Ignacio Martínez de Pisón
Desde
niña le habían fascinado los secretos, los pequeños actos clandestinos y, aún más
que ellos, los emocionantes rituales que los acompañaban y envolvían, ese recluirse
en penumbras aledañas al misterio, ese obstinado frecuentar una intimidad distintiva,
ese dulce confabularse con la fantasía en busca de una estrategia de falsedades
que encubrieran o arroparan su pequeño mundo propio e insustituible.
La noche, una forma peculiar de la noche que sólo Silvia
estaba capacitada para reconocer en cualquier lugar y cualquier hora del día o mes
del año, había sido siempre el único testigo de sus vivencias secretas; la mentira,
el principal cómplice de sus ocultamientos. Todavía ahora, recién franqueada la
primera veintena, seguía creyendo en la existencia de una noche exclusiva, una noche
propicia pero absorbente como una amistad que no admite ser compartida. Y todavía
ahora recurría con deleite al juego de la simulación y la mentira para esconder
amorosamente sus secretos.
Qué delicioso instante de excitación
vivió la mañana en que, creyéndose sola en el piso, acudió a la galería y allí fue
sorprendida por Alfonso mientras recogía cucarachas muertas de debajo del fregadero
y las guardaba en un bote de yogur vacío. El susto que le produjo la inesperada
voz de su amigo a su espalda (“¿te las vas a comer a la plancha o en su salsa?”)
duró apenas un segundo, un hermoso segundo tras del cual ella acertó a componer
una sonrisa resuelta y a inventar un pretexto apócrifo cuya credibilidad la satisfizo:
“No seas bobo. Un chico que conozco me ha pedido que le guarde todos los bichos
muertos que encuentre en el piso. Creo que está haciendo un estudio para una empresa
que quiere sacar un nuevo insecticida”.
Minutos después, ya en su habitación, disfrutó recordando
la escena. Era como si creyera haberse expuesto a un grave peligro y se sintiera
orgullosa de haberlo sorteado con una intuición genial. Pero, en realidad, no podía
ignorar que el riesgo había sido mínimo, tan insignificante como el secreto que
estaba en juego.
Ese mismo día, en el bar de la facultad se encontró
con Alicia, una antigua amiga a la que apenas había visto desde que ésta se decidiera
a cambiar la Filología por la Biología, y aprovechó para hacerle algunas preguntas
sobre las costumbres de los quirópteros. Alicia no sólo no supo contestarlas, sino
que además consiguió incomodarla con sus indagaciones sobre el motivo de tan extraño
interés. “Es para un artículo sobre literatura de terror. Vampiros y todo eso”,
respondió con desgana Silvia, que en su interior se reprochaba no haber acudido
directamente a la biblioteca a consultarlo.
El jueves, después de la clase de armonía en el Aula
de Músicos, estuvo a punto de cometer un error imperdonable. Francesc la retuvo
unos minutos para ejecutar ante ella un solo que había compuesto la noche anterior
y Silvia, mientras escuchaba el nervioso fraseo del saxo soprano, observaba los
rasgos suaves, casi infantiles de ese chico, al que hacía apenas una semana que
conocía. Ella sentía aquella noche una vaga inclinación a la confidencia y, aunque
la conversación posterior se inició con un elogio a Wayne Shorter, a quien Francesc
imitaba inconscientemente, no tardó en derivar hacia temas más personales que acaso
Silvia imponía sin saberlo. Fue ella misma la que se expuso imprudentemente al peligro
cuando confesó haber descubierto en sí misma cierto instinto maternal. Por fortuna,
la sonrisa quizás irónica, quizás burlona de Francesc la hizo desistir de hacer
más declaraciones confidenciales. Adujo una vulgar evasiva, algo sobre el cariño
que profesaba a cierto sobrinito, y cerró el estuche de su instrumento mientras
se decía que había sido la primera vez que había sentido tentaciones de compartir
con alguien alguno de sus secretos.
A quien, desde luego, no deseaba comentar nada era a
su madre, que, como cada semana, la telefoneó para preguntar si necesitaba dinero
y si había novedades. Silvia contestó que todo seguía igual de aburrido que siempre
y su madre, en tono cariñoso, le recomendó que intentara cambiarse a una habitación
más soleada, mejor ventilada. “Yo misma elegí ese cuarto porque es el más apartado
del resto de la casa, el único en el que puedo ensayar sin molestar demasiado”,
fue la respuesta de Silvia.
