Ana Nicholson Leos
Mi
hermano pensaba que los bebés se compraban en la sección de pañales de los supermercados.
Que el bebé que venía en la foto de la caja era el que te llevabas con los pañales.
Cuando yo iba a nacer, él quería escogerme hombre. Nunca enseñé el sexo en los
ultrasonidos, pero todos me esperaban hombre. Nací chica y no quería comer. Era
delicada. Al principio ni mi padre, ni mi hermano me querían cargar. Tenían
miedo de que me rompiera. Les molestaba también mi llanto en la casa cuando
veían su futbol.
De niña me daban miedo un montón de cosas
raras en la noche y corría al cuarto de mi hermano. Él me prestaba una linterna y me dejaba dormir debajo de su cama. Yo sabía
que
un día iba a ser como él. Ser él y no
tener miedo como
niñita. Pronto les enseñé que no
era delicada. Todos los recesos jugaba
futbol.
Nunca estaba con las niñitas, siempre estaban asustadas. No jugaba bien fut, pero corría rápido. Llegando de la escuela veía a mi hermano con sus
amigos y me juntaba con él. A
ellos no les importaba. Yo no era como todas, no me daban miedo las arañas y corría rápido, aunque casi siempre quedaba
de portera.
Un día que hizo
mucho frío yo pensé que me
había cagado.
El vientre me había dolido por días. Manché mi ropa interior y me sentía
terriblemente idiota por no percatarme de algo así. Le conté a mi mamá, ella me
escuchó con gesto extraño y especialmente callada. Al final sólo me dijo “Te
llegó la regla”. Yo sabía qué era la regla porque las maestras nos contaron de
eso, nos separaron de los hombres y nos dijeron “Se van a volver señoritas”. No
dormí esa noche. Al día siguiente mi papá compró un pastel de chocolate e
invitó a la abuela y a las tías a la casa, a festejarme. Mi hermano no me veía
a los ojos. Él sabía perfectamente que mi cuerpo antes fue débil y patético y
ahora era grotesco y exuberante, y nunca dijo nada, porque en verdad no le
importaba. Él sabía quién era yo. No me miraba porque sabía que yo tenía pena. Yo
no podía creer aquella aberrante humillación. “Señorita” significaba ser mi asquerosa
tía Estela, que no se reía para no arrugarse, que estaba sola toda la vida con sus
siete perritos que parecían hechos de betún para pastel. Yo tampoco quería verle
la cara a nadie.
Ya en la escuela ninguna niña
me hablaba y eso estaba bien. Ese mismo año entró Jaime. Él
no hablaba con nadie. También las niñas se reían de él. Vivía por la casa. Un
día lo invité a jugar “gol-para” con mi hermano y los demás. Mi hermano
entendió y no dijo nada, nunca hablamos de más. Jaime era raro, no hablaba
nunca y cuando lo hacía sólo decía cosas como “Si lloviera ahora, se le verían las tetas a esa gorda”. Mi hermano dejó
de hablarme cuando estaba con él. “Jaime está loco, Alma, y ahora siempre están solos”. Era verdad. A mí también me fastidiaba un poco, pero me daba tristeza.
Conocí a su mamá
una
tarde que pasó por él
y me
invitó a comer. Llevaba un vestido ajustado como guante con estampado de cebra. Parecía una mujer salida de los cómics de Condorito. Era sólo
senos y boca. Nos sirvió de comer fumando. Todo
lo que Jaime tocaba en la mesa era seguido
por
un “¡No comas eso, gordo de mierda!”,
y cada movimiento en falso de un “Eres un imbécil, lento. ¡Fíjate!”. Cuando acabamos de comer le pidió un beso a Jaime. Un beso de agradecimiento. Al
abrazarlo le acercó la cabeza al busto y lo toqueteó de manera que me pareció
obscena. Me sonrojé. Me excusé y me fui a mi casa.
Le dejé de hablar a Jaime. En realidad él
no me buscó. Hasta dos semanas después. Lo vi esperándome en la salida, caminó
a mi lado cuando iba a mi casa. Empezó a hablarme muy rápido, a contarme de
cómo a su papá lo habían asesinado. Todos los martes comíamos con mi abuela, que
vivía al lado. Me quedaba a tutoría de matemáticas y cuando llegaba a la casa
nunca había nadie. Los martes me cambiaba a ropa de señorita y alcanzaba a mi
familia. Jaime sabía todo esto. Le ofrecí una Coca y la rechazó sin decirme
nada. Entré al baño. Al salir él me estaba esperando en la puerta. Me metió la
mano a la blusa y me hundió la cara en el pelo. Yo no lo empujé. “¿Te da pena
estar conmigo? ¿Y todo lo que te me insinuabas, zorra?”. Y en el pasillo
escuché la voz más buena gritando “¿Alma?”. Era mi hermano. Jaime se paró y
corrió. Yo no había gritado. Quería que el escusado me tragara y me llevara
como mierda al mar a disolverme y luego a llover, muy lejos. Mi hermano me
levantó del piso y le contamos a mis papás.
A Jaime lo expulsaron de la escuela, jamás
lo volví a ver. Yo volví a tener miedo, ganas de correr debajo de la cama de mi
hermano. Yo sabía de dónde venía el miedo: de abajo de mi corpiño. Quiero extirpármelo
de una vez por todas, como el cáncer que le quitaron del pie a mi papá. Todo el
tiempo supe de dónde venía el miedo, venía de este cuerpo en el cual nací. A mí
me esperaron hombre y yo sólo sé ser así.
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