Leopoldo Alas “Clarín”
Llovía
a cántaros y un viento furioso, que Chiripa no sabía que se llamaba el Austro, barría
el mundo, implacable; despojaba de transeúntes las calles como una carga de caballería,
y torciendo los chorros que caían de las nubes, los convertía en látigos que azotaban
oblicuos. Ni en los porches ni en los portales valía guarecerse, porque el viento
y el agua los invadían; cada mochuelo se iba a su olivo; se cerraban puertas con
estrépito; poco a poco se apagaban los ruidos de la ciudad industriosa, y los elementos
desencadenados campaban por sus respetos, como ejército que hubiera tomado la plaza
por asalto. Chiripa, a quien había sorprendido la tormenta en el Gran Parque, tendido
en un banco de madera, se había refugiado primero bajo la copa de un castaño de
Indias, y en efecto, se había mojado ya las dos veces de que habla el refrán; después
había subido a la plataforma del quiosco de la música, pero bien pronto le arrojó
de allí a latigazo limpio el agua pérfida, que se agachaba para azotarle de lado,
con las frías punzadas de sus culebras cristalinas. Parecía besarle con lascivia
la carne pálida que asomaba aquí y allí entre los remiendos del traje, que se caía
a pedazos. El sombrero, duro y viejo, de forma de queso, de un color que hacía dudar
si los sombreros podrían tener bilis, porque de negro había venido a dar un amarillento,
como si padeciese ictericia, semejaba la fuente de la Alcachofa, rodeado de surtidores;
y en cuanto a los pies, calzados con alpargatas que parecían de terracota, al levantarse
del suelo tenían apariencias de raíces de árbol, semovientes. Sí, parecía Chiripa
un mísero arbolillo o arbusto, de cuyas cañas mustias y secas pendían míseros harapos
puestos a… mojarse o para convertir la planta muerta en espantapájaros que andaba
y corría, huyendo de la intemperie.
Tenía Chiripa cuarenta años, y tan poco había adelantado
en su carrera de mozo de cordel, que la tenía casi abandonada, sin ningún género
de derechos pasivos. Por eso andaba tan mal de fondos, y por eso aquella misma y
trágica mañana le habían echado del infame zaquizamí en que dormía; porque se habían
cansado de sus escándalos de transnochador intemperante que no paga la posada en
años y más años.
–Bueno, peor para ellos –se había dicho Chiripa sin saber
lo que decía, y tendiéndose en el banco del paseo público, donde creyó hacer los
huesos duros, hasta que vino a desengañarle la furia del cielo.
Así como los economistas dicen que la ley del trabajo
es la satisfacción de las necesidades con el mínimo esfuerzo, Chiripa, vagamente
pensaba que lo del mínimo esfuerzo era lo principal, y que a él habían de amoldarse
también las necesidades, siendo mínimas. Era muy distraído y bastante borracho;
dormía mucho, y como tenía el estómago estropeado le dejaba vivir de ilusiones,
de flatos y malos sabores, comida ruin y fría y mucho líquido tinto, y blanco si
era aguardiente. Vestía de lo que dejaban otros miserables por inservible, y con
el orgullo de esa parsimonia en los gastos, se creía con derecho a no echar mano
a un baúl sino de Pascuas a Ramos y cuando una peseta era absolutamente necesaria.
Un día, viendo pasar una manifestación de obreros, a cuyo
frente marchaba un estandarte que decía: “¡Ocho horas de trabajo”, Chiripa estremeciéndose,
pensó: “¡Rediós, ocho horas de trabajo; y para eso tiran bombas! Con ocho horas
tengo yo para toda la temporada de verano, que es la de más apuro, por los bañistas”.
En llevando dos reales en el bolsillo, Chiripa no podía
con una maleta, ni apenas tenerse derecho.
Pero tenía un valor pasivo, para el hambre y para el frío,
que llegaba a heroico.
Generalmente andaba taciturno, tristón, y creía, con cierta
vanidad, en su mala estrella, que él no llamaba así, tan poéticamente, sino la aporreada…
en fin, una barbaridad.
