Alberto Sánchez Argüello
Muy
de mañana preparé el desayuno con coco y ensalada de mango con banano de las
islas cercanas. Limpié la parte de la cubierta que aún sobresale y me puse la
escafandra para revisar las partes bajas del barco. Registré cinco centímetros
más de hundimiento, pero el casco sigue intacto.
Después me aseguré que Agatha comiese toda
su comida y le pasé un plato a la vieja tortuga galápagos. Cuando Agatha
terminó de comer le ayudé a colocarse la escafandra más pequeña, revisé
nuestros niveles de oxígeno y me fui con ella a explorar el arrecife, en busca
de peces y estrellas de mar.
Cuando regresamos la tortuga seguía
dormida y el sol estaba justo sobre nuestras cabezas. Preparé pescado y lo
serví con algunas algas verdes. Agatha no quería comer, así que le recordé que
yo era su hermano mayor y el capitán de este barco hundido. Ella –a
regañadientes– me hizo caso y se lo comió todo.
Al final del día nos fuimos a dormir al
único camarote seco. Con la luna asomando en el horizonte se escuchó el bramido
sordo del calamar gigante y luego el resoplar del cachalote. No pasó mucho
tiempo para que ambos hicieran crujir el barco con su lucha terrible. Abracé a
mi hermana y le susurré que todo estaría bien.
Con Agatha dormida y todo en silencio,
salí hacia la cubierta inclinada. Me quedé ahí un largo rato, adormilado por el
titilar de las estrellas y los ronquidos de la tortuga.
De repente el cachalote apareció frente a
mí, mirándome con uno de sus enormes ojos. Me dijo que se iba a divorciar del
calamar y volvió a las profundidades sin más. Yo me quedé ahí sin entender
nada: no conozco el lenguaje de los monstruos marinos.
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