sábado, 2 de agosto de 2025

El muerto

Luis Vidales

 

Tomó el diario. Leyó: “El señor N. N. descansó en la paz del Señor”. Se tomó el pulso. Nada. Se palpó el pecho. Estaba frío. Sintió una absoluta indiferencia. Tiró el diario y volvió a meterse en la cama, más, pero muchísimo más indiferente que nunca.

 

(Tomado de www.ciudadseva.com)

 

El hijo tonto

José Revueltas

 

Sí, en efecto, hoy comienza todo de nuevo. Hoy comienza la vida, la verdadera vida. El pasado, inmediato y lejano, ha sido un sueño. Hoy se abren los ojos a un nuevo panorama y la fe torna al corazón y lo sacude alegremente. ¡Qué tontería haber tenido miedo! ¡Pero qué solemne tontería! ¡Si la tierra es generosa, buena, incapaz de negar nada a sus hijos! Antes, ayer mismo, todo pudo ser malo. Malos nosotros y nuestros semejantes. Pudieron los hombres odiarse y engañar; pudo haber crimen y pudo haber injusticia. ¡Pero hoy…! De hoy en adelante se acabó el sufrimiento, se acabó la maldad. El arruinado puede ya rehabilitarse; los pobres ya no tienen necesidades; hay pan para el hambriento; para el solitario, amor. Se acabaron los tristes y los enfermos. Aquellos que vivieron siempre en el desamparo, que no tuvieron nunca una sonrisa hoy tienen un lugar, un refugio en esta tierra magnánima y dulce. Desde hace mucho tiempo los hombres aguardaban esta alegría profunda. ¡Y cómo lucharon! No conocían esta felicidad, no podían nombrarla; la esperaban en sus buenos corazones y se daban cuenta de que todo era un sueño. Que eran un mal sueño los vicios y el dolor, las envidias y la muerte. Y porque antes no supieron de esta alegría que ya tardaba tanto, se portaron mal. Y sus corazones, hechos para el amor, anidaron el odio; y sus manos hechas para el trabajo, se ejercitaron en el crimen. ¡Oh, pero en esto no había maldad alguna! Apenas se hizo la justicia sobre la tierra y ya sus manos y sus corazones se convirtieron hacia el amor. El odio y el crimen fueron sólo un recuerdo, una pesadilla pasajera. Hoy se ha olvidado todo. Los enemigos se abrazan y lloran sus faltas. Todos los hombres lloran lágrimas felices y eternas. No lloran de sufrimiento, son las suyas lágrimas de alegría. Unas lágrimas que tenían reservadas para hoy, cuando la tierra se vuelve buena, cuando todo es límpido, sin manchas, puro. Esas lágrimas corren presurosas por las calles. Lavan y purifican todo lo que tocan, pues son las lágrimas del hombre arrepentido; son las lágrimas del infeliz que por fin halló paz y reposo; son las lágrimas del malvado que encontró ya la expiación… Lágrimas de buenos y de malos, de inteligentes y de tontos, de egoístas y de generosos. Son las lágrimas que nunca se habían derramado sobre el mundo y hoy limpian los cuerpos, descienden a los tugurios y se alzan sobre la tierra como la esperanza misma, plena de luz y de radiante eternidad.

 

Las lágrimas. ¡Cómo corrieron lágrimas por toda la tierra! Se oían sonar sobre los cristales de la casa y luego en la calle. Nada más eso, durante la noche entera y gran parte de la madrugada. Un caer obstinado, lleno de porfía, monótono. La ciudad se llenó de barro y su aspecto fue más triste y silencioso que de costumbre. No había cielo en esta noche inmensa, que no terminaría nunca. Sólo el caer incesante, bañando a la ciudad. Sonaba aquí en los cristales, y allá, en el fango de la calle. De vez en cuando un relámpago; y parecía como si las cosas abrieran súbitamente los párpados, asombradas, para volverlos a cerrar sumiéndose en la noche sin alma, llena de soledades y gemidos. De tarde en tarde, como al acaso, el apresurado ruido de un transeúnte que corría chapoteando por el lodo. Otras veces, los fanales de un automóvil que giraban como ojos terribles para perderse definitivamente por el resumidero sin medida de los callejones. Dentro de la casa, encima del cajón, una vela que chisporroteaba, ondulante, caprichosa. En el centro del cuarto un brasero con algunos melancólicos tizones para dar calor a las gentes que ahí se aglomeraban, silenciosas, como hostiles. El humo escapaba por el tragaluz –¡cuántas gentes morían de asfixia, por seguir este sistema!– para mezclarse con la noche, mientras aquella lluvia continuaba azotando, vengativa, monótona.

La noche fue larga. Todas las noches así son largas y parecen túneles sin fin. Si no hubiese llovido allá afuera y aquí dentro esa gota de agua no hubiera estado cayendo tanto tiempo sobre el lavamanos, desde la gotera, los ruidos, las voces, el respirar, los pasos, habrían tenido cierta vitalidad. Mas la lluvia llenaba todo esto de algo enormemente solitario. Parecía como si no ocurriera acontecimiento alguno y el mundo se hubiese detenido a mitad de su carrera, y las cosas sucedieran por sí mismas, mientras la lluvia, apocalíptica, señoreaba la inmensa ciudad.

Por quién sabe qué rendija se colaba un viento helado: hacía ondular la llamita de la vela de un lado para otro y estrechaba más aún los tres cuerpos del camastro: hombre, mujer e hijo, uniéndolos en un solo abrazo de angustia y frío. Afuera continuaba la lluvia; dentro, el lavamanos sonaba tercamente con su gota imperecedera y sonámbula. No terminaría nunca. Noche y lluvia habían principiado juntas y nadie podría detenerlas.

Sin embargo, tendría que llegar la mañana. La luz reinaría sobre la tierra. Después de una noche así, si amanecía, todo indefectiblemente debía de principiar de nuevo. Allá afuera, en la calle, el sol. ¡Qué puro su sonido! Los hombres caminarían sonrientes, afables, oliendo el fresco perfume de la tierra. El cielo estaría limpio y azul. No. No había llovido durante la noche. Era mentira toda aquella angustia de la siniestra lluvia lamiendo la ciudad, enfangándola. Todo habían sido lágrimas. Eran las lágrimas de todos los hombres y por eso la lluvia se prolongó durante la noche entera.

