Israel Centeno
“Cantan en el retiro de la noche y
el sapo
verdinegro danza en dos pies
delante de una luna mortal”.
El páramo, José Antonio Ramos Sucre.
Me he refugiado en el saber y así he perdido mi
alma. Fui construyendo poco a poco una estructura flexible y vasta apuntalada
por las ciencias y las artes. Hoy, deslindado en el mal, único lugar posible
para la sublime práctica de la sensibilidad, cuestiono el saldo; la expulsión
del mundo de mis semejantes, la certeza de no haber vivido y el desprecio hacia
el otro, incapaz de reflejarme.
En Italia era un hombre
ciertamente afortunado. Miembro de la casa de Saboya y primo del rey, copero de
su majestad y caballero con derecho a estar cubierto delante de su alteza real;
considerado emblema de hombría, portento de elegancia y buenos modales. Bien
transcurría yo mis días en Florencia, exaltado por el portento de sus iglesias
y disertando sobre las bellas artes o bien asistía en la escuela de medicina de
Nápoles a la disección clandestina de cadáveres; así como también me perdía del
mundo en las logias secretas y los tugurios de Roma tras la pista de los
Césares abyectos, repitiendo sus desmanes.
Supe encontrar deleite en la
lujuria, me asomé a los abismos de la perversión. Nada podía detenerme por
entonces, pues era poseedor de una heredad que remontaba la historia. Sabio,
culto, iniciado en las letras y la filosofía, no rendía cuenta a ningún mortal
pues había traspasado las adyacencias de la medianía humana. Por aquellos
tiempos, se sucedió en Roma una serie de asesinatos rituales en donde la
víctima, luego de ser sometida a delicadas torturas, era desangrada y
despellejada; su piel era expuesta al sol del día siguiente del sacrificio en
las altas torres de las siete colinas. De inmediato, un edicto real dio inicio
a las investigaciones.
Yo estaba en los arreglos
palaciegos del protocolo para consumar mi casamiento con la Condesa X, la corte
vivía un continuo sobresalto ante la inminencia de mi boda, las labores exigían
llevarse a cabo con extrema pulcritud, ningún detalle debería manchar el
acontecimiento. Mi primo, el rey en persona, se encargó de la lista de
invitados, de la regia iluminación del palacio y de la apertura de las
fronteras.
Todo marchaba tal cual lo
indicaba el ceremonial. Llegado el día de la boda, me enteré por mi mayordomo
sobre los indicios incriminatorios manejados por la guardia de palacio sobre
mis implicaciones en los últimos asesinatos. En ningún momento me dejé ganar
por la confusión y el miedo; no me habían detenido en procura de evitar el
escándalo, obviamente me brindaban una oportunidad para encontrar la adecuada
salida. Llamé a un compañero de juerga y éste alquiló el carruaje y sin pérdida
de tiempo nos dirigimos a un club secreto en las cercanías del Quirinal. Allí
me abandoné a una apuesta desenfrenada en el juego de dados, bebía absenta y
fumaba opio, millones de liras salieron de mis arcas y así el tiempo
transcurrió dejando a la Condesa X suntuosamente trajeada a la espera del novio
que nunca llegaría.
El escándalo había estallado,
era una elaboración exclusiva: el primo del rey incumpliendo su palabra ponía
en evidencia la desvergüenza y el deshonor de la familia con su desenfreno,
nada me libraría de la ira, nadie podría salvarme de mi destino. Fui capturado
al amanecer y puesto en el primer barco que zarpaba rumbo a las Américas. Supe,
al llegar al puerto de La Guayra, la suerte de la secta a la cual pertenecía,
junto a nobles varones. Descubrieron a tres condes en el ritual del
desollamiento de una bella dama de sociedad en el Coliseo, lugar elegido para
extender su piel a las luminarias solares.
Todos
fueron procesados tras confesar sus crímenes, realizados en nombre de una
deidad pagana, a la cual desde la antigüedad de Roma, le rindiese culto Livia,
la mujer de Augusto, el césar. El juez los condenó a morir descuartizados. Mi
nombre no fue revelado en ningún momento del proceso, yo había sido condenado
al olvido por la corte y salvado de una muerte segura. El rey aún llora a
escondidas al recordar los nexos rotos y maldice ante mi falta.
Llegué al valle de Caracas en
arreo de mulas. Luego de un largo camino a través del Ávila. La ciudad era
angosta y larga. La vadeaba un serpentino río nutrido por las acequias del
cerro majestuoso en cuyo seno pasaría el resto de la vida. Atravesé las
haciendas de café dirigiendo mis pasos hacia el este, buscaba asentarme en las
hermosas campiñas de Petare, buscaba un lugar apartado, lejano de los hombres;
me había iniciado en la ruptura para con el mundo y no pretendía volver a él.
