jueves, 27 de febrero de 2025

Alma

Ana Nicholson Leos

 

Mi hermano pensaba que los bebés se compraban en la sección de pañales de los supermercados. Que el bebé que venía en la foto de la caja era el que te llevabas con los pañales. Cuando yo iba a nacer, él quería escogerme hombre. Nunca enseñé el sexo en los ultrasonidos, pero todos me esperaban hombre. Nací chica y no quería comer. Era delicada. Al principio ni mi padre, ni mi hermano me querían cargar. Tenían miedo de que me rompiera. Les molestaba también mi llanto en la casa cuando veían su futbol.

De niña me daban miedo un montón de cosas raras en la noche y corría al cuarto de mi hermano. Él me prestaba una linterna y me dejaba dormir debajo de su cama. Yo sabía que un día iba a ser como él. Ser él y no tener miedo como niñita. Pronto les enseñé que no era delicada. Todos los recesos jugaba futbol. Nunca estaba con las niñitas, siempre estaban asustadas. No jugaba bien fut, pero corría rápido. Llegando de la escuela veía a mi hermano con sus amigos y me juntaba con él. A ellos no les importaba. Yo no era como todas, no me daban miedo las arañas y corría rápido, aunque casi siempre quedaba de portera.

Un día que hizo mucho frío yo pensé que me había cagado. El vientre me había dolido por días. Manché mi ropa interior y me sentía terriblemente idiota por no percatarme de algo así. Le conté a mi mamá, ella me escuchó con gesto extraño y especialmente callada. Al final sólo me dijo “Te llegó la regla”. Yo sabía qué era la regla porque las maestras nos contaron de eso, nos separaron de los hombres y nos dijeron “Se van a volver señoritas”. No dormí esa noche. Al día siguiente mi papá compró un pastel de chocolate e invitó a la abuela y a las tías a la casa, a festejarme. Mi hermano no me veía a los ojos. Él sabía perfectamente que mi cuerpo antes fue débil y patético y ahora era grotesco y exuberante, y nunca dijo nada, porque en verdad no le importaba. Él sabía quién era yo. No me miraba porque sabía que yo tenía pena. Yo no podía creer aquella aberrante humillación. “Señorita” significaba ser mi asquerosa tía Estela, que no se reía para no arrugarse, que estaba sola toda la vida con sus siete perritos que parecían hechos de betún para pastel. Yo tampoco quería verle la cara a nadie.

Ya en la escuela ninguna niña me hablaba y eso estaba bien. Ese mismo año entró Jaime. Él no hablaba con nadie. También las niñas se reían de él. Vivía por la casa. Un día lo invité a jugar “gol-para” con mi hermano y los demás. Mi hermano entendió y no dijo nada, nunca hablamos de más. Jaime era raro, no hablaba nunca y cuando lo hacía sólo decía cosas como “Si lloviera ahora, se le verían las tetas a esa gorda”. Mi hermano dejó de hablarme cuando estaba con él. “Jaime está loco, Alma, y ahora siempre están solos”. Era verdad. A mí también me fastidiaba un poco, pero me daba tristeza.

Conocí a su mamá una tarde que pasó por él y me invitó a comer. Llevaba un vestido ajustado como guante con estampado de cebra. Parecía una mujer salida de los cómics de Condorito. Era sólo senos y boca. Nos sirvió de comer fumando. Todo lo que Jaime tocaba en la mesa era seguido por un “¡No comas eso, gordo de mierda!”, y cada movimiento en falso de un “Eres un imbécil, lento. ¡Fíjate!”. Cuando acabamos de comer le pidió un beso a Jaime. Un beso de agradecimiento. Al abrazarlo le acercó la cabeza al busto y lo toqueteó de manera que me pareció obscena. Me sonrojé. Me excusé y me fui a mi casa.

Le dejé de hablar a Jaime. En realidad él no me buscó. Hasta dos semanas después. Lo vi esperándome en la salida, caminó a mi lado cuando iba a mi casa. Empezó a hablarme muy rápido, a contarme de cómo a su papá lo habían asesinado. Todos los martes comíamos con mi abuela, que vivía al lado. Me quedaba a tutoría de matemáticas y cuando llegaba a la casa nunca había nadie. Los martes me cambiaba a ropa de señorita y alcanzaba a mi familia. Jaime sabía todo esto. Le ofrecí una Coca y la rechazó sin decirme nada. Entré al baño. Al salir él me estaba esperando en la puerta. Me metió la mano a la blusa y me hundió la cara en el pelo. Yo no lo empujé. “¿Te da pena estar conmigo? ¿Y todo lo que te me insinuabas, zorra?”. Y en el pasillo escuché la voz más buena gritando “¿Alma?”. Era mi hermano. Jaime se paró y corrió. Yo no había gritado. Quería que el escusado me tragara y me llevara como mierda al mar a disolverme y luego a llover, muy lejos. Mi hermano me levantó del piso y le contamos a mis papás.

A Jaime lo expulsaron de la escuela, jamás lo volví a ver. Yo volví a tener miedo, ganas de correr debajo de la cama de mi hermano. Yo sabía de dónde venía el miedo: de abajo de mi corpiño. Quiero extirpármelo de una vez por todas, como el cáncer que le quitaron del pie a mi papá. Todo el tiempo supe de dónde venía el miedo, venía de este cuerpo en el cual nací. A mí me esperaron hombre y yo sólo sé ser así.

 

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