Antonio Benítez Rojo
Aquel verano –cómo olvidarlo–
después de las lecciones de don Jorge y a petición de Honorata, íbamos a cazar mariposas
por los jardines de nuestra mansión, en lo alto del Vedado. Aurelio y yo la complacíamos
porque cojeaba del pie izquierdo y era la de menor edad (en marzo había cumplido
los quince años); pero nos hacíamos de rogar para verla hacer pucheros y retorcerse
las trenzas; aunque en el fondo nos gustaba sortear el cuerno de caza, junto al
palomar desierto, vagar por entre las estatuas con las redes listas, siguiendo los
senderos del parque japonés, escalonados y llenos de imprevistos bajo la hierba
salvaje que se extendía hasta la casa.
La
hierba constituía nuestro mayor peligro. Hacía años que asaltaba la verja del suroeste,
la que daba al río Almendares, el lado más húmedo y que la excitaba a proliferar;
se había prendido a los terrenos a cargo de tía Esther, y pese a todos sus esfuerzos
y los de la pobre Honorata, ya batía los ventanales de la biblioteca y las persianas
francesas del salón de música. Como aquello afectaba la seguridad de la casa y era
asunto de mamá, irreducibles y sonoras discusiones remataban las comidas: y había
veces que mamá, que se ponía muy nerviosa cuando no estaba alcoholizada, se llevaba
la mano a la cabeza en ademán de jaqueca y rompía a llorar de repente, amenazando,
entre sollozos, con desertar de la casa, con cederle al enemigo su parte del condominio
si tía Esther no arrancaba (siempre en un plazo brevísimo) la hierba que sepultaba
los portales y que muy bien podía ser un arma de los de afuera.
–Si
rezaras menos y trabajaras más… –decía mamá, amontonando los platos.
–Y
tú soltaras la botella… –ripostaba tía Esther.
Afortunadamente
don Jorge nunca tomaba partido: se retiraba en silencio con su cara larga y gris,
doblando la servilleta, evitando inmiscuirse en la discordia familiar. Y no es que
para nosotras don Jorge fuera un extraño, a fin de cuentas era el padre de Aurelio
(se había casado con la hermana intercalada entre mamá y tía Esther, la hermana
cuyo nombre ya nadie pronunciaba); pero, de una u otra forma, no era de nuestra
sangre y lo tratábamos de usted, sin llamarlo tío. Con Aurelio era distinto: cuando
nadie nos veía lo cogíamos de las manos, como si fuéramos novios; y justamente aquel
verano debía de escoger entre nosotras dos, pues el tiempo iba pasando y ya no éramos
niños. Todas queríamos a Aurelio por su porte, por sus vivos ojos negros, y sobre
todo por aquel modo especial de sonreír. En la mesa las mayores porciones eran para
él, y si el tufo de mamá se percibía por encima del olor de la comida, uno podía
apostar que cuando Aurelio alargara el plato ella le serviría despacio, su mano
izquierda aprisionando la de él contra los bordes descascarados. Tía Esther tampoco
perdía prenda, y con la misma aplicación con que rezaba el rosario buscaba la pierna
de Aurelio por debajo del mantel, y se quitaba el zapato. Así eran las comidas.
Claro que él se dejaba querer, y si vivía con don Jorge en los cuartos de la antigua
servidumbre, separado de nosotras, era porque así lo estipulaba el Código; tanto
mamá como tía Esther le hubieran dado habitaciones en cualquiera de las plantas
y él lo hubiera agradecido, y nosotras encantadas de tenerlo tan cerca, de sentirlo
más nuestro en las noches de tormenta, con aquellos fulgores y la casa sitiada.
