lunes, 31 de marzo de 2025

David el platónico

Juan Carlos Onetti

 

Es en nuestro pueblo el lírico paladín del romanticismo. Su alma antes de encarnarse en su esbelto cuerpo debió de haber zambullido en alguna fuente susurrante de aquellos jardines de Grecia, en que Platón, a la sombra de los ombúes añosos, hacía volar divinas palabras de pureza, trasmitiendo la doctrina del “regardeá ma non tocá”.

Siempre tiene entre los labios, como una blanca flor, dulces frases sobre el espiritualismo. Durante muchos meses –y tal vez todavía– estuvo enamorado de una chica muy bella y conocida, cuyas iniciales son R.D. Por supuesto que ella jamás supo de su amor. Muchas veces, en alguna función de cine, cuando ella se emocionaba graciosamente ante los cow-boys temerarios y sin ley, o cuando el bello Rodolfo hacía palpitar su corazoncito, él estuvo tentado de poner los ojos en blanco, y trémulo de santa emoción, decirle a su adorada todas esas cositas pavas que nosotros, allá en nuestra juventud de oro, también cometimos.

Pero entonces, la figura grave y serena del maestro griego, con sus barbas de luna y sus ojos límpidos, que jamás lograra empañar la mundana visión de alguna pantorrilla, por bien torneada que fuera, surgía poderosa en su alma y lo avergonzaba por intentar dar forma a sus sueños. Él no claudicaría jamás. O semos o no semos, como decía Hamlet.

Los que lo trataban, al verlo tan virtuoso y tan inmunizado por sus creencias, ciegos de envidia, dieron en propalar terribles calumnias sobre él.

Dijeron que era malo, malo como “El Ciruja”; lo llamaron “pequeño Nietzsche”. Pero él, con la sonrisa en los labios, recibía sin preocuparse tales insultos.

Entonces –¡oh, perversos!– dijeron que él no era un amador platónico, sino un muchacho apocado y vergonzoso, incapaz de declararse por falta de coraje. Un tímido y nada más.

Aquello era demasiado. Para desvirtuar tan insidiosa especie llegó a idear un plan fruto de muchas noches en claro.

Comenzó a ahorrar; al mes llegó a tener $0.73. Tomó un boleto de ómnibus, compró cigarrillos rubios, y pensando que el ahorro es en verdad la base de la fortuna, como dicen muy bien los avisos de la C.N.A.P., se fue a ver a una amiguita de su familia, allá por la calle Convención.

Pero aquella ruptura de su concepto del amor, le fue fatal. Ella, con suma diplomacia le dio a entender que su corazón estaba en manos de otro galán, tal vez no tan espiritualista, pero sí la mar de simpático. Nuestro héroe, desesperado, se dirigió a un negocio próximo, y tomó, uno tras de otro sin vacilar, con la resolución de la tragedia, dos guindados de a cinco.

Luego, con el resto de sus economías, emprendió el triste regreso hasta este pueblo, donde, bajo la majestad de los cielos dilatados, y sobre la alegría del pastito verde, pasea su silueta de ex noble ruso enfermo de spleen, lamentando aquella desgraciada aventurilla que puso el único lunar en su vida, tan elevada y tranquila.

 

Teoría de Dulcinea

Juan José Arreola

 

En un lugar solitario cuyo nombre no viene al caso hubo un hombre que se pasó la vida eludiendo a la mujer concreta. Prefirió el goce manual de la lectura, y se congratulaba eficazmente cada vez que un caballero andante embestía a fondo uno de esos vagos fantasmas femeninos, hechos de virtudes y faldas superpuestas, que aguardan al héroe después de cuatrocientas páginas de hazañas, embustes y despropósitos.

En el umbral de la vejez, una mujer de carne y hueso puso sitio al anacoreta en su cueva. Con cualquier pretexto entraba al aposento y lo invadía con un fuerte aroma de sudor y de lana, de joven mujer campesina recalentada por el sol.

El caballero perdió la cabeza, pero lejos de atrapar a la que tenía enfrente, se echó en pos a través de páginas y páginas, de un pomposo engendro de fantasía. Caminó muchas leguas, alanceó corderos y molinos, desbarbó unas cuantas encinas y dio tres o cuatro zapatetas en el aire.

Al volver de la búsqueda infructuosa, la muerte le aguardaba en la puerta de su casa. Sólo tuvo tiempo para dictar un testamento cavernoso, desde el fondo de su alma reseca. Pero un rostro polvoriento de pastora se lavó con lágrimas verdaderas, y tuvo un destello inútil ante la tumba del caballero demente.

