Arturo Uslar Pietri
Los muchachos venían
silbando por la vereda que atravesaba el potrero. El que venía delante iba
mordisqueando una guayaba.
Se
acercaban a un ancho mango oscuro que se alzaba como una colina de sombra entre
la soleada verdura del potrero.
–Mírelo
dónde está dormido. Mírale la narizota colorada.
–Mira
a José Gabino.
Recostado
al tronco dormía José Gabino. Era un lío de trapos sucios y desgarrado. Debajo
del sombrero hecho hilachas le asoma la cara barbuda y la nariz roja.
El
muchacho le lanzó la guayaba. El fruto amarillo estalló en el tronco, junto a
la cabeza. El dormido abrió los ojos con susto.
–¡José
Gabino, ladrón de camino!
–¡José
Gabino, ladrón de camino!
Chillaban
los muchachos desde lejos. El hombre se paró enfurecido buscando una piedra.
–La
madre de ustedes. Esa es la que es.
Buscaba
piedras, soltaba maldiciones y ya toda la cara se le había puesto como la
nariz.
Los
gritos de los muchachos se alejaban huyendo por entre la alta hierba del
potrero. José Gabino lanzó dos o tres piedras con desesperada violencia.
Escupió. Tenía la boca seca.
Se
volvió a tender refunfuñando.
–Un
día de estos voy a coger uno de esos vagabundos y le voy a aplastar la cabeza
con una piedra lo mismo que una guayaba. Para que aprendan a respetar. Faltos
de padre y palo. ¡Pila de vagabundos!
Se
volvió a poner el sombrero sobre los ojos. Ya no era de ningún color, ni de
ninguna forma. Era de color de tierra y de sombra, y por eso a veces parecía
que no tenía cabeza sino hueco oscuro y sucio, y a veces parecía que llevaba un
zamuro dormido parado sobre los hombros.
–¡Uhm!
Pero no lo cambio por ninguno. Sombreros como éste ya no los hacen ahora.
La
pringosa suciedad y la intemperie lo habían puesto áspero como la superficie de
una piedra.
Ese
era el sombrero del circo.
–Yo
se los he dicho. Pero esos muchachos no respetan. Creen que todo el mundo es
igual. Yo se los he dicho. Este es el sombrero del circo. José Gabino,
trapecista. El doble salto mortal. José Gabino, el rey del alambre. Lo hubieran
visto, para que respetaran. Míster Pérez se paraba en la pista, con su pumpá y
su látigo. Y empezaba esa música. Y aquel alambre lisito y largote.
–Mentira,
José Gabino. Mentira. No digas tanta mentira, José Gabino. Tú no fuiste sino
payaso. Y dos noches. Cuando se enfermó el payaso al llegar al pueblo con un
dolor de barriga. Si hubieras sido equilibrista…
Se
ha despertado de nuevo. El sol se ha puesto amarillo. Se acerca la tarde.
Cuando entreabre los ojos divisa un borrón azul sobre la nariz. Se esfuerza por
ver más claro.
Es
una mosca azul. Grande, metálica, brillante. Parece de vidrio de collar. Se
restriega las patas delanteras. José Gabino lanza un manotazo. La mosca vuela
con un zumbido grueso.
Esas
son las moscas que se les paran a los animales muertos. Brillan en las inmensas
barrigas de los caballos muertos.
José
Gabino vuelve a mirarse la nariz. Sigue allí el borrón azul. Da otro manotazo.
No es la mosca. No se va. Es una mancha. Se restriega y no se borra.
–Animal
maldito. Me hizo el daño.
Siente
malestar y pesadez. ¿Cuánto tiempo estaría aquella mosca azul metiéndole el
daño por las venas de la nariz?
Se
levanta pesadamente. Siente el mal que le anda por dentro. Ensarta en el palo
el atadijo de trapos donde lleva sus cosas y se lo tercia al hombro. Se echa el
sombrero hacia el cogote. Sale de la sombra del árbol hacia el sol y
arrastrando un poco los pies coge la vereda.
