Juan Carlos Onetti
Cuando estuvo solo en el rincón del café, Óscar volvió a pensar en la
cabeza pálida de tío Horacio en la camilla, que parecía haber aceptado
definitivamente la expresión de leve interés y cortesía con que se enmascaraba
al escuchar hablar de personas y cosas que habían estado o atravesado el sur de
Buenos Aires, la zona extranjera que se iniciaba en la calle Rivadavia, y a
partir del Carnaval de 1938. Tío Horacio alzaba las cejas y casi sonreía para
esperar el fin de aquellas conversaciones. Recordando su rostro muerto, era
nuevamente imposible adivinar en qué sentido y con qué intención el odio y el desprecio
actuaban sobre las imágenes y los seres del barrio sur, cuál había sido la
deformación obtenida o –tal vez no era más que esto– en qué tono de luz el odio
y el desprecio envolvían para tío Horacio los paisajes proscritos del sur.
El primer sábado del Carnaval del 38, tío Horacio y Perla
pasearon por Belgrano después de la comida; salieron del departamento y
caminaron despacio por Tacuarí y Piedras, tomados del brazo. Óscar supo que
habían ido a beber cerveza a un café alemán y que habían conversado allí, hasta
pasada la medianoche. Cuando volvieron, ella estuvo dando vueltas sin motivo
por la casa, tarareando una música de Albéniz, y casi en seguida se acostó. Tío
Horacio quedó un rato sentado junto a la mesa donde Óscar estudiaba. Parecía
cansado, y se quitó el cuello. Jugaba con el reloj, metiendo un dedo en el
bolsillo del chaleco, y miraba pensativo la mesa, en las pausas, entre las
preguntas distraídas. Óscar vio que sonreía suavemente, y lo oyó reír un poco
cuando se levantó y estuvo un rato de pie, las piernas muy separadas,
sacudiendo la cabeza. Después suspiró, hizo la última pregunta sobre libros y exámenes
y subió al dormitorio.
El domingo no salieron de casa; durante todo el día se
movieron con pesadez y silencio por el calor de la casa, mal vestidos,
tendiendo a los rincones frescos y semioscuros, donde marcaban su presencia con
gruesos diarios de la mañana, revistas y libros ajados, de fecha antigua.
Cuando Óscar se fue al anochecer, tío Horacio estaba solo en el escritorio
contando unas gotas de remedio. “Ella se quiere ir y él no quiere presionarla
hablándole de su enfermedad –pensó Óscar–, o ella se quiere ir y él va a buscar
la forma de presionarla haciéndole saber, sin decirlo, que está otra vez
enfermo”.
El lunes de Carnaval estuvieron todo el día juntos y
afuera; Óscar los vio de noche, nuevamente amigos; tío Horacio habló de muchas
cosas, un poco excitado y feliz, con sudor en la frente y un jadeo al sonreír.
El martes Óscar llegó a la calle Belgrano al anochecer; tío Horacio estaba
solo, junto a una ventana, la camisa desprendida, los lentes colgando por una
patilla de los dedos; y la quinta edición de un diario junto a los pies
descalzos. Se saludaron, y Óscar no le vio más que sueño en la cara. Después no
pudo comprender –porque aquello representaba a un desconocido cualquiera y no
tenía relación alguna con tío Horacio– el encontrar encima de la carpeta del
comedor, cerca del vaso de leche y el sándwich de jamón que le dejaba todas las
noches Perla, una carta escrita con tinta muy azul, desplegada, sujeta con el
centro de mesa, con cuatro dobleces bien marcados. La leche, el sándwich y la
carta habían sido puestos allí por tío Horacio, por el hombre que estaba junto
a la ventana de la otra habitación: quería enterarlo, sin preguntas, de que
Perla se había ido con perdones, olvido, felicidad y el irrenunciable derecho a
la realización de la propia vida. No volvieron a hablar de Perla; cuando Óscar
volvió en la madrugada, la carta no estaba en la mesa, y tío Horacio continuaba
espiando por la ventana la noche caliente de Carnaval, todavía blando en la
cara el gesto de bondadoso hastío que habría de señalarlo hasta el final.
