Alejo Carpentier
…et facta
est pluvia super terram…
I
El amanecer se
llenó de canoas. Al inmenso remanso, nacido de la invisible confluencia del Río
venido de arriba –cuyas fluentes se desconocían– y del Río de la Mano Derecha, las
embarcaciones llegaban, raudas, deseosas de entrar vistosamente en esbeltez de eslora,
para detenerse, a palancazas de los remeros, donde otras, ya detenidas, se enracimaban,
se unían borda con borda, abundosas de gente que saltaba de proas a popas para presumir
de graciosas, largando chistes, haciendo muecas, a donde no los llamaban. Ahí estaban
los de las tribus enemigas –secularmente enemigas por raptos de mujeres y hurtos
de comida–, sin ánimo de pelear, olvidadas de pendencias, mirándose con sonrisas
fofas, aunque sin llegar a entablar diálogo. Ahí estaban los de Wapishan y los de
Shirishan, que otrora –acaso dos, tres, cuatro siglos antes– se habían acuchillado
las jaurías, mutuamente, librándose combates a muerte, tan feroces que, a veces,
no había quedado quien pudiera contarlos. Pero los bufones, de caras lacadas, pintadas
con zumo de árboles, seguían saltando a canoa en canoa, enseñando los sexos acrecidos
por prepucios de cuerno de venado, agitando las sonajas y castañuelas de conchas
que llevaban colgadas de los testículos. Esa concordia, esa paz universal, asombraba
a los recién llegados, cuyas armas, bien preparadas, atadas con cordeles que podían
zafarse rápidamente, quedaban, sin mostrarse, en el piso de las canoas, bien al
alcance de la mano. Y todo aquello –la concentración de naves, la armonía lograda
entre humanos enemigos, el desparpajo de los bufones– era porque se había anunciado
a los pueblos de más allá de los raudales, a los pueblos andariegos, a los pueblos
de las montañas pintadas, a los pueblos de las Confluencias Remotas, que el viejo
quería ser ayudado en una tarea grande. Enemigos o no, los pueblos respetaban al
anciano Amaliwak por su sapiencia, su entendimiento de todo y su buen consejo, los
años vividos en este mundo, su poder de haber alzado, allá arriba en la cresta de
aquella montaña, tres monolitos de piedra que todos, cuando tronaba, llamaban los
Tambores de Amaliwak. No era Amaliwak un dios cabal; pero era un hombre que sabía;
que sabía de muchas cosas cuyo conocimiento era negado al común de los mortales:
que acaso dialogara, alguna vez, con la Gran–Serpiente–Generadora, que, acostada
sobre los montes, siguiéndole el contorno como una mano puede seguir el contorno
a la otra mano, había engendrado los dioses terribles que rigen el destino de los
hombres, dándoles el Bien con el hermoso pico del tucán, semejante al Arco Iris,
y Mal, con la serpiente coral, cuya cabeza diminuta y fina ocultaba el más terrible
de los venenos. Era broma corriente decir que Amaliwak, por viejo, hablaba solo
y respondía con tonterías a sus propias preguntas, o bien interrogaba las jarras,
las cestas, la madera de los arcos, como si fuesen personas. Pero cuando el Viejo
de los Tres Tambores convocaba era porque algo iba a suceder. De ahí que el remanso
más apacible de la confluencia del Río venido de arriba con el río de la Mano Derecha
estuviera llena, repleta, congestionada de canoas, aquella mañana.
