Horacio Quiroga
El
individuo se enfermó. Llegó a la casa con atroz dolor de cabeza y náuseas.
Acostose en seguida, y en la sombría quietud de su cuarto sintió sin duda
alivio. Mas a las tres horas aquello recrudeció de tal modo que comenzó a
quejarse a labio apretado. Vino el médico, ya de noche, y pronto el enfermo
quedó a oscuras, con bolsas de hielo sobre la frente.
Las hijas de la casa, naturalmente excitadas,
contáronnos en voz todavía baja, en el comedor, que era un ataque cerebral,
pero que por suerte había sido contrarrestado a tiempo. La mayor de ellas,
sobre todo, una muchacha fuertemente nerviosa, anémica y desaliñada, cuyos ojos
se sobreabrían al menor relato criminal, estaba muy impresionada. Fijaba la
mirada en cada una de sus hermanas que se quitaban mutuamente la palabra para
repetir lo mismo.
–¿Y usted, Desdémona, no lo ha visto? –preguntole
alguno.
–¡No, no! Se queja horriblemente… ¿Está pálido? –se
volvió a Ofelia.
–Sí, pero al principio no… Ahora tiene los labios
negros.
Las chicas prosiguieron, y de nuevo los ojos
dilatados de Desdémona iban de la una a la otra.
Supongo que el enfermo pasó estrictamente mal la
noche, pues al día siguiente hallé el comedor agitado. Lo que tenía el huésped
no era ataque cerebral sino viruela. Mas como para el diagnóstico anterior, las
chicas ardían de optimismo.
–Por suerte, es un caso sumamente benigno. El mismo
médico le dijo a la madre: “No se aflija, señora, es un caso sumamente
benigno”.
Ofelia accionaba bien, y Artemisa secundaba su
seguridad. La hermana mayor, en cambio, estaba muda, más pálida y despeinada
que de costumbre, pendiente de los ojos del que tenía la palabra.
–Y la viruela no se cura, ¿no? –atreviose a
preguntar, ansiosa en el fondo de que no se curara y aun hubiera cosas mucho
más desesperantes.
–¡Es un caso completamente
benigno! –repitieron las hermanas, rosadas de espíritu profético. Si bien horas
después llevábanse al enfermo y su contagio a la Casa de Aislamiento. Supimos
de noche que seguía mal, con la más fúnebre viruela negra que es posible
adquirir en la Aduana. Al día siguiente fueron hombres a desinfectar la pieza
donde había incubado la terrible cosa, y tres días después el individuo moría,
licuado en hemorragias.
Bien que nuestro contacto con el mortal hubiera
sido mínimo, no vivimos del todo tranquilos hasta pasados siete días.
Fatalmente surgía a diario, en el comedor, el sepulcral tema, y como en la mesa
había quienes conocían a los microbios, estos tornaron sospechosa toda agua,
aire y tacto.
La muerte, ya habitual seguramente en los terrores
nerviosos de Desdémona, cobró esta vez forma más tangible en la persona de sus
sutiles nietos.
–¡Oh, qué horror, los microbios! –apretábase los
ojos–. Pensar que uno está lleno de ellos…
Tenga cuidado con sus manos, y descartará muchas
probabilidades –compadeciola uno.
–No tanto –arguyó otro–. Ha habido contagios por
carta. ¿A quién se le va a ocurrir lavarse las manos para abrir un sobre?
Los ojos desmesurados de Ofelia quedáronse fijos en
el último. Los otros hablaban, pero este había sugerido cosas maravillosamente
lúgubres para que la mirada de la joven se apartara de él. Después de un rato
de inmóvil ensueño terrorífico, mirose bruscamente las manos. No sé quién tuvo
entonces la desdicha de azuzarla.
–Llegará a verlos. La insistencia en mirarse las
manos desarrolla la vista en modo tal que poco a poco se llega a ver trepar los
microbios por ella…
–¡Qué horror! ¡Cállese! –gritó Desdémona.
Pero ya el trastorno estaba producido. Días después
dejaba yo de comer allá, y un año más tarde fui un anochecer a ver a la gente
aquella. Extrañome el silencio de la casa; hallé a todos reunidos en el
comedor, silenciosos y los ojos enrojecidos; Desdémona había muerto dos días
antes. En seguida recordé al individuo de la viruela; tenía por qué, sin darme
cuenta.