 

Juegos de ciudad

Pía Barros

 

Mientras la lluvia arrecia sobre Santiago, nosotras vamos al supermercado y llenamos el carro con todo aquello que necesitamos. En los pasillos atestados, tú preguntas si puedes poner galletas de chocolate y tres postres de yogurt. Te digo que sí, hija, que puedes, y ponemos también suntuarios y hasta aquellas medias calientitas que tanto te hacen falta.

Luego, subrepticias, dejamos el carro en el pasillo apartado y salimos tomadas de las manos a la calle.

–¿Te gustó el paseo y el juego, hija?

–Sí mamá, me gustaría que fuera de verdad.

–La próxima vez, hija –miento enronquecida bajo la lluvia.

 

domingo, 30 de marzo de 2025

La paciente y el médico

Silvina Ocampo

 

(La paciente está acostada frente a un retrato.)

Hace cinco años que lo conozco y su verdadera naturaleza no me ha sido revelada. Alejandrina me llevó a su consultorio una tarde de invierno. En la sala de espera, durante tres horas, tuve que mirar las revistas que estaban sobre la mesa. No olvidaré nunca los hermosos claveles de papel que adornaban el florero, sobre la consola. Había mucha gente: dos niños que corrían de un lado a otro del cuarto y que comían bombones, y una vieja malísima, con una sombrilla negra y un sombrero de terciopelo. Hace cinco años que lo conozco. A veces pienso que es un ángel, otras veces un niño, otras veces un hombre. El día que fui a su consultorio no pensé que iba a tener tanta importancia en mi vida. Detrás de un biombo me desvestí para que me auscultara. Anotó mis datos personales y mi historia clínica sin mirarme. Cuando colocó su cabeza sobre mi pecho, es cierto que aspiré el perfume de su pelo y que aprecié el color castaño de sus rizos. Me dijo, mirando un lunar que tengo en el cuello, que mi enfermedad era larga de curar, pero benigna. Le obedecí en todo. Me habría tirado por la ventana, si me lo hubiese ordenado. Suspendí las verduras crudas, el vino, el café y el chocolate, que tanto me gusta. Me alimenté de papas cocidas y de carne asada; dormía después del almuerzo; aunque no durmiera, descansaba. Durante seis meses dejé de estudiar; fue en esos días cuando me dio su retrato para que lo colocara frente a mi cama.

–Cuando te sientas mal, mi hijita, le pedirás consejos al retrato. Él te los dará. Puedes rezarle, ¿acaso no rezas a los santos?

Este modo de proceder le pareció extraño a Alejandrina.

Mi vida transcurría monótonamente, pues tengo un testigo constante que me prohíbe la felicidad: mi dolencia. El doctor Edgardo es la única persona que lo sabe.

Hasta el momento de conocerlo viví ignorando que algo dentro de mi organismo me carcomía. Ahora conozco todo lo que sufro: el doctor Edgardo me lo ha explicado. Es mi naturaleza. Algunos nacen con ojos negros, otros con ojos azules.

Parece imposible que siendo tan joven sea tan sabio; sin embargo, me he enterado de que no se precisa ser un anciano para serlo. Su piel lisa, sus ojos de niño, su cabellera rubia, ensortijada, son para mí el emblema de la sabiduría.

Hubo épocas en que lo veía casi todos los días. Cuando yo estaba muy débil venía a mi casa a verme. En el zaguán al despedirse me besó varias veces. Desde hace un tiempo me atiende sólo por teléfono.

–Qué necesidad tengo de verla si la conozco tanto: es como si tuviera su organismo en mi bolsillo, como el reloj. En el momento en que usted me habla puedo mirarlo y contestar a cualquier pregunta que me haga.

Le respondí:

–Si no necesita verme, yo necesito verlo a usted.

A lo que replicó:

–¿Mi retrato y mi voz no le bastan?

Tenía miedo de influir directamente sobre mi ánimo, pero yo he insistido mucho para verlo, demasiado, pues se ha encaprichado en no hacerme el gusto. Primeramente lo hice llamar por mis amigas para pedir hora en su consultorio; le mandé regalos, me las arreglé, sin perder mi virginidad, para conseguir dinero. La primera noche salí con Alberto, la segunda con Raúl, las otras con amigos que ellos me presentaron. Alberto me interpeló un día:

–Qué haces con la plata, che. Siempre viniendo a llorar miserias.

Le contesté la verdad:

–Es para el médico.