Cuando
el viejo Amaliwak apareció en la laja, que a modo de tribuna gigantesca se tendía
por encima de las aguas, hubo un gran silencio. Los bufones regresaron a sus canoas,
los hechiceros volvieron hacia él el oído menos sordo, y las mujeres dejaron de
mover la piedra redonda sobre los metales. De lejos, de las últimas filas de embarcaciones,
no podía apreciarse si el Viejo había envejecido o no. Se pintaba como un insecto
gesticulante, como algo pequeñísimo y activo, en lo alto de la laja. Alzó la mano
y habló. Dijo que Grandes Trastornos se aproximaban a la vida del hombre; dijo que
este año, las culebras habían puesto los huevos por encima de los árboles; dijo
que, sin que le fuera dable hablar de los motivos, lo mejor para prevenir grandes
desgracias, era marcharse a los cerros, a los montes, a las cordilleras. “Ahí donde
nada crece”, dijo un Wapishan a un Shirishan que escuchaba al viejo con sonrisa
socarrona. Pero un clamor se alzó allá, en el ala izquierda donde se habían juntado
las canoas venidas de arriba. Gritaba uno: “¿Y hemos remado durante dos días y dos
noches para oír esto?”, “¿Qué ocurre en realidad?”, gritaban los de la derecha.
“¡Siempre se hace penar a los más desvalidos!”, gritaron los de la izquierda. “¡Al
grano! ¡Al grano!”, gritaron los de la derecha. El viejo alzó la mano otra vez.
Volvieron a callar los bufones. Repitió el viejo que no tenía el derecho de revelar
lo que, por proceso de revelación, sabía. Que, por lo pronto, necesitaba brazos,
hombres, para derribar enormes cantidades de árboles en el menor tiempo posible.
Él pagaría en maíz –sus plantíos eran vastos– y en harina de yuca, de las que sus
almacenes estaban repletos. Los presentes, que habían venido con sus niños, sus
hechiceros y sus bufones, tendrían todo lo necesario y mucho más para llevar después.
Este año –y esto lo dijo con un tono extraño, ronco, que mucho sorprendió a quienes
lo conocían– no pasarían hambre, ni tendrían que comer gusanos de tierra en la estación
de las lluvias. Pero, eso sí: había que derribar los árboles limpiamente, quemarles
las ramas mayores y menores, y presentarle los troncos limpios de taras; limpios
y lisos, como los tambores que allá arriba (y los señalaba) se erguían. Los troncos,
rodados y flotados, serían amontonados en aquel claro –y mostraba una enorme explanada
natural– donde, con piedrecitas, se llevaría la contabilidad de lo suministrado
por cada pueblo presente. Acabó de hablar el Viejo, terminaron las aclamaciones
y empezó el trabajo.
II
“El viejo está
loco”. Lo decían los de Wapishan, lo decían los de Shirishan, los decían los Guahíbos
y Piaroas; lo decían los pueblos todos, entregados a la tala, al ver que con los
troncos entregados, el viejo procedía a armar una enorme canoa –al menos, aquello
se iba pareciendo a una canoa– como nunca pudiese haber concebido una mente humana.
Canoa absurda, incapaz de flotar, que iba desde el acantilado del Cerro de los Tres
Tambores hasta la orilla del agua, con unas divisiones internas –unos tabiques movibles–
absolutamente inexplicables. Además, esa canoa de tres pisos, sobre la cual empezaba
a alzarse algo como una casa con techo de hojas de moriche superpuestas en cuatro
capas espesas, con una ventana de cada lado, era de un calado tal que las aguas
de aquí, con tantos bajos de arena, con tantas lajas apenas sumergidas, jamás podía
llevar. Por ello, lo más absurdo, lo más incomprensible, es que aquello tuviese
forma de canoa, con quilla, con cuaderna, con cosas que servían para navegar. Aquello
no navegaría nunca. Templo tampoco sería, porque los dioses se adoran en cavernas
abiertas en las cimas de los montes, allá donde hay animales pintados por los Antepasados,
escenas de caza, y mujeres con los pechos muy grandes. El Viejo estaba loco. Pero
de su locura se vivía. Había mandioca y maíz y hasta maíz para poner la chicha y
fermentar en los cántaros. Con esto se daban grandes fiestas a la sombra de la Enorme
Canoa que iba creciendo de día en día. Ahora el Viejo pedía resina blanca, de esa
que brota de los troncos de un árbol de hojas grasas, para rellenar las hendijas
dejadas por el desajuste de algún tronco, mal machihembrado con el más próximo.