Su apodo, “Chiripa” (el apellido no lo recordaba); el
nombre debía ser Bernardo, aunque no lo juraría), lo tenía desde la remota infancia,
sin que él supiera por qué, como no saben los perros por qué los llaman Nelson,
Ney o Muley; si él supiera lo que era sarcasmo por tal tendría su mote porque sería
el hombre menos chiripero del mundo. Ello era que hacía unos treinta años (todos
de hambre y de frío) eran tres notabilidades callejeras, especie de mosqueteros
del hampa, Pipí, Chiripa y Pijueta. La historia trágica de Pipí ya sabía Chiripa
que había salido en papeles, pero la suya no saldría, porque él había sobrevivido
a su gloria. Sus gracias de pillete infantil ya nadie las recordaba; su fama, que
era casi disculpa para sus picardías, había muerto, se había desvanecido, como si
los vecinos del pueblo, envejeciendo, se hubieran vuelto malhumorados y no estuvieran
para bromas. Ya él mismo se guardaba de disculpar sus malas obras y su holgazanería
como gatadas de pillo célebre, como cosas de chiripa.
“¡Bah!, el mundo era malo; y, si te vi, no me acuerdo”.
Veía pasar, ya llenos de canas, a los señoritos que antaño reían sus travesuras
y le pagaban sus vicios precoces; pero no se acercaba a pedirles ni un perro chico,
porque no querrían ni reconocerle.
Que estaba solo en la tierra, bien lo sabía él. A veces
se le antojaba que un periódico, o un libro viejo y sobado que oía deletrear a un
obrero, hubiera sido para él un buen amigo; pero no sabía leer. No sabía nada. Se
arrimaba a la esquina de la plaza, donde otros perdían el tiempo fingiendo esperar
trabajo, y oía, silencioso, conversaciones más o menos incoherentes acerca de política
o de la cuestión social. Nunca daba su opinión, pero la tenía. La principal era
considerar un gran desatino el pedir ocho horas de trabajo. Prefería oír disparates,
que le leyeran los papeles. Entonces atendía más. Aquello solía estar mejor hilvanado.
Pero ni siquiera los de las letras de molde daban en el quid. Todos se quejaban
de que se ganaba poco; todos decían que el jornal no bastaba para las necesidades…
Había exageración; ¡si fueran como él, que vivía casi de nada! Oh, si él trabajara
aquellas ocho horas que los demás pedían como mínimum (él no pensaba mínimum, por
supuesto), se tendría por millonario con lo que entonces ganaría. “Todo se volvía
pedir instrumentos de trabajo, tierra, máquinas, capital… para trabajar. ¡Rediós
con la manía!” Otra cosa les faltaba a los pobres que nadie echaba de menos: consideración,
respeto, a lo que Chiripa, con una palabra que había inventado él para sus meditaciones
de filósofo de cordel, llamaba alternancia. ¿Qué era la alternancia? Pues
nada; lo que había predicado Cristo, según había oído algunas veces; aquel Cristo
a quien él solo conocía, no para servirle, sino para llenarle de injurias, sin mala
intención, por supuesto, sin pensar en ÉL; por hablar como hablaban los demás, y
blasfemar como todos. La alternancia era el trato fino, la entrada libre en todas
partes, el vivir mano a mano con los señores y entender la letra, y entrar en el
teatro, aunque no se tuviera dinero, lo cual no tenía nada que ver con la gana de
ilustrarse y divertirse. La alternancia era no excluir de todos los sitios amenos
y calientes y agradables al hombre cubierto de andrajos, sólo por los andrajos.
Ya que por lo visto iba para largo lo de que todos fuéramos iguales tocante al cunquibus,
o sean los cuartos, la moneda, y pudiera cada quisque vestir con decencia y con
ropa estrenada en su cuerpo; ya que no había bastante dinero para que a todos les
tocase algo… ¿por qué no se establecía la igualdad y la fraternidad en todo lo demás,
en lo que podía hacerse sin gastos, como era el llamarse ricos y pobres de tú, y
convidarse a una copa, y enseñar cada cual lo que supiera a los pobres, y saludarlos
con el sombrero, y dejarles sentarse junto al fuego, y pisar alfombras, y ser diputados
y obispos, y en fin, darse la gran vida sin ofender, y hasta lavándose la cara a
veces, si los otros tenían ciertos escrúpulos? Eso era la alternancia; eso había
creído él que era el cristianismo y la democracia, y eso debía ser el socialismo…
como ello mismo lo decía: socialismo… cosa de sociedad, de trato, de juntarse… alternancia.
***
Salió del quiosco de la música al escape, hecho una sopa, echando chispas
contra el fundador de la alternancia y contra su padre, y se metió en la población
en busca de mejor albergue. Pero todo estaba cerrado. A lo menos, cerrado para él.