Al
documento que delimitaba las funciones de cada cual y establecía los deberes y castigos,
lo llamábamos, simplemente, el Código; y había sido suscrito, en vida del abuelo,
por sus tres hijas y esposos. En él se recogían los mandatos patriarcales, y aunque
había que adaptarlo a las nuevas circunstancias, era la médula de nuestra resistencia
y nos guiábamos por él. Seré somera en su detalle:
A
don Jorge se le reconocía como usufructuario permanente y gratuito de inmueble y
miembro de Consejo de Familia. Debía ocuparse de avituallamiento, de la inteligencia
militar, de administrar los recursos, de impartir la educación y promover la cultura
(había sido subsecretario de Educación en tiempos de Laredo Brú), de las reparaciones
eléctricas y de albañilería, y de cultivar las tierras situadas junto al muro del
nordeste, que daba a la casona de los Enríquez, convertida en una politécnica desde
finales del sesenta y tres. A tía Esther le tocaba el cuidado de los jardines (incluyendo
el parque), la atención de los animales de cría, la agitación política, las reparaciones
hidráulicas y de plomería, la organización de actos religiosos, y el lavado, planchado
y zurcido de la ropa.
Se
le asignaba a mamá la limpieza de los pisos y muebles, la elaboración de planes
defensivos, las reparaciones de carpintería, la pintura de techos y paredes, el
ejercicio de la medicina, así como la preparación de alimentos y otras labores conexas,
que era en lo que invertía más tiempo.
En
cuanto a nosotros, los primos, ayudábamos en los quehaceres de la mañana y escuchábamos
de tarde las lecciones de don Jorge; el resto de la jornada lo dedicábamos al esparcimiento;
por supuesto, al igual que a los demás, se nos prohibía franquear los límites del
legado. Otra cosa era la muerte.
La
muerte moral, se entiende; la muerte exterior del otro lado de la verja. Oprobioso
camino que había seguido la mitad de la familia en los nueve años que ya duraba
el asedio.
El
caso es que aquel verano cazábamos mariposas. Venían del río volando sobre la hierba
florida, deteniéndose en los pétalos, en los hombros quietos de cualquier estatua.
Decía Honorata que alegraban el ambiente, que lo perfumaban–siempre tan imaginativa
la pobre Honorata–; pero a mí me inquietaba que vinieran de afuera y, como mamá,
opinaba que eran un arma secreta que aún no comprendíamos, quizá por eso gustaba
de cazarlas. Aunque a veces me sorprendían y huía apartando la hierba, pensando
que me tomarían del cabello, de la falda –como en el grabado que colgaba en el cuarto
de Aurelio–, y me llevarían sobre la verja atravesando el río.
A
las mariposas las cogíamos con redes de viejos mosquiteros y las metíamos en frascos
de conservas que nos suministraba mamá. Luego, al anochecer, nos congregábamos en
la sala de estudio para el concurso de belleza, que podía durar horas, pues cenábamos
tarde. A la más bella la sacábamos del frasco, le vaciábamos el vientre y la pegábamos
en el álbum que nos había dado don Jorge; a las sobrantes, de acuerdo con una sugerencia
mía para prolongar el juego, les desprendíamos las alas y organizábamos carreras,
apostando pellizcos y caricias que no estuvieran sancionados. Finalmente las echábamos
al inodoro, y Honorata, trémula con los ojos húmedos, manipulaba la palanca que
originaba el borboteo, los rumores profundos que se las llevaban en remolino.
Después
de la comida, después del alegato de tía Esther contra las razones de mamá –que
se iba a la cocina con el irrevocable propósito de abandonar la casa en cuanto fregara
la loza–, nos reuniríamos en el salón de música para escuchar el piano de tía Esther,
sus himnos religiosos en la penumbra del único candelabro. Don Jorge nos había enseñado
algo en el violín, y aún se le mantenían las cuerdas; pero por la desafinación del
piano no era posible concertarlo y ya preferíamos no sacarlo del estuche. Otras
veces, cuando tía Esther se indisponía o mamá le reprochaba el atraso en la costura,
leíamos en voz alta las sugerencias de don Jorge, y como sentía una gran admiración
por la cultura alemana, las horas se nos iban musitando estanzas de Goethe, Hölderlin,
Novalis, Heine.
