Juan José Saer
Esta
señora, que vive en París desde el final de la Segunda Guerra, es en realidad normanda.
Se casó con un ingeniero, especialista en telecomunicaciones, en 1950, y tres años
más tarde nació su única hija, Muriel.
En 1961, una avioneta del ministerio de Comunicaciones
se estrelló en los Pirineos y el piloto y los cuatro pasajeros, todos técnicos de
la compañía pública de teléfonos, murieron en el accidente. El marido de madame
Madeleine era uno de ellos, pero al morir dejó un seguro importante, una pensión
confortable y un interesante patrimonio inmobiliario, lo que le permitió a madame
Madeleine encarar con cierta tranquilidad la larga viudez que comenzaba. Había sido
feliz con su marido, de modo que la posibilidad de un nuevo casamiento ni siquiera
la rozaba. Ningún hombre hubiese podido substituir a su marido según ella pero,
por sobre todo, no lo consideraba necesario. La evocación agradecida y melancólica
del ingeniero y la educación de su hija ocupaban enteramente las horas de su viudez.
Muriel creció, atractiva y vivaz; era una adolescente
un poco turbulenta en la que los tiempos que cambiaban parecían tener una influencia
mayor que el departamento burgués en el que vivía con la viuda atildada y respetable
que la había traído al mundo, pero a pesar de sus diferencias las relaciones entre
la madre y la hija eran, no únicamente buenas, sino también afectuosas y sinceras.
Se comprendían a medias, pero tenían confianza una en la otra. La soledad y el buen
pasar, la inactividad sin apremios, volvían conformista a la madre, en tanto que
la muchacha parecía haber heredado algo del alma aventurera del ingeniero, que creía
en la mecánica ondulatoria como otros en las letras de un libro mágico, y estaba
convencido de que con su aplicación práctica el mal –la incomunicación– sería aniquilado.
En 1968 Muriel, que tenía quince años, se mezcló con la muchedumbre de jóvenes que,
en las calles del Barrio Latino, salían en las mañanas de mayo a cambiar la vida.
Y aunque en los años que siguieron esa esperanza juvenil se disipó, Muriel se inscribió
en la Facultad de Medicina movida por una especie de obsesión humanitaria.
Madame Madeleine, que no ignoraba esa obsesión, no se
sintió del todo descontenta con la elección, pensando que la carrera era respetable,
y que con la madurez un uso más convencional del diploma terminaría por imponerse
a su hija, pero en realidad, con el tiempo, las cosas empeoraron. El pionero que
la había engendrado una mañana de la que todavía, casi un cuarto de siglo más tarde,
madame Madeleine guardaba fresco el recuerdo, hervía decidido y enérgico en las
venas de la muchacha, y apenas tuvo su diploma Muriel se inscribió en una de esas
organizaciones de médicos que, desde las naciones ricas que contribuyeron a despojarlos,
mandan misiones sanitarias a los países pobres.
Las relaciones entre las dos mujeres se degradaron.
Los mismos rasgos de carácter que la habían seducido en el padre, le resultaban
a madame Madeleine insoportables en la hija. Y, como sucede en ese tipo de rencillas
familiares, de lo más banales por otra parte, por orgullo u obstinación, las posiciones,
discretamente opuestas al principio, a medida que iba pasando el tiempo se radicalizaban.
Casi de un modo sistemático, y aunque no había ninguna deliberación en ellas, sus
opiniones eran siempre contradictorias. Mientras Muriel se abría al mundo, su madre
se cerraba. A la hija, el confort europeo le resultaba moralmente abominable, un
simulacro de civilización, y era en las aldeas perdidas de África, del Lejano Oriente
o de América Latina donde según ella se manifestaba la realidad de la vida. Para
la madre, por el contrario, en lo exterior del círculo claro de valores burgueses
en cuya zona, cada día más, se atrincheraba, reptaban sombras confusas, tan poco
humanas en apariencia que era difícil identificarse con ellas, y que le parecían
incomprensibles y amenazadoras. Un desdén por lo extranjero, lo lejano, la inducía
a arroparse en una especie de culto por lo local, por las formas de vida que practicaban
los que se le asemejaban en su aspecto físico, en sus costumbres, en su vestimenta,
en las cosas que comían, en la decoración de sus casas, etcétera. Y para la hija,
en una obcecación antitética, la pobreza, la piel oscura, la intemperie, eran prueba
suficiente de integridad y de inocencia.
Durante los dos o tres primeros años de las actividades
de Muriel, las dos mujeres sufrían y rabiaban, hasta que un día en el que la hija
vino a anunciarle su casamiento, la ruptura se produjo. No había habido ninguna
provocación, consciente por lo menos, en la elección del marido, pero lo cierto
es que era árabe, argelino para ser más exactos, o sea, para la madre, que revivía
viejas conversaciones políticas con el ingeniero, originario de las filas del enemigo.