De noche se bailaba a la luz de las hogueras; los hechiceros sacaban las Grandes
Máscaras de Aves y Demonios; los bufones imitaban el venado y la rana; había porfías,
responsos, desafíos incruentos entre las tribus. Venían nuevos pueblos a ofrecer
sus servicios. Aquello fue una fiesta, hasta que Amaliwak, plantando una rama florida
en el techo de la casa que dominaba la Enorme Canoa, resolvió que el trabajo estaba
terminado. Cada cual fue pagado cabalmente en harina de yuca y en maíz y –no sin
tristeza– los pueblos emprendieron la navegación hacia sus respectivas comarcas.
Ahí quedaba, en luna llena, la canoa absurda, la canoa nunca vista, construcción
en tierra que jamás habría de navegar a pesar de su perfil de nave-con-casa-encima,
en cuyo cuádruple techo de moriche andaba el viejo Amaliwak, entregado a extrañas
gesticulaciones. La Gran-Voz-de-Quien-Todo-lo-Hizo les hablaba. Había roto las fronteras
del porvenir y recibía instrucciones del anciano. “Repoblar la tierra de hombres,
haciendo que su mujer arrojara semillas de palmera por encima de su hombro”. A veces,
pavorosa de su dulzura exterminadora, sonaba la voz de la Gran-Serpiente-Generadora,
cuyas palabras cantarinas helaban la sangre. “¿Por qué habré de ser yo –pensaba
el anciano Amaliwak– el depositario del Gran Secreto vedado a los hombres? ¿Por
qué se me ha escogido a mí para pronunciar los terribles conjuros, para asumir las
grandes tareas?” Un bufón curioso había permanecido en una barca rezagada para ver
lo que podía ocurrir ahora en el Extraño-Lugar-de-la-Canoa-Enorme. Y cuando la luna
se ocultaba ya detrás de las montañas cercanas, sonaron los Conjuros, inauditos,
incomprensibles, lanzados con una voz tan fuerte que no podía tratarse de la voz
de Amaliwak. Entonces algo que era de vegetación, de árboles, del suelo, de los
ramazones, que aún quedaban detrás de las talas, echó a andar. Era un tumulto tremebundo
de saltos, de vuelos, de arrastre, de galopes, de empellones, hacia la Enorme-Canoa.
El cielo blanqueó de garzas antes del amanecer. Una masa de rugidos, zarpazos, trompas,
morros, corcovaos, encabritamientos, cornadas; una masa arrolladora, tremebunda,
presurosa, se iba colando en la embarcación imposible, cubierta por las aves que
entraban a todo vuelo, por entre cuernos y cornamentas, patas alzadas, mordiscos
lanzados al viento. Después, el suelo hirvió en el mundo de los reptiles de agua
y de tierra, y las serpientes menores –ésas, que hacen música con la cola, se disfrazan
de ananás o traen pulseras de ámbar y de coral sobre el cuerpo. Hasta bien pasado
el mediodía se asistió a la arribazón de gente que, como los venados rojos, no habían
recibido el aviso a tiempo, o las tortugas, para las cuales los viajes largos eran
trabajosos y más ahora que eran los tiempos de desovar. Por fin, viendo que la última
tortuga había entrado en la canoa. El anciano Amaliwak cerró la Gran-Escotilla,
y subió a lo más alto de la casa donde las mujeres de su familia –es decir: de su
tribu, puesto que su gente se casaba a los trece años– estaban entregadas, cantando,
a los juegos y rejuegos del metate. El cielo de aquel mediodía era negro. Parecía
que las tierras negras de las comarcas negras se hubiesen subido, de horizonte a
horizonte. En eso sonó la Gran-voz-de-Quien-todo-lo-Hizo: “Cúbrete los oídos”, dijo.
