el sombrero… no sé. Algo. Le pedí a Dios que hiciera que usted me
hablara.
Siguieron caminando en una pausa durante la cual Baldi
pensó en todas las etapas que aún debla vencer para llegar a tiempo a Palermo.
Se habían hecho escasos los automóviles, y los paseantes. Llegaban los ruidos
de la avenida, los gritos aislados, y ya sin convicción de los vendedores de
diarios. Se detuvieron en la esquina. Baldi buscaba la frase de adiós en los
letreros, los focos y el cielo con luna nueva. Ella rompió la pausa con cortos
ruidos de risa filtrados por la nariz. Risa de ternura, casi de llanto, como si
se apretara contra un niño. Luego alzó una mirada temerosa…
–Tan distinto a los otros… Empleados, señores, jefes de
las oficinas… –las manos exprimían rápidas mientras agregaba:
–Si usted fuera tan bueno de estarse unos minutos. Si
quisiera hablarme de su vida… ¡Yo sé que es todo tan extraordinario!
Baldi volvió a acariciar los billetes de Antonio Vergara
contra Samuel Freider. Sin saber si era por vanidad o lástima, se resolvió.
Tomó el brazo de la mujer, y hosco, sin mirarla, sintiendo impasible los
maravillados y agradecidos ojos azules apoyados en su cara, la fue llevando
hacia la esquina de Victoria, donde la noche era más fuerte.
Unos faroles rojos clavados en el aire obscurecidos.
Estaban arreglando la calle. Una verja de madera rodeando máquinas, ladrillos,
pilas de bolsas. Se acodó en la empalizada. La mujer se detuvo indecisa, dio
unos pasos cortos, las manos en los bolsillos del perramus, mirando con
atención la cara endurecida que Baldi inclinaba sobre el empedrado roto. Luego
se acercó, recostada a él, mirando con forzado interés las herramientas
abandonadas bajo el toldo de lona.
Evidente que la empalizada rodeaba el Fuerte Coronel
Rich, sobre el Colorado, a equis millas de la frontera de Nevada. Pero él ¿era
Wenonga, el de la pluma solitaria sobre el cráneo aceitado, o Mano Sangrienta,
o Caballo Blanco, jefe de los sioux? Porque si estuviera del otro lado de los
listones con punta flordelisada, ¿qué cara pondría la mujer si él saltara sobre
las maderas si estuviera rodeado por la valla, sería un blanco defensor del
fuerte, Buffalo Bill de altas botas, guantes de mosquetero y mostachos
desafiantes? Claro que no servía, que no pensaba asustar a la mujer con
historias para niños. Pero estaba lanzado y apretó la boca en seguridad y
fuerza.
Se apartó bruscamente. Otra vez, sin mirarla, fijos los
ojos en el final de la calle como en la otra punta del mundo:
–Vamos.
Y en seguida, en cuanto vio que la mujer lo obedecía
dócil y esperando:
–¿Conoce Sud África?
–¿África…?
–Sí. África del Sur. Colonia del Cabo. El Transvaal.
–No. ¿Es… muy lejos, verdad?
–¡Lejos…! ¡Oh, sí, unos cuantos días de aquí!
–¿Ingleses, allí?
–Si, principalmente ingleses. Pero hay de todo.
–¿Y usted estuvo?
–¡Si estuve! –La cara se le balanceaba sopesando los
recuerdos–. El Transvaal… Sí, casi dos años.
–Then, do you know english?
–Very little and very bad. Se puede decir que lo olvidé
por completo.
–¿Y qué hacía allí?
–Un oficio extraño. Verdaderamente, no necesitaba saber
idiomas para desempeñarme.
Ella caminaba moviendo la cabeza hacia Baldi y hacia
adelante, como quien está por decir algo y vacila; pero no decía nada,
limitándose a mover nerviosamente los hombros aceituna. Baldi la miró de costado,
sonriendo a su oficio sudafricano. Ya debían ser las ocho y media. Sintió tan
fuerte la urgencia del tiempo que era como si ya estuviera extendido en el
sillón de la peluquería oliendo el aire perfumado, cerrados los ojos, mientras
la espuma tibia se le va engrosando en la cara. Pero ya estaba la solución;
ahora la mujer tendría que irse. Abiertos los ojos espantados, alejándose
rápido, sin palabras. Conque hombres extraordinarios, ¿eh…?
Se detuvo frente a ella y se arqueó para acercarle el
rostro.
–No necesitaba saber inglés, porque las balas hablan una
lengua universal. En Transvaal, África del Sur, me dedicaba a cazar negros.
No había comprendido, porque sonrió parpadeando:
–¿A cazar negros? ¿Hombres negros?
Él sintió que la bota que avanzaba en Transvaal se hundía
en el ridículo. Pero los dilatados ojos azules seguían pidiendo con tan
anhelante humildad, que quiso seguir como despenándose.
–Sí, un puesto de responsabilidad. Guardián en las minas
de diamantes. Es un lugar solitario. Mandan el relevo cada seis meses. Pero es
un puesto conveniente; pagan en libras. Y, a pesar de la soledad, no siempre
aburrido. A veces hay negros que quieren escapar con diamantes, piedras sucias,
bolsitas con polvo. Estaban los alambres electrizados. Pero también estaba yo,
con ganas de distraerme volteando negros ladrones. Muy divertido, le aseguro.
Pam, pam y el negro termina su carrera con una voltereta.