Quizá haya amanecido, aunque sería muy arriesgado afirmar nada sobre la lluvia o el sol. Cierto que ya no cae la gota de agua sobre el lavamanos. Cierto que los tizones del brasero se han apagado y sólo son ya cenizas, como si nunca hubiesen despedido luz o calor. Mas aquí dentro del cuarto todo permanece en su sitio; hay esa misma dolorosa inmovilidad, y Mariana continúa en el lecho, las manos amarillas cruzadas encima del abultado, monstruoso vientre.

La vela está reducida a la mitad y parece como un cadáver infantil, apagada y sin expresión. Como a las tres de la mañana, con sus dedos flacos, Mariana retorció el pabilo. Se produjo un ruidito, pues ella había humedecido con saliva sus dedos angulosos. Pero ese ruidito fue ahogado por el ruido seco, pertinaz, de la gota sobre el lavamanos. En la oscuridad aquello fue más claro y sustantivo. La gota sobre el lavamanos, terriblemente presente, dolorosa se apoderó del cuarto por entero. Ya era solamente ese ruido, y otros pequeños ruidos, como un cortejo. Cuando amaneciera (si de veras iba a amanecer todo el sufrimiento acabaría, las cosas se volverían sencillas) deberíase traer al albañil, para que tapara la gotera. Al mismo tiempo sería necesario tapar la rendija con algunos periódicos para que no entrara el frío. Después habría que asear el cuarto, limpiarlo de toda aquella porquería, tender la cama y arreglar todas las cosas. Todo eso, nada más en cuanto amaneciera. Por hoy, en la noche, esta gota de agua y este dolor, agudo, salvaje, sobre la espalda. Si Mariana no exhalaba el menor gemido era porque con la luz del sol terminarían todos sus sufrimientos.

Sin embargo, ya hoy, esta mañana, no estaba segura de que la noche hubiera terminado en realidad. El hijo no fue a la escuela, sino que estaba ahí, en el banco, como si fuera de piedra, con la mirada absorta sobre el vientre hinchado de Mariana. El lavamanos rebosaba de agua y todavía, una que otra vez, la gota de la noche anterior, rezagada, caía produciendo un sonido extraño, como un golpe lejano. Si apareciera el sol se esfumarían con toda seguridad las cosas siniestras de la vida. Con el sol podría lavarse aquel miserable suelo, tan sucio, y pintarse de amarillo congo. En la ventana quedarían muy bien unos alegres visillos, un florero. Pero esa ventana daba a un patiecillo oscuro, lleno de desperdicios, estrecho. Sin embargo, no podrían quedar mal unas cortinitas con adornos; a ella le hubieran gustado azules con unos vivos color de rosa. En cuanto a la rendija, no debía de ser muy grande. Unos periódicos con engrudo y el problema estaba resuelto. Pero si Jaimito, su hijo, estaba ahí y no había ido aún a la escuela, se debía con toda seguridad a que la noche no había terminado. Bien que Jacinto ya había salido de casa, con toda seguridad a buscar trabajo; si lo encontraba terminaría todo al instante. El terrible dolor de espalda acabaría por fin y Mariana se podría levantar del camastro para hacer la limpieza, para arreglar el cuarto y dejar todo alegre.

Había cesado la lluvia, en efecto. Sí. Pero aquello no había sido el llanto de los hombres arrepentidos de sus pecados, sino una lluvia real, atroz, desoladora. Si hubiesen sido las lágrimas de los hombres, Jaimito estaría en la escuela y ahí, por la ventana, entraría un rayo de sol y el suelo estaría limpio.

–Hijo mío, asómate y dime si hay sol…

El hijo se movió torpemente, como si hubiera estado un poco ciego. Tropezó en el camino con el lavamanos, derribándolo.

–¡Qué torpe eres, muchacho! No sabes hacer las cosas más sencillas. ¡Asómate ahí por la puerta, tonto!

Una ráfaga de aire helado penetró en la estancia y se quedó en el cuarto, como si aquél fuera el sitio predilecto del frío.

–¡Está nublado todavía y sigue lloviendo…!

Mariana dio un hondo suspiro. Había llegado la mañana y el mundo seguía igual, sin cambiar. La gente era la misma y ella seguía enferma, inútil sobre aquella cama sucia y llena de chinches. El chico se puso a canturrear, indolentemente, sentado sobre el banco y balanceando la cabeza a uno y otro lado, mientras miraba el suelo con obstinación.

Mariana pensaba en el doctor que la visitara tres meses antes, cuando todavía quedaban algunos centavos. El doctor tenía una cara azul, de pómulos salientes, y encima de ellos bailaban unos espejuelos brillantes, que no dejaban ver los ojos. A lo mejor no tenía ojos; era muy posible. No la miró al rostro. Con unas manos frías, huesudas, tocó los pulmones, oprimió los hombros de Mariana. Cuando aplicó el estetoscopio, los espejuelos aquéllos estaban clavados en la pared, sin expresión. Sin embargo, a favor de un movimiento de cabeza, Mariana pudo ver, por fin, los ojos del médico. Los cristales eran muy gruesos y entonces los ojos parecían enormemente grandes, como asombrados, y Mariana pensó si no estarían realmente sorprendidos ante ella. En esos momentos se sintió perdida. Los ojos del doctor mostraban asombro, pero al mismo tiempo crueldad. Parecían lanzar un reproche y a la vez profetizar algo terrible. Después del examen el doctor dijo algunas breves palabras al oído de Jacinto. Mariana sólo logró percibir el final:

–… al campo…, el aire…

Jacinto se mostró desolado. Recordaba muy bien ahora a Jacinto con aquel traje medio verde ya. En los codos y en las rodillas estaba considerablemente desgastado. Las demás partes del extraño traje brillaban por el uso, como engrasadas. Lo curioso era que quien parecía más conmovido no era precisamente Jacinto. El traje era el que, de pronto, se veía más triste, como si su condición hubiese sufrido un descenso y, desde el momento en que el doctor pronunció el dictamen, su pobreza, aquella lamentable y digna pobreza, fuera más patente aún, saltara más a la vista.