Poco.
Muy poco; sólo en las noches de lluvia en que se anegaba la casa y en alguna otra
ocasión especialísima, repasábamos la colección de mariposas, el misterio de sus
alas llegándonos muy hondo, las alas cargadas de signos de más allá de las lanzas,
del muro enconado de botellas; y nosotros allí, bajo las velas y en silencio, unidos
en una sombra que disimulaba la humedad de la pared, las pestañas esquivas y las
manos sueltas, sabiendo que sentíamos lo mismo, que nos habíamos encontrado en lo
profundo de un sueño, pastoso y verde como el río desde la verja; y luego aquel
techo abombado y cayéndose a pedazos, empolvándonos el pelo, los más íntimos gestos.
Y las coleccionábamos.
La
satisfacción mayor era imaginarse que al final del verano Aurelio ya estaría conmigo.
“Un párroco disfrazado os casará tras la verja”, decía don Jorge, circunspecto,
cuando tía Esther y Honorata andaban por otro lado. Yo no dejaba de pensar en ello;
diría que hasta me confortaba en la interminable sesión de la mañana: El deterioro
de mamá iba en aumento (aparte de cocinar, y siempre se le hacía tarde, apenas podía
con la loza y los cubiertos) y era yo la que baldeaba el piso, la que sacudía los
astrosos forros de los muebles, los maltrechos asientos.
Quizá
sea una generalización peligrosa, pero de algún modo Aurelio nos sostenía a todas,
su cariño nos ayudaba a resistir. Claro que en mamá y tía Esther coincidían otros
matices; pero cómo explicar sus devaneos gastronómicos, los excepcionales cuidados
en los catarros fugaces y rarísimos dolores de cabeza, los esfuerzos prodigiosos
por verlo fuerte, acicalado, contento… Hasta don Jorge, siempre tan discreto, a
veces se ponía como una gallina clueca. Y de Honorata ni hablar; tan optimista la
pobre, tan fuera de la realidad, como si no fuera coja. Y es que Aurelio era nuestra
esperanza, nuestro dulce bocado de ilusión; y era él quien nos hacía permanecer
serenas dentro de aquellos hierros herrumbrosos, tan hostigados desde afuera.
–¡Qué
mariposa más bella!– dijo Honorata en aquel crepúsculo, hace apenas un verano. Aurelio
y yo marchábamos delante, de regreso a la casa, él abriéndome el paso con el asta
de la red. Nos volvimos: la cara pecosa de Honorata saltaba por la hierba como si
la halaran por las trenzas; más arriba, junto a la copa del flamboyán que abría
el sendero de estatuas, revoloteaba una mariposa dorada. Aurelio se detuvo. Con
un gesto amplio nos tendió en la hierba. Avanzó lentamente, la red en alto, el brazo
izquierdo extendido a la altura del hombro, deslizándose sobre la maleza, La mariposa
descendía abriendo sus enormes alas, desafiantes, hasta ponerse casi al alcance
de Aurelio; pero planeando más allá del flamboyán, internándose en la galería de
estatuas. Él la siguió y pronto desaparecieron.
Cuando
Aurelio regresó era de noche; ya habíamos elegido a la reina y la estábamos preparando
para darle la sorpresa. Pero vino serio y sudoroso diciendo que se le había escapado,
que había estado a punto de cogerla, encaramándose en la verja; y pese a nuestra
insistencia no quiso quedarse a los juegos.
Yo
me quedé preocupada. Me parecía estarlo viendo allá arriba, casi del otro lado,
la red colgando sobre el camino del río y él a un paso de saltar. Me acuerdo que
le aseguré a Honorata que la mariposa era un señuelo, que había que subir la guardia.
