Vladimir Nabokov
La peluquería, con su techo bajo, olía a rosas ajadas.
Unos tábanos zumbaban pesados, insistentes. Los rayos de sol formaban charcos relucientes
de miel fundida en el suelo, pellizcaban el cristal de las lociones con sus destellos,
y se traslucían a través de la gran cortina de la entrada: una cortina de cuentas
de arcilla enhebradas en cuerdas de bambú que se alternaban con cáñamo más grueso,
y que se desintegraba en un estrépito iridiscente cada vez que alguien la apartaba
a un lado para entrar. Ante él, en el espejo lóbrego, Nikitin vio su propio rostro
atezado, los rizos brillantes y como esculpidos de su pelo, el destello de las tijeras
que chirriaban sobre sus orejas, y sus ojos se concentraron, severos, como ocurre
siempre cuando te miras en el espejo. Había llegado a este antiguo puerto del sur
de Francia el día anterior, desde Constantinopla, donde la vida se le había empezado
a volver insoportable. Aquella mañana había estado en el consulado de Rusia, y en
la oficina de empleo, y había paseado sin rumbo por la ciudad, una ciudad que reptaba
en pendiente hasta el mar por tortuosas callejuelas, y ahora, exhausto, postrado
a causa del calor, había entrado allí a cortarse el pelo y a refrescarse la mente.
El suelo en torno a su sillón estaba ya cubierto por pequeños ratones brillantes
desparramados por todas partes: sus mechones cortados. El barbero tomó la espuma
y la extendió en su mano. Un escalofrío delicioso le recorrió la coronilla al sentir
los dedos del barbero que con firmeza le aplicaban la espesa espuma. A continuación,
un corte helado lo sobresaltó, y una toalla esponjosa le cubrió el rostro y el pelo
mojado.
Abriéndose paso con los hombros por
la ondulante lluvia de la cortina, Nikitin salió a una avenida de considerable pendiente.
El lado de la derecha estaba a la sombra; a la izquierda, un arroyo estrecho parpadeaba
junto a la acera en un tórrido resplandor; una joven de pelo negro, desdentada y
con pecas oscuras, recogía agua del arroyo hirviente en un cubo metálico que guachapeaba;
y el arroyo, el sol, la sombra violeta, todo fluía y se derramaba hacia el mar:
un paso más y, en la distancia, entre unos muros, se perfilaba su brillo compacto
de zafiro. Eran pocos los peatones que caminaban por la zona de sombra. Nikitin
se encontró con un negro que subía vestido con un uniforme colonial, cuyo rostro
parecía un chanclo mojado. En la acera, una silla de paja acogía en su asiento a
un gato que saltó en una especie de bote amortiguado. Una estridente voz provenzal
empezó a charlotear atropelladamente en alguna ventana. Una persiana verde restallaba
contra el marco de su ventana. En un puesto callejero, entre los moluscos púrpura
que olían a algas marinas, los limones disparaban oro granulado.
Al llegar al mar, Nikitin se detuvo
para mirar entusiasmado al denso azul que, en la distancia, se mudaba en plata cegadora,
y también al juego de luces que delicadamente moteaba la gavia de un yate. Luego,
incómodo con el calor, fue en busca de un pequeño restaurante ruso cuya dirección
había anotado antes en un tablón de anuncios del consulado.
El restaurante, como la peluquería,
no estaba demasiado limpio y hacía también mucho calor. Al fondo, en un amplio mostrador,
se veían las frutas y los entremeses a través de olas de un percal grisáceo. Nikitin
se sentó y estiró la espalda; la camisa se le pegaba a la piel. En la mesa vecina
había dos rusos, evidentemente marineros de un barco francés, y, un poco más allá,
un tipo solitario con gafas de montura metálica dorada que no paraba de hacer ruidos
y de sorber la sopa con cada cucharada. La dueña, limpiándose las manos hinchadas
con una toalla, miró al recién llegado con aire maternal. Dos cachorros lanudos
jugaban en el suelo en un revoltijo de cuerpos y patas. Nikitin silbó y una vieja
perra en estado lastimoso llegó hasta él y apoyó el hocico en su regazo.
Uno de los marineros se dirigió a
él en tono pausado y sereno.
–Mándala a paseo. Te llenará de pulgas.
Nikitin acarició la cabeza de la
perra y alzó sus ojos radiantes.
–No les tengo miedo… Constantinopla…
Los cuarteles… Ya se pueden imaginar…
–¿Cuándo llegaste? –preguntó un marinero.