–Dime la verdad, Jacinto, ya sé que me voy a morir…

Jacinto adoptó un continente estúpido. Sin necesidad de que dijera una sola palabra, ya se adivinaba que escondía en su pecho algo fatal; parpadeaba violentamente, el rostro se le alargaba en forma rara y la voz, esa voz de por sí tan tímida, se quebraba en modulaciones ridículas. Lo más singular de todo aquello era que Jacinto mudó inopinadamente de fisonomía. Sus facciones, en esos momentos, eran demasiado semejantes a las de su propia mujer: la manera de plegar los labios, como haciendo pucheros; los ojos, que se habían empequeñecido como si fueran de miope, y el mentón, que principió a temblar en forma increíble, eran características en las que Mariana misma se reconocía con gran sorpresa y dolor. “Si Jacinto tiene esa cara –pensó, sin importarle ninguna lógica–, es señal de que voy a morir.” En un acceso de súbita histeria rompió a gritar como una poseída:

–¡Me voy a morir! ¡Me voy a morir! Jacinto, dímelo. Me voy a morir.

Jacinto cayó a sus pies, llorando. No acertó a levantarse de ahí en mucho tiempo y entre sollozos explicó por fin lo que el médico le dijera:

–… que necesitas sol, debes ir al campo… Aquí no te quedan tres meses de vida…

Jaime, el chico, tenía un rostro muy parecido al de Jacinto. Había heredado de él las costumbres raras, como, por ejemplo, la de estar inmóvil, pensando, con la mirada perdida en el espacio. En los momentos de aguda emoción también le temblaba en forma incontenible la punta de la barba. Entonces cobraba un parecido angustioso con la propia Mariana, la cual experimentaba un intenso e inexplicable dolor.

Jaime no se había ocupado de limpiar el agua derramada del lavamanos. Tenía los pies encima de ella y a cada momento los movía con el fin de producir un ruido desagradable: el agua aquélla se fue convirtiendo en lodo, pues el piso estaba lleno de polvo, de basuras y tierra de la calle. Sin embargo, Mariana no se sentía con fuerzas para reprochar a su hijo. Sabía que su presencia en el cuarto significaba muchas cosas. Significaba que la lluvia no había cesado, que el sol tardaría mucho en salir, que Jacinto no había encontrado trabajo y que ella continuaba enferma.

Aunque podría ser cierto que la oscuridad del cuarto no fuera sino un simple engaño. Esto podría ser. El chico se habría engañado al mirar por la puerta y el muy tonto no habría visto el sol. La lluvia no se oía ya; la lluvia duró toda la noche, pero las noches no son eternas. Cae la gota sobre el lavamanos y ese ruido llena toda la noche, no se escucha otra cosa. Pero después, cuando se hace la mañana, hay por las calles, en los campos, en las azoteas, mujeres lozanas, fuertes, sonrientes. La noche es una ficción, es un castigo de Dios que terminará alguna vez. Cuando Mariana comparezca ante el Creador, se humillará hasta lo último. No osará levantar el rostro y será toda humildad y arrepentimiento. Le dirá al Señor que sufrió mucho sobre la tierra, pero que Él es el Eterno Misericordioso, el Bueno, el Siempre Justo.

–Hijo, tráeme el libro de rezos…

Jaime se movió con su misma torpeza, solamente que en esta ocasión poseído de un temblor repentino e incontenible. Trémulo y bailándole el libro entre las manos se aproximó hasta el lecho de la enferma. Cerca ya de su madre abrió desmesuradamente los ojos –Mariana pensó en los ojos del doctor, cuando la examinaba– y ahogado por el llanto:

–¿Ya te vas a morir? –preguntó.

La madre clavó una mirada hostil, atroz, sobre su hijo, retirándose de él violentamente. Por un momento sintió una especie de extravío. Quiso decir algo dulce, una palabra consoladora, pero en forma inexplicable, absurda, exclamó, gritando:

–¿A ti qué te importa?

El niño dejó caer la cabeza sobre la almohada y se puso a sollozar, gimiendo entrecortadamente. Aquel sollozar era en extremo lóbrego. No parecía partir de un niño, sino de una persona adulta. Y ni siquiera de una simple persona adulta. Una persona con calidad extraña, sobrenatural, como si a través del niño gimiese mucha gente más, como si por el niño se dejasen sentir la noche y la muerte. Recostado así sobre la almohada, vista nada más su extraordinaria cabeza rapada, el niño parecía un anciano, un anciano frágil, a punto de morirse.

Mariana lo sintió de pronto como a un anciano, en realidad. Olvidó por completo el rostro de su hijo. Trató de recordar cómo era Jaime, cómo sonreía cuando por azar llegaba a hacerlo. Imposible. No podía recordar esa sonrisa, no podía recordar nada en absoluto. ¿Quién era entonces aquel ser que estaba a su lado? ¿Qué extraño cuerpo se recostaba sobre la almohada y gemía de aquella manera?

“Todo esto se desvanecerá en cuanto amanezca; lo que hace falta es sol, sin sol no puede haber felicidad sobre la tierra”, acertó a pensar. Recorrió con su mirada todo el cuarto. Ahí estaba el lavamanos que unos momentos antes tirara su hijo, al ir en busca del sol. Lo había tirado con aquellos pies torpes, con aquellos pies que, sin embargo, salieron del vientre de Mariana. “¡El pobre! No vio el sol. ¡Es tan tonto!” Porque sin duda allá afuera había un sol maravilloso. Un sol como nunca. Sería un sol con música. Sus rayos serían de oro y por ellos descenderían unos coros celestes, entonados por ángeles serenos y dulces. Sí, descendían majestuosamente, y al llegar a la tierra, los hombres, ante su presencia, caían aniquilados de felicidad, convirtiéndose ellos también en hombres de oro, cubiertos de pedrería resplandeciente. El cielo se abría de par en par, y allá en el fondo se descubría un nuevo cielo, augusto, tachonado de blancas estrellas que parecían diamantes. “¡Pobre hijo mío! ¡Si con sólo salir se puede ver la luz! ¡Que yo tuviera tus piernas, tus pulmones!”

La cabeza rapada estaba ahí, junto a su hombro. Mariana experimentó un doble sentimiento, que le cegaba la razón en lo absoluto. De una parte se estremecía con una inmensa piedad. Sentía para con su hijo un atroz remordimiento. ¡Era un hijo tan feo, tan humillado, tan pobre! Un niño sin sonrisas, sin amparo, que había vivido siempre en la miseria. Mariana hubiera querido lavarlo con lágrimas y cubrirlo de besos. ¡El pobre niño torpe, medio ciego, con su gran cabezota y sus dientes enormes! Pero al mismo tiempo en el pecho de Mariana se destacaba una cólera extraña, violenta, insensata.