Apenas Amaliwak hubo obedecido, retumbó un trueno tan horrísono y prolongado que
los animales de la Enorme-Canoa quedaron ensordecidos. Entonces empezó a caer la
lluvia. Lluvia de Cólera de los Dioses, pared de agua de un espesor infinito, bajada
de lo alto; techo de agua en desplome perpetuo. Como era imposible respirar, siquiera,
bajo semejante lluvia, el viejo entró en la casa. Ya caían goteras, ya lloraban
las mujeres, ya chillaban los niños. Y ya no se supo del día ni de la noche. Todo
era noche. Amaliwak, ciertamente, se había provisto de mechas que, al ser encendidas,
ardían más o menos durante el tiempo de un día o de una noche. Pero ahora, con la
ausencia de luz, estaba desconcertado en sus cálculos, dando noches por días y días
por noches. Y, de súbito, en un momento que el anciano no olvidaría nunca, la proa
de la canoa empezó a dar bandazos. Una fuerza levitaba, alzaba, empujaba, aquella
construcción hecha a los dictados de los Poderosos de las Montañas y de los Cielos.
Y después de una tensión, de una indecisión, de un miedo, que obligó a Amaliwak
a tomarse un jarro entero de Chicha de maíz, hubo como un embate sordo. La Enorme-Canoa
había roto su última atadura con la tierra. Flotaba. Y se lanzaba hacia un mundo
de raudales abiertos entre montañas, raudales cuyo bramido continuo ponía pavor
en el pecho de los hombres y animales. La Enorme-Canoa flotaba.
III
Al principio
Amaliwak y sus hijos y sus nietos y bisnietos y tataranietos trataron, aullantes,
de piernas abiertas en las cubiertas, de concentrarse en alguna maniobra del timón.
Era inútil. Circundada la montaña, azotada por los rayos, la Enorme-Canoa caía,
de raudal en raudal, de viraje en viraje, esquivando los escollos, sin topar con
nada, por su misma debilidad en seguir el enfurecido correr de las aguas. Cuando
el anciano se asomaba a la borda de su Enorme-Canoa, la veía correr, harto rauda,
desorientada, desnortada (¿acaso se veían las estrellas?) en su mar de fango líquido
que iba empequeñeciendo las montañas y los volcanes. Porque a aquél se le miraba
de cerca el exiguo abismo que otrora arrojara fuego. Poco impresionaban sus labios
de lava llovida. Las montañas se reducían en tamaño en aquella desaparición creciente
de sus faldas. E iba la Enorme-Canoa por rumbos inseguros, a veces, antes de arrojarse
a un disparadero de aguas que paraba en cataratas ya amansadas por las aguas –según
el mal cálculo de Amaliwak había llovido durante más de veinte días, y de aquella
manera tremebunda…– dejaron de caer del cielo. Se hizo un gran remanso, una gran
mar quieta entre las últimas cimas visibles, con sus playas de lado pintadas a millares
de palmos de altura, y la Enorme-Canoa dejó de agitarse. Era como si La-Gran-Voz-de-Quien-Todo-lo-Hizo
le impusiera un descanso. Las mujeres habían regresado a sus metates. Los animales,
abajo, estaban tranquilos; todos, desde el día de la Revelación, se habían conformado
con el yantar cotidiano, de maíz y de yuca, así fueran carnívoros. Amaliwak, cansado,
se echó un buen jarro de Chicha en el gaznate y se echó a dormir en su chinchorro.
Al
tercer día de sueño lo despertó el choque de su nave con alguna cosa. Pero no era
cosa de roca, ni de piedra, ni de troncos muy viejos, de esos que yacían petrificados,
intocables en los claros de la selva. El golpe había derribado algunas cosas: jarros,
enseres, armas, por su violencia. Pero había sido un golpe blando, como de madera
mojada con madera mojada, de tronco flotante con tronco flotante, en que ambos,
después de herirse las cortezas, siguen juntos sus caminos, unidos como marido y
mujer. Amaliwak subió a los pisos superiores de su embarcación. Su canoa había tropezado,
de soslayo, con algo rarísimo. Sin fracturas había abordado una nave enorme, de
costillares al descubierto, de cuadernas fuera de borda, como hecha de bambúes,
de juncos, con algo sumamente singular: un mástil en torno al cual giraba, según
soplara la brisa –ya habían terminado los grandes vientos– un velamen cuadrado,
de cuatro caras, que agarraba el aire que soplaba por debajo, como una chimenea.