Voz serena. Camiseta de malla. Tranquilo y competente. Pelo negro bien recortado
en la nuca. Frente despejada. Aspecto general decente y plácido.
–Anoche –contestó Nikitin.
El borscht y el vino tinto
peleón lo hicieron sudar aún más. Le agradaba tener la oportunidad de relajarse
y mantener una conversación tranquila. Los rayos de sol, ardientes, penetraban por
el vano de la puerta junto con el brillo del arroyuelo del callejón; desde su esquina
debajo del contador del gas, las gafas del viejo ruso centelleaban.
–¿Busca trabajo? –preguntó el otro
marinero, que era de mediana edad, ojos azules, con un bigote color morsa pálida,
y que también tenía un aspecto limpio y arreglado, al que sin duda contribuían el
sol y el salitre marino.
Nikitin dijo con una sonrisa.
–Naturalmente que estoy buscando
trabajo… Hoy fui a la oficina de empleo… Hay trabajo, necesitan gente para colocar
postes telegráficos, para tejer guindalezas… Pero no acabo de decidirme…
–Ven a trabajar con nosotros –dijo
el hombre moreno–. De fogonero o algo así. Ése sí que es un trabajo de hombres,
te doy mi palabra… ¡Ah, ahora llegas, Lyalya, nuestros más profundos respetos!
Entró una joven con un sombrero blanco
y un rostro dulce, pero sin ningún atractivo especial. Se abrió camino entre las
mesas, sonriendo, primero a los cachorros, y luego a los marineros. Nikitin les
había preguntado algo, pero olvidó su pregunta al mirar a la chica y ver ese movimiento
de sus caderas, en el que reconoció inequívocamente las cadencias de la mujer rusa.
La dueña miró a su hija con ternura, como si estuviera diciendo: “¡Pobrecilla mía,
qué cansada estás!”, porque probablemente había pasado toda la mañana en una oficina,
o en unos almacenes. Había en ella algo conmovedoramente doméstico que te llevaba
a pensar en jabón de violetas o en un campamento de verano en medio de un bosque
de abedules. Ni que decir tiene que Francia ya no estaba al otro lado de la puerta.
Aquellos movimientos cimbreantes… Espejismos solares.
–No, no es nada complicado –seguía
el marinero–. Funciona de la siguiente manera, coges un cubo de hierro y un pozo
de carbón. Empiezas a raspar. Al principio suavemente, de manera que el carbón se
deslice en el cubo por sí mismo, y luego rascas más fuerte. Cuando llenas el cubo
lo pones en una carretilla. Y lo haces rodar hasta el fogonero mayor. Un golpe de
su pala y zas, la puerta del horno queda abierta, un golpe de la misma pala y zas,
ya está dentro el carbón, ya sabes, dispuesto de tal forma en abanico sobre el fuego
que caiga proporcionadamente por todas partes. Trabajo de precisión. No le quites
el ojo a la válvula, y ya sabes, si baja la presión…
En el marco de una de las ventanas
que daba a la calle apareció la cabeza de un hombre vestido de blanco y con un panamá.
–¿Cómo estás, mi querida Lyalya?
Apoyó los codos en el alféizar.
–Claro que hace mucho calor, en ese
lugar es un horno de verdad, vas a trabajar sin ropa, sólo con unos pantalones y
una camiseta de malla. La camiseta está negra cuando acabas de trabajar. Como te
estaba diciendo, hablando de la presión, se forma una especie de “pelo” en el horno,
una especie de incrustación dura como la piedra, que tienes que romper con un atizador
así de largo. Es un trabajo duro. Pero después, cuando saltas a cubierta, el sol
parece fresco incluso cuando estás en los trópicos. Entonces te duchas, y luego
bajas a tu cuarto, directo a tu hamaca, y eso es el cielo, déjame que te diga…
Y mientras tanto, en la ventana:
–E insiste en que me vio en un coche,
¿entiendes? (Lyalya con una voz aguda y toda excitada.)
Su interlocutor, el caballero de
blanco, seguía apoyado en el alféizar, en el exterior, el cuadrado de la ventana
enmarcaba sus hombros redondeados y su rostro afeitado y suave, iluminado parcialmente
por el sol; un ruso que había tenido suerte.
–Y me sigue diciendo que yo llevaba
un vestido color lila, cuando ni siquiera tengo un vestido lila –gritaba Lyalya–,
e insiste: “Zhay voo zasyur”.
El marinero que había estado hablando
con Nikitin se volvió y preguntó:
–¿No sabes hablar ruso?
El hombre de la ventana dijo:
–Conseguí traerte esta música, Lyalya.