El
otro día fue memorable. Desde el amanecer los de afuera estaban muy exaltados: Expulsaban
cañonazos y sus aviones grises dejaban rastros en el cielo; más abajo los helicópteros
encrespaban el río y la hierba. No había duda que celebraban algo, quizá una nueva
victoria; y nosotros incomunicados. No es que careciéramos de radios, pero ya hacía
años que no pagábamos el fluido eléctrico y las pilas del Zenith de tía Esther se
habían vuelto pegajosas y olían al remedio chino que atesoraba mamá en lo último
del botiquín. Tampoco nos servía el teléfono, no recibíamos periódicos, no abríamos
las cartas que supuestos amigos y familiares traidores nos enviaban desde afuera.
Estábamos incomunicados. Es cierto que don Jorge traficaba por la verja, de otra
manera no hubiéramos subsistido, pero lo hacía de noche y no estaba permitido presenciar
la compraventa, incluso hacer preguntas sobre el tema. Aunque una vez que tenía
fiebre alta y Honorata lo cuidaba, dio a entender que la causa no estaba totalmente
perdida, que organizaciones de fama se preocupaban por los que aún resistían.
Al
atardecer, después que concluyeron los aplausos patrióticos de los de la politécnica,
los cantos marciales por encima del muro de vidrios anaranjados y que enloquecían
a mamá a pesar de los tapones y compresas, descolgamos el cuerno de la panoplia
–don Jorge había declarado asueto– y nos fuimos en busca de mariposas. Caminábamos
despacio, Aurelio con el ceño fruncido. Desde la mañana había estado recogiendo
coles junto al muro y escuchado de cerca el clamor de los cantos sin la debida protección,
los febriles e ininteligibles discurso del mediodía. Parecía afectado Aurelio: rechazó
los resultados del sorteo arrebatándole a Honorata el derecho de distribuir los
cotos y llevar el cuerno de caza. Nos separamos en silencio, sin las bromas de otras
veces, pues siempre se habían respetado las reglas establecidas. Yo hacía rato que
vagaba a lo largo del sendero de la verja haciendo tiempo hasta el crepúsculo, el
frasco lleno de alas amarillas, cuando sentí que una cosa se me enredaba en el pelo.
De momento pensé que era el tul de la red, pero al alzar la mano izquierda mis dedos
rozaron algo de más cuerpo, como un pedazo de seda, que se alejó tras chocar con
mi muñeca. Yo me volví de repente y la vi detenida en el aire, la mariposa dorada
frente a mis ojos, sus alas abriéndose y cerrándose frente a la altura de mi cuello
y yo sola y de espaldas a la verja. Al principio pude contener el pánico: empuñé
el asta y descargué un golpe; pero ella lo esquivó ladeándose a la derecha. Traté
de tranquilizarme, de no pensar en el grabado de Aurelio, y despacio caminé hacia
atrás. Poco a poco alcé los brazos sin quitarle la vista, tomé puntería; pero la
manga de tul se enganchó en un hierro y volví a fallar el golpe. Esta vez la vara
se me había caído en el follaje del sendero. El corazón me sofocaba. La mariposa
dibujó un círculo y me atacó a la garganta. Apenas tuve tiempo de gritar y de arrojarme
a la hierba. Un escozor me llevó la mano al pecho y la retiré con sangre. Había
caído sobre el aro de hojalata que sujetaba la red y me había herido el seno. Esperé
unos minutos y me volví boca arriba, jadeante. Había desaparecido. La hierba se
alzaba alrededor de mi cuerpo, me protegía, como a la Venus derribada de su pedestal
que Honorata había descubierto en lo profundo del parque; yo tendida, inmóvil como
ella, mirando el crepúsculo concienzudamente, y de pronto los ojos de Aurelio en
el cielo y yo mirándolos quieta, viéndolos recorrer mi cuerpo casi sepultado y detenerse
en mi seno, y luego bajar por entre los tallos venciéndome en la lucha para entornarse
en el beso largo y doloroso que estremeció la hierba. Después el despertar inexplicable:
Aurelio sobre mi cuerpo, aún tapándome la boca a pesar de las mordidas; su frente,
señalada por mis uñas.