Había caminado más
despacio que de costumbre. Cada vez que hallaba un árbol se paraba a refrescar.
Se sentía fatigoso y febril.
Tenía
en los oídos un zumbido parecido al vuelo de la mosca azul.
De
lejos divisó el rancho de María Chucena y el blanquear de las gallinas en el
patio.
–María
Chucena me puede dar alguna toma. Si tuviera un guarapo de raíz de mato me
podría bueno en un ratico. Eso es como en la mano.
Había
llegado al patio y debajo de un taparo espeso se detuvo de nuevo.
Las
gallinas escarbaban y pisoteaban en el suelo. Un pavo se hinchaba y deshinchaba
ruidosamente. José Gabino escupió la espuma seca que tenía en la boca.
Sentía
la cosquilla del hambre en las encías. Aquella gallina blanca en un buen caldo
lleno de medallones de grasa. Aquel pavote asado. Se lo iría comiendo hasta
dejar los huesos limpios.
En
otros tiempos hubiera podido de un salto echarle mano a aquella gallina que
estaba allí junto a él picoteando en la raíz del taparo. Pero ahora no podía.
Estaba muy pesado. La gallina hubiera revoloteado alborotando el patio.
Pero
quién quita. Casi sin darse cuenta se fue agachando. Estiraba la mano
suavemente hacia la gallina, como cabeza de culebra. Un poco más y estaría en
posición de lanzar el manotazo y agarrarla por el cuello.
–Guá,
José Gabino, ¿qué hace ahí tan callado?
Era
la voz de María Chucena que salía del rancho. Escondió la mano con rapidez y
fingiéndose más dolorido dijo:
–Aquí
he venido arrastrándome, para pedirle un guarapito. La india María Chucena lo
conocía bien.
–Está
bueno. Pero no se me le acerque mucho a las gallinas, José Gabino. Entre usted
y los zorros no van a dejar pavo ni gallina por estos campos.
Se
sonrió disimulando. Veía a la india rolliza y prieta que se había ido acercando
con cara burlona y desconfiada.
Mientras
se levantaba le dijo una de esas cosas que repetía con frecuencia en casos
semejantes, y que no sabía si eran suyas o si las había oído de otros.
–Si
eso no es verdad, María Chucena. Maldades de la gente. Yo no me robo los pavos
ni las gallinas. Lo que pasa es que se vienen conmigo por gusto.
–¿Por
su gusto, José Gabino?
Iban
caminando hacia el rancho.
–Sí.
Yo les converso y nos entendemos.
Empezaba
a sonreír mientras hablaba y veía de reojo a la india María Chucena que sonreía
también.
–Yo
no hago sino decirles: “Pavitos, ¿nos vamos?”. Y ellos contestaban ahí mismo
ligerito: “Sí, sí, sí”.
María
Chucena se sacudía de risa.
–“¿Qué
llevamos de avío?”. “Fiao, fiao, fiao”. “¿Y si nos van a coger?”. “Huir, huir,
huir…”.
María
Chucena riendo entró al rancho a buscarle el guarapo. Él se sentó en el
travesaño del quicio.
–¡Ah
José Gabino este! Siempre con sus cuentos y sus marramuncias.
Cuando
regresó con el guarapo, José Gabino estaba limpiando con un trapo una sortija
de metal amarillo que le brillaba en la oscura piel de un dedo.
–¿Y
esa sortija es de oro?
–¿Y
de qué va a ser, pues? –respondió en forma evasiva.
–¿Por
qué no la vendes, José Gabino, en vez de estar pasando tanta hambre y tanto
trabajo?
Mientras
tomaba a sorbos la caliente infusión, el hombre hablaba:
–Vender
yo esta sortija, María Chucena. Eso no es posible. Primero me muero de hambre
diez veces. Esa me la regaló nada menos que el general Portañuelo. Sí, señor.
