Humberto Rivas
Nuestras bandas eran paralelas, pero nuestros
horarios eran distintos: mientras yo avanzaba hacia el zepelín de las cuatro de
la tarde, ella volvía a casa en el zepelín de los trabajadores que salían a las
tres y media. En incontadas ocasiones nuestros ojos se habían encontrado,
anhelantes. Aquella sombría tarde de verano, ella se decidió: sus labios se
desprendieron de su hermosa boca y llegaron hasta los míos como pájaros
blancos, aleteando suavemente. En el mismo instante ella cayó fulminada; de la
ventana de su departamento había salido un rayo violeta que se insertó
limpiamente en su nuca. Comenzaron a sonar las sirenas; todos en las bandas
permanecimos quietos. Yo levanté la vista hacia la ventana, aún llevaba
aquellos labios trémulos pegados a mi boca. Entonces lo vi: el Compañero
Asignado de ella me miraba con ojos encendidos. Pronto llegarían los miembros
de la guardia de Orden para los Trabajadores y se lo llevarían, quizás para
siempre.
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