César Garizurieta
Caía
la tarde y se envolvía en una tristeza color pizarra. Un pájaro rojo se perdió al
clavarse en una nube blanca. Todas estas cosas las miraba a través de un cristal
que estaba colocado en la parte superior de
una ventana del salón de clases.
El salón donde recibía mis lecciones era amplio:
en la parte superior había un cielo raso sucio y lleno de manchas que semejaban
mapas de países que sólo existen en la imaginación.
Los niños escuchaban al maestro con indiferencia,
no obstante que éste procuraba interesarlos poniendo calor y entusiasmo en sus palabras.
Con seguridad los colegiales tenían en sus cabezas otros pensamientos; su imaginación
infantil había volado al distante hogar, donde aguardaban el café y el pan…
Los niños teníamos un gran respeto por el profesor,
ya que era el tipo de educador de pueblo, de esos que consagran su vida a la enseñanza.
Se trataba
de
un hombre enérgico y de gran carácter.
Nunca olvidaba asistir a su trabajo cotidiano. Su ancianidad imponía respeto; desde
el primer día de clases lo conocí
vestido de negro. Tenía una cara de angustia debido a las miserias que había sufrido
en su tranquila vida; el hambre se adivinaba en su rostro. Esa tarde resaltaba más
su tristeza porque también la tarde era así.
Como la época en que sucedieron estos acontecimientos
fue durante la Revolución, el Gobierno, bajo penas muy severas había ordenado que todo el
mundo comiera únicamente lo indispensable; sin embargo, nosotros burlábamos
sus disposiciones hurtando las frutas de los
huertos.
El profesor se levantó
violentamente de su asiento –imponía como un fantasma
en una casa solariega–, nos miró fijamente a los ojos, jugándose una de las manos
como si fuera un abanico y con voz hueca y profunda, que parecía salir de un pozo,
habló así:
–La vida, a pesar
de todo,
es placentera y bella. El hombre la atraviesa como si nadara contra olas embravecidas por el aire. Nace, crece, se reproduce y muere para volver a nacer, cuando se trata
de
un espíritu selecto, en un astro o mejor una rosa de esas que perfuman el paso de los caminantes.
La
vida y la
muerte son la misma cosa:
una circunferencia sin principio ni fin.
Se quedó mirando fijamente el pizarrón, el
mismo que hacía un momento había borrado con un lienzo húmedo; estaba negro. Una
que otra mancha aparecía en la superficie. El maestro tomó el gis con la mano y
lo detuvo entre sus dedos amarillentos por la nicotina. Por fin, como si el gis
fuera un agudo puñal, lo clavó
en el centro del pizarrón;
se escuchó un rechinido parecido al que se hace con los dientes, e instantáneamente,
sobre el fondo oscuro, apareció un punto blanco. Después tomó un compás de madera
y lo abrió formando un ángulo. Una de las puntas del instrumento la apoyó en el
punto marcado con el yeso y la otra en la parte contraria; el compás parecía un
ser extraño que abriera las piernas cual una bailarina que ensayara un baile parada
en la puntita de los pies. Hizo girar la parte superior del compás y vimos cómo
se proyectaba sobre la negra superficie una línea curva y blanca que llegó a unirse
en sus extremos hasta que se formó una rueda; me recordó, por asociación de ideas,
mi aro de metal con que jugaba en el jardín. Con gusto le hubiera dado un garrotazo al dibujo haciéndolo rodar y tras de él salir corriendo por la ancha calle.
Yo veía fijamente el pizarrón que me guiñaba
su único e inmenso ojo. El punto blanco era como un guijarro arrojado con violencia
a las aguas de un pantano, y la circunferencia, las ondas del agua que se agrandaban
formando pequeñas olitas.