No tenía por qué mentir a un atorrante. De ese modo pude mandar al doctor Edgardo una lapicera, una pipa, un anotador con tapa de cuero, un pisapapel de vidrio con flores pintadas, un frasco de agua de Colonia de la más fina; luego empecé a mandarle cartas escritas en diferentes colores de papel, según mi estado de ánimo. A veces, cuando estaba más alegre, en color rosado; cuando estaba tierna, en color celeste; cuando estaba celosa, en color amarillo; cuando estaba triste, en un color violeta precioso; un violeta tan precioso que a veces deseaba estar triste, para enviárselo. Mis mensajeros eran los niños del barrio, que me quieren mucho y que estaban siempre dispuestos a llevar las cartas a cualquier hora. Yo siempre introducía entre las hojas alguna ramita o alguna flor o alguna gotita de perfume o de lágrimas. En lugar de firmar mi nombre al pie de la hoja lo hacía con mis labios, de manera que la pintura quedara estampada. Después comencé a abusar de todos estos recursos: le mandaba, por ejemplo, tres regalos en un día, cuatro cartas, en otro; o bien lo llamaba cinco veces por teléfono. No puedo vivir sin él, la verdad sea dicha. Verlo otra vez sería para mí como llorar después de contenerme mucho tiempo. Es algo necesario, algo maravilloso. Nadie comprende, ni Alejandrina lo comprende. Ayer, resolví poner término a estas vanas insistencias. En la farmacia compré veronal. Voy a tomar el contenido de este frasco para que el doctor Edgardo venga a verme. Dormida no gozaría de esa visita y por lo tanto no lo tomaré todo: tomaré justo lo suficiente para estar calma y poder mantener mis párpados cerrados, inmóviles sobre mis ojos. El resto del frasco lo tiraré y cuando la dueña de la pensión, que todas las noches me trae una taza de tilo, entre en mi cuarto, creerá que me he suicidado. Junto al frasco de veronal vacío dejaré el número del teléfono del doctor Edgardo con su nombre. Ella lo llamará, pues tomé ya mis precauciones: las otras mañanas le dije, como sin quererlo, cuando volvíamos del mercado:

–Si me sucediera algo, no es a mi familia a quien tiene que llamar sino al doctor Edgardo, que es como un padre para mí.

Me echaré sobre la cama, con el vestido que me hice el mes pasado: el azul marino con cuello y puños blancos. El modelo era tan difícil que tardé más de quince días en copiarlo; sin embargo, esos quince días pasaron volando, pues sabía que el doctor Edgardo me vería muerta o viva con este vestido puesto. No soy vanidosa, pero me gusta que las personas que yo quiero me vean bien vestida; además, tengo conciencia de mi belleza y estoy persuadida de que si el doctor Edgardo me ha rehuido es porque tiene miedo de enamorarse demasiado de mí. Los hombres aman su libertad y el doctor Edgardo no sólo ama su libertad, sino su profesión. Aunque sé de buena fuente y porque él mismo lo ha confesado que de noche descuelga el tubo del teléfono para que sus pacientes no lo despierten y que sólo por un caso de gravedad sería capaz de molestarse, es un mártir de su profesión. ¡Si fuera tan bondadoso en su vida íntima, no tendría motivo para quejarme! Me echaré sobre la cama y colocaré a mis pies a Michín. Ayer le puse polvo contra las pulgas y le pasé el cepillo. Le pondré agua de Colonia, aunque me rasguñe. Será conmovedor verme muerta, con Michín velándome.

A veces he creído odiar a Edgardo: tanta frialdad no parece humana. Me trató como los niños tratan a sus juguetes: los primeros días los miran con avidez, les besan los ojos cuando son muñecos, los acarician cuando son automóviles, y luego, cuando ya saben cómo se les puede hacer gritar o chocar, los abandonan en un rincón. Yo no me resigné a ese abandono porque sospecho que Edgardo tuvo que librar una batalla consigo mismo para abandonarme. Estoy persuadida de que me ama y que su vida ha sido un páramo hasta el momento en que me conoció. Fui, como él me dijo, el encuentro de la primavera en su vida y si renunció a mis besos fue porque lo asediaba un deseo que no podía satisfacer por respeto a mi virginidad. Otras mujeres a quienes no ama, prostitutas que sacan plata a los hombres, gozarán de su compañía. No tengo motivos para celarlo ni para enfurecerme con él; sin embargo, cinco años de esperanza frustrada me llevan a una solución que tal vez sea la única que me queda.

 

(El médico piensa mientras camina por las calles de Buenos Aires.)