Después de la pelea del zanjón.
Entornaba
los ojos como reconcentrado en el recuerdo.
–Ese
día se peleó muy duro. Yo mandaba una guerrilla. Hubiera visto a este servidor
entrándole al plomo. Yo no digo nada, pero el mismo general Portañuelo, cuando
me dio la sortija, le dijo a toda la gente: “Yo he visto hombres guapos, pero
lo que es a José Gabino hay que quitarle el sombrero”.
María
Chucena no le creía nada.
–Yo
no sabía que también habías sido militar. Yo sabía que habías sido policía en
el pueblo. Y también te conocí cuando andabas con una petaca de mercancía
vendiendo por las casas.
–Es
que yo soy toero, María Chucena. De todo he hecho un poquito.
Le
volvía el malestar y el zumbido. Terminó de tomarse el guarapo.
–Estoy
mal. Al mediodía me picó una mosca azul en el potrero. Ya se me formó la mancha
en la nariz. Tengo el cuerpo todo cortado, como si estuviera prendido en
calentura.
Pero
ya María Chucena ni le contestaba, ni le hablaba. Había recogido el pocillo
vacío y estaba como aguardando a que se fuera.
–Ya
como que es tiempo de que siga –dijo el hombre levantándose–. Andando ligero
tengo tiempo de llegar al pueblo antes de que me coja la noche. Pero qué voy a
andar ligero con esta pesadez que me ha entrado. Me cogerá la noche donde Dios
quiera. Vámonos andando, José Gabino, que el que camina no estorba y barco parado
no gana flete.
No
hubo despedida. La mujer lo vio atravesar por entre las gallinas y no se metió
para adentro hasta que lo vio tomar el camino y alejarse.
Mientras
caminaba sentía un frío doloroso en los huesos. Se arrebujó en el saco y hundió
las manos en los bolsillos. Eran hondos, deformes y alcanzaban toda la
extensión del forro. Las manos tropezaban con cosas duras y blandas de
distintas formas. Llaves viejas, papeles, semillas, mendrugos, corchos.
Aquél
era el saco de la quincalla. Ya tampoco tenía color ni forma. El turco Simón se
lo había dado junto con el cajón de buhonerías. Se podía entrar en las casas,
hablar con las mujeres, echarle el ojo a las cosas buenas que podían estar
sueltas, conocer los cuentos de todos los vecindarios.
A
veces le sonaban aquellos bolsillos llenos de monedas. Se asomaba al patio,
ponía el cajón en el suelo, le hacía cariño al perro, hasta que se oían las
chancletas de la mujer que venía de la cocina.
Empezaba
entonces aquella larga discusión y aquel regateo y aquellas cuentas difíciles
que había que sacar con lápiz en un ladrillo.
Empezó
a oír una campana. Era la campana de un arreo que venía por el camino. Seis
burros y dos arrieros. Lo alcanzaron.
–Buen
día.
–Buen
día.
–¿Como
que van para el pueblo?
–Vamos
para el pueblo a coger carga para regresar con la fresca de la madrugada.
–Ajá.
¿Y de dónde vienen?
–Somos
de La Cortada.
Cómo
no. Conozco mucho el punto. Allí estuvimos acampados cuando la Miguelera.
Ya
se le empezó a soltar la lengua a José Gabino.
Pero
el malestar lo dominaba.
–Pero
eso era cuando estaba muchacho. Ahora ya estoy viejo carranclo y no sirvo para
nada.
Poco
hablaban los arrieros.
–Esta
mañana me picó una mosca azul y tengo ese cuerpo echado a perder. Si me dejaran
montar en uno de estos burros hasta el pueblo sería un favor que se los pagaría
Dios.