El profesor fijó la mirada sobre el encerado
que parecía como una ventana por donde se asomara la noche que hubiera perdido sus
estrellas. Después, señalando el dibujo, continuó:
–Exactamente así es la vida: continuidad y
eternidad infinitas, rodeada de un negro sufrimiento, agrio y desesperante; pero hay algo que brilla
y gira como rueda de fuego pirotécnico en las ferias de los pueblos y hace escurrir
un polvo de oro o de nube; en el
dibujo
es polvo y en los hombres es la
risa cantarina que brota
de los
corazones alegres. Lo blanco de la circunferencia en el hombre, gira y al girar se convierte en música, música de
trompo como el que Uds. juegan y trompos también son los astros que bailan en la
inmensidad azul del tiempo y del espacio para convertirse en escala musical, en
la dulce armonía de las esferas pitagóricas; pues bien, ese soplo que acaricia como
esa nota solitaria que queda flotando
en el espacio para herir nuestra sensibilidad, es lo que constituye el espíritu. Éste es el padre del pensamiento,
en Uds. es apenas verde retoño, pero más tarde será grande y vigoroso como
árbol tropical.
El anciano levantó sus cejas y se tocó el
bigote blanco. Sobre uno de sus ojos divisé una lágrima que el viejo, disimuladamente, secó con el dorso de la mano.
Debido al frío de la tarde, en el vidrio de la ventana se habían formado pequeños puntitos de agua. Las gotitas se agruparon en tropel y formaron en el centro del cristal una gran gota que resbaló pausadamente por la superficie
y lo rayó con una lágrima en forma de diamante. Pobre ventana, pensaba, que no tiene
una mano amiga que le enjugue esa lágrima traída por el frío del invierno.
No comprendo, todo lo veía triste. No había
entendido las palabras del viejo, pero las lágrimas me entristecieron. A los chicos
se les nublaron los ojos y dejaron caer sus manos como si ellas no tuvieran vida.
Es extraño, pero la tristeza tiene algo parecido al frío. En ese momento todos tuvimos un temblor de manos. Los niños que no
usaban
zapatos, juntaban sus pies para calentárselos; frotaban uno contra otro y hacían
caer el polvo, ya seco, que habían recogido en la calle.
Al sonar la campana que nos despedía del salón,
se escuchó el ruido de los pies y una risa de cristal que salió de la boca de los
niños. La carcajada fue como un proyectil que hubiera roto el silencio cual una
piedra arrojada al cristal de la casa del vecino.
El profesor salió con paso lento, sin arrastrar
los pies, de puntitas como si guardara silencio para no perturbar nuestra alegría.
Yo fui el último en abandonar el aula. Antes
había recogido mi cuaderno y la pizarra, que llené de saliva y froté sobre la superficie
borrando el círculo que había pintado con la ayuda de un centavo de cobre.
El mozo penetró en el salón de clases y con
un trapo mojado en agua, borró la circunferencia que aparecía en el pizarrón
y
quedó negro como si se tratara de un abismo
profundo. Los residuos del gis, al caer formaban una polvareda de esas que se levantan
cuando va a llegar la lluvia.
Al salir a la calle me saltó a la cara la alegría
de los niños. Todos corrían en tropel y al alcanzarse se daban un ligero golpe en
la espalda.
En la cara también sentía el aire frío de la
tarde. Por la calle se veía la neblina; parecía un humo tenue, como el vaho que
despedimos en las mañanas de invierno. Me figuré que la tarde se había puesto a
bostezar de cansancio y aburrimiento.
No hubo sol, a la mejor andaba jugando al escondite
y se metió detrás de una nube negra, esas nubes
enlutadas que manos invisibles exprimen como un trapo mojado, dejando caer la lluvia para fertilizar el campo o interrumpir
un idilio.
En aquel pueblo el invierno era muy crudo y
la neblina tan espesa que la podíamos servir en un barquillo y chuparla como helado. Los árboles habían perdido sus hojas y se encontraban parados junto a las banquetas,
como los enamorados; estaban flacos y lampiños tiritando de frío. A distancia observé
las grandes montañas que aparecían llenas de nieve. Una de ellas era delgada y
esbelta; estaba cubierta de manchas blancas y negras: era una borreguita pinta perdida en la serranía.