Parecía ser ella un instrumento para cumplir un designio oscuro, alguna profecía bíblica, implacable. Llevada por este último sentimiento, fanáticamente enloquecida por un rayo súbito, apoderóse de un brazo de su hijo y oprimiéndole brutalmente la muñeca, en otra mano el libro de oraciones, ordenó:

–¡Reza!

Todavía levantó aún más la voz:

–¡Reza! –Y duramente–: ¡Lavemos nuestras faltas! Hasta el fin del mundo. Recemos hasta el fin.

Sus ojos se perdían en el espacio. Apretaba los dientes con furia, con desesperación. Quizá no hubiera querido ordenar a su hijo que rezara, sino alguna otra cosa. Pero cualquier otra cosa la hubiese ordenado con la misma violencia, con la misma sed vengativa y terrible.

Oprimía cada vez más fuerte. Los huesecitos del niño eran en sus garfios amarillos como un endeble tallo. Mientras sentía esta carne débil entre sus manos, miraba aún la ventana. ¡Ay, una ventana donde debieran de estar tiestos de flores y unas cortinillas alegres, pero donde, en cambio, sólo se lograban ver los vidrios opacos y macilentos!

Una voz cascada, sin duda alguna la voz de un viejo, se escuchaba en el cuarto sombrío:

–Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre…

La madre empezó también a rezar. Sin embargo, no acertaba a recordar con absoluta precisión las oraciones. Veníanle a la mente al mismo tiempo las más diversas palabras sagradas, las cuales pronunciaba sin la menor ilación, atropelladamente, apretando con violencia desconsiderada la muñeca de su hijo.

“¡Un hijo tan tonto, tan inútil, el pobrecito!” En la ventana pondría, en cuanto amaneciera, unas macetas con geranios. Los geranios siempre tienen flores. Limpiaría los vidrios, pues unos vidrios sucios dejan mucho que decir de una familia decente. Cuando estuviera desocupada, sin ropa que lavar, sin suelos que trapear, sin qué zurcir, abriría la ventana para contemplar el cielo. ¡Era tan límpido! ¡Era tan azul, tan puro!

Pero he aquí que de pronto, por la ventana, se ve al fin el milagro. ¡Un milagro! Algo levemente dorado en la ventana. Apareció quedamente, sin dejarse sentir. A través de los opacos cristales parecía un ópalo tierno.

–¡Hijo mío, hijo, el sol, el sol!

El niño atroz, el ancianito aquél, resbaló pesadamente. Su cabezota rapada cayó sobre el agua turbia, sucia. Sobre el agua que por la noche, desde la gotera, había llenado el lavamanos y hoy estaba ahí, en el suelo, porque el niño torpe la tiró al ir a buscar el sol con sus piernas temblequeantes y sus ojos cegatones.

 

(Tomado de www.ciudadseva.com)

 

Tras la huella

Marcial Fernández

 

No le des más vueltas: el trastorno mental que padece Miguel es muy grave, probablemente sin remedio. La situación es clara y difícil: siente que alguien lo persigue, y por eso huye; empero, a sus espaldas, nunca nadie ha intentado siquiera acercársele. Te lo digo yo, que lo he seguido durante tantos años.

 

(Tomado de www.ficticia.com)

 

viernes, 1 de agosto de 2025

Los dos consolados

Voltaire

 

El gran filósofo Citófilo decía cierto día a una mujer afligida, y que tenía justo motivo para estarlo: “Señora, la reina de Inglaterra, hija del gran Enrique IV, fue tan desdichada como vos: la echaron de sus reinos; estuvo a punto de perecer en el Océano por las tempestades; vio morir a su real esposo en el cadalso”.

–Lo siento mucho por ella –dijo la dama; y se echó a llorar por sus propios infortunios.

–Pero acordaos de María Estuardo –dijo Citófilo–; amó con mucha honestidad a un valiente músico que tenía una hermosísima voz de bajo. El marido mató a su músico en su presencia; y luego, su mejor amiga y su pariente la reina Isabel, que se decía doncella, ordenó cortarle la cabeza en un cadalso tapizado de negro, después de haberla tenido dieciocho años en prisión.

–¡Qué crueldad! –respondió la dama; y volvió a sumirse en su melancolía.

–Quizá hayáis oído hablar –dijo el consolador–, de la hermosa Juana de Nápoles, que fue arrestada y estrangulada.

–Lo recuerdo confusamente –dijo la afligida.

–Tengo que contaros –añadió el otro–, la aventura de una soberana que fue destronada en mi época después de comer y que murió en una isla desierta.

–Conozco toda esa historia –respondió la dama.

–Pues entonces voy a contaros lo que le ocurrió a otra gran princesa a la que enseñé filosofía. Tenía un amante, como lo tienen todas las princesas grandes y hermosas. Su padre entró en su cuarto, y sorprendió al amante, que tenía el rostro totalmente encendido y los ojos brillantes como carbunclos; también la dama tenía la tez muy animada. El rostro del joven desagradó tanto al padre que le aplicó la bofetada más enorme que nunca se hubiera dado en su provincia. El amante cogió unas tenazas y le abrió la cabeza al suegro, que logró curarse a duras penas y que todavía lleva la cicatriz de aquella herida. La amante, enloquecida, saltó por la ventana y se dislocó un pie; de manera que en la actualidad cojea visiblemente, aunque por lo demás tenga una figura admirable. El amante fue condenado a muerte por haberle abierto la cabeza a un grandísimo príncipe. Podéis figuraros el estado en que se encontraba la princesa cuando llevaban a colgar a su amante. Cuando estaba en prisión, la vi muchas veces: nunca me hablaba más que de sus desdichas.

–Entonces, ¿por qué no queréis que piense yo en las mías? –le dijo la dama.

–Porque no hay que pensar en ellas –dijo el filósofo–, y porque, habiendo sido tan desventuradas damas tan altas, vos no tenéis derecho a desesperar. Pensad en Hécuba, pensad en Níobe.

–¡Ah! –respondió la dama–; si hubiera vivido en su tiempo, o en el de tantas bellas princesas, y si para consolarlas les hubierais contado mis desdichas, ¿pensáis que os hubieran escuchado?

