Javier Marías
Mi
mujer se había sentido indispuesta y habíamos regresado apresuradamente a la
habitación del hotel, donde ella se había acostado con escalofríos y un poco de
náusea y un poco de fiebre. No quisimos llamar enseguida a un médico por ver si
se le pasaba y porque estábamos en nuestro viaje de novios, y en ese viaje no
se quiere la intromisión de un extraño, aunque sea para un reconocimiento.
Debía de ser un ligero mareo, un cólico, cualquier cosa. Estábamos en Sevilla,
en un hotel que quedaba resguardado del tráfico por una explanada que lo
separaba de la calle.
Mientras mi mujer se dormía (pareció dormirse
cuando la acosté y la arropé), decidí mantenerme en silencio, y la mejor manera
de lograrlo y no verme tentado a hacer ruido o hablarle por aburrimiento era
asomarme al balcón y ver pasar a la gente, a los sevillanos, cómo caminaban y
cómo vestían, cómo hablaban, aunque, por la relativa distancia de la calle y el
tráfico, no oía más que un murmullo. Miré sin ver, como mira quien llega a una
fiesta en la que sabe que la única persona que le interesa no estará allí
porque se quedó en casa con su marido. Esa persona única estaba conmigo, a mis
espaldas, velada por su marido. Yo miraba hacia el exterior y pensaba en el
interior, pero de pronto individualicé a una persona, y la individualicé porque
a diferencia de las demás, que pasaban un momento y desaparecían, esa persona
permanecía inmóvil en su sitio. Era una mujer de unos treinta años de lejos,
vestida con una blusa azul sin apenas mangas y una falda blanca y zapatos de
tacón también blancos. Estaba esperando, su actitud era de espera inequívoca,
porque de vez en cuando daba dos o tres pasos a derecha o izquierda, y en el
último paso arrastraba un poco el tacón afilado de un pie o del otro, un gesto
de contenida impaciencia. Colgado del brazo llevaba un gran bolso, como los que
en mi infancia llevaban las madres, mi madre, un gran bolso negro colgado del
brazo anticuadamente, no echado al hombro como se llevan ahora. Tenía unas
piernas robustas, que se clavaban sólidamente en el suelo cada vez que volvían
a detenerse en el punto elegido para su espera tras el mínimo desplazamiento de
dos o tres pasos y el tacón arrastrado del último paso. Eran tan robustas que
anulaban o asimilaban esos tacones, eran ellas las que se hincaban sobre el
pavimento, como navaja en madera mojada. A veces flexionaba una para mirarse
detrás y alisarse la falda, como si temiera algún pliegue que le afeara el culo,
o quizá se ajustaba las bragas rebeldes a través de la tela que las cubría.
Estaba anocheciendo, y la
pérdida gradual de la luz me hizo verla cada vez más solitaria, más aislada y
más condenada a esperar en vano. Su cita no llegaría. Se mantenía en medio de
la calle, no se apoyaba en la pared como suelen hacer los que aguardan para no
entorpecer el paso de los que no esperan y pasan, y por eso tenía problemas
para esquivar a los transeúntes, alguno le dijo algo, ella le contestó con ira
y le amagó con el bolso enorme.
De repente alzó la vista, hacia el tercer piso en
que yo me encontraba, y me pareció que fijaba los ojos en mí por primera vez.
Escrutó, como si fuera miope o llevara lentillas sucias, guiñaba un poco los
ojos para ver mejor, me pareció que era a mí a quien miraba. Pero yo no conocía
a nadie en Sevilla, es más, era la primera vez que estaba en Sevilla, en mi
viaje de novios con mi mujer tan reciente, a mi espalda, enferma, ojalá no
fuera nada. Oí un murmullo procedente de la cama, pero no volvía la cabeza
porque era un quejido que venía del sueño, uno aprende a distinguir enseguida
el sonido dormido de aquel con quien duerme. La mujer había dado unos pasos,
ahora en mi dirección, estaba cruzando la calle, sorteando los coches sin
buscar un semáforo, como si quisiera aproximarse rápido para comprobar, para
verme mejor a mi balcón asomado. Sin embargo, caminaba con dificultad y
lentitud, como si los tacones le fueran desacostumbrados o sus piernas no
estuvieran hechas para ellos, o la desequilibrara el bolso o estuviera mareada.