Pero no, en realidad ella no había elegido su habitación:
la había tenido que coger por fuerza, ya que era la única que seguía desocupada
cuando fue a vivir a ese piso con Alfonso, Patxi y Pauline. Y aunque los primeros
días le había desagradado por oscura, interior y difícil de ventilar, ahora comprendía
que sus proporciones extraordinarias, su exceso de muebles y su peculiar distribución
hacía de ella una habitación singular, enigmática, propicia a los pequeños misterios
y a la ensoñación. Y, en todo caso, aquella estancia parecía hecha a propósito para
albergar esa dimensión de la noche que Silvia creía de su exclusiva propiedad, una
noche que se había revelado cansada y tediosa hasta que comenzara todo este asunto.
Había ocurrido el martes a eso de las nueve, a la salida
de la clase de educación del oído. Llovía de forma tan tenue que no era fácil dilucidar
si se trataba de lluvia fina o de niebla espesa. Francesc, quizá más movido por
su exquisita timidez que por pretensiones galantes, se ofreció a acompañarla con
su paraguas hasta la parada del autobús. Una vez allí, se despidieron con una sonrisa
y Francesc volvió sobre sus pasos en dirección a su casa. Silvia esperó hasta verlo
internarse en una calle lateral y reemprendió su marcha canturreando Georgia
on my mind. El piso estaba lejos, pero le gustaban el olor de la lluvia y las
calles desiertas.
Fue poco después cuando descubrió el pequeño bulto oscuro
que se removía en un charco. El animalito hacía desesperados esfuerzos por recuperarse,
por llegar a suelo seco, pero sus movimientos eran en vano y a Silvia aquel murciélago
herido le recordaba las abejas moribundas que giran y giran tripa arriba. Lo recogió
con sumo cuidado y amorosamente lo protegió con su gabardina, al calor de su pecho.
Lo primero que hizo cuando llegó a casa fue prepararle
un lecho con un jersey viejo. Observó después sus heridas: le pareció que dos de
sus largos dedos estaban rotos y que la membrana se había desgarrado. Lo limpió
con algodón empapado en alcohol y el animalito lloriqueó casi como un niño. Improvisó
un extraño cabestrillo con vendas y trozos de lapicero y le dio a beber en un platillo
un poco de leche caliente, que el murciélago consumió con avidez. Después le susurró
que intentara dormir y aquel bicho con cara de ratón feo debió de entenderla, porque
no tardó ni cinco minutos en obedecer.
Aquella misma noche consultó el diccionario. Los murciélagos
son quirópteros insectívoros, eso fue prácticamente todo lo que averiguó. No era
mucho, pero al menos le sirvió para decidir dos de las cosas que haría a la mañana
siguiente: buscar más información en la biblioteca y recoger todos los insectos
muertos que encontrara debajo del fregadero. Naturalmente, Silvia no podía imaginar
que Alfonso la sorprendería entregada a esta actividad ni que, dos días más tarde,
sentiría una casi irrefrenable tentación de compartir su secreto con cierto compañero
del Aula.
Tras estos acontecimientos, la vida de Silvia recobraría,
al menos en apariencia, su curso normal: sus clases de literatura en la facultad
y de música en el Aula, sus ensayos de los sábados, sus aburridísimos ejercicios
de lectura de partituras, la tenacidad de su regreso a ciertos cuentos de Cortázar
o a ciertos poemas de Barral o Aleixandre. Sólo el cariño maternal que el murciélago
le inspiraba y su preocupación por la evolución de sus heridas mitigaban ese tedio
que tanto había insistido en mortificarla.
Silvia no habría creído a aquel animalito capaz de albergar
afectos si no hubiera tenido sobrada evidencia de la leal gratitud con que era correspondida
y si ésta no hubiera aflorado en más de una ocasión de forma espontánea y generosa,
sin la comparecencia de ningún motivo inmediato, ninguna suave caricia en el tórax,
ninguna ración extra de leche ofrecida en la palma de la mano.
De la rápida recuperación de sus heridas sólo había
una cosa que la entristeciera, la certidumbre de que habría de devolverle la libertad
tan pronto como estuviera en condiciones de volar y procurarse por sí mismo sus
alimentos. Por eso, el día en que le quitó el vendaje, había alimentado en tal medida
su anhelo íntimo de que la curación no fuera completa que ella misma no pudo ignorarlo
y se arrepintió de su propio egoísmo.
El murciélago había sanado por entero y, aquel mismo
día, Silvia lo encontró durmiendo colgado cabeza abajo del respaldo de una silla.
Había dejado la ventana abierta, pero el animalito no parecía muy interesado en
recuperar su libertad perdida.