Al día siguiente, el filósofo perdió a su único hijo, y por ello estuvo a punto de morir de dolor. La dama encargó una lista de todos los reyes que habían perdido a sus hijos y se la llevó al filósofo; éste la leyó y le pareció muy exacta, pero no por eso dejó de llorar. Tres meses después volvieron a verse y se asombraron de encontrarse llenos de un humor excelente. Mandaron erigir una bella estatua al Tiempo, con la siguiente inscripción: A AQUEL QUE CONSUELA

 (Tomado de Voltaire, Cuentos completos, Biblioteca digital Minerd)


Diálogo con Borges

Juan José Arreola

 

La última vez que nos encontramos Jorge Luis Borges y yo, estábamos muertos. Para distraernos, nos pusimos a hablar de la eternidad.

 

(Tomado de www.ciudadseva.com)

 

jueves, 31 de julio de 2025

Como dicen duermen los ángeles en el paraíso

Víctor Roura

 

Caminaba por Reforma cuando una mulata, con medias blancas, me detuvo.

–Llueve y nadie se ve por las calles –dijo.

Alcé los hombros.

–Mejor –contesté.

Sin decirnos nada, nos fuimos acompañando. Yo no quería hablar, supongo que ella tampoco, pero ambos no queríamos estar solos.

El aguacero arreció.

–¿Sabes la hora? –pregunté.

No dijo nada, sólo me extendió su brazo. Vi su reloj. Eran las nueve con diecisiete minutos.

–Ya es noche –dije.

Movió la cabeza.

Llegamos hasta Avenida Juárez. Le tomé la mano y nos metimos al Salón Palacio. Estábamos mojadísimos. Chucho, desde la barra, saludó. Nos acercamos.

–¿Tendrás algo para la cabeza? –pidió la mulata.

Chucho proporcionó una toalla. Y preguntó:

–¿Qué van a tomar?

–Lo mismo –dije.

La mulata volteó a verme.

Por fin nos miramos a los ojos.

–Yo también –dijo.

Tenía una indefinible expresión de tristeza. Me recordó de pronto a las coristas negras de rock. Su minifalda era blanca, al igual que sus medias. Apabullaba visualmente la mulata. Ya sentados en el bar pude apreciarlo. El ron sabía exquisito. Ella seguía secándose el cabello. No tenía ninguna pintura en su rostro, ni la necesitaba. Era un bello ángel negro.

–¿Qué hacías solo por Reforma? –preguntó, mirando hacia el techo, examinando el salón, buscando quién sabe qué en aquel rincón.

Le hice una seña a Chucho para que sirviera la segunda ronda.

–Tenía una cita en el Ángel… –dije.

Ella se quitó el suéter. Se quedó con una minúscula blusa. Los parroquianos nos miraban de vez en vez. La miraban a ella, mejor dicho, de vez en vez.

–Pero nunca llegó –dijo.

No respondí.

No tenía ganas de hablar.

–¿No tienes calor? –preguntó.

Sí, apenas empezaba a sentirlo. No le respondí. Me quité el saco.

–Bebamos en silencio –sugerí.

Dejó la toalla en la mesa. De un solo trago dio cuenta de su segunda copa. Chucho trajo los otros dos rones. Había mucho barullo. Un tipo se levantó, enfurecido. Insultó a un tercero. Pero lo calmaron, con rapidez. Ebrios, finalmente. Me pareció ver un brillo en los grandes ojos de la mulata.

–Tipos locos –acotó.

Miraba a mi alrededor. Alguna vez veía a mi acompañante. Ella hacía lo mismo. Estaba atenta a lo que sucedía en la tranquila algarabía del salón. Sentía, ocasionalmente, sus miradas.

Pero los dos no hablábamos.

A la sexta copa, Chucho trató de reanimarnos.

–¿Y cómo se llama la bella dama? –preguntó.

La miré.

–El que usted disponga.

Chucho rio. Volvió a la barra.

Nuestros cabellos ya se habían secado.

–Quisiera volver a caminar –dije.

No me miró.

–Puedes hacerlo –indicó.

Le pedí la cuenta a Chucho.

–…Pero ella no va a estar esperándote en el Ángel –dijo, segura de sí.

Yo no quería regresar a ese sitio, sino únicamente caminar. Pagué las bebidas, me despedí de la mulata y salí. Seguía lloviendo.

Ya en la Alameda, me la volví a encontrar.

–Llueve y nadie se ve por las calles –dijo.

Alcé los hombros.

–Mejor –dije.

Y nos fuimos caminando por la Alameda, luego por Madero, luego por Tlalpan y nos regresamos por las mismas calles. Íbamos y veníamos en silencio, sólo acompañándonos.

Vimos salir el sol, sentados en la glorieta del Ángel, sobre Reforma.

–No va a venir –dijo.

Nos miramos largamente.

Su rostro denotaba cansancio. Y tristeza. Una indefinible tristeza.

–¿Dónde vives? –pregunté.

Señaló con el dedo hacia Río Tíber.

–Te acompaño –dije.

La dejé en una lujosa residencia, no recuerdo el número, y volví sobre mis pasos.

Ya el sol pegaba duro sobre mi cara.

No había caminado ni dos cuadras cuando la mulata me detuvo por la espalda.

–Has de tener mucho sueño –dijo.

Asentí, sin mirarla.

–Vamos…

Ya en su casa me condujo a una habitación, me dejó acostado en la cama y se retiró.

Dormí, entonces, como dicen duermen los ángeles en el paraíso.

 

Vacaciones de verano

Alejandra Díaz-Ortiz

 

–Vaya día que escogiste para venir a la playa… ¡Maldito aire!