Iré caminando. Tal vez logrará lo que quería: verme. Me llamaron con urgencia. Yo sé lo que son esas cosas. Un simulacro de suicidio, seguramente. Llamar la atención de alguna manera. La conocí hace cinco años y un siglo me hubiera parecido menos largo. Cuando entró en mi consultorio y la vi por primera vez me interesó: era un día de pocos clientes, un día de tedio. La piel cobriza, el color del pelo, los ojos alargados y azules, la boca grande y golosa me agradaron. Atrevida y tímida, modesta y orgullosa, fría y apasionada me pareció que no me cansaría nunca de estudiarla, pero ay… qué pronto conocemos el mecanismo de ciertas enfermas, a qué responden los ojos entornados y la boca entreabierta, a qué la modulación de la voz. La ausculté aquel día no pensando en el tipo de paciente que sería, sino en el tipo de mujer que era. Me demoré tal vez demasiado con mi cabeza sobre su pecho oyendo los latidos acelerados de su corazón. Olía a jabón y no a perfume como la generalidad de las mujeres. Me causó gracia el rubor de la cara y del cuello en el momento en que le ordené desvestirse. No pensé que aquel comienzo de nuestra relación pudiera terminar en algo tan fastidioso. Durante varios meses soporté sus visitas sin sacar ningún provecho de ellas, pero con la esperanza de llegar a alguna satisfacción. Ni el tiempo ni la intimidad modificaron las cosas; éramos una suerte de monstruosos novios, cuya sortija de matrimonio era la enfermedad que también es circular como un anillo. Yo sabía que jamás recibiría un buen regalo, ni cobraría mis honorarios. La señora de Berlusea, a quien jamás cobré un céntimo por mis atenciones de médico, me regaló un tintero importantísimo de bronce con un Mercurio en la tapa, un cortapapel de marfil con figuras chinas y un reloj de pie que tengo en mi consultorio. El señor Remigio Álvarez, a quien tampoco cobré un céntimo, me regaló un juego de fuentes y un centro de mesa de plata en forma de cisne. Todos mis pacientes mal que mal me pagaron en alguna forma. De ella qué puedo esperar sino un amor de virgen que me abruma, que me persigue. Subrepticiamente me encontré metido en una trampa. No quise verla más, pero le di mi retrato por compasión. Le ordené que lo colocara frente a su cama: tal vez debido a las miradas que le prodigué desde ese marco día y noche comencé a imaginarla involuntariamente durante todas las horas del día: cuando se acostaba, cuando se levantaba, cuando se vestía, cuando recibía la visita de alguna amiga, cuando acariciaba al gato que saltaba sobre su cama. Fue una suerte de castigo cuyas consecuencias todavía estoy pagando. Esa mujer, que ahora tiene apenas veinte años, que no me atraía de ningún modo, día y noche perseguía y persigue mi pensamiento. Como si yo estuviese dentro del retrato, como si yo mismo fuera el retrato, veo las escenas que se desarrollan dentro de esa habitación. No le mentí al decirle que conocía su organismo como al reloj que llevo en el bolsillo. A la hora del desayuno oigo hasta los sorbos del café que toma, el ruido de la cucharita golpeteando el fondo de la taza para deshacer los terrones de azúcar. En la penumbra de la habitación veo los zapatos que se quita a la hora de la siesta para colocar los pies desnudos y alargados sobre la colcha floreada de la cama. Oigo el baño que se llena de agua en el cuarto contiguo, oigo sus abluciones y la veo en el vaho del cuarto de baño envuelta en la toalla felpuda con un hombro al aire, secarse las axilas, los brazos, las rodillas y el cuello. Aspiro el olor a jabón que aspiré en su pecho el primer día que la vi en mi consultorio, ese olor que en los primeros momentos me pareció afrodisíaco y después una mezcla intolerable de polvo de talco y sémola. Cuando dejé de verla, y fue dificilísimo lograrlo, pues no escatimó ningún subterfugio para seguir viéndome, comenzó a llamar por teléfono y a mandarme regalos. ¡Si a eso puede uno llamar regalos! Las chucherías pulularon sobre mi mesa. A veces tenían gracia, no digo que no, pero eran poco prácticas y yo las guardaba para reírme o las regalaba a alguno de mis amigos. La mayoría de las veces escondía esos objetos heterogéneos en cajones relegados al olvido, pues nunca acertó en mandarme algo que realmente me agradara. Cuando vio que los regalitos no surtían efecto empezó a mandarme cartas con los niños del barrio. Por el color de los sobres reconocí en seguida de dónde provenían y a veces los dejaba sin abrir sobre mi mesa. En estos últimos tiempos usó un papel violeta repugnante que coincide con los acentos más patéticos. Escribió que estaba de luto y que el violeta era el color que expresaba mejor su estado de ánimo. A veces pensé que convendría hacerle un narcoanálisis, tal vez se liberaría de la obsesión que tiene conmigo; es natural que no se prestaría a ello ni siquiera por amor. Creí alejarla con un retrato y sucedió lo contrario: se acercó más íntimamente a mí. Iré caminando. Le daré tiempo para morir. Oigo sus quejidos, el maullido del gato, las gotas que caen del grifo dentro del baño vecino. Camino, voy hacia ella dentro de mi retrato maldito.