La convivencia se desarrolló durante una semana en amable
y feliz armonía, únicamente deslucida por la incompatibilidad del murciélago y sus
ensayos con el saxo y por su díscola obstinación en dormir colgado del respaldo,
a pesar de que ella había habilitado para él todo un cuerpo del armario, con confortables
y numerosas perchas. Silvia admitió, en cuanto a lo primero, que no era una buena
ejecutante y decidió no volver a ensayar mientras su diminuto compañero permaneciera
en la habitación, sobre todo porque tampoco ella podía soportar los chillidos que
emitía cuando la música lo asustaba. Por el contrario, no estuvo dispuesta, en cuanto
a lo segundo, a aceptar que el animal despreciara el cómodo habitáculo que con tanto
primor había dispuesto para él en el armario. Cada día, cuando regresaba a casa,
si no lo encontraba revoloteando alegremente en la oscuridad de la habitación, lo
hallaba dormido en el respaldo de la silla. Esto la indignaba y, apenas lo veía
en tal postura, lo cogía y, sin cesar de amonestarlo, lo conducía a las perchas
que constituían su domicilio oficial.
Fue precisamente una de estas ocasiones la que le proporcionó
una desconcertante sorpresa. Eran cerca de las seis de la tarde. Silvia entró en
la habitación, dejó descuidadamente su carpeta sobre la cama y se aproximó a la
silla, donde el murciélago descansaba con total despreocupación. “Eres un desobediente,
voy a tener que castigarte”, le decía, al tiempo que lo descolgaba con suavidad
para llevarlo al armario, “ya te has quedado sin tu ración de leche, por mal comportamiento”.
Para reprenderlo de esta forma, se lo había acercado a los ojos y fue por esto por
lo que no tardó en comprobar que la cicatriz de la membrana había desaparecido…
¡No era ése su murciélago! En un acto instintivo, lo soltó, lo dejó caer, pero el
animal no llegó a tocar suelo porque antes de que esto ocurriera ya había iniciado
su vuelo nervioso de una esquina a otra de la habitación.
Ese día, su murciélago se había decidido, por fin, a
dormir en su percha. Silvia miraba perpleja el interior del armario y después miraba
al otro animal, que no cesaba de revolotear por la estancia. Se sentó en el borde
de la cama, no acababa de creer en lo que veía.
Esa misma tarde, al entrar en la clase de armonía, Francesc
la saludó con una hermosa sonrisa y se sentó a su lado. Aunque esto no pudo sorprenderla,
ya que desde el comienzo del ciclo habían ocupado siempre esas dos mismas sillas,
Silvia lo observó con alegre interés. Fue a mitad de la clase cuando él se aproximó
y le hizo algún comentario al oído, rozándole con suavidad la mejilla, y cuando
ella experimentó una dulce sensación en la espalda comprendió que aquel chico la
atraía.
Al salir del Aula, tomaron café juntos en un bar cercano
y Francesc no cesó de hablar de música. Silvia sabía que era muy tímido y que tardarían
en intimar.
Esta situación se prolongó durante varias semanas. Algunas
mañanas quedaban para tomar el aperitivo juntos, el sábado ensayaron un dúo de saxos
al estilo dixieland, otro día recorrieron el barrio chino buscando tiendas de instrumentos
de ocasión. A Silvia le enternecía la indecisión de Francesc, tenía la certeza de
que no la besaría hasta que ella se lo pidiera o de que, cuando fuera a hacerlo,
cometería la torpeza de pedir permiso o disculparse.
Era agradable recordar todo esto en las noches de insomnio,
cuando aún la dulce intensidad del día se resistía a abandonarla. Tal vez fue a
causa de la vaga felicidad que la invadía el que admitiera sin ningún signo de contrariedad
ni de extrañeza la llegada de dos nuevos murciélagos, que aparecieron de forma inexplicable
en la habitación mientras ella intentaba conciliar el sueño. Simplemente los miró,
después cerró los ojos y sonrió. Le gustaba sentir cómo revoloteaban sobre su cama.
Pronto empezaron a besarse aprovechando los tramos oscuros
entre farola y farola. Silvia pensaba que todo sería perfecto si Francesc no se
comportara con la inseguridad de un niño cada vez que pretendía explicar que lo
suyo no era más que una buena amistad. “Naturalmente, qué te habías pensado”, respondió
ella despechada en cierta ocasión.
Ese mismo día Alfonso apareció por casa con un tablero
y un juego de piezas de ajedrez que acababa de comprar. Organizaron aquella noche
el “Primer Torneo Internacional de Nuestro Sucio y Desordenado Piso”, en el que
destacó Pauline, que derrotó con una facilidad casi humillante a Silvia y a Alfonso.
La gran final la disputaron ella y Patxi, y duró hasta casi las seis de la madrugada.
Silvia se durmió a mitad, con la cabeza apoyada en el hombro de Alfonso. Cuando
despertó, éste la sostenía agarrada por la cintura. Se levantó, felicitó a Pauline,
la campeona, y se dirigió, más dormida que despierta, a su habitación. Sin desvestirse,
se echó sobre la cama y lo último que hizo antes de dejarse llevar por el sueño
fue intentar contar cuántos murciélagos revoloteaban en ese instante por el dormitorio.