En el tiempo de Belgrano, el hijo de Horacio, Walter, iba
pocas veces a visitarlos; pero cuando se mudaron a una pensión de Paraná y
Corrientes comenzó a llegar casi todas las noches demasiado bien vestido,
perfumado, con el largo pelo endurecido y brillante echado hacia la nuca. Óscar
lo oía taconear en el corredor y luego veía aparecer su cara blanca, hecha de
una materia exangüe y envejecida, mucho más vieja que él, como si Walter la
hubiese prestado para que otro hombre la gastara en años rellenos de miserias,
de mirar sin nobleza y de estirar sonrisas falsas y vacilantes.
– Hola, qué tal – decía por encima de la lámpara la cara
solitaria entre la pared oscura y el traje negro. Saludaba a tío Horacio y
comenzaba a pasearse entre el balcón y la cama, contando historias de gentes
del teatro y la radio, del dinero que iba a ganar en la temporada, de ganancias
fabulosas en el hipódromo de La Plata. Construía el esqueleto de su vida, y Óscar,
sobre los libros, lo iba rellenando y cubriendo con madrugadas sin consuelo,
caras abyectas, mujeres sin sombrero, de largos trajes de colores deprimentes,
que balbuceaban sobre mesitas y bajo música, siempre bajo música de bandoneones
o trompetas, o poblando, cubiertas con salidas de baño, en horas de siesta, el
patio de la pensión.
La valla de la calle Rivadavia se levantó gracias a
Walter. No se animó a decirlo directamente al viejo; estaba detrás de tío
Horacio y habló dirigiéndose a Óscar, que se ponía la corbata frente al espejo.
– Vi a Perla en un café de la Avenida. No me dijo nada
especial, pero está bien.
Después, en otras noches, supieron que Perla se había ido
con un hombre que tocaba la guitarra en un café español, y la cara oscura y
aceitosa del amante de Perla se hizo para Óscar inseparable del recuerdo de la
mujer. Tío Horacio no hizo comentarios, y no parecía haberse enterado de la proximidad
nocturna de Perla, cinco cuadras al sur. Óscar supo que había oído a Walter,
porque en los paseos de la noche, cuando salían a tomar un café liviano a
alguna parte, comenzó a llegar por Paraná hasta Rivadavia, donde se abría la
Plaza del Congreso y hacia donde miraba con curiosidad idéntica noche tras
noche; luego doblaba a la izquierda y continuaban conversando por Rivadavia
hacia el este. Casi todas las noches; por Paraná, por Montevideo, por
Talcahuano, por Libertad. Sin hablar nunca de aquello, Óscar tuvo que enterarse
de que la ciudad y el mundo de tío Horacio terminaban en mojones infranqueables
en la calle Rivadavia; y todos los nombres de calles, negocios y lugares del
barrio sur fueron suprimidos y muy pronto olvidados. De manera que cuando
alguien los nombraba junto a él, tío Horacio parpadeaba y sonreía, sin
comprender, pero disimulando, esperando con paciencia que la historia o los
personajes cruzaran Rivadavia y él pudiera situarlos.
Así estaban en el año 38, y así siguieron en el 39, hasta
el principio de la guerra, golpeándose los dos sin violencia casi todas las
noches contra el muro de Rivadavia, sabiendo por Walter que la avenida “estaba
llena de gente gorda y el otro día andaba un torero”. Sabían también que casi
cada semana inauguraban un nuevo café, con canciones y música; en todos ellos
instalaba Óscar al guitarrista junto a una Perla remozada y locuaz que bebía
manzanilla y golpeaba las palmas a compás. “Es por la guerra de España”,
comentaba Walter.