Andaba como había andado mi mujer al sentirse indispuesta, al entrar en la
habitación, yo la había ayudado a desvestirse y a meterse en la cama, la había
arropado. La mujer de la calle acabó de cruzar, ahora estaba más cerca pero
todavía a distancia, separada del hotel por la amplia explanada que lo alejaba
del tráfico. Seguía con la vista alzada, mirando hacia mí o a mi altura, la
altura del edificio a la que yo me hallaba. Y entonces hizo un gesto con el
brazo, un gesto que no era de saludo ni de acercamiento, quiero decir de
acercamiento a un extraño, sino de apropiación y reconocimiento, como si fuera
yo la persona a quien había aguardado y su cita fuera conmigo. Era como si con
aquel gesto del brazo, coronado por un remolino veloz de los dedos, quisiera
asirme y dijera: “Tú, ven acá” o “Eres mío”. Al mismo tiempo gritó algo que no
pude oír, y por el movimiento de los labios sólo comprendí la primera palabra,
que era “¡Eh!”, dicha con indignación, como el resto de la frase que no me
alcanzaba. Siguió avanzando, ahora se tocó la falda por detrás con más motivo,
porque parecía que quien debía juzgar su figura ya estaba ante ella, el
esperado podía apreciar ahora la caída de aquella falda. Y entonces ya pude oír
lo que estaba diciendo: “¡Eh! ¿Pero qué haces ahí?” El grito era muy audible
ahora, y vi a la mujer mejor. Quizá tenía más de treinta años, los ojos aún
guiñados me parecieron claros, grises o color ciruela, los labios gruesos, la
nariz algo ancha, las aletas vehementes por el enfado, debía de llevar mucho
tiempo esperando, mucho más tiempo del transcurrido desde que yo la había
individualizado. Caminaba trastabillada y tropezó y cayó al suelo de la
explanada, manchándose en seguida la falda blanca y perdiendo uno de los
zapatos. Se incorporó con esfuerzo, sin querer pisar el pavimento con el pie
descalzo, como si temiera ensuciarse también la planta ahora que su cita había
llegado, ahora que debía tener los pies limpios por si se los veía el hombre
con quien había quedado. Logró calzarse el zapato sin apoyar el pie en el
suelo, se sacudió la falda y gritó: “¡Pero qué haces ahí! ¿Por qué no me has
dicho que ya habías subido? ¿No ves que llevo una hora esperándote?” (lo dijo
con acento sevillano llano, con seseo). Y al tiempo que decía esto, volvió a
hacer el gesto del asimiento, un golpe seco del brazo desnudo en el aire y el
revoloteo de los dedos rápidos que lo acompañaba. Era como si me dijera “Eres
mío” o “Yo te mato”, y con su movimiento pudiera cogerme y luego arrastrarme,
una zarpa. Esta vez gritó tanto y ya estaba tan cerca que temí que pudiera
despertar a mi mujer en la cama.
–¿Qué pasa? –dijo mi mujer débilmente.
Me volví, estaba incorporada en la cama, con ojos
de susto, como los de una enferma que se despierta y aún no ve nada ni sabe
dónde está ni por qué se siente tan confusa. La luz estaba apagada. En aquellos
momentos era una enferma.
–Nada, vuelve a dormirte –contesté yo.
Pero no me acerqué a acariciarle el pelo o
tranquilizarla, como habría hecho en cualquier otra circunstancia, porque no
podía apartarme del balcón, y apenas apartar la vista de aquella mujer que
estaba convencida de haber quedado conmigo. Ahora me veía bien, y era indudable
que yo era la persona con la que había convenido una cita importante, la
persona que la había hecho sufrir en la espera y la había ofendido con mi
prolongada ausencia. “¿No me has visto que te estaba esperando ahí desde hace
una hora? ¡Por qué no me has dicho nada!”, chillaba furiosa ahora, parada ante
mi hotel y bajo mi balcón. “¡Tú me vas a oír! ¡Yo te mato!”, gritó. Y de nuevo
hizo el gesto con el brazo y los dedos, el gesto que me agarraba.
–¿Pero qué pasa? –volvió a preguntar mi mujer,
aturdida, desde la cama.
En ese momento me eché hacia atrás y entorné las
puertas del balcón, pero antes de hacerlo pude ver que la mujer de la calle,
con su enorme bolso anticuado y sus zapatos de tacón de aguja y sus piernas
robustas y sus andares tambaleantes, desaparecía de mi campo visual porque
entraba ya en el hotel, dispuesta a subir en mi busca y a que tuviera lugar la
cita. Sentí un vacío al pensar en lo que podría decirle a mi mujer enferma para
explicar la intromisión que estaba a punto de producirse. Estábamos en nuestro
viaje de novios, y en ese viaje no se quiere la intromisión de un extraño,
aunque yo no fuera un extraño, creo, para quien ya subía por las escaleras.
Sentí un vacío y cerré el balcón. Me preparé para abrir la puerta.
No hay comentarios:
Publicar un comentario