La mosca azul

Arturo Uslar Pietri

 

Los muchachos venían silbando por la vereda que atravesaba el potrero. El que venía delante iba mordisqueando una guayaba.

Se acercaban a un ancho mango oscuro que se alzaba como una colina de sombra entre la soleada verdura del potrero.

–Mírelo dónde está dormido. Mírale la narizota colorada.

–Mira a José Gabino.

Recostado al tronco dormía José Gabino. Era un lío de trapos sucios y desgarrado. Debajo del sombrero hecho hilachas le asoma la cara barbuda y la nariz roja.

El muchacho le lanzó la guayaba. El fruto amarillo estalló en el tronco, junto a la cabeza. El dormido abrió los ojos con susto.

–¡José Gabino, ladrón de camino!

–¡José Gabino, ladrón de camino!

Chillaban los muchachos desde lejos. El hombre se paró enfurecido buscando una piedra.

–La madre de ustedes. Esa es la que es.

Buscaba piedras, soltaba maldiciones y ya toda la cara se le había puesto como la nariz.

Los gritos de los muchachos se alejaban huyendo por entre la alta hierba del potrero. José Gabino lanzó dos o tres piedras con desesperada violencia. Escupió. Tenía la boca seca.

Se volvió a tender refunfuñando.

–Un día de estos voy a coger uno de esos vagabundos y le voy a aplastar la cabeza con una piedra lo mismo que una guayaba. Para que aprendan a respetar. Faltos de padre y palo. ¡Pila de vagabundos!

Se volvió a poner el sombrero sobre los ojos. Ya no era de ningún color, ni de ninguna forma. Era de color de tierra y de sombra, y por eso a veces parecía que no tenía cabeza sino hueco oscuro y sucio, y a veces parecía que llevaba un zamuro dormido parado sobre los hombros.

–¡Uhm! Pero no lo cambio por ninguno. Sombreros como éste ya no los hacen ahora.

La pringosa suciedad y la intemperie lo habían puesto áspero como la superficie de una piedra.

Ese era el sombrero del circo.

–Yo se los he dicho. Pero esos muchachos no respetan. Creen que todo el mundo es igual. Yo se los he dicho. Este es el sombrero del circo. José Gabino, trapecista. El doble salto mortal. José Gabino, el rey del alambre. Lo hubieran visto, para que respetaran. Míster Pérez se paraba en la pista, con su pumpá y su látigo. Y empezaba esa música. Y aquel alambre lisito y largote.

–Mentira, José Gabino. Mentira. No digas tanta mentira, José Gabino. Tú no fuiste sino payaso. Y dos noches. Cuando se enfermó el payaso al llegar al pueblo con un dolor de barriga. Si hubieras sido equilibrista…

Se ha despertado de nuevo. El sol se ha puesto amarillo. Se acerca la tarde. Cuando entreabre los ojos divisa un borrón azul sobre la nariz. Se esfuerza por ver más claro.

Es una mosca azul. Grande, metálica, brillante. Parece de vidrio de collar. Se restriega las patas delanteras. José Gabino lanza un manotazo. La mosca vuela con un zumbido grueso.

Esas son las moscas que se les paran a los animales muertos. Brillan en las inmensas barrigas de los caballos muertos.

José Gabino vuelve a mirarse la nariz. Sigue allí el borrón azul. Da otro manotazo. No es la mosca. No se va. Es una mancha. Se restriega y no se borra.

–Animal maldito. Me hizo el daño.

Siente malestar y pesadez. ¿Cuánto tiempo estaría aquella mosca azul metiéndole el daño por las venas de la nariz?

Se levanta pesadamente. Siente el mal que le anda por dentro. Ensarta en el palo el atadijo de trapos donde lleva sus cosas y se lo tercia al hombro. Se echa el sombrero hacia el cogote. Sale de la sombra del árbol hacia el sol y arrastrando un poco los pies coge la vereda.

 

Había caminado más despacio que de costumbre. Cada vez que hallaba un árbol se paraba a refrescar. Se sentía fatigoso y febril.

Tenía en los oídos un zumbido parecido al vuelo de la mosca azul.

De lejos divisó el rancho de María Chucena y el blanquear de las gallinas en el patio.

–María Chucena me puede dar alguna toma. Si tuviera un guarapo de raíz de mato me podría bueno en un ratico. Eso es como en la mano.

Había llegado al patio y debajo de un taparo espeso se detuvo de nuevo.

Las gallinas escarbaban y pisoteaban en el suelo. Un pavo se hinchaba y deshinchaba ruidosamente. José Gabino escupió la espuma seca que tenía en la boca.