Pasó junto a un café: no osó entrar. Aquello era público, pero a Chiripa le echarían
los mozos en cuanto advirtiesen que iba tan sucio, tan harapiento, que daba lástima,
y que no iba a hacer el menor gasto. A un mozo de cordel en activo le dejarían entrar,
pero a él, que estaba reducido a la categoría de pordiosero… honorario, porque no
pedía limosna, aunque el uniforme era de eso, a él le echarían poco menos que a
palos. Lo sabía por experiencia… Pasó junto al Gobierno de provincia, donde estaba
la prevención. Aquí me admitirían si estuviera borracho, pero en mi sano juicio
y sin alguna fechoría, de ningún modo. No sabía Chiripa qué era todo lo demás que
había en aquel caserón tan grande; para él, todo era prevención; cosas para prender,
o echar multas, o tallar a los chicos y llevarlos a la guerra. Pasó junto a la Universidad,
en cuyo claustro se paseaban, mientras duraba la tormenta, algunos magistrados que
no tenían qué hacer en la Audiencia. No se le ocurrió entrar allí. Él no sabía leer
siquiera, y allí dentro todos eran sabios. También le echarían los porteros. Pasó
junto a la Audiencia… pero no era hora de oír a los testigos falsos, única misión
decorosa que Chiripa podría llevar allí, pues la de acusado, no lo era. Como testigo
falso, sin darse cuenta de su delito, había jurado allí varias veces decir la verdad…
de lo que le habían mandado decir. Vagamente se daba cuenta de que aquello estaba
mal hecho, pero ¡era por unos motivos tan complicados! Además, cuando señoritos
como el abogado, y el escribano, y el procurador, y el ricacho le venían a pedir
su testimonio, no sería la cosa tan mala; pues en todo el pueblo pasaban por caballeros
los que le mandaban declarar lo que, después de todo, sería cierto cuando ellos
lo decían.
Pasó junto a la Biblioteca. También era pública, pero
no para los pobres de solemnidad, como él lo parecía. El instinto le decía que de
aquel salón tan caliente, gracias a dos chimeneas que se veían desde la calle, le
echarían también. Temerían que fuese a robar libros.
Pasó por el Banco, por el cuartel, por el teatro, por
el hospital… todo era lo mismo, para él cerrado. En todas partes había hombres con
gorra de galones para eso, para no dejar entrar a los Chiripas.
En las tiendas podía entrar… a condición de salir inmediatamente;
en cuanto se averiguaba que no tenía que comprar cosa alguna, y eso que de todas
le faltaban. En las tabernas, algo por el estilo. ¡Ni en las tabernas había para
él alternancia!
Y, a todo esto, el cielo desplomándose en chubascos, y
él temblando de frío… calado hasta los huesos… Solo Chiripa corría por las calles,
como perseguido por el agua y el viento.
Llegó junto a una iglesia. Estaba abierta. Entró, anduvo
hasta el altar mayor sin que nadie le dijera nada. Un sacristán o cosa así cruzó
a su lado la nave y le miró sin extrañar su presencia, sin recelo, como a uno de
tantos fieles. Allí cerca, junto al púlpito de la Epístola, vio Chiripa otro pordiosero,
de rodillas, abismado en la oración; era un viejo de barba blanca que suspiraba
y tosía mucho. El templo resonaba con los chasquidos de la tos; cosa triste, molesta,
que debía de importunar a los demás devotos esparcidos por naves y capillas; pero
nadie protestaba, nadie paraba mientes en aquello.
Comparada con la calle, la iglesia estaba templada. Chiripa
empezó a sentirse menos mal. Entró en una capilla y se sentó en un banco. Olía bien
“Era incienso, o cera, o todo junto y más: olía a recuerdos de chico”. El chisporroteo
de las velas tenía algo de hogar; los santos, quietos, tranquilos, que le miraban
con dulzura, le eran simpáticos. Un obispo, con un sombrero de pastor en la mano,
parecía saludarle, diciendo: “¡Bien venido, Chiripa!” Él, en justo pago, intentó
santiguarse, pero no supo.
No sabía nada. Cuando la oscuridad de la capilla se fue
aclarando a sus ojos, ya acostumbrados a la penumbra, distinguió al grupo de mujeres
que en un rincón arrodilladas formaban corro junto a un confesionario. De vez en
cuando un bulto negro se separaba del grupo y se acercaba al armatoste, del cual
se apartaba otro bulto semejante.
“Ahí dentro habría un carca”, pensó Chiripa, sin ánimo
de ofender al clero, creyendo sinceramente que carca valía tanto como “sacerdote”.
Le iba gustando aquello. “Pero ¡qué paciencia necesitaba
aquel señor para aguantar tanto tiempo dentro del armario! ¿Cuánto cobraría por
aquello? Por de pronto, nada. Las beatas se iban sin pagar”.