Pero la guerra de España había terminado hacía mucho
tiempo, y por muchos meses la Avenida de Mayo fue para Óscar –y él pensaba que
también para tío Horacio– diez cuadras flanqueadas de cafés ruidosos en la
noche, con hombres y mujeres gordos tomando cerveza en las aceras, mientras a la
luz del día muchos toreros iban y venían con paso apresurado. Y las pocas veces
en que Óscar atravesó solo de noche Rivadavia y vio una Avenida de Mayo
reconocible, volvió sin decir una palabra a tío Horacio y olvidó en seguida lo
que había mirado. Así que estaba seguro de que dentro de tío Horacio seguía
paralizada la visión fantástica del territorio perdido, donde Perla conversaba
y reía y donde era frecuente que hubiese una Perla en cada café ruidoso, cerca
de un torero, cerca de un hombre de pelo retinto, inclinado encima de una
guitarra.
La última vez que tío Horacio estuvo enfermo, el médico
lo había mirado con ojos desganados al ponerle la inyección. “No se sabe cuánto
–dijo después–. A lo mejor vive más que usted”. Óscar decía que sí; pero Walter
no quería creer y murmuraba con el cigarrillo en la boca –la boca un poco torcida
por el cigarrillo, el perfil alto, tal como Óscar lo veía atrás de las ventanas
de los cafés–: “Un día nos da un susto”.
El susto llegó una noche en que salieron a caminar los
tres, tío Horacio en el medio, un sábado en el principio del verano. Tío
Horacio caminaba despacio, hablando, palabra por palabra, de la organización de
los productores de trigo de Canadá, y Óscar lo vigilaba de reojo, mientras
Walter, taconeando, los delgados hombros hacia adelante, afirmaba, sacudiendo
la cabeza donde el pequeño sombrero mostraba el lado izquierdo del peinado
brillante. Siempre sacudía así la cabeza cuando tío Horacio comenzaba a
repetir, en tono familiar y sin énfasis, lo que había leído en libros y
revistas. Óscar pensaba en Walter, tomando mate en los atardeceres de la
pensión, entre los gritos y las perezas de las mujeres que chancleteaban con
sus batas manchadas de rouge, repitiendo con voz seria los artículos que
le había transmitido su padre unos días antes sobre la distribución de
productos en la posguerra, la talla de diamantes y la ola de crímenes sexuales
en los Estados Unidos.
Tío Horacio iba hablando de Manitoba y reduciendo “bushels”
a kilos en la esquina de Talcahuano y Rivadavia, y sin interrumpirse, sin un
gesto de anuncio, sin nada que revelara que comprendía lo que estaba haciendo,
continuó andando y hablando, cruzó la valla invisible de Rivadavia y llegó a la
otra acera. Se detuvo un momento para respirar con lentitud, y en seguida
continuó andando despacio, recorriendo la corta cuadra que llevaba a la Avenida
de Mayo. Por arriba y por atrás de tío Horacio, Óscar se miró con Walter y vio
cómo el otro le hacía una sonrisa, un signo de alegría, como si acabara de
enterarse de que su padre no estaba ya enfermo.
Durante las dos cuadras que caminaron por la avenida, tío
Horacio dijo que el único país digno de total respeto entre los que estaban
metidos en la guerra era la China. Dijo algunos nombres geográficos, algunos
nombres de generales y conductores y una profecía sobre el futuro de Asia.
Frente al tercer café con música, tío Horacio se detuvo y miró sonriendo, hacia
adentro. “Bueno –dijo–, vamos a tomar algo”. Otra vez se miraron a sus espaldas
y como Walter sonreía ahora francamente, a punto de comentar lo que estaba
sucediendo, Óscar se tranquilizó e inició la entrada en el pequeño salón, donde
un aparato de música sonaba tocando “Capricho árabe”.