¿Eran ya siete u ocho? Quizá sólo seis, qué más daba…
Al día siguiente Francesc no intentó besarla. Estaba
alegre y excitado, pero se comportaba como si acabaran de conocerse. Había bebido
un poco y le gastó alguna que otra broma, todas exquisitamente respetuosas, todas
reveladoras de la distancia que aún mediaba entre ellos dos. Mientras tomaban café,
Francesc no cesó de hablar de los últimos discos que había comprado.
Una noche, Silvia salió a cenar con la gente del piso
para celebrar el cumpleaños de Alfonso. Fueron a un restaurante de la zona alta
y, para que no le resultara demasiado costoso al anfitrión, todos los demás dijeron
tener poco apetito y pidieron los platos más económicos. Sólo los vinos, elegidos
por el propio Alfonso, sobresalían en la cuenta que éste hubo de pagar. Silvia tenía
la impresión de que todo eso había sido montado para ella, y Alfonso se lo confirmó
tácitamente a la salida del restaurante cuando se introdujo una mano en el bolsillo
de la americana y extrajo de él un pequeño cenicero esmaltado. “Lo he robado para
ti”, le dijo, ofreciéndoselo.
Tomaron café en un bar de la Plaza Real y, mientras
el camarero recogía las mesas de la terraza, liaron un par de porros. Subieron las
escaleras de la casa abrazándose y empujándose, riendo en muchas ocasiones sin motivo
aparente.
Después sacaron latas de cerveza de la nevera, y Silvia
no recordaría lo que ocurrió entre ese momento y el momento en que, tendida en su
cama, abrió los ojos y vio, a través de la espesa oscuridad, cómo Alfonso empezaba
a desabotonarse la camisa. “¿Qué es esto?”, preguntó, presa de un pavor súbito.
“No pretenderás hacerte ahora la estrecha”, fue la contestación del joven, y Silvia
se frotó la cara con violencia: si no conseguía que se marchara enseguida, acabaría
descubriendo a los murciélagos. “Vete, por favor, Alfonso. Déjame sola”. “Es absurdo,
ahora no puedes echarte atrás. Después de lo que has estado diciéndome esta noche”.
“No recuerdo lo que te he dicho, pero vete”. “Silvia, no me exasperes. Intenta no
comportarte como una niña”.
Alfonso dejó la camisa sobre la misma silla en que solía
dormir alguno de los murciélagos y avanzó hacia ella despacio, muy despacio. Silvia
retrocedió sobre las mantas y usó la almohada a modo de escudo. “Vete, Alfonso,
te lo suplico”. Él seguía avanzando lentamente, pero parecía situado en una proximidad
interminable, como la distancia de los sueños. Silvia agitó la cabeza y creyó ver
abrirse la puerta del armario de los murciélagos. Gritó, se revolvió, alargó una
mano hacia delante como para arañarlo. “¡Estúpida!”, murmuró Alfonso, que, ya erguido
por completo, parecía estar frotándose una mejilla. Silvia, sin embargo, no estaba
segura de haber llegado a tocarlo. “¡Estúpida!”, volvió a decir él, mientras recogía
su camisa con tal violencia que derribó la silla. “¡Nunca habría esperado que fueras
a hacerme esto!”, fue lo último que dijo antes de salir, atenazada la voz por la
ira. Silvia corrió en la oscuridad a cerrar la puerta. Allí mismo se dejó caer al
suelo y rompió a llorar: habían estado a punto de descubrir sus murciélagos.
Durante los dos días siguientes apenas salió de su dormitorio.
Pasaba el tiempo adormilada en la cama o jugueteando con los murciélagos, ofreciéndoles
cucarachas o moscas en la palma de la mano. Los escasos momentos que pasó con los
otros en el salón le resultaron enojosos. Los intervalos de silencio en mitad de
la conversación no podían ocultar su insoportable carga de violencia, una violencia
que lo impregnaba todo, desde la fingida naturalidad de Alfonso hasta la sonrisa
seguramente bienintencionada y alentadora de Pauline. Silvia comprendió que tampoco
ella debía romper esa ficción generalizada de normalidad y accedió a jugar una partida
de ajedrez con Patxi. Perdió en pocos movimientos, pero esto no le pesó, porque
estaba deseando acabar cuanto antes para regresar a su habitación. Lo único que
entonces anhelaba era que llegara el martes para reencontrarse con Francesc, necesitaba
un hombro en el que descansar la cabeza, unas palabras de consuelo o de ánimo. Había
vuelto, incluso, a pensar en revelarle el secreto de los murciélagos.