Compré una hacienda en el abra de Caurimare, tuve que abocarme a la
reconstrucción de la casona colonial, pues los repartimientos y los patios
estaban destruidos.
Con grupos de peones anónimos
limpié los cafetos y me dediqué a amoblar la casa al mejor estilo europeo. Me
sentía premiado en mi soledad por los desmanes pretéritos, estaba en la cumbre
de una exuberante montaña, era señor y dueño de tierras abalconadas en el vacío
de un paisaje donde perdía la mirada en siniestras divagaciones. Era un hombre
malo, mi condición me revelaba constantemente en contra de mis semejantes, los
pactos diabólicos me devolvían el sosiego perdido por la rutina de construir un
mundo de helechos y café.
Debía derramar sobre las
orquídeas la sangre de mis víctimas o no accedería jamás al reino del encono.
Devasté los cafetos y quemé la tierra, la sembré de tubérculos y cebollas,
corrompí a las autoridades para obtener el permiso para la quema sistemática,
nada debía remitirme a una condición paradisíaca. Contraté a un rústico
mayordomo, quien no tardó en incorporarse a los rituales ofrecidos al dios
pagano de Livia; cazaba animales vivos y los sacrificaba sobre una laja caliza
a las orillas de la quebrada Caurimare, pero no bastaba; mi dios pedía ofrendas
mayores y yo desesperaba, pues día a día me alejaba más de la gracia de su
maldición.
Fue así como Silvana llegó a mi
vida. Hermosa mujer de trenzas rubias y mirada lacustre, hija de un inmigrante
piamontés, prolija en sus labores de bordado y sublime en sus lecturas
abominables, solía leer a Darío mientras yo le hacía la corte por los lados de
Catuche.
Me casé con la delicada vestal,
era hermosa de cuerpo y de alma; propicia ofrenda al dios de Livia; argüí
enfermedad para no consumar el matrimonio, debía mantenerla en estado virginal
hasta el momento indicado en el cual arrancaría su piel con mi impaciente
escarpelo; estaba obligado a preservarla de la pasión. Llegó la noche. La luna
se deslizaba limpia en un cielo azul y sin estrellas. Hécuba sonreía. Recordé a
las vestales sacrificadas por Livia, y me dispuse a cumplir mi cometido. Le
propuse a Silvana un paseo nocturno a la quebrada donde mi mayordomo tenía
aderezado el altar, y así atravesamos el angosto camino bajo la sonrisa plomiza
de Selene.
La noche estaba fría, seca. Una
brisa constante arrancaba silbidos a los juncos y el sublime aullido de una
perra amarilla (sé que era amarilla, pues era la misma perra de la niña
Azcoitía, yo la había visto y logré reconocerla) guiaba nuestros pasos a la
piedra caliza donde debería ser desollada mi esposa.
Sin preámbulos la empujé sobre
el altar y desgarré sus ropas, un modesto camisón de olán. Sus azules ojos
brillaron contrastando la claridad lunar, brillaba en la oscuridad y buscaba
una respuesta a tanta violencia. El mayordomo apareció con el escarpelo una vez
la hube desnudado, ella, atónita, buscaba una razón, la cual encontró con
premura, pues a gritos me inquirió piedad arguyendo la única excusa ante la
cual detendría mi mano.
–¡Mi señor, no puedes matarme,
no así. Escucha, no soy virgen!
Desconcertado por la revelación
y arrebatado de ira, abrí sus piernas atenazadas e introduje mis dedos en su
vagina en un brusco intento por hallar el himen intacto. ¡Dios, me había
engañado! Era una puta, una ramera, una mujer manchada por la lujuria, superaba
mis perdiciones. Éramos entonces dos demonios enfrentados. Aun así debía morir;
la tomé por sus doradas trenzas y la arrastré quebrada abajo golpeando una y
otra vez su cabeza.
En un recodo accidentado le
procuré un golpe con una pala en la base del cráneo y la dejé muerta al borde
de una caída de agua, iluminada por la luna; seguramente la perra amarilla
daría cuenta de sus carnes y de sus huesos, de su alma ignoro quién reclamaría
potestad. Arrebatado por la furia, regresé a mi casa en donde me sumí por días
en el más absoluto de los silencios.
No me incorporaré jamás del
sillón frente al corredor de los antiguos cafetales, desde donde veré a mi
mayordomo perderse cada noche a rendirles culto a los dioses propios de estas
tierras. Ya no me levantaré jamás. El bosque crece en torno mío y la maleza
terminará por devorar mis posesiones. Sólo me acompaña en estos momentos
finales el fantasma de Silvana, quien ríe desde su contundente triunfo en el
trono inmortal del dios pagano de Livia. Esta certeza me abruma y gratifica.
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