Tío Horacio pidió tres cervezas, miró un poco alrededor y
comenzó a hablar de la industrialización de los países coloniales. En una pausa
Walter dijo: “Hay poca gente esta noche. Si cruzamos enfrente…” Pero tío
Horacio siguió hablando, con la cara distraída y bondadosa. Cuando trajeron la
cerveza estuvo un rato inclinado, con el vaso apoyado en la boca, sin beber,
inmóvil, los ojos bajos, Óscar miró a Walter, que examinaba el fondo del salón,
arreglándose los puños salientes de la camisa; no pudo encontrarle los ojos y
se echó hacia atrás, observando a tío Horacio y esperando. Esperó hasta que él bebió
un trago, dejó el vaso sobre la mesa y se apoyó en el respaldo de la silla, la
boca abierta para hablar, y comenzó a resbalar en el asiento. Walter dio un
salto, se puso atrás de su padre y trató de levantarlo, tomándolo de las
axilas. Entre el mozo y un hombre que se acercó a la mesa, Óscar se inclinó
para aflojar el nudo de la corbata del viejo. Vio que la cabeza giraba con
trabajo, se inclinaba hacia un hombro y volvía a levantarse. Entonces Walter
gritó: “Hacete una corrida y traé las gotas”.
Óscar salió corriendo del café, consiguió un taxi y viajó
a Paraná y Corrientes a buscar el remedio; no quería pensar en nada, solamente
recordaba a tío Horacio cruzando la calle Rivadavia y preguntando con voz
paciente, sin presionar, seguro de que él mismo podría dar en seguida la
respuesta exacta: “¿Y cuál es el secreto de la fuerza de los agricultores
canadienses?”
Óscar dijo al chófer que esperara y subió corriendo la
escalera. No había nadie en el hall; empezaba la buena estación y era sábado,
todos debían haber salido. Entró en la pieza y vio a Perla sentada en la cama,
un brazo muy separado del cuerpo, con la mano hundida en la colcha, el pecho
bastante más saliente que cuando vivía en Belgrano, tal vez más gorda en todo,
muy pintada. La mujer sonrió, inclinando la cabeza como las niñas; era el gesto
de siempre para tío Horacio, el gesto de ganar discusiones, hacerse perdonar,
llevarlo a la cama.
–¿Cómo le va? –dijo ella, y bajó la cabeza, sin dejar la
sonrisa, hasta casi tocarse el hombro con la mejilla.
Óscar no le contestó nada y por un momento se olvidó del
remedio, del coche que esperaba, de tío Horacio resbalando en la silla. Se sacó
el sombrero y se apoyó en la mesa, frente a ella, mirándola. Después también él
sonrió, porque Perla dijo:
–¿Qué le pasa? ¿Se asombra de verme, verdad? Parece que
no se alegrase mucho –empezó a levantar la cabeza–. ¿Horacio salió? Yo quería
verlo…
Óscar volvió a ponerse el sombrero, fue a buscar el
frasquito al botiquín, y mientras lo revolvía le habló:
–Está ahí, en un café de la Avenida, con un ataque.
La oyó levantarse, caminar de un lado a otro y asegurar
varias veces que era imposible. Repetía: “tan luego ahora”; y Óscar no supo lo
que quería decir. Encontró el frasco y le dijo:
–Tengo un automóvil esperando para ir al café. Si quiere
venir, se apura.
En el primer viaje en taxi no hablaron; Óscar estaba con
el cuerpo inclinado, mirando la calle por encima del brazo del chófer, con el
frasquito apretado entre las rodillas. Cuando llegaron al café, el aparato de
música tocaba un pasodoble, y la mesa estaba vacía, con un mozo de pie, al
lado, comentando con alguien de una mesa vecina, mientras movía sin sentido la
servilleta.
–Ya se lo llevaron –dijo el mozo–. Seguía peor, y de aquí
mismo llamamos y se lo llevaron. No sé a dónde. Lo habrán llevado a Esmeralda
al 66. Le voy a preguntar al patrón si sabe.
El patrón no sabía, pero hablaron en la calle con el
vigilante, y les dijo que habían llevado a tío Horacio a Esmeralda 66.