–Es viento, mujer. Aire es lo que respiramos…

Apretó los dientes para no responder a su marido. ¿Acaso ella le corregía cuando en la cama la llamaba Marta?… Ella que se llamaba Juana, su mujer de toda la vida…

 

(Tomado de www.enfrascopequeno.blogspot.com)

 

miércoles, 30 de julio de 2025

Jardines de Kew

Virginia Woolf

 

Del cantero ovalado se elevaban alrededor de cien tallos que, más o menos hacia la mitad, se abrían en hojas con forma de corazón o de lengua, y desplegaban en la punta pétalos rojos, azules o amarillos con manchas de colores. Y de la oscuridad roja, azul o amarilla del centro sobresalía un tallo grueso, recto, rugoso, cubierto de polvo dorado y con terminación compacta. Los pétalos eran lo suficientemente grandes como para agitarse con la brisa de verano y, al moverse, las luces rojas, azules y amarillas se entremezclaban, manchando un pequeño diámetro de la tierra marrón del cantero de un color de lo más intrincado. La luz caía, o bien sobre la superficie suave y gris de una piedra; o bien sobre el caparazón de un caracol, con sus venas circulares color marrón; o sobre una gota de lluvia, ensanchando con tal intensidad las delgadas paredes de agua, de rojo, azul y amarillo, que parecía que iba a explotar y desaparecer. Sin embargo, la gota recuperó en un segundo su tono gris plata habitual, y la luz se posó luego sobre la superficie de una hoja, revelando las nervaduras de la superficie; y otra vez se movió y se posó sobre los vastos espacios verdes bajo el montículo de hojas con forma de corazón o de lengua. Después, la brisa sopló con más intensidad y el color se expandió en el aire, hacia los ojos de los hombres y las mujeres que caminaban por Kew Gardens en julio.

Las figuras de esos hombres y mujeres caminaban lentamente detrás del cantero con un curioso movimiento irregular, no muy diferente del de las mariposas blancas y azules, que atravesaban el césped volando en zigzag de cantero en cantero. El hombre caminaba despreocupado, apenas unos centímetros delante de la mujer; mientras que ella iba a paso decidido, volviéndose solo de vez en cuando para vigilar que los niños no se hayan alejado demasiado. Él mantenía la distancia deliberadamente, aunque tal vez de modo inconsciente, pues deseaba seguir abstraído en sus pensamientos.

“Hace quince años vine aquí con Lily”, pensó. “Nos sentamos por allí junto al lago y durante toda esa tarde calurosa le supliqué que se casara conmigo. La libélula nos sobrevolaba: con qué claridad veo la libélula y el zapato de Lily, con la hebilla de plata cuadrada en la punta. Mientras yo hablaba, miraba su zapato, y si ella movía el pie con impaciencia yo sabía, sin levantar la vista, lo que iba a decir. Todo su ser parecía estar en el zapato; y todo mi amor, mi deseo, en la libélula. Por alguna razón pensaba que si se posaba allí, en esa hoja ancha con la flor roja en el medio; pensaba que si la libélula se posaba en esa hoja ella diría que sí de inmediato. Pero la libélula volaba y volaba: nunca se detuvo en ninguna parte; desde luego que no, afortunadamente, pues de lo contrario no estaría aquí paseando con Eleanor y los niños.

–Dime Eleanor, ¿piensas a menudo en el pasado?

–¿Por qué lo preguntas, Simon?

–Porque he estado pensando en el pasado. He estado pensando en Lily, la mujer con la que pude haberme casado… ¿Por qué estás callada? ¿Te molesta que piense en el pasado?

–¿Por qué lo haría, Simon? ¿Acaso no todos pensamos en el pasado cuando estamos en un jardín con hombres y mujeres recostados bajo los árboles? ¿No son ellos, acaso, nuestro pasado, todo lo que queda de él, esos hombres y mujeres, esos fantasmas recostados bajo los árboles… nuestra felicidad, nuestra realidad?

–En lo que a mí respecta, una hebilla de plata cuadrada y una libélula.

–En lo que respecta a mí, un beso. Imagina seis niñas sentadas frente a sus caballetes hace veinte años, a la orilla del lago, pintando los nenúfares, los primeros nenúfares rojos que vi en mi vida. Y de repente un beso, justo detrás del cuello. Y la mano temblorosa durante el resto de la tarde que me impedía pintar. Me quité el reloj y fijé la hora en la que me permitiría volver a pensar en el beso durante tan solo cinco minutos. Qué beso tan preciado, el de una mujer de cabello gris y verruga en la nariz, la madre de todos los besos de mi vida. Vamos Caroline, vamos Hubert.

Pasaron el cantero caminando los cuatro juntos ahora, y pronto se fueron encogiendo entre los árboles hasta verse casi transparentes, mientras la luz del sol y la sombra flotaban a sus espaldas formando grandes y temblorosas manchas irregulares.

En el cantero ovalado, el caracol, con el caparazón teñido de rojo, azul y amarillo durante aproximadamente dos minutos, parecía moverse ahora muy lentamente dentro de su concha. Se empezó a arrastrar sobre los grumos de tierra floja que se desintegraban a medida que les pasaba por encima. Parecía perseguir un objetivo específico, y en ello se diferenciaba del curioso insecto, verde y anguloso, que intentaba adelantársele. Esperó unos segundos, la antena le temblaba como si vacilara, hasta que de un salto rápido y curioso salió disparando hacia el lado contrario. Barrancos marrones, en cuyos huecos se formaban lagos verdes y profundos; árboles chatos, con hojas como briznas de hierba, se agitaban de la raíz a la punta; cantos rodados grises; superficies rugosas, de textura delgada y quebradiza… Todo esto veía el caracol que iba de tallo en tallo en dirección a su objetivo. Antes de que pudiera decidir si esquivaría la hoja muerta en forma de arco o la treparía, pasaron junto al cantero los pies de otros seres humanos.

Esta vez eran dos hombres. El más joven tenía una expresión de tranquilidad quizás algo artificial. Levantaba la vista y miraba al frente mientras su compañero hablaba; y al hacer silencio éste, la fijaba otra vez en el suelo, separando los labios tras largas pausas y, por momentos, sin abrirlos en absoluto. El mayor caminaba de forma curiosamente inestable, balanceando los brazos y sacudiendo la cabeza, como si fuera un caballo de tiro, impaciente, cansado de esperar en la puerta de una casa. Pero en aquel hombre estos gestos eran indecisos y sin objeto. Hablaba casi incesantemente; sonreía y seguía hablando, como si esa sonrisa hubiera servido de respuesta. Hablaba de espíritus, los espíritus de los muertos que, según él, incluso en ese momento, le contaban acerca de sus extrañas experiencias en el cielo.

–Los antiguos llamaban al cielo Tesalia, William; y ahora, con esta guerra, lo espiritual anda como el trueno entre las colinas.

