Giovanni Guareschi
Yo
vivía en Bosque Grande, en la Basa, con mi padre, mi madre y once hermanos. Yo,
que era el mayor, tocaba apenas los doce años, y Quico, que era el menor,
apenas contaba dos. Mi madre me daba todas las mañanas una cesta de pan y un
saquito de miel de castañas dulces; mi padre nos ponía en fila en la era y nos
hacía decir en voz alta el Padrenuestro; luego marchábamos con Dios y
regresábamos al anochecer.
Nuestros
campos no acababan nunca y habríamos podido correr todo el día sin salir de sus
lindes. Mi padre no hubiera dicho una palabra si le hubiéramos pisoteado una
hectárea de trigo en brote o si le hubiéramos arrancado una hilera de vides.
Sin embargo, siempre íbamos fuera, y no nos sobraba el tiempo para nuestras
fechorías. También Quico, que tenía dos años, la boca pequeñita y rosada, los
ojos grandes, de largas cejas, y ricitos que le caían sobre la frente como a un
angelito, no se dejaba escapar un ansarón cuando lo tenía a tiro.
Todas las
mañanas, a poco de haber partido nosotros, llegaban a nuestra granja viejas con
canastos llenos de anserinos, pollas y pollitos asesinados, y mi madre por cada
cabeza muerta daba una viva. Teníamos mil gallinas escarbando por nuestros
campos, pero cuando queríamos poner algún pollo a hervir en la olla, era
preciso comprarlo.
Mi madre,
entre tanto, seguía cambiando ansarones vivos por ansarones muertos.
Mi padre ponía
cara seria, se ensortijaba los largos bigotes e interrogaba rudamente a las
mujerucas para saber si recordaban quién de los doce había sido el culpable.
Cuando alguna
le decía que había sido Quico, el más pequeñín, mi padre se hacía contar tres o
cuatro veces la historia, y cómo había hecho para tirar la piedra, y si era una
piedra grande, y si había acertado el ansarón al primer tiro.
Estas cosas
las supe mucho tiempo después: entonces no nos preocupaban. Recuerdo que una
vez, mientras yo, después de haber lanzado a Quico contra un ganso que se
paseaba como un estúpido por un pradecito pelado, estaba apostado con mis otros
diez hermanos detrás de unas matas, vi a mi padre a veinte pasos de distancia,
fumando su pipa a la sombra de una gruesa encina.
Cuando Quico
hubo despachado el ganso, mi padre se marchó tranquilamente con las manos en
los bolsillos, y yo y mis hermanos dimos gracias al buen Dios.
–No se ha dado
cuenta –dije en voz baja a mis hermanos. Pero entonces yo no podía comprender
que mi padre nos había seguido toda la mañana, ocultándose como un ladrón, nada
más que para ver cómo mataba Quico los gansos.
Pero me estoy
saliendo del sembrado. Es el defecto de quien tiene demasiados recuerdos.
Debo decir que
Bosque Grande era un pueblo donde nadie moría, por virtud del aire
extraordinario que allí se respiraba. En Bosque Grande, por lo tanto, parecía
imposible que un niño de dos años pudiera enfermarse. Sin embargo, Quico
enfermó seriamente. Una tarde, a tiempo ya de regresar a casa, Quico se echó
repentinamente al suelo y comenzó a llorar. Al cabo de un rato dejó de llorar y
se quedó dormido. No hubo modo de despertarlo. Lo alcé en brazos y sentí que
ardía. Parecía de fuego. Todos entonces tuvimos un miedo terrible. Caía el sol,
y el cielo estaba negro y rojo; las sombras se hacían largas. Abandonamos a
Quico entre los pastos y huimos gritando y llorando como si algo terrible y
misterioso nos persiguiera.
–¡Quico duerme
y quema! ¡Quico tiene fuego en la cabeza! –sollocé cuando llegué donde estaba
mi padre.
Mi padre, lo
recuerdo bien, descolgó la escopeta de doble caño de la pared, la cargó, se la
puso bajo el brazo y nos siguió sin hablar. Nosotros íbamos apretados alrededor
suyo, ya sin miedo, porque nuestro padre era capaz de fulminar un lebrato a
ochenta metros. Quico, abandonado en medio de las oscuras hierbas con su largo
vestidito claro y sus bucles sobre la frente, parecía un ángel del buen Dios al
que se le hubiese estropeado una alita y hubiera caído en el trebolar.
En Bosque
Grande nunca moría nadie, y cuando la gente supo que Quico estaba mal, todos
experimentaron una enorme ansiedad. En las casas se hablaba en voz baja. Por el
pueblo merodeaba un forastero peligroso y nadie de noche se atrevía a abrir la
ventana por miedo de ver, en la era blanqueada por la luna, rondar la vieja
vestida de negro con la guadaña en la mano.