Sentía la cosquilla del hambre en las encías. Aquella gallina blanca en un buen caldo lleno de medallones de grasa. Aquel pavote asado. Se lo iría comiendo hasta dejar los huesos limpios.

En otros tiempos hubiera podido de un salto echarle mano a aquella gallina que estaba allí junto a él picoteando en la raíz del taparo. Pero ahora no podía. Estaba muy pesado. La gallina hubiera revoloteado alborotando el patio.

Pero quién quita. Casi sin darse cuenta se fue agachando. Estiraba la mano suavemente hacia la gallina, como cabeza de culebra. Un poco más y estaría en posición de lanzar el manotazo y agarrarla por el cuello.

–Guá, José Gabino, ¿qué hace ahí tan callado?

Era la voz de María Chucena que salía del rancho. Escondió la mano con rapidez y fingiéndose más dolorido dijo:

–Aquí he venido arrastrándome, para pedirle un guarapito. La india María Chucena lo conocía bien.

–Está bueno. Pero no se me le acerque mucho a las gallinas, José Gabino. Entre usted y los zorros no van a dejar pavo ni gallina por estos campos.

Se sonrió disimulando. Veía a la india rolliza y prieta que se había ido acercando con cara burlona y desconfiada.

Mientras se levantaba le dijo una de esas cosas que repetía con frecuencia en casos semejantes, y que no sabía si eran suyas o si las había oído de otros.

–Si eso no es verdad, María Chucena. Maldades de la gente. Yo no me robo los pavos ni las gallinas. Lo que pasa es que se vienen conmigo por gusto.

–¿Por su gusto, José Gabino?

Iban caminando hacia el rancho.

–Sí. Yo les converso y nos entendemos.

Empezaba a sonreír mientras hablaba y veía de reojo a la india María Chucena que sonreía también.

–Yo no hago sino decirles: “Pavitos, ¿nos vamos?”. Y ellos contestaban ahí mismo ligerito: “Sí, sí, sí”.

María Chucena se sacudía de risa.

–“¿Qué llevamos de avío?”. “Fiao, fiao, fiao”. “¿Y si nos van a coger?”. “Huir, huir, huir…”.

María Chucena riendo entró al rancho a buscarle el guarapo. Él se sentó en el travesaño del quicio.

–¡Ah José Gabino este! Siempre con sus cuentos y sus marramuncias.

Cuando regresó con el guarapo, José Gabino estaba limpiando con un trapo una sortija de metal amarillo que le brillaba en la oscura piel de un dedo.

–¿Y esa sortija es de oro?

–¿Y de qué va a ser, pues? –respondió en forma evasiva.

–¿Por qué no la vendes, José Gabino, en vez de estar pasando tanta hambre y tanto trabajo?

Mientras tomaba a sorbos la caliente infusión, el hombre hablaba:

–Vender yo esta sortija, María Chucena. Eso no es posible. Primero me muero de hambre diez veces. Esa me la regaló nada menos que el general Portañuelo. Sí, señor. Después de la pelea del zanjón.

Entornaba los ojos como reconcentrado en el recuerdo.

–Ese día se peleó muy duro. Yo mandaba una guerrilla. Hubiera visto a este servidor entrándole al plomo. Yo no digo nada, pero el mismo general Portañuelo, cuando me dio la sortija, le dijo a toda la gente: “Yo he visto hombres guapos, pero lo que es a José Gabino hay que quitarle el sombrero”.

María Chucena no le creía nada.

–Yo no sabía que también habías sido militar. Yo sabía que habías sido policía en el pueblo. Y también te conocí cuando andabas con una petaca de mercancía vendiendo por las casas.

–Es que yo soy toero, María Chucena. De todo he hecho un poquito.

Le volvía el malestar y el zumbido. Terminó de tomarse el guarapo.

–Estoy mal. Al mediodía me picó una mosca azul en el potrero. Ya se me formó la mancha en la nariz. Tengo el cuerpo todo cortado, como si estuviera prendido en calentura.

Pero ya María Chucena ni le contestaba, ni le hablaba. Había recogido el pocillo vacío y estaba como aguardando a que se fuera.

–Ya como que es tiempo de que siga –dijo el hombre levantándose–. Andando ligero tengo tiempo de llegar al pueblo antes de que me coja la noche. Pero qué voy a andar ligero con esta pesadez que me ha entrado. Me cogerá la noche donde Dios quiera. Vámonos andando, José Gabino, que el que camina no estorba y barco parado no gana flete.

No hubo despedida. La mujer lo vio atravesar por entre las gallinas y no se metió para adentro hasta que lo vio tomar el camino y alejarse.