Los
arrieros lo ayudaron a montar en el burro campanero. Se acomodó en la enjalma
con dificultad, sentado de lado. Mientras procuraba asegurarse mejor tropezó su
mano con una botella pequeña que venía atada a un extremo de la enjalma. Ya no
quitó la mano de allí y al tacto fue recorriendo la atadura.
La
tarde que estaba en su última hora se había hecho más clara, alta y
transparente. José Gabino había empezado a quejarse a ratos, pero no dejaba de
hablar.
–Yo
no sé cómo me pudo picar esa bicha. Y esa picada es gusanera segura. Si me
hubiera podido tomar un guarapo de raíz de mato.
Uno
de los arrieros le respondió:
–Sí,
señor. Muy buena es la raíz de mato para las picadas. Pero también es muy buena
la oración de San Joaquín. Yo he visto curar mucha gusanera hedionda con esa
oración.
José
Gabino se mecía pesadamente sobre el burro. La mano seguía recorriendo la
atadura y la botella. El dedo grueso oprimió las hojas frescas que tapaban el
gollete.
–Tenga
mucho cuidado con la luna –decía el otro arriero–. Tápese bien. Porque si le da
la luna se le pasma el mal. Ya está saliendo por la punta del gollete.
José
Gabino se llevó la mano a la nariz. Olía a aguardiente. Era aguardiente lo que
tenía la botella.
Se
estaban aproximando al pueblo. Se veían las oscuras arboledas y se oían los
ladridos de los perros de los primeros ranchos. Ya casi era de noche.
La
mano de José Gabino trabajaba rápida en desatar la botella.
–Yo
conocí mucho a un hacendado de La Cortada. Ese era el hombre al que le he visto
las mejores mulas. Y mire que yo sé de bestias. Tenía una mula rosada que era
una señorita por el paso. ¡Qué animal tan fino!
Ya
había desatado la botella y con disimulado movimiento la echó en el profundo
bolsillo de su saco.
Estaban
en las primeras casas.
–Yo
aquí me quedo. Muchas gracias por el favor y que Dios los lleve con bien.
Los
arrieros lo ayudaron a bajar, y siguieron con su recua.
Ya
estaba más oscuro. Pero la luna que subía iluminaba el pueblo. José Gabino sacó
la botella y se empinó tres grandes tragos. No había más. Esgarró con
estruendo, escupió y lanzó lejos la botella.
Se
veían las luces de la plaza.
Y
se divisaba gente a la puerta de la pulpería. Por allí cerca andarían los
muchachos correteando.
Al
verlo empezaría la grita:
–¡José
Gabino, ladrón de camino!
No
se sentía con ánimos de defenderse. Eran ganas de descansar las que tenía.
Ganas de echarse. En la brisa venía un turbio olor de maleza. Venía del
trapiche del paso del río. Allí estarían las bagaceras repletas de bagazo
mullido.
Hacia
allá se encaminó por una calleja honda y sola como una acequia seca. Arrastraba
los pies pesadamente y el malestar lo envolvía como niebla.
–¡Ah,
malhaya! Ya no puedo ni con mi carapacho.
A
la luz de la luna ya veía la gruesa torre del trapiche y los oscuros techos
aplastados. Una lámpara lucía por entre una puerta lejana. Se oían ladridos de
perros. La bagacera blanqueaba a la sombra de un cobertizo.
Allí
se llegó y se tendió José Gabino. Puso al lado el palo. Sacó el atadijo que
llevaba al extremo de él y estuvo hurgando un rato. Aquello frío y redondo era
una medalla del Carmen. Hizo el gesto de santiguarse. Aquello duro, liso y
puntiagudo era un colmillo de caimán. Muy bueno contra la guiña y la mala
sombra. Allí estaban también los dados. Habían sido de un francés cayenero que
los sabía componer muy buenos. Y aquel pequeño disco grueso era una piedra de
zamuro. No había mejor talismán. Se lo había curado la bruja de Cerro Quemado.