Regresamos.
Yo sin hablar, desilusionada.
Honorata
lo había visto todo desde las ramas del flamboyán.
Antes
de entrar al comedor acordamos guardar el secreto. No sé si sería por las miradas
de mamá y tía Esther detrás del humo de la sopa o por los suspiros nocturnos de
Honorata, revolviéndose en las sábanas; pero amaneció y yo me di cuenta de que ya
no quería tanto a Aurelio, que no lo necesitaba, ni a él ni a la cosa asquerosa,
y juré no hacerlo más hasta la noche de bodas.
La
mañana se me hizo más larga que nunca y acabé extenuada.
En
la mesa le pasé a Honorata mi porción de coles (nosotras siempre tan hambrientas)
y a Aurelio lo miré fríamente cuando comentaba con mamá que un gato de la politécnica
le había mordido la mano, le había arañado la cara y desaparecido tras el muro.
Luego vino la clase de Lógica. Apenas atendí a don Jorge a pesar de las palabras:
ferio, festino, barroco, y otras más.
–Estoy
muy cansada… Me duele la espalda –le dije a Honorata después de la lección, cuando
propuso cazar mariposas.
–Anda,
no seas mala –insistía ella.
–No.
–¿No
será que tienes miedo? –dijo Aurelio.
–No.
No tengo miedo.
–¿Seguro?
–Seguro.
Pero no voy a hacerlo más.
–¿Cazar
mariposas?
–Cazar
mariposas y lo otro. No voy a hacerlo más.
–Pues
si no van los dos juntos le cuento todo a mamá –chilló Honorata sorpresivamente,
con las mejillas encendidas.
–Yo
no tengo reparos –dijo Aurelio sonriendo, agarrándome del brazo. Y volviéndose a
Honorata, sin esperar mi respuesta, le dijo: “Trae las redes y los pomos. Te esperamos
en el palomar”.
Yo
me sentía confusa, ofendida; pero cuando vi alejarse a Honorata, cojeando que daba
lástima, tuve una revelación y lo comprendí todo de golpe. Dejé que Aurelio me rodeara
la cintura y salimos de la casa. Caminábamos en silencio, sumergidos en la hierba
tibia, yo pensaba que a Aurelio también le tenía lástima, que yo era la más fuerte
de los tres, y quizá de toda la casa. Curioso, yo tan joven, sin cumplir los diecisiete,
y más fuerte que mamá con su alcoholismo progresivo, que tía Esther, colgada de
su rosario. Y de pronto también que Aurelio. Aurelio el más débil de todos; aún
más débil que don Jorge, que Honorata; y ahora sonreía de medio lado, groseramente,
apretándome la cintura como si me hubiera vencido, sin darse cuenta, el pobre, que
sólo yo podía salvarlo, a él y a toda la casa.
–¿Nos
quedamos aquí? –dijo deteniéndose–. Creo que es el mismo lugar de ayer–. Y me guiñaba
los ojos.
Yo
asentí y me acosté en la hierba. Noté que me subía la falda, que me besaba los muslos;
y yo como la diosa, fría y quieta, dejándolo hacer para tranquilizar a Honorata,
para que no fuera con el chisme que levantaría la envidia, ellas tan insatisfechas
y la guerra que llevábamos.
–Córranse
un poco más a la derecha, no veo bien– gritó Honorata, cabalgando una rama. Aurelio
no le hizo caso y me desabotonó la blusa.
Oscureció
y regresamos, Honorata llevando las redes y yo los pomos vacíos.
–¿Me
quieres?– dijo él mientras me quitaba del pelo una hoja seca.
–Sí,
pero no quiero casarme. Quizá para el otro verano.