Hizo una pausa, como si escuchara algo, sonrió, sacudió la cabeza y continuó:

–Tienes una pequeña batería eléctrica y un pedazo de goma para aislar el cable. ¿Aislar se dice? Bueno, ahorrémonos los detalles, de qué sirve entrar en cuestiones que nadie entendería. En fin, la maquinita se coloca en una posición conveniente en la cabecera de la cama, diremos, en un limpio estante de caoba. Una vez que los obreros hayan hecho todos los preparativos de acuerdo a mis indicaciones, las viudas acercarán la oreja y convocarán a los espíritus con la señal acordada. ¡Mujeres! ¡Viudas! Mujeres de negro…

En este momento pareció ver el vestido de una mujer a lo lejos, que a la sombra parecía de un negro violáceo. Se quitó el sombrero, llevó su mano al corazón y se apuró a alcanzarla murmurando y gesticulando febrilmente. Pero William lo sujetó de la manga y tocó una flor con la punta de su bastón para desviar la atención del anciano. Después de contemplarla unos segundos, el anciano, algo confundido, inclinó el oído hacia la flor y pareció responder a una voz que surgía desde allí, pues comenzó a hablar sobre los bosques de Uruguay que había visitado hacía tantos años acompañado por la joven más bella de Europa. Podía escuchárselo murmurar sobre los bosques de Uruguay, cubiertos de pétalos de rosas tropicales, ruiseñores, playas, sirenas y mujeres ahogadas en el mar; y se dejaba conducir por William, sobre cuyo rostro, una expresión de estoica paciencia se iba dibujando lenta y profundamente.

Detrás del anciano, lo suficientemente cerca como para que les llamara la atención sus gestos, venían dos mujeres entradas en edad, de clase media baja, una regordeta a paso lento, la otra ágil y de mejillas sonrojadas. Como la mayoría de las personas de su posición, se sorprendían abiertamente con cualquier signo de excentricidad que señalara algún tipo de desorden mental, sobre todo en los mejor posicionados. Pero estaban muy lejos de poder asegurar si esos gestos eran meramente excéntricos o de veras se trataba de un desequilibrado. Después de observar al anciano un rato en silencio, mirándose con malicia, siguieron caminando enérgicamente, retomando su complicado diálogo:

–Nell, Bert, Lot, Cess, Phil, Pa, dice él, digo yo, dice ella, digo yo, digo yo, digo yo…

–Mi Bert, Sis, Bill, el abuelo, el anciano, azúcar. Azúcar, harina, arenque ahumado, verduras. Azúcar, azúcar, azúcar.

La mujer regordeta miró con expresión de curiosidad entre la catarata de palabras. Las flores que crecían firmes, rectas en la tierra. Las miró como alguien que despierta de un profundo sueño y ve un candelero de metal reflejar la luz de modo extraño, y cierra los ojos otra vez y al abrirlos por segunda vez y ver –ahora sí, habiendo despertado completamente– el candelero todavía allí, lo observa con toda su atención. Así, la pesada mujer se paralizó frente al cantero de forma ovalada, dejando incluso de aparentar estar escuchando lo que la otra mujer decía. Allí se detuvo, dejando que las palabras le cayeran encima, balanceando suavemente la parte superior del cuerpo, hacia adelante y hacia atrás, y mirando las flores. Después sugirió ir a sentarse a tomar el té.

El caracol consideraba ahora todas las formas posibles de llegar a su objetivo sin bordear la hoja seca ni treparla. Dejando de lado el esfuerzo necesario para hacer esto último, dudaba de si la delgada textura, que vibraba con ese alarmante crujido incluso al rozarla con la punta de sus antenas, soportaría su peso. Esto hizo que finalmente decidiera por arrastrarse por abajo, pues en un punto la hoja se curvaba lo suficiente como para darle lugar. Había metido ya la cabeza y observaba el techo marrón; comenzaba a acostumbrarse a la fresca luz allí abajo cuando dos personas pasaron. Esta vez eran los dos jóvenes, un varón y una mujer; ambos en los primeros años de la juventud, o incluso en la etapa previa a esos años; la etapa previa a que los suaves pliegues rosas de la flor desplieguen su capullo pegajoso, cuando las alas de la mariposa, aunque ya desarrolladas por completo, yacen inmóviles al sol.

–Por suerte no es viernes –observó él.

–¿Por qué lo dices? ¿Crees en la suerte?

–Debes pagar seis peniques los viernes.

–¿Qué son seis peniques de todos modos? ¿Acaso esto no lo vale?

–¿Qué es “esto”? ¿A qué te refieres con “esto”?

–Oh, a lo que sea, quiero decir, tú sabes a lo que me refiero.

Largas pausas les seguían a cada comentario que soltaban con su voz monótona. Se detuvieron en el borde del cantero y presionaron la punta de la sombrilla de ella hasta enterrarla en la tierra blanda. Esta acción, y que él apoyara su mano sobre la de ella, expresaba sus sentimientos de un modo extraño, como esas palabras cortas e insignificantes también expresaban algo, palabras con alas cortas para cargar tanto significado, insuficientes para llevarlos demasiado lejos; y así se posaban con incomodidad sobre los objetos corrientes que los rodeaban; y eran para su tacto inmaduro tan macizas… Pero ¿quién sabe (pensaban mientras presionaban la sombrilla) qué precipicios se hallan ocultos en ellas, o qué laderas de hielo no brillan en el sol del otro lado? ¿Quién sabe? ¿Quién ha visto esto antes? Incluso cuando ella se preguntaba qué clase de té servían en Kew Gardens, él sentía que algo se avecinaba detrás de las palabras de la muchacha, y se mantuvo firme y decidido detrás de ellas. Y la neblina se dispersó lentamente y descubrió (oh, Dios, ¿qué eran esas formas?) pequeñas mesas blancas y meseras que la miraban primero a ella y después a él. Y después habría una cuenta que él pagaría con dos verdaderos chelines. Y era real, todo era real, pensó él tocando la moneda en su bolsillo, real para todos excepto para ellos dos, incluso para él comenzaba a parecer real. Y después –pero era tan emocionante seguir pensando– desenterró la sombrilla de un sacudón, impaciente por encontrar el lugar sonde se tomaba el té junto a las otras personas, como las otras personas.

–Vamos Trissie, es hora de tomar el té.

–¿Dónde se toma el té? –preguntó ella con un dejo de emoción en su voz de lo más extraño, observando a su alrededor y dejándose conducir por el camino de césped, arrastrando la sombrilla, volteándose de un lado al otro, olvidándose del té, deseando ir para allí y para allá, recordando las orquídeas y las aves del paraíso entre las flores salvajes, una pagoda china y un pájaro de copete color carmesí; pero siguió caminando.