“Y nada. A él no lo echaban de allí”. Cuando la capilla
fue quedando más despejada, pues las beatas que despachaban, a poco salían, Chiripa
notó que las que aún quedaban se fijaban en su presencia. “¿Si estaré faltando?”
pensó y por si acaso, se puso de rodillas. El ruido que hizo sobre la tarima llamó
la atención del confesor, que asomó la cabeza por la portezuela que tenía delante
y miró con atención a Chiripa.
“¿Iría a echarle?” Nada de eso. En cuanto el cura despachó
a la penitente que tenía al otro lado del ventanillo con celosías, se asomó otra
vez a la portezuela y con la mano hizo seña a Chiripa.
“¿Es a mí?”, pensó el exmozo de cordel.
A él era. Se puso colorado, cosa extraordinaria.
“¡Tiene gracia!”, se dijo, pero con gran satisfacción,
esponjándose. Le llamaban a él creyendo que iba a confesarse, y le hacían pasar
delante de las señoritas aquellas que estaban formando cola. ¡Cuánto honor para
un Chiripa! En la vida le habían tratado así.
El cura insistió en su gesto, creyendo que Chiripa no
lo notaba.
“¿Por qué no? –se dijo el perdis–. Por probar de todo.
Aquí no es como en el Ayuntamiento, donde yo quería que me diesen voto, pa
ver lo que era eso del sufragio, y resultó que, aunque era para todos, para mí no
era, no sé por qué tiquismiquis del padrón o su madre.
Y se levantó, y se fue a arrodillar en el sitio que dejaba
libre la penitente.
–Por ahí, no; por aquí –dijo el sacerdote haciendo arrodillarse
a Chiripa delante de sus rodillas.
El miserable sintió una cosa extraña en el pecho y calor
en las mejillas, entre vergüenza y desconocida ternura.
–Hijo mío, rece usted el acto de contrición.
–No lo sé –contestó Chiripa humilde, comprendiendo que
allí había que decir la verdad… verdadera, no como en la Audiencia. Además, aquello
del hijo mío le había llegado al alma, y había que tomar la cosa en serio.
El cura le fue ayudando a recitar el Señor mío Jesucristo.
–¿Cuánto tiempo hace que se ha confesado?
–Pues… toa la vida.
–¡Cómo!
–Que nunca.
Era un monte virgen de impiedad inconsciente. No tenía
más que el bautismo; a la confirmación no había llegado. Nadie se había cuidado
de su salvación, y él sólo había atendido, y mal, a no morirse de hambre.
El cura, varón prudente y piadoso, le fue guiando y enseñando
lo que podía en tan breve término. Chiripa no resultaba un gran pecador más que
desde el punto de vista de los pecados de omisión; fuera de eso, lo peor que tenía
eran unas cuantas borracheras empalmadas, y la pícara blasfemia, tan brutal como
falta de intención impía. Pero si jamás había confesado sus culpas, penitencia no
le había faltado. Había ayunado bastante, y el frío y el agua y la dureza del santo
suelo habían mortificado sus carnes no poco. En esa parte era recluta disponible
para la vida del yermo; tenía cuerpo de anacoreta.
Poco a poco el corazón de Chiripa fue tomando parte en
aquella conversación que el clérigo tan en serio y con toda buena fe procuraba.
El corazón se convertía mucho mejor que la cabeza, que era muy dura y no entendía.
El clérigo le hacía repetir protestas de fe, de adhesión
a la Iglesia, y Chiripa lo hacía todo de buen grado. Pero quiso el cura algo más:
que él espontáneamente expresara a su modo lo que sentía, su amor y fidelidad a
la religión en cuyo seno se le albergaba. Entonces Chiripa, después de pensarlo,
exclamó como inspirado:
–¡Viva Carlos Sétimo!
–¡No, hombre; no es eso!… No tanto –dijo el confesor sonriendo.
–Como a los carcas los llaman clerófobos….
–¡Tampoco, hombre!…
–Bueno, a los curas…
En fin, aplazando las cuestiones de pura forma y lenguaje,
se convino en que Chiripa seguiría las lecciones del nuevo amigo en aquel templo
que había estado abierto para él cuando se le cerraban todas las puertas; allí donde
se había librado de los latigazos del aire y del agua.
–¿Conque te has hecho monago, Chiripa? –le decían otros
hambrientos, burlándose de la seriedad con que, días y días, seguía tomando su conversión
el pobre diablo.
Y Chiripa contestaba:
–Sí, no me avergüenzo; me he pasao a la Iglesia,
porque allí, a lo menos, hay… alternancia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario