Antonio Skármeta
“…y abatíme
tanto, tanto
que fui tan alto, tan alto,
que le di a la caza alcance…”
San Juan de La Cruz
Además era el día de mi cumpleaños. Desde el balcón
de la Alameda vi cruzar parsimoniosamente el cielo ese Sputnik ruso del que hablaron
tanto los periódicos y no tomé ni así tanto porque al día siguiente era la primera
prueba de ascensión de la temporada y mi madre estaba enferma en una pieza que no
sería más grande que un clóset. No me quedaba más que pedalear en el vacío con la
nuca contra las baldosas para que la carne se me endureciera con firmeza y pudiera
patear mañana los pedales con ese estilo mío al que le dedicaron un artículo en
“Estadio”. Mientras mamá levitaba por la fiebre, comencé a pasearme por los pasillos
consumiendo de a migaja los queques que me había regalado la tía Margarita, apartando
acuciosamente los trozos de fruta confitada con la punta de la lengua y escupiéndolos
por un costado que era una inmundicia. Mi viejo salía cada cierto tiempo a probar
el ponche, pero se demoraba cada vez cinco minutos en revolverlo, y suspiraba, y
después le metía picotones con los dedos a las presas de duraznos que flotaban como
náufragos en la mezcla de blanco barato, y pisco, y orange, y panimávida.
Los dos necesitábamos cosas que
apuraran la noche y trajeran urgente la mañana. Yo me propuse suspender la
gimnasia y lustrarme los zapatos; el viejo le daba vueltas al gula con la
probable idea de llamar una ambulancia, y el cielo estaba despejado, y la noche
muy cálida, y mamá decía entre sueños “estoy incendiándome”, no tan débil como
para que no la oyéramos por entre la puerta abierta.
Pero esa era una noche tiesa de
mechas. No aflojaba un ápice la crestona. Pasar la vista por cada estrella era
lo mismo que contar cactus en un desierto, que morderse hasta sangrar las
cutículas, que leer una novela de Dostoyevski. Entonces papá entraba a la pieza
y le repetía a la oreja de mi madre los mismos argumentos inverosímiles, que la
inyección le bajaría la fiebre, que ya amanecía, que el doctor iba a pasar bien
temprano de mañana antes de irse de pesca a Cartagena.
Por último le argumentamos
trampas a la oscuridad. Nos valimos de una cosa lechosa que tiene el cielo
cuando está trasnochado y quisimos confundirla con la madrugada (si me apuraban
un poco hubiera podido distinguir en pleno centro algún gallo cacareando).
Podría ser cualquier hora entre
las tres y las cuatro cuando entré a la cocina a preparar el desayuno. Como si
estuvieran concertados, el pitido de la tetera y los gritos de mi madre se
fueron intensificando. Papá apareció en el marco de la puerta.
–No me atrevo a entrar –dijo.
Estaba gordo y pálido y la
camisa le chorreaba simplemente. Alcanzamos a oír a mamá diciendo: que venga el
médico.
–Dijo que pasaría a primera hora
en la mañana –repitió por quinta vez mi viejo.
Yo me había quedado fascinado
con los brincos que iba dando la tapa sobre las patadas del vapor.
–Va a morirse –dije.
Papá comenzó a palparse los
bolsillos de todo el cuerpo. Señal que quería fumar. Ahora le costaría una
barbaridad hallar los cigarrillos y luego pasaría lo mismo con los fósforos y
entonces yo tendría que encendérselo en el gas.
–¿Tú crees?
Abrí las cejas así tanto, y
suspiré.
–Pásame que te encienda el
cigarrillo.
Al aproximarme a la llama, noté
confundido que el fuego no me dañaba la nariz como todas las otras veces.
Extendí el cigarro a mi padre, sin dar vuelta la cabeza, y conscientemente puse
el meñique sobre el pequeño manojo de fuego. Era lo mismo que nada. Pensé: se
me murió este dedo o algo, pero uno no podía pensar en la muerte de un dedo sin
reírse un poco, de modo que extendí toda la palma y esta vez toqué con las
yemas las cañerías del gas, cada uno de sus orificios, revolviendo las raíces
mismas de las llamas. Papá se paseaba entre los extremos del pasillo cuidando
de echarse toda la ceniza sobre la solapa, de llenarse los bigotes de mota de
tabaco. Aproveché para llevar la cosa un poco más adelante, y puse a tostar mis
muñecas, y luego los codos, y después otra vez todos los dedos. Apagué el gas,
le eché un poco de escupito a las manos, que las sentía secas, y llevé hasta el
comedor la cesta con pan viejo, la mermelada en tarro, un paquete flamante de
mantequilla. Cuando papá se sentó a la mesa, yo debía haberme puesto a llorar.
Con el cuello torcido hundió la vista en el café amargo como si allí estuviera
concentrada la resignación del planeta, y entonces dijo algo, pero no alcancé a
oírlo, porque más bien parecía sostener un incrédulo diálogo con algo íntimo,
un riñón por ejemplo, o un fémur. Después se metió la mano por la camisa
abierta y se mesó el ensamble de pelos que le enredaban el pecho. En la mesa
había una cesta de ciruelas, damascos y duraznos un poco machucados. Durante un
momento las frutas permanecieron vírgenes y acunadas, y yo me puse a mirar a la
pared como si me estuvieran pasando una película o algo. Por último agarré un
prisco y me lo froté sobre la solapa hasta sacarle un brillo harto pasable. El
viejo nada más que por contagio levantó una ciruela.
–La vieja va a morirse –dijo.
Me sobé fuertemente el cuello.
Ahora estaba dándole vueltas al hecho de que no me hubiera quemado. Con la
lengua le lamí los conchos al cuesco y con las manos comencé a apretar las
migas sobre la mesa, y las fui arrejuntando en montoncitos, y luego las disparaba
con el índice entre la taza y la panera. En el mismo instante que tiraba el
cuesco contra un pómulo, y me imaginaba que tenía manso cocho en la muela
poniendo cara de circunstancia, creí descubrir el sentido de por qué me habla
puesto incombustible, si puede decirse. La cosa no era muy clara, pero tenía la
misma evidencia que hace pronosticar una lluvia cuando el queltehue se viene
soplando fuerte: si mamá iba a morirse, yo también tendría que emigrar del
planeta. Lo del fuego era como una sinopsis de una película de miedo, o a lo
mejor era puro bla-bla mío, y lo único que pasaba era que las idas al biógrafo
me habían enviciado.
Miré a papá, y cuando iba a
contárselo, apretó delante de los ojos sus mofletudas palmas hasta hacer el
espacio entre ellas impenetrable.
–Vivirá –dije–. Uno se asusta
con la fiebre.
–Es como la defensa del cuerpo.
Carraspeé.
–Si gano la carrera tendremos
plata. La podríamos meter en una clínica pasable.
–Si acaso no se muere.
Escupí sobre el hombro el cuesco
lijadito de tanto meneallo. El viejo se alentó a pegarle un mordiscón a un
durazno harto potable. Oímos a mamá quejarse en la pieza, esta vez sin
palabras. De tres tragadas acabé con el café, casi reconfortado que me hiriera
el paladar. Me eché una marraqueta al bolsillo, y al levantarme, el pelotón de
migas fue a refrescarse en una especie de pocilla de vino sólo en apariencia
fresca, porque desde que mamá estaba en cama las manchas en el mantelito
duraban de a mes, pidiendo por lo bajo.
Adopté un tono casual para
despedirme, medio agringado dijéramos.
–Me voy.
Por toda respuesta, papá torció
el cuello y aquilató la noche.
–¿A qué hora es la carrera? –preguntó,
sorbiendo un poco del café.
Me sentí un cerdo, y no
precisamente de esos giles simpáticos que salen en las historietas.
–A las nueve. Voy a hacer un
poco de precalentamiento.