Ahora la mujer arrugaba el entrecejo, haciendo que sus
ojos pasaran frente al pecho de Baldi sin tocarlo.
–¿Y usted mataba negros? ¿Así, con un fusil?
–¿Fusil? Oh, no. Los negros ladrones se cazan con
ametralladoras, Marca Schneider. Doscientos cincuenta tiros por minuto.
–¿Y usted…?
–¡Claro que yo! Y con mucho gusto.
Ahora sí. La mujer se había apartado y miraba alrededor,
entreabierta la boca, respirando agitada. Divertido si llamara un vigilante.
Pero se volvió con timidez al cazador de negros, pidiendo:
–Si quisiera… Podríamos sentamos un momento en la
placita.
–Vamos.
Mientras cruzaban hizo un último intento:
–¿No siente un poco de repugnancia? ¿Por mí, por lo que
he contado? –con un tono burlón que suponía irritante.
Ella sacudió la cabeza, enérgica
–Oh, no. Yo pienso que tendrá usted que haber sufrido
mucho.
–No me conoce. ¿Yo, sufrir por los negros?
–Antes, quiero decir. Para haber sido capaz de eso, de
aceptar ese puesto. Todavía era capaz de extenderle una mano encima de la
cabeza, murmurando la absolución. Vamos a ver hasta dónde aguanta la
sensibilidad de una institutriz alemana.
–En la casita tenía aparato telegráfico para avisar
cuando un negro moría por imprudencia. Pero a veces estaba tan aburrido, que no
avisaba. Descomponía el aparato para justificar la tardanza si venia la
inspección y tomaba el cuerpo del negro como compañero.
Dos o tres días lo veía pudrirse, hacerse gris,
hincharse. Me llevaba hasta él un libro, la pipa, y leía; en ocasiones, cuando
encontraba un párrafo interesante, leía en voz alta. Hasta que mi compañero comenzaba
a oler de una manera incorrecta. Entonces arreglaba el aparato, comunicaba el
accidente y me iba a pasear al otro lado de la casita.
Ella no sufría suspirando por el pobre negro
descomponiéndose al sol. Sacudía la triste cabeza inclinada para decir:
–Pobre amigo. ¡Qué vida!
Siempre tan solo… ya sentado en un banco oscuro de la
plazoleta, renunció a la noche y le tomó gusto al juego. Rápidamente, con un
estilo nervioso e intenso, siguió creando al Baldi de las mil caras feroces que
la admiración de la mujer hacía posible. De la mansa atención de ella,
estremecida contra su cuerpo, extrajo el Baldi que gastaba en aguardiente, en
una taberna de marinos en tricota –Marsella o El Havre– el dinero de amantes
flacas y pintarrajeadas. Del oleaje que fingían las nubes en el cielo gris, el
Baldi que se embarcó un mediodía en el Santa Cecilia con diez dólares y un
revólver. Del leve viento que hacía bailar el polvo de una casa en construcción,
el gran aire arenoso del desierto, el Baldi enrolado en la Legión Extranjera
que regresaba a las poblaciones con una trágica cabeza de moro ensartada en la
bayoneta.
Así, hasta que el otro Baldi fue tan vivo que pudo pensar
en él como en un conocido. Y entonces, repentinamente, una idea se le clavó
tenaz. Un pensamiento lo aflojó en desconsuelo, junto al perramus dé la mujer
ya olvidada.
Comparaba al mentido Baldi con él mismo, con este hombre
tranquilo e inofensivo que contaba historias a las Bovary de plaza Congreso.
Con el Baldi que tenía una novia, un estudio de abogado, la sonrisa respetuosa
del portero, el rollo de billetes de Antonio Vergara contra Samuel Freider,
cobros de pesos. Una lenta vida idiota, como todo el mundo. Fumaba rápidamente,
lleno de amargura, los ojos fijos en el cuadrilátero de un cantero. Sordo a las
vacilantes palabras de la mujer, que terminó callando, doblando el cuerpo para
empequeñecerse.
Porque el Dr. Baldi no fue capaz de saltar un día sobre
la cubierta de una barcaza, pesada de bolsas o maderas. Porque no se había
animado a aceptar que la vida es otra cosa, que la vida es lo que no puede hacerse
en compañía de mujeres fieles, ni hombres sensatos. Porque había cerrado los
ojos y estaba entregado, como todos. Empleados, señores, jefes de las oficinas.
Tiró el cigarrillo y se levantó. Sacó el dinero y puso un
billete sobre las rodillas de la mujer.
–Tomá. ¿Querés más?
Agregó un billete más grande, sintiendo que la odiaba,
que hubiera dado cualquier cosa por no haberla encontrado. Ella sujetó los
billetes con la mano para defenderlos del viento.
–Pero…Yo no le he dicho… Yo no sé… –inclinándose hacia
él, más azules que nunca los grandes ojos, desilusionada la boca–. ¿Se va?
–Sí, tengo que hacer. Chau.
Volvió a saludar con la mano, con el gesto seco que
hubiera usado el posible Baldi, y se fue. Pero volvió a los pocos pasos y
acercó el rostro barbudo a la mímica esperanzada de la mujer, que sostenía en
alto los dos billetes, haciendo girar la muñeca. Habló con la cara
ensombrecida, haciendo sonar las palabras como insultos.
–Ese dinero que te di
lo gano haciendo contrabando de cocaína. En el Norte.
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