–Y…
¿Lo seguirás haciendo?
–Bueno
–dije un poco asombrada.
–Con
tal que nadie se entere…
–En
ese caso me da igual. Aunque la hierba se cuela por todos lados, le da a uno picazón.
Esa
noche Aurelio anunció en la mesa que no se casaría aquel año, que posponía su decisión
para el próximo verano. Mamá y tía Esther suspiraron aliviadas; don Jorge apenas
alzó la cabeza.
Pasaron
dos semanas, él con la ilusión de que me poseía. Yo me acomodaba en la hierba con
los brazos detrás de la nuca, como la estatua, y me dejaba palpar sin que me doliera
la afrenta. Con los días perfeccioné un estilo rígido que avivaba sus deseos, que
lo hacía depender de mí. Una tarde paseábamos por el lado del río, mientras Honorata
cazaba por entre las estatuas. Habían empezado las lluvias, y las flores, mojadas
en el mediodía, no se pegaban a la ropa. Hablábamos de cosas triviales: Aurelio
me contaba que tía Esther lo había visitado de noche, en camisón, y en eso vimos
la mariposa. Volaba enfrente de un enjambre de colores corrientes; al reconocernos
hizo unos caracoleos y se posó en una lanza. Movía las alas sin despegarse del hierro,
haciéndose la cansada, y Aurelio, poniéndose tenso, me soltó el talle para treparse
a la reja. Pero esta vez la victoria fue mía: Me tendí sin decir palabra, la falda
a la altura de las caderas, y la situación fue controlada.
Esperábamos al
hombre porque lo había dicho don Jorge después de la lección de Historia, que vendría
a la noche, a eso de las nueve. Nos había abastecido durante años y se hacía llamar
el Mohicano. Como, según don Jorge, era un experimentado y valeroso combatiente
–cosa inexplicable, pues le habían tomado la casa– lo aceptaríamos como huésped
tras simular un debate. Ayudaría a tía Esther a exterminar la hierba, después cultivaría
los terrenos del suroeste, los que daban al río.
–Creo
que ahí viene –dijo Honorata, pegando la cara a los hierros del portón. No había
luna y usábamos el candelabro.
Nos
acercábamos a las cadenas que defendían el acceso, tía Esther rezando un apresurado
rosario. El follaje se apartó y Aurelio iluminó una mano. Luego apareció una cara
arrugada, inexpresiva.
–¿Santo
y seña? –demandó don Jorge.
–Gillette
y Adams –repuso el hombre con voz ahogada.
–Es
lo convenido. Puede entrar.
–Pero…
¿Cómo?
–Súbase
por los hierros, el cerrojo está oxidado.
De
repente un murmullo nos sorprendió a todos. No había duda de que al otro lado del
portón el hombre hablaba con alguien. Nos miramos alarmados y fue mamá la que rompió
el fuego:
–
¿Con quién está hablando? – preguntó, saliendo de su sopor.
–Es
que… no vengo solo.
–¿Acaso…
lo han seguido? –dijo tía Esther, angustiada.
–No,
no es eso. Es que vine con… alguien.
–¡Pero
en nombre de Dios…! ¿Quién?
–Una
joven… casi una niña.
–Soy
su hija – interrumpió una voz excepcionalmente clara.
Deliberamos
largamente: Mamá y yo nos opusimos; pero hubo tres votos a favor y una abstención
de don Jorge. Finalmente bajaron a nuestro lado.