Saqué del bolsillo las horquetas
para sujetarme las bastillas, y agarré de un tirón la bolsa con el equipo.
Simultáneamente estaba tarareando un disco de los Beatles, uno de esos
psicodélicos.
–Tal vez te convendría dormir un
poco –sugirió papá–. Hace ya dos noches que…
–Me siento bien –dije, avanzando
hacia la puerta.
–Bueno, entonces.
–Que no se te enfríe el café.
Cerré la puerta tan dulcemente
como si me fuera de besos con una chica, y luego le aflojé el candado a la
bicicleta desprendiéndola de las barras de la baranda. Me la instalé bajo el
sobaco, y sin esperar el ascensor corrí los cuatro pisos hasta la calle. Allí
me quedé un minuto acariciando las llantas sin saber para dónde emprenderla,
mientras que ahora sí soplaba un aire madrugado, un poco frío, lento.
La monté, y de un solo envión de
los pedales resbalé por la cuneta y me fui bordeando la Alameda hasta la Plaza
Bulnes, y le ajusté la redondela a la fuente de la plaza, y enseguida torcí a
la izquierda hasta la boite del Negro Tobar y me ahuaché bajo el toldo a oír la
música que salía del subterráneo. Lo que fregaba la cachimba era no poder
fumar, no romper la imagen del atleta perfecto que nuestro entrenador nos habla
metido al fondo de la cabeza. A la hora que llegaba entabacado, me olía la
lengua y pa' fuera se ha dicho. Pero además de todo, yo era como un extranjero
en la madrugada santiaguina. Tal vez fuera el único muchacho de Santiago que
tenía a su madre muriéndose, el único y absoluto gil en la galaxia que no había
sabido agenciarse una chica para amenizar las noches sabatinas sin fiestas, el
único y definitivo animal que lloraba cuando le contaban historias tristes. Y
de pronto ubiqué el tema del cuarteto, y precisamente la trompeta de Lucho
Aránguiz fraseando eso de “No puedo darte más que amor, nena, eso es todo lo
que te puedo dar”, y pasaron dos parejas silenciosas frente al toldo, como
cenizas que el malón del colegio había derramado por las aceras, y había algo
lúgubre e inolvidable en el susurro del grifo esquinero, y parecía surgido del
mar plateado encima de la pileta el carricoche del lechero, lento a pesar del
brío de sus caballos, y el viento se venía llevando envoltorios de cigarrillos,
de chupetes helados, y el baterista arrastraba el tema como un largo cordel que
no tiene amarrado nada en la punta sha-sha-da-da- y salió del subterráneo un
joven ebrio a secarse las narices traspirado, los ojos patinándole, rojos de
humo, el nudo de la corbata dislocado, el pelo agolpado sobre las sienes, y la
orquesta le metió al tango, sophisticated, siempre el mismo, siempre uno
busca lleno de esperanzas, y los edificios de la Avenida Bulnes en cualquier
momento podían caerse muertos, y después el viento soplaría descoyuntador,
haría veletas de navío, barcazas y mástiles de los andamiajes, haría barriles
de alcohol de los calefactores modernos, transformaría en gaviotas las puertas,
en espuma los parquets, en peces las radios y las planchas, los lechos de los
amantes se incendiarían, los trajes de gala los calzoncillos los brazaletes
serían cangrejos, y serían moluscos, y serían arenilla, y a cada rostro el
huracán le daría lo suyo, la máscara al anciano, la carcajada rota al liceano,
a la joven virgen el polen más dulce, todos derribados por las nubes, todos
estrellados contra los planetas, ahuecándose en la muerte, y yo entre ellos
pedaleando el huracán con mi bicicleta diciendo no te mueras mamá, yo cantando
Lucy en el cielo y con diamantes, y los policías inútiles con sus fustas
azotando potros imaginarios, a horcajadas sobre el viento, azotados por parques
altos como volantines, por estatuas, y yo recitando los últimos versos aprendidos
en clase de castellano, casi a desgano, dibujándole algo pornográfico al
cuaderno de Aguilera, hurtándole el cocaví a Kojman, clavándole un lápiz en el
trasero al Flaco Leiva, yo recitando, y el joven se apretaba el cinturón con la
misma parsimonia con que un sediento de ternura abandona un lecho amante, y de
pronto cantaba frívolo, distraído de la letra, como si cada canción fuera
apenas un chubasco antes del sereno, y después bajaba tambaleando la escalera,
y Luchito Aránguiz agarraba un solo de uno en trompeta y comenzaba a apurarlo,
y todo se hacía jazz, y cuando quise buscar un poco del aire de la madrugada
que me enfriase el paladar, la garganta, la fiebre que se me rompía entre el
vientre y el hígado, la cabeza se me fue contra la muralla, violenta, ruidosa,
y me aturdí, y escarbé en los pantalones, y extraje la cajetilla, y fumé con
ganas, con codicia, mientras me iba resbalando sobre la pared hasta poner mi
cuerpo contra las baldosas, y entonces crucé las palmas y me puse a dormir
dedicadamente.