¿Te acuerdas?
Y entonces se produjo un aura momentánea,
y parecía que fuera casi deliberada, como si alguien se estuviera divirtiendo inventándose
a esta chica, esta conversación, este pequeño restaurante ruso en un puerto extranjero,
un aura de la cotidiana y querida Rusia provinciana, y en ese preciso momento, y
debido a una milagrosa y secreta asociación mental, el mundo le pareció más grande
a Nikitin, anheló atravesar los océanos, abordar bahías legendarias, escuchar indiscreto
las almas de todas las gentes.
–¿Nos preguntaste cuál era nuestra
ruta? Indochina –dijo espontáneamente el marinero.
Nikitin pensativo sacó un cigarro
de la cigarrera; en la tapa de madera tenía grabada un águila de oro.
–Debe ser maravilloso.
–¿Pues qué pensabas? Claro que lo
es.
–Está bien. Cuéntamelo. Cuéntame
algo de Shanghái o Colombo.
–¿Shanghái? La he visto. Cálidas
lloviznas, arenas rojas. Tan húmeda como un invernadero. De Ceilán, sin embargo,
apenas puedo hablar, no bajé a tierra a visitarla. Me tocaba guardia, sabes.
Con los hombros encogidos, el hombre
de la chaqueta blanca le estaba diciendo algo a Lyalya a través de la ventana, suavemente,
algo que parecía muy importante. Ella escuchaba, con la cabeza inclinada, acariciándole
la oreja a la perra con una mano. La perra, sacando su lengua rosa como el fuego,
jadeando alegre y rápida, miraba por el resquicio soleado de la puerta, debatiendo
probablemente si merecía la pena salir a tumbarse al sol en el quicio caliente.
Y tal parecía que la perra pensara en ruso.
–¿Y dónde tengo que ir a solicitar
ese trabajo? –preguntó Nikitin.
El marinero le guiñó un ojo a su
compañero como diciendo “Ya te lo decía yo, lo convencí”. A continuación dijo:
–Es muy sencillo. Mañana por la mañana
a primera hora, con la fresca, vas al puerto viejo y al muelle dos, donde encontrarás
al Jean-Bart. Habla con el piloto. Creo que te contratarán.
Nikitin se quedó observando con mirada
cándida y también intensa la frente despejada e inteligente de aquel hombre.
–¿Y antes, en Rusia, en qué trabajabas?
–preguntó.
El hombre se encogió de hombros y
torció la boca en una sonrisa.
–¿Que qué es lo que era? Un estúpido
–respondió por él el del bigote caído con su voz de barítono.
Más tarde ambos se levantaron. El
joven sacó la cartera que llevaba metida en los pantalones, detrás de la hebilla
del cinturón, como los marineros franceses. Lyalya se acercó hasta ellos y les dio
la mano (con la palma probablemente un punto húmeda) y algo ocurrió que la llevó
a reírse en tonos agudos. Los cachorros seguían retozando en el suelo. El hombre
de la ventana se dio la vuelta, silbando distraído y tierno. Nikitin pagó y salió
despreocupado al aire libre.
Eran más o menos las cinco de la
tarde. El azul del mar, entrevisto al final de las largas callejuelas, le hacía
daño en los ojos. Las puertas circulares de los baños públicos ardían con el sol.
Volvió a su sórdido hotel y se dejó
caer en la cama estirando despacio tras su nuca sus manos entrelazadas, en un estado
de beatitud provocado por la borrachera solar. Soñó que volvía a ser un oficial,
que caminaba por las colinas de Crimea cubiertas de arbustos de roble y de algodoncillo,
segando a su paso las aterciopeladas cabezas de los cardos. Lo despertó su propia
risa; se despertó y la ventana ya se había tornado azul con el ocaso.
Se asomó al abismo de frescura, meditando:
mujeres que pasean. Algunas de ellas rusas. Qué estrella tan grande.
Se alisó el cabello, se quitó el
polvo de la punta de los zapatos con una esquina de la manta, comprobó que su cartera
seguía en su sitio –sólo le quedaban cinco francos– y salió a vagar por las calles
y a gozar de su solitaria ociosidad.