A decir verdad, aunque su tipo árabe era pronunciado hasta la caricatura, lo realmente
molesto era su adaptación casi demasiado perfecta al modo de vida francés, del que
imitaba hasta los tics más superfluos y llamativos. Era médico como Muriel, pero
sus ideas sobre la profesión eran más afines con las de la madre que con las de
la hija, y había instalado su consultorio en un barrio bastante burgués de la Rive
Gauche.
Todo eso madame Madeleine lo supo un año después del
casamiento, cuando, al cabo de cierto tiempo de vivir distanciados, el viejo afecto
terminó prevaleciendo y tuvo lugar la reconciliación. Un domingo, la hija y el yerno
vinieron a almorzar a la casa materna. Muriel se mostró afectuosa y contenta con
el reencuentro, y su marido le pareció a madame Madeleine educado, discreto y lleno
de consideración hacia su persona. Pero su aspecto tan típicamente árabe la incomodaba.
Hubiese querido presentárselo a sus amigas, pero más de una vez había coincidido
con ellas en lo desagradable que eran los rasgos exteriores de esa raza y de ese
pueblo que tantos conflictos había motivado a su propio país. A causa quizás de
su mimetismo con todo lo que fuese francés, Ahmed la fascinaba y la repelía a la
vez. Aunque cualquiera que fuese el tema de discusión él estaba siempre más cerca
de sus posiciones que de las de Muriel, madame Madeleine hubiese preferido tenerlo
como antagonista y no como aliado. Y si bien no tenía nada concreto que reprocharle,
no podía reprimir en su interior, aunque hacía muchos esfuerzos para disimularlo,
el inextinguible reproche de haberse casado con su hija, de haber traído lo extranjero
al interior mismo de la fortaleza en la que, al igual que tantos otros semejantes
a ella, se había retirado. Y al cabo de algunos meses de almuerzos dominicales íntimos
y un poco aburridos, Muriel le anunció que estaba embarazada.
Cuando el niño nació, el parecido con su padre le resultó
a madame Madeleine casi humillante: ni un solo rasgo normando se había intercalado
en la criatura para atenuar la ortodoxia semítica de su aspecto físico. Muriel quería
darle un nombre africano, pero Ahmed insistió y obtuvo Claude, por Claude Bernard,
como homenaje al creador de la medicina experimental, lo que no dejó de sugerir
a la abuela que ese nombre era un anacronismo si se tenía en cuenta al ser que designaba,
y que tal vez hubiese sido preferible que un nombre más adecuado a su aspecto exterior
lo nombrara. Esas reflexiones eran fugaces, atenuadas, más parecidas a sensaciones
vagas que a pensamientos, y una especie de estoicismo la inducía a ocultarlas, de
modo que su reticencia se parecía menos al reproche que a la tristeza, y la hija
y el yerno la ignoraban, aunque las relaciones, sobre todo con Muriel, eran a la
vez cordiales y distantes. Madame Madeleine se sentía tironeada entre su familia
y sus amistades, sin decidirse a romper con ninguna de las dos. A veces, cuando
estaban demasiado ocupados, la hija y el yerno le dejaban al nieto un día entero,
y ella lo cuidaba, le compraba juguetes, le daba de comer, y aunque no lo desquería,
tampoco sentía un afecto particular por ese extranjero diminuto, de piel oscura,
labios protuberantes y pelo enrulado que, aparte de sus padres y de ella, no tenía
a nadie más en el mundo.
Una vez, como tenían que asistir a un congreso, Muriel
y su marido se lo dejaron por un fin de semana, y aunque únicamente habían ido en
auto hasta Avignon, nunca más volvieron a buscarlo: un accidente en la autopista
los mató a los dos, y la muerte de Muriel, si se piensa en la del ingeniero, podría
darle la razón a los que piensan que también las muertes por accidente pueden ser
hereditarias (después de todo, también existen los que afirman haber descubierto
los genes del suicidio). Lo cierto es que cuando terminó de llorar a los padres,
y madame Madeleine quedó sola con su nieto, el dolor empezó a disiparse al paso
del presente que afloraba con su curiosa realidad. El chico, que tenía dos años
y medio, parecía ignorar la muerte de los padres, y se aferraba al cuerpo caliente
y blando de la abuela. Madame Madelaine sabía que nunca lo abandonaría, y que a
pesar de haber rechazado siempre, sin saber por qué, lo extranjero, por una ironía
del destino debería resignarse a admitir que, a causa del cuerpecito oscuro que
se pegaba obstinadamente al suyo, de ahora en adelante lo extranjero, lo exterior,
era ella la que lo encarnaba.
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