Me despertaron los tambores,
guaripolas y clarines de algún glorioso que daba vueltas a la noria de Santiago
rumbo a ninguna guerra, aunque engalanados como para una fiesta. Me bastó
montarme y acelerar la bici un par de cuadras, para asistir a la resurrección
de los barquilleros, de las ancianas míseras, de los vendedores de maní, de los
adolescentes lampiños con camisas y botas de moda. Si el reloj de San Francisco
no mentía esta vez, me quedaban justo siete minutos para llegar al punto de
largada en el borde del San Cristóbal. Aunque a mi cuerpo se lo comían los
calambres, no había perdido la precisión de la puntada sobre la goma de los
pedales. Por lo demás había un sol de este volado y las aceras se velan casi
despobladas.
Cuando crucé el Pío Nono, la
cosa comenzó a animarse. Noté que los competidores que bordeaban el cerro
calentando el cuerpo, me piropeaban unas miradas de reojo. Distinguí a López
del Audax limpiándose las narices, a Ferruto del Green trabajando con un bombín
la llanta, y a los cabros de mi equipo oyendo las instrucciones de nuestro
entrenador.
Cuando me uní al grupo, me
miraron con reproche pero no soltaron la pepa. Yo aproveché la coyuntura para
botarme a divo.
–¿Tengo tiempo para llamar por
teléfono?
El entrenador señaló el camarín.
–Vaya a vestirse.
Le pasé la máquina al utilero.
–Es urgente –expliqué–. Tengo
que llamar a la casa.
–¿Para qué?
Pero antes de que pudiera
explicárselo, me imaginé en la fuente de soda del frente entre niños candidatos
al zoológico y borrachitos pálidos marcando el número de casa para preguntarle
a mi padre… ¿qué? ¿Murió la vieja? ¿Pasó el doctor por la casa? ¿Cómo sigue
mamá?
–No tiene importancia –respondí–.
Voy a vestirme.
Me zambullí en la carpa, y fui
empiluchándome con determinación. Cuando estuve desnudo procedí a arañarme los
muslos y luego las pantorrillas y los talones hasta que sentí el cuerpo
respondiéndome. Comprimí minuciosamente el vientre con la banda elástica, y
luego cubrí con las medias de lanilla todas las huellas granates de mis uñas.
Mientras me ajustaba los pantaloncillos y apretaba con su elástico la camiseta,
supe que iba a ganar la carrera. Trasnochado, con la garganta partida y la
lengua amarga, con las piernas tiesas como de mula, iba a ganar la carrera. Iba
a ganarla contra el entrenador, contra López, contra Ferruto, contra mis
propios compañeros de equipo, contra mi padre, contra mis compañeros de colegio
y mis profesores, contra mis mismos huesos, mi cabeza, mi vientre, mi
disolución, contra mi muerte y la de mi madre, contra el presidente de la
república, contra Rusia y Estados Unidos, contra las abejas, los peces, los
pájaros, el polen de las flores, iba a ganarla contra la galaxia.