Viendo así la embarcación oscura, que ninguna forma viviente animaba, pensó el anciano
Amaliwak en medirla a ojo de buen comprador de jarras –con chicha adentro por supuesto.
Tenía unos trescientos codos de longitud, unos cincuenta de anchura, y unos treinta
codos de alto. “Más o menos como mi canoa –dijo– aunque yo he dilatado a lo sumo
las proporciones que me fueron dictadas por revelación. Los dioses de tanto andar
por los cielos, poco saben de navegar”. Se abrió la escotilla de la extraña nave,
apareció un anciano pequeñito, tocado con un gorro rojo, que parecía sumamente irritado.
“¿Qué? ¿No atamos cabos?”, gritó, en un idioma extraño, hecho a saltos de tonalidades
de palabras a palabras, pero que Amaliwak entendió porque los hombres sabios, en
aquellos días, entendían todos los idiomas, dialectos y jergas, de los seres humanos.
Amaliwak mandó a lanzar cabos a la extraña embarcación; ambas se arrimaron, y se
abrazó el anciano de otro anciano de tez un tanto amarillenta, que dijo venir del
Reino de Sin, cuyos animales traía en las entrañas del Gran Barco. Abriendo la escotilla
mostró a Amaliwak un mundo de animales desconocidos que entre divisiones de madera
que limitaban sus pasos pintaban estampas zoológicas por él nunca sospechadas. Se
asustó al ver que hacía ellos trepaba un oso negro de muy fea traza: abajo había
como venados grandes, con gibas en los lomos. Y unos felinos brincadores, nunca
quietos, que llamaban “onzas”. “¿Qué hace usted aquí?”, preguntó el hombre de Sin
a Amaliwak. “¿Y usted?”, contestó el anciano. “Estoy salvando a la especie humana
y las especies animales”, dijo el hombre de Sin. “Estoy salvando a la especie humana
y las especies animales”, dijo el anciano Amaliwak. Y como las mujeres del hombre
de Sin habían traído vino de arroz, no se habló más de cuestiones difíciles de dilucidar,
aquella noche. Y algo borrachos estaban los hombres de Sin y el anciano Amaliwak
cuando, al filo del amanecer, un golpe formidable hizo retumbar a las dos naves.
Una embarcación cuadrada –trescientos codos de longitud, cincuenta más o menos de
anchura, treinta codos (eran unos cincuenta) de alto– dominada por una casa vivienda
con ventanas laterales, había topado con las dos naves amarradas. En la proa, antes
de que fuesen a requerirlo por una mala maniobra marinera, un anciano, muy anciano,
de largas barbas, recitaba lo inscripto en las pieles de los animales. Y lo recitaba
a gritos, para que todos lo escucharan, y nadie viniese a requerirlo por la maniobra
marinera mal hecha. Decía: “Me dijo Iaveh: ‘Hazte un arca de madera de Gopher; harás
aposentos en el arca, y la embetunarás con brea por dentro y por fuera. Al arca
harás pisos abajo, segundo y tercero’”. “Aquí también hay tres pisos”, decía Amaliwak.