Ella
dijo que se llamaba Cecilia, y caminaba muy oronda por los senderos oscuros. Era
de la edad de Honorata, pero mucho más bonita y sin fallas anatómicas. Tenía los
ojos azules y el pelo de un rubio dorado, muy extraño; lo llevaba lacio, partido
al medio; las puntas, vueltas hacia arriba, reflejaban la luz del candelabro. Cuando
llegamos a la casa dijo que tenía mucho sueño, que se acostaba temprano, y agarrando
una vela entró muy decidida en el cuarto del abuelo, al final del corredor, encerrándose
por dentro como si lo conociera. El hombre– porque hoy sé que no era su padre– después
de dar las buenas noches con mucha fatiga y apretándose el pecho, se fue con don
Jorge y Aurelio al pabellón de los criados, su tos oyéndose a cada paso. Nunca supimos
cómo se llamaba realmente: Ella se negó a revelar su nombre cuando al otro día don
Jorge, que siempre madrugaba, lo encontró junto a la cama, muerto y sin identificación.
Al
Mohicano lo enterramos por la tarde cerca del pozo que daba a la politécnica, bajo
una mata de mango. Don Jorge despidió el duelo llamándolo “nuestro Soldado Desconocido”,
y ella sacó desde atrás de la espalda un ramo de flores que le puso entre las manos.
Después Aurelio comenzó a palear la tierra y yo lo ayudé con la cruz que había fabricado
don Jorge. Y todos regresamos con excepción de tía Esther, que se quedó rezando.
Por
el camino noté que ella andaba de un modo raro: me recordaba a las bailarinas de
ballet que había visto de niña en las funciones de Pro Arte. Parecía muy interesada
en las flores y se detenía para cogerlas llevándoselas a la cara. Aurelio iba sosteniendo
a mamá, que se tambaleaba de un modo lamentable, pero no le quitaba los ojos de
encima a Cecilia y sonreía estúpidamente cada vez que ella lo miraba.
En
la comida Cecilia no probó bocado, alejó el plato como si le disgustara y luego
se lo pasó a Honorata, que en retribución le celebró el peinado. Por fin me decidí
a hablarle:
–Qué
tinte tan lindo tienes en el pelo. ¿Cómo lo conseguiste?
–¿Tinte?
No es tinte, es natural.
–Pero
es imposible… Nadie tiene el pelo de ese color.
–Yo
lo tengo así –dijo sonriendo–. Me alegro que te guste.
–¿Me
dejas verlo de cerca? –pregunté. En realidad no le creía.
–
Sí, pero no me lo toques.
Yo
alcé una vela y fui hasta su silla; me apoyé en el respaldar y miré su cabeza detenidamente:
el color era parejo, no parecía ser teñido; aunque había algo artificial en aquellos
hilos dorados. Parecían de seda fría. De pronto se me ocurrió que podía ser una
peluca y le di un tirón con ambas manos. No sé si fue su alarido lo que me tumbó
al suelo o el susto de verla saltar de aquel modo; el hecho es que me quedé perpleja,
a los pies de mamá, viéndola correr por todo el comedor, tropezando con los muebles,
coger por el corredor y trancarse en el cuarto del abuelo agarrándose la cabeza
como si fuera a caérsele; y Aurelio y tía Esther haciéndose los consternados, pegándose
a la puerta para escuchar sus berridos, y mamá blandiendo una cuchara sin saber
lo que pasaba, y para colmo Honorata, aplaudiendo y parada en una silla. Por suerte
don Jorge callaba.
Después
de los balbuceos de mamá y el prolijo responso de tía Esther, me retiré dignamente
y, rehusando la vela que Aurelio me alargaba, subí la escalera a tientas y con la
frente alta.
Honorata
entró en el cuarto y me hice la dormida para evitar discusiones. Por entre las pestañas
vi cómo ponía sobre la cómoda el plato con la vela. Yo me volvía de medio lado para
hacerle hueco; su sombra, resbalando por la pared, me recordaba los Juegos y Pasatiempos
del Tesoro de la juventud, obra de mamá que había negociado don Jorge hacía unos
cuatro años. Cojeaba desmesuradamente la sombra de Honorata; iba de un lado a otro
zafándose las trenzas, buscando en la gaveta de la ropa blanca. Ahora se acercaba
a la cama, aumentada de talla, inclinándose sobre mí, tocándome una mano.