Agarré una venda elástica y fui
prensándome con doble vuelta el empeine, la planta y el tobillo de cada pie.
Cuando los tuve amarrados como un solo puñetazo, sólo los diez dedos se me
asomaban carnosos, agresivos, flexibles.
Salí de la carpa. “Soy un
animal”, pensé cuando el juez levantó la pistola, “voy a ganar esta carrera
porque tengo garras y pezuñas en cada pata”. El pistoletazo y de dos
arremetidas filudas, cortantes sobre los pedales, cogí la primera cuesta
puntero. En cuanto aflojó el declive, dejé no más. que el sol se me fuera
licuando lentamente en la nuca. No tuve necesidad de mirar muy atrás para
descubrir a Pizarnick del Ferroviario, pegado a mi trasera. Sentí piedad por el
muchacho, por su equipo, por su entrenador que le habría dicho “si toma la
delantera, pégate a él hasta donde aguantes, calmadito, con seso, ¿entiendes?”,
porque si yo quería era capaz ahí mismo de imponer un tren que tendría al
muchacho vomitando en menos de cinco minutos, con los pulmones revueltos,
fracasado, incrédulo. En la primera curva desapareció el sol, y alcé la cabeza
hasta la virgen del cerro, y se veía dulcemente ajena, incorruptible. Decidí
ser inteligente, y disminuyendo bruscamente el ritmo del pedaleo, dejé que
Pizarnick tomara la delantera. Pero el chico estaba corriendo con la biblia en
el sillón: aflojó hasta ponérseme a la par, y pasó fuerte a la cabeza un
muchacho rubio del Stade Francais. Ladeé el cuello hacia la izquierda y le
sonreí a Pizarnick. “¿Quién es?”, le dije. El muchacho no me devolvió la
mirada. “¿Qué?”, jadeó. “¿Quién es?”, repetí. “El que pasó adelante.” Parecía
no haberse percatado que íbamos quedando unos metros atrás. “No lo conozco”,
dijo. ¿Viste qué máquina era?” “Una Legnano” repuse. “¿En qué piensas?” Pero
esta vez no conseguí respuesta. Comprendí que había estado todo el tiempo
pensando si ahora que yo había perdido la punta, debía pegarse al nuevo líder.
Si siquiera me hubiese preguntado, yo le habría prevenido; lástima que su
biblia transmitía con solo una antena. Una cuesta más pronunciada, y buenas
noches los pastores. Pateó y pateó hasta arrimársele al rucio, y casi con
desesperación miró para atrás tanteando la distancia. Yo busqué por los
costados a algún otro competidor para meterle conversa, pero estaba solo a unos
veinte metros de los cabecillas, y al resto de los rivales recién se les
asomaba las narices en la curvatura. Me amarré con los dedos el repiqueteo del
corazón, y con una sola mano ubicada en el centro fui maniobrando la manigueta.
¡Cómo podía estar tan solo, de pronto! ¿Dónde estaban el rucio y Pizarnick? ¿Y
González, y los cabros del club, y los del Audax Italiano? ¿Por qué comenzaba
ahora a faltarme el aire, por qué el espacio se arrumaba sobre los techos de
Santiago, aplastante? ¿Por qué el sudor hería las pestañas y se encerraba en
los ojos para nublar todo? Ese corazón mío no estaba latiendo así de fuerte
para meterle sangre a mis piernas, ni para arderme las orejas, ni para hacerme
más duro el trasero en el sillín, y más coces los enviones. Ese corazón mío me
estaba traicionando, le hacia el asco a la empinada, me estaba botando sangre
por las narices, instalándome vapores en los ojos, me iba revolviendo las
arterias, me rotaba en el diafragma, me dejaba perfectamente entregado a un
ancla, a mi cuerpo hecho una soga, a mi falta de gracia, a mi sucumbimiento.
–¡Pizarnick! –grité–. ¡Para,
carajo, que me estoy muriendo!