Pero proseguía el otro: “Y yo, he aquí que yo traigo un diluvio de aguas sobre la
tierra, para destruir toda carne en que haya espíritu de vida debajo del cielo,
todo lo que hay en la tierra morirá. Mas estableceré un pacto contigo y entrará
en el arca tú y tus hijos y tu mujer y las mujeres de tus hijos contigo…” “¿No fue
eso acaso lo que hice?”, dijo el anciano Amaliwak. Pero proseguía el otro el recitado
de su Revelación: “Y de todo lo que vive, de toda carne, dos de cada especie meterás
en el arca, para que tengan vida contigo: macho y hembra serán. De las aves según
su especie; de todo reptil de la tierra, según su especie; dos de cada especie entrarán
contigo para que hayan vida”. “¿Así no hice yo?”, preguntábase el anciano Amaliwak
hallando que aquel extraño resultaba harto presuntuoso con sus Revelaciones que
eran semejantes a todas las demás. Pero al pasar de embarcación en embarcación,
los nexos de simpatía se fueron creando. Tanto el hombre de Sin, como el anciano
Amaliwak y el Noé recién llegado eran grandes bebedores. Con el vino del último,
la chicha del viejo y el licor de arroz del primero, los ánimos se fueron ablandando.
Se formulaban preguntas, tímidas al comienzo, acerca de los pueblos respectivos;
de sus mujeres, de sus modos de comer. Ya sólo llovía de cuando en cuando, y eso,
como para poner un poco de claridad en el cielo. El Noé, del arca maciza, propuso
que se hiciera algo para saber si toda vida vegetal había desaparecido del mundo.
Lanzó una paloma sobre las aguas, quietas aunque fangosas en grado increíble. Al
cabo de una larga espera, la paloma regresó con un ramito de olivo en el pico. El
anciano Amaliwak lanzó entonces un ratón al agua. Al cabo de una larga espera regresó
con una mazorca de maíz entre sus patas. El hombre del País de Sin despachó, entonces,
un papagayo, que regresó con una espiga de arroz debajo del ala. La vida recobraba
su curso. Sólo faltaba recibir alguna Instrucción de Aquellos que vigilan el ir
y venir de los hombres desde sus templos y cavernas. Las aguas bajaban de nivel.
IV
Transcurrían
los días y calladas estaban las voces de La-Gran-Voz-de-Quien-Todo-lo-Hizo, de Iaveh
con quien Noé parecía haber tenido largos coloquios, con instrucciones más precisas
que las impartidas a Amaliwak; de Quien-Todo-lo-Creó y vive en el espacio ingrávido
y suspendido como una burbuja, escuchado por el Hombre de Sin. Desconcertados estaban
los capitanes de las naves, arrimadas por sus bordas, sin saber qué hacer. Descendían
las aguas; crecían las cordilleras en el horizonte de paisajes libres de nieblas.
Y, una tarde en que los capitanes bebían para distraerse de sus propias cavilaciones,
se anunció la aparición de una cuarta nave. Era casi blanca, de una admirable finura
de líneas, con las bordas pulidas y una vela de forma que nunca habían visto por
acá. Se arrimó ligeramente, y, envuelto en una capa negra, apareció su Capitán:
“Soy Deucalión –dijo–. De dónde se yergue un monte llamado Olimpo. He sido encargado
por el Dios del Cielo y de la Luz de repoblar el mundo cuando termine este horrible
diluvio”. “¿Y dónde lleva los animales en una nave tan exigua?”, preguntó Amaliwak.
“No se me ha hablado de los animales –dijo el recién llegado–. Cuando termine esto
tomaremos piedras, que son los huesos de la tierra, y mi esposa Pirra las arrojará
por encima de sus hombros. De cada guijarro nacerá un hombre”. “Yo debo hacer lo
mismo con las semillas de palmeras”, dijo Amaliwak. En eso, de la bruma que acababa
de levantarse sobre las costas cada vez más próximas, surgió, como embistiendo,
la mole enorme de una nave casi idéntica a la de Noé. Una hábil maniobra de los
que la tripulaban ladeó la embarcación poniéndola al pairo. “Soy Our-Napishtim –dijo
el nuevo Capitán, saltando a la nave de Deucalión–. Por el Dueño-de-las-Aguas supe
lo que iba a ocurrir. Entonces edifiqué el arca, y embarque en ella, además de mi
familia ejemplares de animales de todas las especies. Me parece que lo peor ha pasado.