 

Mientras caminaba sentía un frío doloroso en los huesos. Se arrebujó en el saco y hundió las manos en los bolsillos. Eran hondos, deformes y alcanzaban toda la extensión del forro. Las manos tropezaban con cosas duras y blandas de distintas formas. Llaves viejas, papeles, semillas, mendrugos, corchos.

Aquél era el saco de la quincalla. Ya tampoco tenía color ni forma. El turco Simón se lo había dado junto con el cajón de buhonerías. Se podía entrar en las casas, hablar con las mujeres, echarle el ojo a las cosas buenas que podían estar sueltas, conocer los cuentos de todos los vecindarios.

A veces le sonaban aquellos bolsillos llenos de monedas. Se asomaba al patio, ponía el cajón en el suelo, le hacía cariño al perro, hasta que se oían las chancletas de la mujer que venía de la cocina.

Empezaba entonces aquella larga discusión y aquel regateo y aquellas cuentas difíciles que había que sacar con lápiz en un ladrillo.

Empezó a oír una campana. Era la campana de un arreo que venía por el camino. Seis burros y dos arrieros. Lo alcanzaron.

–Buen día.

–Buen día.

–¿Como que van para el pueblo?

–Vamos para el pueblo a coger carga para regresar con la fresca de la madrugada.

–Ajá. ¿Y de dónde vienen?

–Somos de La Cortada.

Cómo no. Conozco mucho el punto. Allí estuvimos acampados cuando la Miguelera.

Ya se le empezó a soltar la lengua a José Gabino.

Pero el malestar lo dominaba.

–Pero eso era cuando estaba muchacho. Ahora ya estoy viejo carranclo y no sirvo para nada.

Poco hablaban los arrieros.

–Esta mañana me picó una mosca azul y tengo ese cuerpo echado a perder. Si me dejaran montar en uno de estos burros hasta el pueblo sería un favor que se los pagaría Dios.

Los arrieros lo ayudaron a montar en el burro campanero. Se acomodó en la enjalma con dificultad, sentado de lado. Mientras procuraba asegurarse mejor tropezó su mano con una botella pequeña que venía atada a un extremo de la enjalma. Ya no quitó la mano de allí y al tacto fue recorriendo la atadura.

La tarde que estaba en su última hora se había hecho más clara, alta y transparente. José Gabino había empezado a quejarse a ratos, pero no dejaba de hablar.

–Yo no sé cómo me pudo picar esa bicha. Y esa picada es gusanera segura. Si me hubiera podido tomar un guarapo de raíz de mato.

Uno de los arrieros le respondió:

–Sí, señor. Muy buena es la raíz de mato para las picadas. Pero también es muy buena la oración de San Joaquín. Yo he visto curar mucha gusanera hedionda con esa oración.

José Gabino se mecía pesadamente sobre el burro. La mano seguía recorriendo la atadura y la botella. El dedo grueso oprimió las hojas frescas que tapaban el gollete.

–Tenga mucho cuidado con la luna –decía el otro arriero–. Tápese bien. Porque si le da la luna se le pasma el mal. Ya está saliendo por la punta del gollete.

José Gabino se llevó la mano a la nariz. Olía a aguardiente. Era aguardiente lo que tenía la botella.

Se estaban aproximando al pueblo. Se veían las oscuras arboledas y se oían los ladridos de los perros de los primeros ranchos. Ya casi era de noche.

La mano de José Gabino trabajaba rápida en desatar la botella.

–Yo conocí mucho a un hacendado de La Cortada. Ese era el hombre al que le he visto las mejores mulas. Y mire que yo sé de bestias. Tenía una mula rosada que era una señorita por el paso. ¡Qué animal tan fino!

Ya había desatado la botella y con disimulado movimiento la echó en el profundo bolsillo de su saco.

Estaban en las primeras casas.

–Yo aquí me quedo. Muchas gracias por el favor y que Dios los lleve con bien.

Los arrieros lo ayudaron a bajar, y siguieron con su recua.

Ya estaba más oscuro. Pero la luna que subía iluminaba el pueblo. José Gabino sacó la botella y se empinó tres grandes tragos. No había más. Esgarró con estruendo, escupió y lanzó lejos la botella.

Se veían las luces de la plaza.

Y se divisaba gente a la puerta de la pulpería. Por allí cerca andarían los muchachos correteando.

Al verlo empezaría la grita:

–¡José Gabino, ladrón de camino!

No se sentía con ánimos de defenderse. Eran ganas de descansar las que tenía. Ganas de echarse. En la brisa venía un turbio olor de maleza. Venía del trapiche del paso del río. Allí estarían las bagaceras repletas de bagazo mullido.