–Lucila,
Lucila, despiértate.
Yo
simulé un bostezo y me puse boca arriba. “¿Qué quieres?”.
–¿Has
visto como tienes las manos?
–No.
–¿No
te las vas a mirar?
–No
tengo nada en las manos– dije sin hacerle caso.
–Las
tienes manchadas.
–Seguro
que las tengo negras. Como le halé el pelo a ésa y le di un empujón a mamá…
–No
las tienes negras, pero las tienes doradas –dijo Honorata furiosa.
Me
miré las manos y era cierto: Un polvo de oro me cubría las palmas, el lado interior
de los dedos. Me enjuagué en la palangana y apagué la vela. Cuando Honorata se cansó
de sus vagas conjeturas pude cerrar los ojos. Me levanté tarde, atontada.
A
Cecilia no la vi en el desayuno porque se había ido con tía Esther a ver qué hacían
con la hierba. Mamá ya andaba borracha y Honorata se quedó conmigo para ayudarme
en la limpieza; después haríamos el almuerzo.
Ya
habíamos acabado abajo y estábamos limpiando el cuarto de tía Esther, yo sacudiendo
y Honorata con la escoba, cuando me dio la idea de mirar por la ventana. Dejé de
pasar el plumero y contemplé nuestros predios: a la izquierda y al frente, la verja,
separándonos del río, las lanzas hundidas en la maleza; más cerca, a partir del
flamboyán naranja, las cabezas de las estatuas, verdosas, como de ahogados, y las
tablas grises del palomar japonés; a la derecha, los cultivos, el pozo, y Aurelio
agachado en la tierra, recogiendo mangos junto a la cruz diminuta; más allá el muro,
las tejas de la politécnica y una bandera ondeando. “Quién se lo iba a decir a los
Enríquez”, pensaba. Y entonces la vi a ella. Volaba muy bajo en dirección al pozo.
A veces se perdía entre las flores y aparecía más adelante, reluciendo como un delfín
dorado. Ahora cambiaba de rumbo: Iba hacia Aurelio, en línea recta; y de pronto
era Cecilia, Cecilia que salía por entre el macizo de adelfas, corriendo sobre la
tierra roja, el pelo revoloteando al aire, flotando casi sobre su cabeza. Cecilia
la que ahora hablaba con Aurelio, la que lo besaba antes de llevarlo de la mano
por el sendero que atravesaba el parque.
Mandé
a Honorata a que hiciera el almuerzo y me tiré en la cama de tía Esther: Todo me
daba vueltas y tenía palpitaciones. Al rato alguien trató de abrir la puerta, insistentemente,
pero yo estaba llorando y grité que me sentía mal, que me dejaran tranquila.
Cuando
desperté era de noche y enseguida supe que algo había ocurrido. Sin zapatos me tiré
de la cama y bajé la escalera; me adentré en el corredor, sobresaltada, murmurando
a cada paso que aún había una posibilidad, que no era demasiado tarde.
Estaban
en la sala, alrededor de Honorata; don Jorge lloraba bajito, en la punta del sofá;
tía Esther, arrodillada junto al candelabro, se viraba hacia mamá, que manoteaba
en su butaca sin poderse enderezar; y yo inadvertida, recostada al marco de la puerta,
al borde de la claridad, escuchando a Honorata, mirándola escenificar en medio de
la alfombra, sintiéndome cada vez más débil; y ella ofreciendo detalles, explicando
cómo los había visto a la hora del crepúsculo por el camino del río, del otro lado
de la verja. Y de repente el estallido: las plegarias de tía Esther, el delirio
de mamá.
Yo
me tapé los oídos. Bajé la cabeza con ganas de vomitar. Entonces, por entre la piel
de los dedos escuché un alarido. Después alguien cayó sobre el candelabro y se hizo
la oscuridad.
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