Alberto Sánchez Argüello
Después
de siete horas en la fábrica, el hombre regresó a casa. Colocó cinco monedas en
la ranura de la entrada y la puerta se deslizó suavemente hacia la derecha.
Adentro una niña jugaba en la sala y una
mujer terminaba de servir la mesa. El hombre entró despacio, queriendo apreciar
la escena sin que lo notaran, pero la niña alzó la mirada y le sonrió.
Se sentaron los tres. El hombre les contó
su día entre máquinas y vapor. Les habló de la soledad que lo invadía en sus
turnos, la presión de sus superiores, la ansiedad por escuchar la sirena que
anunciaba el cierre de la jornada. Les describió su regreso, entre masas de
hombres grises que caminaban sin hablar. Ellas lo escucharon atentas, la niña
acariciando su brazo por momentos.
El hombre se levantó. Recogió los trastes
y cubiertos para lavarlos. Desde la cocina miró a la niña acurrucarse con la
mujer en el sillón frente al televisor. Al terminar, el hombre se acercó para
abrazarlas, pero ellas se disiparon en el aire, como si estuviesen hechas de
niebla. El hombre bajó la cabeza y arrastró los pies hacia la entrada, deslizó
la puerta y sacó del bolsillo de su pantalón otras cinco monedas.
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