Aquéllas eran unas hojas secas de borraja. Aquél era tabaco en rama. Las
barajas. Se le había perdido la sota de bastos. La navajita. El espejito.
Pero
no tenía raíz de mato.
–Cuando
al mato lo pica la culebra sale derechito a buscar la raíz, la muerde y no le
pasa nada.
Estaba
tendido largo a largo y ya no hurgaba más en el atadijo. El tibio aroma del
bagazo le aumentaba el sopor.
–José
Gabino se va a morir de mengua. Clavó el cacho José Gabino. Lo picó la mosca
azul. José Gabino, ladrón de camino. Faltos de respeto. Un hombre como yo.
Faculto y completo. Ahí, botado en la bagacera. Y tanto vagabundo acomodado.
¡Ah, mundo! Un hombre dispuesto para todo. Lo mismo para un barrido que para un
fregado.
–Eso
es mentira, José Gabino. Eso es mentira. No sirves para nada. Tú no eres sino
un viejo borracho. Amigo de lo ajeno. Ladrón. Ladrón de camino. Esa sortija no
es de oro. Esa sortija no te la dio ningún general en ninguna guerra. Es de
cobre y tú te la robaste creyendo que era de oro. Pero es de cobre. De cobre
hediondo. Huele para que veas. No sirves para nada. José Gabino. Para robar y
decir mentiras.
–Se
va a morir de mengua, José Gabino. Se va a morir de mengua. Lo van a encontrar
tieso como un perro en la bagacera. Así no se muere un hombre. Con tanto frío.
Con tanta tembladera. Virgen del Carmen, no me desampares.
El traqueteo
de un carro de bueyes lo despertó. La mañana estaba clara. Cantaban gallos.
José
Gabino se sentó entre los bagazos. Todavía sentía un poco de pesadez. Recordaba
vagamente la noche y el día anterior.
Se
sentía liviano y como con pocas fuerzas.
Todo
le parecía reciente y fresco.
–Bien
malo estuve anoche.
Allí
cerca negreaba el sombrero.
–El
sombrero del circo, José Gabino.
Se
acordó de la mosca azul.
–Fue
aquella mosca azul.
Entornó
los ojos para mirarse la nariz. No se le veía mancha. Toda estaba roja y
lustrosa. Respiró profundamente, conteniendo el aire en el pecho.
Alcanzó
con la mano un pedazo de caña cortada. Sacó del atadijo la navaja, le quitó la
corteza, y empezó a mascar con avidez la pulpa blanca y jugosa. El líquido
dulce le corrió por las fauces resecas.
Estuvo
mascando un largo rato. Después se levantó, se acomodó el traje, se puso el
sombrero, se terció a la espalda el palo con el atadijo, y tomó hacia el
camino.
La
mañana nueva se extendía por la inmensidad de cañas, por las arboledas, por los
cerros.
Pasaba
una carreta de bueyes.
–¿Me
deja montarme, jefe?
El
gañán lo ayudó a montar.
Se
sentó de espaldas en el extremo trasero, con las piernas colgando. Veía el
camino salir lentamente por debajo de la carreta, por debajo de sus pies. Su
sombra se proyectaba sobre el borde cuadrado de la carreta, y arrastraba por el
camino.
Iba
como sosegado y en paz.
Al
rato alzó la voz, entre el traquetear de las ruedas.
–¿Este
no es el camino de La Quebrada?
En
el villorrio de La Quebrada debían estar en las fiestas patronales. Campanas.
Fritangas. Gentío.
–No.
Este es el camino de La Concepción.
Volvió
a quedar en silencio otro rato. Por un lado fue asomando un rancho. La cerca de
un corral. Muchas gallinas. No se veía gente.
Los
ojos se le iluminaron. Con un movimiento ágil José Gabino se deslizó del borde
de la carreta y vino a quedar de pie en el medio del camino.