Primero arrojé una paloma al espacio, pero regresó sin haber hallado cosa alguna
que, para mí, significara vida. Lo mismo me ocurrió con la golondrina. Pero el cuervo
no regresó: pruebas de que halló algo que comer. Estoy seguro de que en mi país,
en el lugar llamado Boca de los Ríos, ha quedado gente. El agua sigue descendiendo.
Ha llegado la hora de regresar a las tierras propias. Con tanta tierra de aquí,
de allá, acarreada, depositada, dejada sobre los campos, tendremos buenas cosechas”.
Y dijo el hombre de Sin: “Pronto abriremos las escotillas y saldrán los animales
a sus pastos fangosos; y se reanudará la guerra entre las especies; y los unos devorarán
a los otros. No me cupo la gloria de salvar a la raza de los dragones, y lo siento,
porque ahora esa raza se extinguirá. Sólo hallé un dragón macho, sin hembra, en
el lugar septentrional donde pacen elefantes de colmillos curvos y donde los grandes
lagartos ponen huevos semejantes a sacos de sésamo”. “Todo está en saber si los
hombres habrán salido mejores de esta aventura –dijo Noé–. Muchos deben haberse
salvado en las cimas de los montes”.
Los
Capitanes cenaron silenciosamente. Una gran congoja –inconfesada, sin embargo; guardada
en lo hondo del pecho– les ponía lágrimas a las gargantas. Se había venido abajo
el orgullo de creerse elegidos –ungidos– por las divinidades que, en suma, eran
varias, y hablaban a los hombres de idéntica manera. “Por ahí deben andar otras
naves como las nuestras” dijo Our-Napishtim, amargo. “Más allá de los horizontes;
mucho más allá debe haber otros hombres advertidos, navegando con sus cargas de
animales. Debe haberlo de países donde se adora el fuego y las nubes”. “Debe haberlo
de los Imperios del Norte que, según dicen, son tremendamente industriosos”. En
ese instante La-Gran-Voz-de-Quien-Todo-lo-Hizo retumbó en los oídos de Amaliwak:
“Apártate de las demás naves, y déjate llevar por las aguas”. Nadie, salvo el Viejo,
escuchó el tremendo mandato. Pero a todos les ocurría algo, puesto que se marcharon
de prisa, sin despedirse unos de otros, volviendo a sus embarcaciones. Cada una
halló la corriente que le correspondía, en un agua que ya se pintaba a la manera
de un río. Y, pronto, el anciano Amaliwak se encontró solo con su gente y con sus
animales. “Los dioses eran muchos –pensaba–. Y donde hay tantos dioses como pueblos,
no puede reinar la concordia, sino que debe vivirse en desavenencia y turbamulta
en torno a las cosas del Universo”. Los dioses se le empequeñecían. Pero aún le
tocaba una tarea que cumplir. Arrimó la Enorme-Canoa a una orilla y, bajando detrás
de una de sus esposas, le hizo arrojar detrás de sus espaldas las semillas de palmera
que llevaba en un saco. En el acto –y era maravilloso verlo– las semillas se transformaron
en hombres que en pocos instantes crecían, pasando de la talla de niños, a la talla
de mozos, a la talla de adolescentes, a la talla de hombres. Con las semillas que
contuvieran gérmenes de hembra ocurría lo mismo. Al cabo de la mañana era una multitud,
pululante, la que llenaba la orilla. Pero, en eso, una oscura historia de rapto
de hembra, dividió a la multitud en dos bandos, y fue la guerra. Amaliwak regresó
rápidamente a la Enorme-Canoa, viendo cómo los hombres, recién salvados, se mataban
unos a otros. Y según sus posiciones de combate en la costa elegida para su resurrección,
era evidente que ya se había creado un Bando-montaña y un Bando-valle.
Ya tenía éste un ojo colgándole de la cara; ya venía el otro con el cráneo abierto
por una piedra. “Creo que hemos perdido el tiempo”, dijo el anciano Amaliwak poniendo
su Enorme-Canoa a flote.
No hay comentarios:
Publicar un comentario