Mi padre mandó
la calesa en busca de tres o cuatro doctores famosos. Todos palparon a Quico,
le apoyaron el oído en la espalda y luego miraron en silencio a mi padre.
Quico seguía
dormido y ardiendo; su cara habíase vuelto más blanca que un pañuelo. Mi madre
lloraba entre nosotros y se negaba a comer. Mi padre no se sentaba nunca y
seguía rizándose el bigote, sin hablar. El cuarto día, los tres últimos
doctores que habían llegado juntos abrieron los brazos y dijeron a mi padre:
–Solamente
el buen Dios puede salvar a su hijo.
Recuerdo
que era de mañana: mi padre hizo una seña con la cabeza y lo seguimos a la era.
Luego, con un silbido llamó a los domésticos, cincuenta personas entre hombres,
mujeres y niños.
Mi padre era
alto, flaco y fuerte, de largos bigotes, gran sombrero, chaqueta ajustada y
corta, pantalones ceñidos a los muslos y botas altas. (De joven mi padre había
estado en América, y vestía a la americana). Daba miedo cuando se plantaba con
las piernas abiertas delante de alguno. Así se plantó ese día mi padre frente a
los domésticos y les dijo:
–Sólo el buen
Dios puede salvar a Quico. De rodillas: es preciso rogar al buen Dios que salve
a Quico.
Nos
arrodillamos todos y empezamos a rogar en voz alta al buen Dios. Por turno las
mujeres decían algo y nosotros y los hombres respondíamos: “Amén”.
Mi padre,
cruzado de brazos, permaneció delante de nosotros, quieto como una estatua,
hasta las siete, de la tarde, y todos oraban porque tenían miedo a mi padre y
porque querían a Quico.
A las siete,
cuando el sol bajaba a su ocaso, vino una mujer en busca de mi padre. Yo lo
seguí.
Los tres
doctores estaban sentados, pálidos, en torno de la camita de Quico.
–Empeora –dijo
el más anciano–. No llegará a mañana.
Mi padre nada
contestó, pero sentí que su mano apretaba fuertemente la mía.
Salimos: mi
padre tomó la escopeta, la cargó a bala, se la puso en bandolera, alzó un
paquete grande, me lo entregó y dijo: “Vamos”.
Caminamos a
través de los campos. El sol se había escondido tras el último boscaje.
Saltamos el pequeño muro de un jardín y llamamos a una puerta.
El cura estaba
solo en su casa, cenando a la luz de un candil. Mi padre entró sin quitarse el
sombrero.
–Reverendo
–dijo–, Quico está mal y solamente el buen Dios puede salvarlo. Hoy, durante
doce horas, sesenta personas han rogado al buen Dios, pero Quico empeora y no
llegará al día de mañana.
El cura miraba
a mi padre asombrado.
–Reverendo
–prosiguió mi padre–, tú sólo puedes hablarle al buen Dios y hacerle saber cómo
están las cosas. Hazle comprender que si Quico no sana, yo le hago volar todo.
En ese paquete traigo cinco kilos de dinamita. No quedará en pie un ladrillo de
toda la iglesia. ¡Vamos!
El cura no
dijo palabra; salió seguido de mi padre, entró en la iglesia y fue a
arrodillarse ante el altar, juntando las manos.
Mi padre
permaneció en medio de la iglesia con el fusil bajo el brazo, abiertas las
piernas, plantado como una roca. Sobre el altar ardía una sola vela y el resto
estaba oscuro.
Hacia
medianoche mi padre me llamó
–Anda a ver
cómo sigue Quico y vuelve enseguida.
Volé por los
campos y llegué a casa con el corazón en la boca. Luego volví corriendo todavía
más ligero. Mi padre estaba todavía allí, quieto, con el fusil bajo el brazo, y
el cura rezaba de bruces sobre las gradas del altar.
–¡Papá! –grité
con el último aliento– ¡Quico mejoró! ¡El doctor dice que está fuera de
peligro! ¡Un milagro! ¡Todos ríen y están contentos!
El cura se
levantó: sudaba y tenía el rostro deshecho.
–Está bien –dijo
bruscamente mi padre.
Y mientras el
cura lo miraba con la boca abierta, sacó del bolsillo un billete de mil y lo
introdujo en el cepillo de los donativos.
–Yo los
servicios los pago –dijo mi padre–. Buenas noches.
Mi padre nunca
se jactó de este suceso, pero en Bosque Grande hay todavía algún excomulgado el
cual dice que aquella vez Dios tuvo miedo.
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