Su reencuentro no fue, sin embargo, todo lo feliz que
ella había esperado. Francesc se mostró remiso a ejercer la consolación, intentaba
aparentar insensibilidad, evitó en todo momento exteriorizar cualquier signo de
emoción. Apenas hizo otra cosa que hablar de música, siempre con ese tono humilde
y entrañable tan suyo, siempre con ese tono evasivo, con ese odioso afán de dejar
bien claras las distancias entre ambos. Cuando hubo consumido su segundo café, Silvia
trató conscientemente de hacer visibles en su gesto el desinterés y la decepción.
Naturalmente, no deseaba ya confiarle ningún secreto. Ni siquiera comprendía cómo
podía haberle atraído aquel pusilánime al que lo único que interesaba era la música.
Al despedirse, él preguntó si se verían al día siguiente y ella contestó con rudeza
que no podía, tenía cosas más importantes que hacer.
El murciélago que había recogido en la calle se distinguía
de los demás por la cicatriz de la membrana. Era su favorito, el único que no tenía
necesidad de salir a buscar insectos, porque ella misma se preocupaba de procurárselos.
Los restantes eran, en cierta medida, visitantes anónimos, que tan pronto aparecían
como desaparecían sin previo aviso y de forma siempre inexplicable, casi mágica.
Probablemente, muchos de ellos utilizaban su habitación como dormitorio eventual
y lo elegían para su descanso sólo algún que otro día. La ocasión en la que Silvia
llegó a contar el mayor número de murciélagos durmiendo en su cuarto fue una mañana
de lluvia aparatosa y constante: eran dieciséis y colgaban de todos los sitios,
de la lámpara, las estanterías, los marcos de los cuadros. No obstante, lo normal
era que se congregaran sólo ocho o nueve, lo que le permitió ir conociendo a los
que con más frecuencia la visitaban: a éste lo identificaba por su voluminoso cuerpo,
a aquél por sus orejas puntiagudas, a ese otro por el extraño color rojizo de su
abdomen. Algunos intentaban expresar su gratitud con un alegre revoloteo sobre la
cabeza de Silvia, pero de todos ellos el único que se dejaba coger y que incluso
a veces buscaba hacerse un hueco en su regazo era el primero, su favorito. Silvia
creía que podría enseñarle algunos trucos graciosos, como pasar volando a través
de un aro o colgarse cabeza abajo del bolsillo de su camisa.
El sábado, durante el ensayo, Silvia perdió finalmente
el control de sí misma. Francesc había estado corrigiendo con demasiada frecuencia
sus errores de fraseo, su defectuosa adaptación a ciertos compases, la torpeza evidente
de alguna de sus subidas. Seguramente él lo hacía con buena intención y, en todo
caso, lograba ocultar bajo una máscara de paciencia su contrariedad. Sin embargo,
Silvia no soportó que adoptara un tono paternal para recomendarle más dedicación
individual y, ante el estupor de Francesc y de los dos guitarristas que estaban
tocando en la misma sala, chilló: “¡Vete al carajo de una vez por todas, tú y todos
tus consejos!”
Cuando llegó a casa le dolía la cabeza, pero se encontraba
relativamente serena. No imaginaba aún el espectáculo que encontraría en cuanto
abriera la puerta de su habitación: ese combate feroz y despiadado que varios murciélagos
libraban en aquel cerrado recinto. Corrió a separarlos agitando el jersey con vigor
a un lado y a otro: no necesitó en realidad esforzarse demasiado, porque pareció
como si ellos mismos, por respeto o sumisión, hubieran intentado abandonar la pelea
en el momento mismo en que ella entró. Por fortuna, no había nadie más en el piso
y Silvia pudo desahogarse gritándoles sin reparo alguno: “¡Sois mezquinos y desagradecidos!
¿Así me pagáis lo que hago por vosotros?” Aunque reprendía a todos en general, únicamente
ató a los presuntos culpables a diferentes objetos de la habitación, todos ellos
bien distantes entre sí.
El domingo aceptó una invitación de Alfonso para ir
al cine. Un programa doble que incluía Arrebato de Iván Zulueta y Retorno
al pasado de Jacques Tourneur. Alfonso aprovechó el intermedio para aludir a
los sucesos de la otra noche. Se le veía turbado, no acertaba a encontrar las palabras
adecuadas para pedir disculpas. Llegó a declarar que se había comportado como un
estúpido, que no comprendía cómo había podido perder la cabeza de tal forma. Silvia
fingió no acordarse casi y, cuando ya daba comienzo la segunda película, zanjó la
conversación diciendo que lo poco que recordaba esperaba haberlo olvidado a la salida
del cine. Él, un par de veces a lo largo de la proyección, le dijo al oído “perdóname,
Silvia”, después la abrazó en la oscuridad y terminó acariciándole un pecho.