Durante el mes subsiguiente a mi retirada,
Desdémona no vivió sino lavándose las manos. En pos de cada ablución mirábase
detenidamente aquellas, satisfecha de su esterilidad. Mas poco a poco
dilatábanse sus ojos y comprendía bien que en pos de un momento de contacto con
la manga de su vestido, nada más fácil que los microbios de la terrible viruela
estuvieran trepando a escape por sus manos. Volvía al lavatorio, saliendo de él
al cuarto de hora con los dedos enrojecidos. Diez minutos después los microbios
estaban trepando de nuevo.
La madre –que habiendo leído antes de casarse una
novela, conservaba aún debilidad por el más romántico de los tres nombres
filiales– llegó a hallar excesivo ese distinguido temor. La piel de las manos,
terriblemente mortificada, lucía en rosa vivo, como si estuviera despellejada.
El médico hizo notar claramente a la joven que se
trataba de una monomanía –peligrosa, si se quiere– pero al fin monomanía. Que
razonara, etcétera.
Desdémona asintió de buen grado, pues ella lo
comprendía perfectamente. Retirose muy feliz. Después de reírse de sí misma con
sus hermanas, llevose las manos vendadas a los ojos, con un hondo suspiro de
obsesión concluida al fin.
–Pensar que yo creía que trepaban… –se dijo; y
continuó mirándolas. Poco a poco sus ojos fuéronse dilatando. Sacudió por fin
aquellas con un movimiento brusco y volvió la vista a otro lado, contraída,
esforzándose por pensar en otra cosa. Diez minutos después el desesperado
cepillo tornaba a destrozar la piel.
Durante largos meses la locura siguió, volviendo
alegre de los consultorios, curada definitivamente, para, después de dos
minutos de muda contemplación, correr al agua.
Fuese a otro médico, el cual, más escéptico que sus
colegas respecto a ideas fijas, librose muy bien de sugestiones intelectuales,
tentando, en cambio, la curación en la misma corriente de aquellas. En pos de
un atento examen de la mano en todo sentido, dijo a Desdémona, con voz y ojos
muy claros:
–Esta piel está enferma. Su cepillo la maltrata más
aún, pero hay que modificarla; siempre, si no, estaría expuesta.
Y perdió dos horas en tocar la mano casi poro por
poro con una jeringuilla llena de solución A. Luego, cada diez contactos, un
algodón empapado en solución B, y oprimido allí silenciosamente medio minuto.
Ese día fue Desdémona tan dichosa que en la noche
despertose varias veces, sin la menor tentación, aunque pensaba en ello. Pero a
la mañana siguiente arrancose todas las vendas para lavarse desesperadamente
las manos.
Así el cepillo devoró la epidermis y aquellas
quedaron en carne viva. El último médico, informado de los fracasos en todo
orden de sugestión, curó aquello, encerrando luego las manos en herméticos
guantes de goma, ceñidos al antebrazo con colodiones, tiras y gutaperchas.
–De este modo –le dijo– tenga la más absoluta
seguridad de que los microbios no pueden entrar. A más, debo decirle que en el
estado en que están sus manos, a la menor locura que haga puede perderlas.
–¡Si sé que son locuras mías! –reíase confundida.
Y fue feliz hasta el preciso momento en que se le
ocurrió que nada era más posible que un microbio hubiera quedado adentro.
Razonó desesperadamente y se rio en voz alta en la cama para afirmarse más.
Pero al rato la punta de una tijera abría un diminuto agujero en los guantes.
Como era incontestable que los dos microbios saldrían de allí, tendiose
calmada. Pero por los agujeros iban a entrar todos… La madre sintió sus pies
descalzos.
–¡Desdémona, mi hija! –corrió a detenerla. La joven
lloró largo rato, la cabeza entre las almohadas.
A la mañana siguiente la madre, inquieta, levantose
muy temprano y halló al costado de la palangana todas las vendas
ensangrentadas. Esta vez los microbios entraron hasta el fondo, y al contarme
Ofelia y Artemisa los cinco días de fiebre y muerte, recobraban el animado
derroche verbal de otra ocasión, para el actual drama.
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