Con la caída de la noche todo había
cobrado vida. A lo largo de las callejuelas que descendían hasta el mar, había gente
sentada al aire libre, tomando el fresco. Una chica con un pañuelo de lentejuelas…
Unas pestañas que no paraban de bailar… Un tendero con su buena barriga, sobre la
que lucía un chaleco abierto que dejaba escapar el faldón de la camisa, fumaba sentado
a horcajadas en una silla de paja, con los codos apoyados en el respaldo vuelto
contra sí. Unos niños saltaban en cuclillas mientras intentaban que navegaran sus
barquitos de papel a la luz de una farola, en el arroyuelo negro que corría junto
a la estrecha acera. Olía a pescado y a vino. De las tabernas de los pescadores,
que brillaban con un rayo amarillo, llegaba la música de unos organillos, el ruido
de las palmas golpeando las mesas, gritos metálicos. Y, en la parte alta de la ciudad,
a lo largo de la avenida principal, las masas nocturnas paseaban y se reían, y los
finos tobillos de las mujeres junto con los zapatos blancos de los oficiales de
marina brillaban en relámpagos bajo las nubes de acacias. Aquí y allí, como si fuera
un despliegue de llamas de colores de fuegos artificiales que hubieran quedado petrificados,
los cafés resplandecían en el atardecer púrpura. Las mesas circulares desplegadas
allí mismo en la acera, las sombras de los arces reflejándose en los toldos de rayas,
todo ello iluminado desde el interior. Nikitin se detuvo, fantaseando con una jarra
de cerveza, fría como el hielo y consistente. Dentro, junto a las mesas, un violín
desgranaba sus notas como si fueran manos humanas, acompañado del hondo resonar
de las olas de un arpa. Cuanto más banal es la música, más cerca se encuentra del
corazón.
En una de las mesas del exterior
se encontraba una buscona, toda vestida de verde, balanceando la pierna y jugando
con la puntera de su zapato.
Me tomaré esa cerveza, decidió Nikitin.
No, será mejor que no… Y luego, otra vez…
La mujer tenía ojos de muñeca. Había
algo que le resultaba muy familiar en esos ojos, en esas piernas largas y bien torneadas.
Se levantó de repente agarrándose al bolso, como si tuviera prisa por ir a algún
sitio. Llevaba una especie de chaqueta larga de un tejido de seda esmeralda que
se le pegaba a las caderas. Y se fue, entrecerrando los ojos al compás de la música.
Sería una coincidencia extraña, pensó
Nikitin. Algo semejante a una estrella fugaz se precipitó en lo hondo de su memoria,
y, olvidándose de su cerveza, la siguió en su camino a través de una callejuela
oscura y brillante. Una farola alargaba su sombra. La sombra relampagueó al pasar
por un muro y se perdió. Ella caminaba despacio y Nikitin tenía que contener su
paso, temiendo, por alguna razón, alcanzarla.
Sí, no cabe duda… Dios, esto es maravilloso.
La mujer se detuvo en el bordillo
de la acera. Una bombilla carmesí ardía sobre una puerta negra. Nikitin pasó por
delante, volvió, rodeó a la mujer y se detuvo. Con una risa arrullante ella pronunció
un término francés para seducirlo.
En aquella luz macilenta, Nikitin
vio su rostro hermoso y fatigado y el brillo húmedo de sus dientes diminutos.
–Escucha –le dijo en ruso, sencilla
y suavemente–. Nos conocemos desde hace mucho tiempo, así que ¿por qué no hablar
en nuestra lengua?
Ella arqueó las cejas.
–¿Inglés? ¿Hablas inglés?
Nikitin la miró atentamente y luego
repitió con una nota de desesperación.
–Vamos, tú sabes que yo lo sé.
–¿Entonces, eres polaco? –preguntó
la mujer, arrastrando la última sílaba como hacen en el sur.
Nikitin la dejó estar con una sonrisa
sardónica, le embutió en la mano un billete de cinco francos, y desapareció rápidamente
cruzando la plaza. Un instante después oyó unas pisadas rápidas tras de sí, y una
respiración entrecortada, y también el roce de un vestido. Se volvió a mirar. No
había nadie. La plaza estaba oscura y desierta. Una hoja de periódico volaba por
las baldosas de la plaza impulsada por el viento de la noche.
Suspiró, volvió a sonreír una vez
más, se embutió las manos en los bolsillos, y mirando a las estrellas, que lucían
y desaparecían como impulsadas por unos fuelles gigantes, empezó a bajar caminando
hacia el mar. Se sentó en el viejo muelle con los pies colgando sobre el agua, contemplando
el movimiento rítmico de las olas iluminadas por la luna, y se quedó así sentado
durante mucho rato, con la cabeza hacia atrás, apoyada en las palmas de las manos.
Una estrella fugaz cayó despedida,
repentina como un latido perdido del corazón. Una fuerte ráfaga de viento, limpia,
le atravesó el cabello, pálido en el resplandor nocturno.
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