Pero mis palabras ondulaban
entre sien y sien, entre los dientes de arriba y los de abajo, entre la saliva
y las carótidas. Mis palabras eran un perfecto círculo de carne: yo jamás había
dicho nada. Nunca había conversado con nadie sobre la tierra. Había estado todo
el tiempo repitiendo una imagen en las vitrinas, en los espejos, en las charcas
invernales, en los ojos espesos de pintura negra de las muchachas. Y tal vez
ahora –pedal con pedal, pisa y pisa, revienta y revienta– le viniera entrando
el mismo silencio a mamá –y yo iba subiendo y subiendo y bajando y bajando– la
misma muerte azul de la asfixia –pega y pega rota y rota– la muerte de narices
sucias y sonidos líquidos en la garganta –y yo torbellino serpenteo turbina
engranaje corcoveo– la muerte blanca y definitiva –¡a mí nadie me revolcaba,
madre!– y el jadeo de cuántos tres cuatro cinco diez ciclistas que me irían
pasando, o era yo que alcanzaba a los punteros, y por un instante tuve los ojos
entreabiertos sobre el abismo y debí apretar así duramente fuertemente las
pestañas para que todo Santiago no se lanzase a flotar y me ahogara llevándome
alto y luego me precipitara, astillándome la cabeza contra una calle empedrada,
sobre basureros llenos de gatos, sobre esquinas canallas. Envenenado, con la
mano libre hundida en la boca, mordiéndome luego las muñecas, tuve el último
momento de claridad: una certeza sin juicio, intraducible, cautivadora,
lentamente dichosa, de que sí, que muy bien, que perfectamente hermano, que
este final era mío, que mi aniquilación era mía, que bastaba que yo pedaleara
más fuerte y ganara esa carrera para que se la jugara a mi muerte, que hasta yo
mismo podía administrar lo poco que me quedaba de cuerpo, esos dedos
palpitantes de mis pies, afiebrados, finales, dedos ángeles pezuñas tentáculos,
dedos garras bisturíes, dedos apocalípticos, dedos definitivos, deditos de
mierda, y tirar el timón a cualquier lado, este u oeste, norte o sur, cara y sello,
o nada, o tal vez permanecer siempre nortesudesteoestecarasello, moviéndome
inmóvil, contundente. Entonces me llené la cara con esta mano y me abofeteé el
sudor y me volé la cobardía; ríete imbécil me dije, ríete poco hombre,
carcajéate porque estás solo en la punta, porque nadie mete finito como tú la
pata para la curva del descenso.
Y de un último encumbramiento
que me venía desde las plantas llenando de sangre linda, bulliciosa, caliente,
los muslos y las caderas y el pecho y la nuca y la frente, de un coronamiento,
de una agresión de mi cuerpo a Dios, de un curso irresistible, sentí que la
cuesta aflojaba un segundo y abrí los ojos y se los aguanté al sol, y entonces
sí las llantas se despidieron humosas y chirriantes, las cadenas cantaron, el
manubrio se fue volando como una cabeza de pájaro, agudo contra el cielo, y los
rayos de la rueda hacían al sol mil pedazos y los tiraban por todas partes, y
entonces oí, ¡oí Dios mío!, a la gente avivándome sobre camionetas, a los
muchachitos que chillaban al borde de la curva del descenso, al altoparlante
dando las ubicaciones de los cinco primeros puestos; y mientras venía la caída
libre, salvaje sobre el nuevo asfalto, uno de los organizadores me baldeó de pe
a pa riéndose, y veinte metros adelante, chorreando, riendo, fácil, alguien me
miró, una chica colorina, y dijo “mojado como un joven pollo”, y ya era hora de
dejarme de pamplinas, la pista se resbalaba, y era otra vez tiempo de ser
inteligente, de usar el freno, de ir bailando la curva como un tango o un vals
a toda orquesta.