Al regresar a casa, Silvia pretextó estar cansada para
evitar la eventualidad de enojosas insistencias por parte de Alfonso. Se retiró
a su habitación y preparó un poco de leche para su murciélago predilecto. Lo llamó
con un silbido particular que no recibió respuesta e, instantes después, encontró
en una esquina su pequeño cadáver sobre un charco de sangre. Había muerto a dentelladas
de alguno de los otros.
La semana siguiente faltó a las clases del Aula, y Francesc
la telefoneó para saber si estaba enferma. “No me encuentro muy bien”, admitió ella,
pero Francesc comprendió que era falso y la invitó a cenar. De nada sirvieron las
negativas de ella, estaba dispuesto a insistir hasta que accediera. Silvia, casi
con resignación en la voz, dijo finalmente: “Está bien. El sábado cenaremos juntos”.
Esos días, los murciélagos se comportaron con gran corrección:
ni armaron alboroto ni disputaron por esta o aquella percha ni ocuparon los sitios
que ella les había taxativamente prohibido. Por eso, había desistido de imponerles
un castigo, una sanción que tal vez no recaería sobre el verdadero culpable de la
muerte de su murciélago y que, desde luego, no devolvería a éste a la vida. Al menos,
recobró la confianza en ellos y, ya el sábado que cenó con Francesc, se atrevió
a dejarlos solos varias horas sin sentir, en principio, ningún temor.
Tomaron unos refrescos en el Café de la Ópera y Francesc
le propuso ir después a Zeleste a escuchar a Jan Garbarek. Silvia pensó que la noche
empezaba mal, pero se equivocó porque, desde ese momento, apenas volvieron a hablar
de música. Él la miró a los ojos, le comentó que tenía ojeras como de haber dormido
poco y mal, y la besó en los labios. Fue un beso inesperado y fugaz que la sorprendió.
Aquella noche fueron felices abrazándose en la oscuridad
de Zeleste, mientras el exceso de público les iba poco a poco arrinconando y el
calor del local provocaba en ellos un sudar unánime, mientras se besaban las frentes,
los ojos, las bocas, con la suavidad pausada del lamento de un saxo.
Durmieron juntos en el piso de él y sólo a la mañana
siguiente empezó a sentir Silvia cierta inquietud por los murciélagos. No quería
explicarle nada a Francesc, que insistía en que se quedara a comer con él, y tuvo
que inventar un pretexto para volver de inmediato a su piso.
Por fortuna, su preocupación, la oscura sospecha de
que los murciélagos se habrían puesto a chillar y alborotar y de que Alfonso, Patxi
o Pauline podrían haberlos descubierto, resultó infundada. Cuando Silvia entró en
la habitación y vio aquella docena de animalitos durmiendo en el más absoluto de
los sosiegos, sintió algo parecido a la ternura de la madre que observa a su hijo
jugando desprevenido.
Quería asegurarse de que nadie del piso sospechaba la
presencia de los murciélagos y aprovechó para ello una de las tertulias nocturnas
en torno al tablero. Condujo sabiamente la conversación por los caminos apropiados
y no fue difícil deducir de los comentarios de Patxi y Pauline que hacía tiempo
que no entraban en su habitación y que nada había en ella que pudiera interesarles
o inquietarlos.
Interrogar a Alfonso exigía mayor sutileza y también
mayor discreción, ya que él sí que había entrado en su dormitorio en las últimas
semanas. Silvia tenía la certeza de que aquella noche no había podido descubrir
nada, pero le preocupaba que desde su habitación, la más cercana a la suya, hubiera
podido sentir el chillido de los murciélagos o el sonido de su aleteo o de sus luchas.
“¿No escuchaste hace un par de noches unos gritos lejanos, como de gatos maullando
o de algún pájaro extraño?”, le preguntó fingiendo desinterés, cuando se hubieron
quedado a solas. “¡Sí! ¡Hace un par de noches!” Silvia lo observó con secreta ansiedad,
pero pronto él gesticuló cómicamente y continuó: “¡Un sonido estridente, espantoso!
¡Creí que nos invadía un sinnúmero de cuervos antropófagos y que no viviríamos para
contarlo!” “Tú tranquilo. A ti no te iban a devorar. Eres todo huesos”, se burló
ella. “En cambio tú durarías poco. Con esa carne tan apetecible que tienes…” “No
te pongas impertinente”, concluyó Silvia sonriendo. Sacó un cigarro y le pidió fuego,
Alfonso aún seguía deseándola.