Hacía muy pocos meses que habíamos llegado a vivir
en aquel pueblo. Mi familia y yo nos fuimos a refugiar allí porque
en mi pueblo natal corríamos riesgo, y tal vez, nos hubieran dado muerte. “Me fusilarían”,
había dicho mi padre, con el miedo reflejado en sus ojos. Los niños de mi edad
a menudo jugábamos al fusilado y yo no comprendía el temor de mi papá; era tan valiente
que en las noches se atrevía a pasar por el patio sin encender un cerillo.
Los niños del pueblo no me querían y me
hacían desprecios, por mal nombre me apodaban El Paludismo. Yo siempre
procuré hacerme simpático; pero fue inútil.
Como no era admitido
en los juegos infantiles, me conformaba con ver jugar a los muchachos. En la tarde
en que se sucedieron estos acontecimientos, fui feliz porque se me permitió ir a
recoger un trompo que no bailó bien, saltó por encima de mi cabeza y se fue a estrellar
contra la puerta de una casa señorial. Alguien salió de la residencia
creyendo que habían llamado a la puerta.
Un niño de la misma escuela que ya cursaba
el último año de estudios, ideó un nuevo juego que gustó mucho, porque había
una especie premio consistente en una moneda de plata.
El muchacho tomó la cuerda con que se
baila el trompo e hizo que otro niño agarrara una de las puntas y la fijara en
la tierra ayudado de su mano; en el otro extremo de la cuerda puso la punta de
acero del trompo y empezó a girar su cuerpo hacia atrás rayando el suelo. Muy
pronto quedó allí una gran circunferencia, igual a la que había dibujado el profesor
no hacía mucho rato. En el centro de la gran rueda brillaba una moneda de plata
que despertaba la codicia de los niños. Todos los que tenían trompo, entraron al
juego, era sencillo: bailar el juguete sobre el círculo tratando de sacar la moneda.
El trompo que se quedaba adentro pasaba a pertenecer al muchacho que había
hecho el dibujo.
La mayoría de los niños fueron
admitidos como jugadores.
Se
escuchaba el zumbido del trompo y el latigazo vibrante de la cuerda.
Los trompos saltaban uno detrás de otro para no hacerse daño; uno de ellos logró tocar la moneda, pero ésta permaneció en su lugar. Todos reían
y se alegraban cuando creían que alguno de los juguetes se quedaba adentro del
círculo.
Los resultados del juego no se hicieron esperar mucho, pues el niño que había puesto la
moneda ganó un hermoso trompo. Este fue perdiendo su fuerza, languidecía, sus
colores se pusieron vivos y claros, poco a poco sus vueltas eran menos intensas
y repentinamente, como si se hubiera desmayado, cayó sobre la tierra. Una mano
ávida sacó el juguete de su prisión.
En los momentos más animados del juego,
una voz gritó con fuerza: “los soldados”.
Como si todos los niños se hubieran puesto
de acuerdo, inmediatamente recogieron sus trompos.
Efectivamente, en mitad de la calle aparecieron
como unos diez soldados que eran mandados por un oficial, alto, fornido y de
grandes e imponentes bigotes.
En medio de ellos aparecía un hombre que
no era soldado: vestía con humildad, en la forma miserable que lo acostumbra el
campesino; camisa y calzón de manta. Llevaba en su mano derecha un reloj despertador,
esos terribles instrumentos que tantas molestias causan al despertarnos para
asistir al colegio. En la cara del hombre aparecía retratado el miedo. Los soldados
llevaban sobre sus hombros las carabinas que tenían en la punta una bayoneta: esa
especie de cuchillo de cocina.
Yo era un niño curioso y tenía deseos de saber
hacia dónde iban los soldados, por lo que me uní, no sin ciertos temores, a la comitiva
compuesta de mucha gente: mujeres y hombres, afines por una curiosidad infantil.