Hacia allá se encaminó por una calleja honda y sola como una acequia seca. Arrastraba los pies pesadamente y el malestar lo envolvía como niebla.

–¡Ah, malhaya! Ya no puedo ni con mi carapacho.

A la luz de la luna ya veía la gruesa torre del trapiche y los oscuros techos aplastados. Una lámpara lucía por entre una puerta lejana. Se oían ladridos de perros. La bagacera blanqueaba a la sombra de un cobertizo.

Allí se llegó y se tendió José Gabino. Puso al lado el palo. Sacó el atadijo que llevaba al extremo de él y estuvo hurgando un rato. Aquello frío y redondo era una medalla del Carmen. Hizo el gesto de santiguarse. Aquello duro, liso y puntiagudo era un colmillo de caimán. Muy bueno contra la guiña y la mala sombra. Allí estaban también los dados. Habían sido de un francés cayenero que los sabía componer muy buenos. Y aquel pequeño disco grueso era una piedra de zamuro. No había mejor talismán. Se lo había curado la bruja de Cerro Quemado. Aquéllas eran unas hojas secas de borraja. Aquél era tabaco en rama. Las barajas. Se le había perdido la sota de bastos. La navajita. El espejito.

Pero no tenía raíz de mato.

–Cuando al mato lo pica la culebra sale derechito a buscar la raíz, la muerde y no le pasa nada.

Estaba tendido largo a largo y ya no hurgaba más en el atadijo. El tibio aroma del bagazo le aumentaba el sopor.

–José Gabino se va a morir de mengua. Clavó el cacho José Gabino. Lo picó la mosca azul. José Gabino, ladrón de camino. Faltos de respeto. Un hombre como yo. Faculto y completo. Ahí, botado en la bagacera. Y tanto vagabundo acomodado. ¡Ah, mundo! Un hombre dispuesto para todo. Lo mismo para un barrido que para un fregado.

–Eso es mentira, José Gabino. Eso es mentira. No sirves para nada. Tú no eres sino un viejo borracho. Amigo de lo ajeno. Ladrón. Ladrón de camino. Esa sortija no es de oro. Esa sortija no te la dio ningún general en ninguna guerra. Es de cobre y tú te la robaste creyendo que era de oro. Pero es de cobre. De cobre hediondo. Huele para que veas. No sirves para nada. José Gabino. Para robar y decir mentiras.

–Se va a morir de mengua, José Gabino. Se va a morir de mengua. Lo van a encontrar tieso como un perro en la bagacera. Así no se muere un hombre. Con tanto frío. Con tanta tembladera. Virgen del Carmen, no me desampares.

 

El traqueteo de un carro de bueyes lo despertó. La mañana estaba clara. Cantaban gallos.

José Gabino se sentó entre los bagazos. Todavía sentía un poco de pesadez. Recordaba vagamente la noche y el día anterior.

Se sentía liviano y como con pocas fuerzas.

Todo le parecía reciente y fresco.

–Bien malo estuve anoche.

Allí cerca negreaba el sombrero.

–El sombrero del circo, José Gabino.

Se acordó de la mosca azul.

–Fue aquella mosca azul.

Entornó los ojos para mirarse la nariz. No se le veía mancha. Toda estaba roja y lustrosa. Respiró profundamente, conteniendo el aire en el pecho.

Alcanzó con la mano un pedazo de caña cortada. Sacó del atadijo la navaja, le quitó la corteza, y empezó a mascar con avidez la pulpa blanca y jugosa. El líquido dulce le corrió por las fauces resecas.

Estuvo mascando un largo rato. Después se levantó, se acomodó el traje, se puso el sombrero, se terció a la espalda el palo con el atadijo, y tomó hacia el camino.

La mañana nueva se extendía por la inmensidad de cañas, por las arboledas, por los cerros.

Pasaba una carreta de bueyes.

–¿Me deja montarme, jefe?

El gañán lo ayudó a montar.

Se sentó de espaldas en el extremo trasero, con las piernas colgando. Veía el camino salir lentamente por debajo de la carreta, por debajo de sus pies. Su sombra se proyectaba sobre el borde cuadrado de la carreta, y arrastraba por el camino.

Iba como sosegado y en paz.

Al rato alzó la voz, entre el traquetear de las ruedas.

–¿Este no es el camino de La Quebrada?

En el villorrio de La Quebrada debían estar en las fiestas patronales. Campanas. Fritangas. Gentío.

–No. Este es el camino de La Concepción.

Volvió a quedar en silencio otro rato. Por un lado fue asomando un rancho. La cerca de un corral. Muchas gallinas. No se veía gente.

Los ojos se le iluminaron. Con un movimiento ágil José Gabino se deslizó del borde de la carreta y vino a quedar de pie en el medio del camino.