Ella intuía con tristeza que sus relaciones con Francesc
no iban a ser muy prolongadas. Creía haber llegado a tener la certeza de que nada
había que le interesara tanto como la música, de que nunca lo habría, y además desconfiaba
de su carácter débil y voluble, sabía que podría poseer su afecto durante algunos
días, quizás semanas, pero difícilmente meses. Por eso el entusiasmo que demostró
la noche en que proyectaron su futura vida en común o hicieron planes para el verano
era, en gran medida, un entusiasmo fingido. Por debajo de él subyacía esa dosis
de escepticismo que impidió que se sorprendiera o enojara cuando, días después,
Francesc intentó comunicarle que aquellos sueños, aquellos hermosos planes para
el verano, habrían de dejarse para mejor ocasión, ya que él se había matriculado
en un cursillo de prácticas de combo en Berlín que le ocuparía más de un mes. “Berlín
debe de ser un bonito lugar”, fue el único comentario de Silvia.
Durante esa temporada en que siguieron viéndose pero
ya sin ilusión apenas, Silvia creyó observar que los murciélagos habían crecido,
que sus dimensiones rozaban incluso la anormalidad. Los contemplaba en la oscuridad
casi total y adivinaba su tranquilo reposo, la serenidad intacta de sus cuerpos
en mitad de una noche que era otra vez su noche exclusiva, su noche otra vez tediosa
y tenaz.
Todo permitía pronosticar que el final estaba próximo,
que se produciría de una forma discreta, pausada, sin sorpresas. Pero Silvia no
había imaginado que, un sábado, mientras se dirigía al local del Aula donde solían
ensayar, la poseería una sensación ambigua y desasosegante que tardaría más de una
semana en abandonarla. Se detuvo ante un semáforo, miró hacia atrás, se llevó una
mano a la frente. Recordó que, como de costumbre, había dejado la ventana abierta
para que los murciélagos salieran a procurarse alimento. Antes de entrar en el edificio
del Aula repitió la misma operación, tenía la impresión de que algunos de los murciélagos
la habían seguido.
Aquel día ensayaron con un quinteto en el que Francesc
tocaba el soprano y ella el tenor. Ya al inicio se sentía francamente mal, pero
se esforzó por disimularlo. Estaba muy nerviosa, miraba todo el rato a un lado y
a otro, apenas atendía a las indicaciones del contrabajista, líder del grupo. Tocó
con más torpeza de la habitual y no pudo ignorar las miradas que sus compañeros
se cruzaban. Aprovechó un descanso para sentarse en un rincón y decirles a los demás
que siguieran sin ella. Francesc se le acercó y le recriminó alegremente que se
le hubiera adelantado en un solo. “Perdona”, dijo ella intentando sonreír y, cuando
estuvo sola, advirtió que no podía dejar de temblar y que su cabeza se volvía constantemente
a un lado y a otro, como si intentara descubrir a sus murciélagos revoloteando chillones
por algún sector del local.
De regreso a su habitación, encontró a los murciélagos
envueltos en una sangrienta refriega. La ropa de cama estaba desgarrada; una lamparita,
volcada; las puertas del armario, rayadas y sucias de sangre; roto algún cristal.
Los animales no cesaron de luchar cuando ella entró, siguieron entrechocando en
el aire, emitiendo su desolador himno de combate, rebotando en las paredes con turbadores
golpes secos. Corrió el cerrojo tras de sí y se tendió en la cama, apretándose las
sienes con las manos. El fragor de la batalla fue debilitándose hasta desaparecer,
y entonces ella profirió un grito intenso, agudísimo, que alarmó a sus compañeros
de piso. “¿Te ocurre algo, Silvia?”, preguntaban dando golpes en la puerta. Ella
se reanimó un instante y dijo: “Perdonad. Ha sido una pesadilla. Estaba intentando
dormir y he tenido un mal sueño”.
Los días siguientes fueron terribles. Los murciélagos
la seguían a cualquier sitio al que fuera. Mientras comía con los compañeros de
Filología tuvo la seguridad de que había dos de ellos revoloteando debajo de la
mesa, por entre sus piernas. Durante la clase de Paleografía vio a través del cristal
ahumado de la puerta cómo cuatro o cinco la esperaban en el pasillo. La oscuridad
del cine en el que entró para distraerse admitió ingentes cantidades de murciélagos
que la obligaron a cambiar varias veces de asiento y finalmente a abandonar la sala…
Sólo en casa, fuera en su habitación o en el salón junto
a Patxi, Alfonso o Pauline, llegaba a sentir cierro alivio. Los demás se desvivían
por ella, y especialmente Alfonso, que no cesaba de invitarla a las confidencias.
“¿Qué te sucede, Silvia? Cuéntamelo sin miedo. ¿Estás enferma? ¿Quieres que avise
a tu madre, o a un médico?”, le insistía, pero ella negaba con la cabeza. “No quiero
nada, no quiero ver a nadie”, repetía de vez en cuando.