Muchas veces tenía necesidad de correr para
alcanzar a los soldados, pues me dejaban muy atrás. Un hombre con cara de gendarme me miró con enojo. Por
temor aflojé el paso, quedándome solamente a unos metros de distancia. Me junté
con otras personas que por estar un poco más retiradas de los soldados se
atrevían a opinar sobre los sucesos.
Un señor que comía cacahuates, dijo:
–Se robó el reloj en la casa de un rico.
Otro hombre afirmó:
–¿Acaso no se ha hecho la revolución para acabar
con los ricos y que coman los pobres?
Un señor vestido de blanco y que llevaba
puesto un viejo sombrero de paja, explicó todo lo que los demás no sabían. A su
alrededor se colocó un grupo de personas para escuchar su conversación. Recuerdo
muy bien lo que contó:
–Únicamente
la energía de mi general García puede salvar la causa. Hay que matar
a todos los que cometan delitos en contra de la propiedad, para evitar que
estos crímenes de los desharrapados perjudiquen a los hombres de bien que ganan
su vida por medio de un honesto trabajo.
Después supe la terrible historia de este pobre
hombre, que pagaba con su vida un robo que serviría para saciar el hambre de su
mujer y de sus hijos.
Cuando empezó la revolución, muchos labriegos
tuvieron que abandonar sus lugares de trabajo y se refugiaron en las ciudades para
evitar la venganza de los rebeldes. Uno de estos fugitivos era el que llevaban a
fusilar. Se encontró sin trabajo, sin dinero y apurado por el hambre de los
suyos cometió un robo y fue denunciado por el ofendido. Penetró a la casa de una
persona acomodada y vio sobre una mesa de la sala un reloj despertador; al hombre
le llamó la atención por su color plateado; penetró de puntitas para no despertar
sospechas. Rápidamente agarró el reloj, con tan mala suerte que tocó una palanquita,
la que hizo sonar la campana. Los dueños de la casa, alarmados por el escándalo
del reloj, se presentaron pronto y lo sorprendieron, como dicen vulgarmente, “con
las manos en la masa”. Inmediatamente los dueños de la cosa robada pusieron al incauto
ladrón en poder de las autoridades militares.
El hombre confesó su delito, diciendo que
había robado impulsado por el hambre. Su mujer y varios niños lloraron e hincándose
frente al general, imploraron el perdón para el Hombre del Despertador, como
dieron en llamarle. No valieron ruegos y sumariamente se ordenó que fuera pasado
por las armas en cumplimiento del bando solemne que aparecía fijado en todas
las esquinas del pueblo.
Seguimos con interés a los soldados que
marchaban con paso firme y lo llevaban al compás de un tambor imaginario que yo
traía metido en la cabeza. Hubo un momento en que apretaron demasiado el paso,
tanto que ya no los podía seguir, no obstante que yo corría mucho, haciendo
sonar las suelas de mis zapatos sobre las negras baldosas de la calle.
Casi ya no podía caminar, estaba muy
cansado; las calles en donde me encontraba eran nuevas para mí. El agotamiento desapareció
por el susto que llevé al contemplar muy de cerca el cementerio del lugar; por primera
vez lo veía; sin embargo, supe que era un camposanto al mirar las cruces
blancas que como fantasmas me llamaban con los brazos abiertos. Tenía mucho miedo,
pero mi curiosidad lo dominó; era preferible ver lo que sucedía para después poderlo
contar en el colegio.
Por fin llegamos al cementerio, y respiré a
mis anchas al darme cuenta de que el pelotón de soldados se paraba, como si tuviera
miedo, quedándose fuera del temido lugar.
En la barda de cal y canto que circundaba al
cementerio, se colocó al hombre recargado contra la pared para que no fuera a caerse.
Un soldado, al tirarle de la manga de
la camisa, se la manchó de polvo.
El hombre, sin soltar el despertador, se quitó la tierra que el soldado le había dejado.