Ahora el viento que yo iba
inventando (el espacio estaba sereno y transparente) me removía la tierra de
las pupilas, y casi me desnuco cuando torcí el cogote para ver quién era el
segundo. El Rucio, por supuesto. Pero a menos que tuviera pacto con el diablo
podría superarme en el descenso, y nada más que por un motivo bien simple que
aparece técnicamente explicado en las revistas de deportes y que puede resumirse
así, yo nunca utilizaba el freno de mano, me limitaba a plantificar el zapato
en las llantas cuando se esquinaban las curvas. Vuelta a vuelta, era la única
fiera compacta de la ciudad con mi bicicleta. Los fierros, las latas, el cuero,
el sillín, los ojos, el foco, el manubrio, eran un mismo argumento con mi lomo,
mi vientre, mi rígido montón de huesos.
Atravesé la meta y me descolgué
de la bici sobre la marcha. Aguanté los palmoteos en el hombro, los abrazos del
entrenador, las fotos de los cabros de “Estadio”, y liquidé la Coca-Cola de una
zampada. Después tomé la máquina y me fui bordeando la cuneta rumbo al
departamento.
Una vacilación tuve frente a la
puerta, una última desconfianza, tal vez la sombra de una incertidumbre, el
pensamiento de que todo hubiera sido una trampa, un truco, como si el destello
de la Vía Láctea, la multiplicación del sol en las calles, el silencio, fueran
la sinopsis de una película que no se daría jamás, ni en el centro, ni en los
biógrafos de barrio, ni en la imaginación de ningún hombre.
Apreté el timbre, dos, tres
veces, breve y dramático. Papá abrió la puerta, apenitas, como si hubiera
olvidado que vivía en una ciudad donde la gente va de casa en casa golpeando
portones, apretando timbres, visitándose.
–¿Mamá? –pregunté.
El viejo amplió la abertura,
sonriendo.
–Está bien –me pasó la mano por
la espalda e indicó el dormitorio–. Entra a verla.
Carraspeé que era un escándalo y
me di vuelta en la mitad del pasillo.
–¿Qué hace?
–Está almorzando –repuso papá.
Avancé hasta el lecho, sigiloso,
fascinado por el modo elegante con que iba echando las cucharadas de sopa entre
los labios. Su piel estaba lívida y las arrugas de la frente se le habían
metido un centímetro más adentro, pero cuchareaba con gracia, con ritmo, con…
hambre.
Me senté en la punta del lecho,
absorto.
–¿Cómo te fue? –preguntó,
pellizcando una galleta de soda.
Esgrimí una sonrisa de película.
–Bien, mamá. Bien.
El chal rosado tenía un fideo
cabello de ángel sobre la solapa. Me adelanté a retirarlo. Mamá me suspendió la
mano en el movimiento, y me besó dulcemente la muñeca.
–¿Cómo te sientes, vieja?
Me pasó ahora la mano por la
nuca, y luego me ordenó las mechas sobre la frente.
–Bien, hijito. Hazle un favor a
tu madre, ¿quieres?
La consulté con las cejas.
–Ve a buscar un poco de sal.
Esta sopa está desabrida.
Me levanté, y antes de dirigirme
al comedor, pasé por la cocina a ver a mi madre.
–¿Hablaste con ella? ¿Está
animada, cierto?
Lo quedé mirando mientras me
rascaba con fruición el pómulo.
–¿Sabes lo que quiere, papá?
¿Sabes lo que mandó a buscar?
Mi viejo echó una bocanada de
humo.
–Quiere sal, viejo. Quiere sal.
Dice que está desabrida la sopa, y que quiere sal.
Giré de un envión sobre los
talones y me dirigí al aparador en busca del salero. Cuando me disponía a
retirarlo, vi la ponchera destapada en el centro de la mesa. Sin usar el
cucharón, metí hasta el fondo un vaso, y chorreándome sin lástima, me instalé el
líquido en el fondo de la barriga. Sólo cuando vino la resaca, me percaté que
estaba un poco picadito. Culpa del viejo de mierda que no aprende nunca a
ponerle la tapa de la cacerola al ponche. Me serví otro trago, qué iba a
hacerle.
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