Durante una mañana telefoneó seis o siete veces a casa
de Francesc, pero siempre se topó con la misma voz masculina que le respondía: “Aún
no ha llegado”. Silvia no podía creer que Francesc no estuviera en casa: ¡él, que
dedicaba todas las mañanas a ensayar en su habitación!
El asedio al que la sometía Alfonso se estrechaba cada
vez más, se hizo ya evidente. Intentaba invitarla al cine y a cenar, le regalaba
discos que ella ni escuchaba. Incluso se ofreció para dormir en un sofá en la otra
punta de la habitación, para poder tranquilizarla en caso de pesadillas. “¡No! Nadie
más que yo dormirá en mi habitación!”, contestó Silvia con gran ímpetu. No podía
consentir que se descubriera su secreto.
Cuando, por fin, logró hablar con Francesc, éste le
anunció con regocijo que el día siguiente salía para Berlín. Le explicó cómo se
iban a organizar las prácticas y qué otras actividades se iban a efectuar. Los profesores
eran bastante conocidos, Francesc estaba entusiasmado. “Espera un momento. No cuelgues,
ahora traigo la lista de profesores y te la leo”, dijo, y Silvia asintió largamente
con la cabeza, miró el techo un instante y colgó.
El miércoles aceptó acompañar a Alfonso a tomar café
con una pareja de estadunidenses amigos suyos. Ella, la norteamericana, era una
rubia grande y gorda que apenas conocía una docena de palabras españolas y que,
sin embargo, se esforzaba por hacerse entender con gestos siempre divertidos. Silvia
reía para complacer a Alfonso, que tan bien se estaba portando con ella. De la misma
forma, sólo por no molestarlo, permitió que la besara en los labios mientras subían
juntos en el ascensor. “Silvia, te quiero”, le susurró al oído con voz emocionada.
Ella comprendió en un instante cuan fácil es fingir en cuestiones de amor y dijo:
“Yo también te quiero, Alfonso”.
Minutos después, al entrar en el dormitorio, encontró
en el suelo los cadáveres de dos murciélagos con los vientres reventados por dentelladas
violentísimas. Pese a que no había otras señales de lucha en la habitación, creyó
prudente atar a los animales restantes, que parecían dormir plácidamente.
Por la mañana, otro murciélago pendía sin vida de la
percha a la que estaba atado. Se había suicidado, había destrozado su vientre a
mordiscos hasta desangrarse, había muerto sin proferir el más leve chillido. Silvia
descolgó el cuerpecillo y lo metió en una bolsa de plástico junto a los otros dos.
Salió a desayunar y Alfonso le propuso pasar el día en la playa. Ella aceptó en
silencio, con un gesto breve y mecánico.
Se bañaron juntos en el mar, jugaron con las olas, se
abrazaron y rieron, entre broma y broma se besaron. Regresaron andando desde la
estación, todo el tiempo cogidos de la mano. Alfonso estaba feliz y hablaba y hablaba
sin interrupción, intentaba evitar que ella se aburriera.
Naturalmente, cuando entró en la habitación, ya sólo
cuatro de los ocho murciélagos que había contabilizado por la mañana seguían vivos.
Tres de ellos debían de haberse escapado volando por la ventana y el otro yacía
exánime sobre la cama. Silvia sintió deseos de hablar con Francesc, de contárselo
todo y pedirle perdón, pero comprendió que ya era tarde. Sacudió la cabeza como
para alejar una avispa o un sueño inalcanzable e introdujo el cuerpo del animalito
en la bolsa junto a los otros tres. Metió la bolsa dentro de otra más grande, no
tardaría demasiado en empezar a despedir hedor.
Tardó dos días en admitir a Alfonso en su cama. Lo notó
muy nervioso mientras se desnudaba, era evidente que si no cesaba de hablar era
sólo porque quería retardarlo todo un poco más, intentaba ganar tiempo para serenarse.
“Hay un olor raro, ¿no lo notas?”, comentó entre otras cosas, y Silvia dijo: “A
que no adivinas de dónde procede”. “Quizá de alguna fiera escondida detrás de la
cortina…” “Quizá”.
Media hora después yacía inerte sobre el cuerpo de ella,
respirando ruidosamente. Se reanimó lo suficiente para alzar la cabeza y besarla
desmayadamente en el cuello. “Ha sido delicioso”, dijo. Silvia encendió un cigarrillo
y asintió con un movimiento de cejas.
Aprovechó el tiempo que él pasó en el baño para abrir
el armario y acariciar con las yemas de los dedos la cabeza diminuta del último
de sus murciélagos. Si aquel animalito hubiera podido entenderla, ella le habría
pedido que no la abandonara también él, que no cediera a la muerte ni escapara.
No al menos en una noche como aquélla.
No hay comentarios:
Publicar un comentario