Miguel de Unamuno
Era en un día de bochorno veraniego. Mi hombre se salió al campo, pero
con un libro, y fue a tumbarse a la sombre de un árbol, de una encina, a
descabezar una siesta, alternando con la lectura. Para hacer el papel de que se
hace un libro hay que abatir un árbol y que no dé sombra. ¿Qué vale más, el
libro, su lectura, o el árbol, la siesta a su sombra? ¿Libro y árbol? Problema
de máximos y mínimos.
Empezó mi hombre, medio distraído, a leer –en el
libro de papel, no en el de la naturaleza, no en el árbol–, cuando un violero,
un mosquito, empezó a molestarle con su zumbido chillón, junto al oído. Se lo
sacudió, pero el violero seguía violándole la atención de la lectura. Hasta que
no tuvo otro remedio que apachurrarlo de un manotazo. Hecho lo cual volvió al
libro; mas al volver la hoja se encontró con que en las dos que le seguían
quedaba el cadáver, la momia mejor, de otro violero, de otro mosquito. ¿De
cuándo? ¿De cuántos años hacía? Porque el libro era de una edición antigua, más
que secular. ¿Cómo fue a refugiarse allí, a las páginas de aquel viejo libro,
aquel mosquito, cuya momia se conservaba de tal modo? ¿Qué había ido a buscar
en ellas? ¿Acaso a desovar? ¿O se metió entre página y página después de haber
desovado? ¿Sería un violero erudito? “¿Y quién sabe –se dijo mi hombre– si este
violero que acabo de apachurrar no era un descendiente en vigésima o centésima
generación, tataranieto de tataranieto de aquel otro cuya momia aquí se
conserva? ¿Y quién sabe si este violero que acabo de apachurrar no me traía al
oído la misma sonatina, la misma cantinela, la misma violinada de aquel otro,
de este cuya momia aquí calla?”. Y empezó a retiñirle en el oído el retintín de
la violinada del violetero que apachurró. Y cerró el libro, dejando dentro de
él la momia del antiguo violero. ¿Para qué leer más? Era mejor oír lo que le
dirían el campo y sus criaturas.
Y ya no osó atentar contra ninguna de éstas. A una
hormiga que empezó a molestarle se la quitó de encima, y la puso en el suelo, a
que siguiera su ruta. “¡Pobrecilla! ¡Que viva!”, se dijo. Y se puso a pensar en
eso de la hormiga y la cigarra. Y que si ésta canta, o mejor guitarrea, no lo
hace en ociosidad, sino que guitarrea con los élitros, con las alas, mientras
chupa la savia del olivo con su trompa clavada en él. “¡Admirable trovador! –se
dijo–. Que toca y chupa a la vez. Soplar y sorber no puede ser, pero con cierta
habilidad cabe mamar y tocar la guitarra a un mismo tiempo”.
Luego le dio en la cara un vilano, una de esas
semillas volantes del cardo corredor. La pobre flor presa de la planta, y ésta
presa por las raíces del suelo, no puede sino dejar caer la semilla, pero he
aquí que ha sabido darle alas que la lleven, al hilo del viento, a
desparramarse a lo lejos. La planta es sedentaria; la semilla, no. El vilano la
lleva a extenderse por el suelo. Y olvidado mi hombre de los dos violeros y de
la hormiga y de la cigarra se puso a leer en el libro de la naturaleza –el otro
cerrado– cosas que había ya leído en libros de papel. Porque son éstos los que
nos enseñan a deletrear en el otro. Y también el arte es naturaleza, que dijo
Schiller.
Y empezaba a ganarle la modorra cuando le dio en la
cara uno de esos filamentos –hilachos– volantes a que en francés se les llama
fils de la Vierge –hilos de la Virgen, ¡poético nombre!– y en tierras
castellanas, “babas de buey”. Que también es nombre poético, aunque a primera
oída no lo parezca. Y que son hilos de araña –como las hebras de telaraña– en
que el animalito, hilándose de sus entrañas, se lanza al aire en busca de nuevo
asiento. (En mi obra La agonía del cristianismo he tratado, metafóricamente, de
ello.)
Y mi hombre, aleccionado previamente por los
libros, se puso a meditar –a fantasear mejor– sobre la araña y sobre su hilo de
la Virgen, sobre su baba de buey. No había tejido tela para esperar en ella a
que cayese presa alguna pobre mosca, sino que, navegante aérea, aeronauta
errante, se había lanzado a caza en hilo de sus entrañas.
Y creyó sentir mi hombre la palpación de las
entrañas de la araña en sus propias entrañas. ¿Pero es que en el zumbido del
violero no iba también temblor de entrañas? ¿Y no había temblor de entrañas en
las páginas del libro? Y recordó ese precioso dicho de las mujeres del pueblo
campesino cuando dice alguna de su marido: “El mío es tan bueno que se le lleva
con una baba de buey…”. Y aunque a las veces piense decirlo, en la baba salival
del buey de arado y no en otra, dice, aun sin saberlo, que al hombre bueno se
le lleva con hilo de las entrañas.
Se acordó entonces de que una especie de romadizo
que había padecido en un tiempo, una comezón en las fosas nasales, le dijeron
–hombres de libros, ¡claro!– que provenía del polen de las flores de unos
árboles. El temblor nupcial de aquellas flores le dio a él aquella molesta
comezón. Y todo, violero, hormiga, cigarra, araña, flor, todo le enseñaba lo
mismo. Arriba, en la encina, la candela, su recatada flor, empezaba a hacerse
bellota. Y se acordó de que cómo con el corazón de la encina, con el rojizo rollo
íntimo de su leño, casi como si dijéramos con su tuétano leñoso, hacen los
charros dulzainas en que canta el corazón de la muerta encina.
Y con todo ello sintió mi hombre un profundo asco
de aquella otra vida –la política– en que se había visto enredado, como una
mosca en telaraña, y de las hormigas y las cigarras –que cantan y chupan a la
vez– y de las babas de buey y de los violeros políticos. Recogió el libro
cerrado; mas al recogerlo se cayó de él, de entre sus páginas, ¿la momia del
viejo violero?, no, sino un recorte de periódico, que le servía de señal, y en
que venía estampado un manifiesto electoral de partido.
Cogió el recorte, hizo un hoyo en la tierra, al pie
de la encina, y lo enterró allí. “¡Bah! –se dijo–, si un día se hace una
dulzaina del corazón de esta encina no cantará en ella ese manifiesto político
electoral”. Y se fue. Se fue puesta la mira en otros tiempos y otros lugares
que los de hoy y de aquí.
No hay comentarios:
Publicar un comentario