El oficial dijo al campesino unas palabras; cuando el primero se retiró, el segundo dejó caer el reloj que sonó la campana. El oficial,
muy
indignado por el miedo que no pudo dominar la
víctima, le amarró el despertador en la mano izquierda. Todos los curiosos
fijaron la mirada en él, tenía sus dos manecillas en la parte baja señalando el
número seis. Seguramente esperaban que escandalizara con su campana y
despertara a los muertos de su eterno sueño.
El hombre permanecía de pie y resignado,
recargado contra la pared, esperando a la muerte como quien espera a la primera
enamorada: hacía esfuerzos para no parecer miedoso. Su última vanidad era
aparentar un valor que no sentía, ya que su temblor hacía sonar la campana del reloj,
levemente, como ese pequeño timbre de las máquinas de escribir. Era tal el silencio,
que se llegó a escuchar el tic-tac del despertador, muy quedito; parecía el canto
de algún grillo escondido debajo de una piedra.
Los soldados, que vestían
uniformes viejos y mugrosos y llevaban sombreros de petate, al mismo tiempo
descansaron sus armas, con un golpe fuerte. Me llamaron la atención porque tenían
la misma cara de indio que el hombre colocado frente a ellos. Eran como los
hermanos que en sus juegos infantiles fusilaban al hermano menor.
El Hombre del Despertador tenía la cara amarilla,
del mismo color de un cirio que una mujer piadosa se preparaba a encender allí,
por el eterno descanso del alma que de un momento a otro partiría en fugaz carrera
por los espacios siderales. El infeliz había dominado el temblor de piernas y
permanecía firme, con la mirada fija
en un punto imaginario del espacio que se perdía más allá de los volcanes,
hasta el mar que seguramente no sabía de estas cosas.
El oficial se acercó otra vez al hombre y
le dijo algo que yo no alcancé a escuchar; después le vendó los ojos con un
pañuelo blanco. Igual cosa nos hacían a los niños cuando pretendíamos romper la
piñata. Hubo otro silencio y escuchamos el tic-tac del reloj, que parecía el
rítmico latido de las pulsaciones que se encuentran cerca de la mano.
Junto a la víctima había un rosal. Cuando venía
el viento, sus flores blancas se movían.
El silencio fue herido por la palabra varonil
del oficial que lanzó al aire su voz de mando:
–¡Preparen armas!
En el acto se escuchó un ruido metálico,
como si al mismo tiempo se abrieran varias cerraduras.
A los pocos momentos el oficial ordenó:
–¡Apunten!
Los curiosos, entre ellos yo, cerramos los ojos; algunos se taparon los oídos.
Cuando dio la orden de hacer
fuego,
se escuchó un trueno como si fuera un cohete
que
estallara junto a las orejas. Pude ver varios resplandores. El hombre se llevó las manos al pecho, después las dejó
caer;
al desplomarse sacudió el rosal destrozando algunas flores que dejaron caer pétalos blancos; varias
de ellas se tiñeron de rojo salpicadas
por la sangre.
Tuve mucho miedo, pero sin embargo me
aproximé un poco más; el oficial avanzó hasta colocarse junto al moribundo y le
puso la pistola en la sien. Se oyó otro sonido metálico y un nuevo estruendo.
Brotó sangre y saltó el pañuelo cual una garza blanca, descubriendo la cara despedazada
de la víctima. La sangre, al coagularse, tornose oscura.
Después todo lo vi negro: era la noche que
llovía del cielo. Miré a lo alto, todo era tinieblas, había un círculo negro y profundo
a mi alrededor.
En medio del cielo había una estrellita, muy
pequeñita, como lunar disimulado, que me hizo pensar en la circunferencia
dibujada por el profesor.
El hombre se quedaba allí en la tierra, él
era la tierra misma, por la que tanto peleaban. Retenía el reloj y sin embargo
el tiempo seguía su camino, existía, pero el hombre no. El tic-tac se oía
suavemente, hacía las veces de un tambor lejano que marcara el paso de los
soldados que se perdían en la noche.
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