–¿Cómo estaba? –preguntó Perla.
–No sé –dijo el vigilante–. Estaba mal. Cuando yo llegué
se desmayó del todo.
Siguieron en otro coche hasta la Asistencia Pública, y en
este segundo viaje Perla mostró un pañuelo en la mano y comenzó a llorar, la
cabeza otra vez inclinada, como si hubiera cerca alguien a quien pedir alguna
cosa.
En la Asistencia Pública los dejaron entrar en seguida,
los guiaron por un corredor, caminaron por un laberinto hecho de bastidores y
entraron después en una sala grande, donde Walter estaba tironeándose desconcertadamente
de los puños de la camisa, y tío Horacio estaba muerto, acostado en una
camilla.
En el último viaje de la noche Perla estuvo arrinconada
en el asiento, la mano larga abierta contra el pañuelo que le tapaba la cara.
El automóvil iba a poca velocidad por Esmeralda, y cuando ella bajó la mano en
una bocacalle, Óscar le vio los ojos enrojecidos y la nariz hinchada; la boca,
pintada y bien hecha, con un poco de vello bajo la nariz, seguía tranquila,
avanzando un poquito, con el gesto que le servía a Óscar para identificarla
cuando la recordaba, igual a la boca de los retratos que tío Horacio había
tenido escondidos en un cajón del escritorio.
–Me echaron como si yo fuera… –empezó a rezongar la
mujer.
–No; la echaron como a todo el mundo. No había nada que
hacer allí.
–Yo quería estar.
Óscar prefería soportar el ruido que hacía cuando lloraba
a escucharla hablar. Perla volvió a recostarse en el asiento, sin llorar ahora,
la mano enrulando el pañuelo en la falda. Óscar recordaba la cabeza de tío
Horacio en la camilla y a Walter dando vueltas alrededor, con el perfume del
cosmético, el traje de compadrito, los blancos puños de la camisa escondiéndole
las muñecas, repitiendo, deteniéndose para hacer inútilmente otra frase, las
mismas palabras que había dicho Perla: “Tan luego ahora…”
Suspiraba, movía nerviosamente los labios como para echar
una mosca, y continuaba arrastrando el estribillo alrededor de la camilla: “Tan
luego ahora”. La enfermera escribía de pie en un rincón, y el médico se secaba
las manos en el otro lado de la sala.
–Oiga –dijo Perla–. ¿Usted tomó las disposiciones?
Él la miró en silencio, y a la luz que entraba
cortándoles las caras la vio temblar de rabia.
–Ah –dijo Óscar un rato después–, ese animal de Walter se
va a ocupar de todo.
–Pobre Walter –dijo ella–. Se quedó muy afectado.
Óscar se volvió a mirar la calle, pensando: “disposiciones”
y “afectado”… “Además está gorda como una vaca”.
–Usted siempre el mismo –dijo ella con amargura y
debilidad–. Parece que no le importa mucho. En cambio, Walter…
–Puede ser –dijo Óscar–. Tiene razón; a Walter, sí.
Hizo detener el coche en Paraná y Corrientes, mientras
ella sacudía la cabeza y repetía el ruido del llanto. Óscar esperó un momento y
después le dijo que él se bajaba allí, pero que si ella quería seguir podía
darle dinero para el taxi. Ella dijo que no y bajó, y mientras Óscar pagaba al
chófer estuvo esperando recostada a la pared, más gorda que antes, metida en la
sombra con su vestido claro; quedaron luego mirándose en silencio, y él sintió
el perfume que venía en olas sin fuerza desde el pecho de Perla, que subía y
bajaba junto al portal vacío.
Después Óscar entró en el café y fue a buscar el rincón
solitario, pensando en cuál sería la frase que tal vez hubiese esperado la
mujer, parada e inmóvil, frente a él, hasta que se separaron sin hablar, y pudo
verla de espaldas, alejándose hacia la Avenida, hacia el muro invisible de
Rivadavia, de regreso al sur.
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