Así, una pareja detrás de la otra, a un ritmo bastante similar, a paso irregular e indeciso, pasaban el cantero y terminaban envueltos en un halo de vapor verde azulado en el que, al principio, los cuerpos mantenían la sustancia y algo de color, pero luego se disolvían en la atmósfera verde azulada. ¡Qué calor hacía! Tanto que hasta el zorzal decidía saltar, como un pájaro a cuerda, hacia la sombra de las flores, con largas pausas entre un movimiento y el siguiente. En lugar de deambular sin sentido, las mariposas blancas danzaban una sobre la otra, dibujando con sus blancas escamas superpuestas, la forma de una columna de mármol rota sobre las flores más altas. El techo de cristal del invernadero brillaba como si un mercado repleto de relucientes sombrillas verdes se hubiera abierto bajo el sol. Y entre el zumbido del avión, la voz del cielo de verano descubría su alma abrumadora. Amarillo y negro, rosa y blanco como la nieve; formas de todos estos colores, hombres, mujeres y niños se distinguían por un instante en el horizonte, y después, viendo tanto espacio amarillo sobre el césped, titubeaban y buscaban la sombra bajo los árboles, disolviéndose como gotas de agua en la atmósfera amarilla y verde, manchándola apenas con rojo y azul. Parecía como si todos los cuerpos sólidos se hubieran hundido en el calor y yacieran amontonados sobre la tierra; pero sus voces salían flotando, como llamas saliendo de los gruesos cuerpos de cera de las velas. Voces. Sí, voces. Voces sin palabras, rompiendo el silencio de repente con expresiones de pura satisfacción, de deseo apasionado o, en las voces de los niños, de inocente sorpresa. ¿Rompiendo el silencio? Pero no había silencio, todo el tiempo se escuchaba el motor de los autobuses poniéndose en marcha o cambiando la velocidad; la ciudad murmuraba como un nido gigante de cajas chinas, todas de hierro forjado, girando incesantemente unas dentro de las otras; y en la cima, las voces gritaban y los pétalos de millones de flores esparcían sus colores en el aire.

 

(Tomado de www.ciudadseva.com)

 

La voz

Gastón García Cantú

 

Camino del Teatro Roma, Gonzalo Martínez iba cobrando cuentas a su destino. El cristal de la portezuela del automóvil, recortado en rectángulo, le parecía el marco mismo de su vida; perfecto y transparente. Advertí en él una doble imagen semejante a la de sus sueños; en primer término, su cara: hermética, impasible; en segundo, como sirviendo al secreto impulso que lo animaba: la gente, los edificios; hombres de todas condiciones que hablaban unos con otros, que caminaban, que saludaban… puso la mano derecha sobre el cristal para recobrar la certidumbre de la realidad. No parecía verdad lo que sucedía: él, un funcionario, representando al gobernador en las ceremonias del partido oficial.

¡El día de la revolución! No se trataba de inaugurar una escuela, ni de un mitin de obreros, sino de presidir, en el sitio de honor, las festividades en la que llamaban la cuna del movimiento armado.

Al llegar a la puerta del teatro y abrir la portezuela, uno de los delegados procuró endurecer su gesto habitual. Apretó los labios y levantó el mentón. Estrechando la mano del presidente del partido, sonrió sin malicia alguna: abierta, ingenuamente, como sólo un político de buenas intenciones podría hacerlo.

Una cierta duda, y la extraña sensación de ser durante algunas horas el gobernador del estado, sin dejar de ser uno de tantos funcionarios, le hacía ver a los demás con cierto aire de disculpa, pareciéndole convenir con ellos que se trataba de una formalidad inevitable. Como una ley que se aprueba guiñando un ojo, admitía la transitoria pertenencia del poder ejecutivo. Sin embargo, en ese íntimo equilibrio, un peso indescifrable inclinó su conciencia hacia la certeza de ser él, y nadie más, el legítimo sucesor del mandatario. Todo se debió a las frases de los delegados:

¡Qué tino del jefe: elegir a don Gonzalo!

¡Uno de los revolucionarios más auténticos!

–¡El más alto exponente de nuestros principios!

–¡Una de las columnas más sólidas del régimen!

Entró por el pasillo del teatro y creyó que su personalidad adquiría, instante tras instante, la consagración de la historia.

Allí estaba la burocracia; en las graderías, el pueblo, y en anfiteatro, los escolares, demostrando con su presencia que el gobierno extendía su beneficio a todas las edades de la población. La luz caía por entre las altas ventanas, volviendo amarillenta la iluminación de los reflectores. En el sitio de honor, los banderines y las guirnaldas separaban del lunetario a un grupo que veía el escenario con displicencia, comentando en voz baja los impenetrables secretos del mundo oficial:

–Y… ¿qué tal, don Gonzalo, cómo le ha ido?

Bien, bien… Ya ve usted, con este trabajo apenas queda tiempo de hacer cualquier cosa…

–La indisposición del general no es grave, ¿verdad?

–No… no, de ninguna manera.

–Yo creo que no está enfermo, sino que pensó en usted para representarlo ahora, desde hace tiempo…

–Es posible, compañero, es posible.

–Usted sabe que cuenta con nosotros incondicionalmente.

–Así lo estimo.

–Nadie mejor que usted conoce los problemas del estado, ni nadie, tampoco, tiene su antigüedad. Usted es de la vieja guardia.

–Claro, claro, desde hace tiempo tenemos el honor de servir al general. Lo hemos seguido en las buenas y en las malas.

Lo que nos consuela es comprobar que sabe dar a cada uno su lugar. Usted, por ejemplo, va hacia arriba… Como debe ser, tratándose de un revolucionario auténtico…

–Ya veremos, ya veremos… Yo no olvido nunca a los amigos.

La ceremonia, organizada por el jefe de la sección cultural del partido, dio principio. Trataba –lo explicó una y otra vez el presidente a Gonzalo Martínez– de una representación del movimiento revolucionario. Eran seis los cuadros: el primero evocaba el instante de la lucha contra la dictadura; el segundo, la entrada del Apóstol a la Ciudad de México; el tercero, el ejército constitucionalista; el cuarto, el asesinato de Obregón; el quinto, la escena de la paz y la abundancia en que vivía el pueblo bajo el gobierno en el poder; el último eran tres bailes regionales que anticipaban el gran final: “La Adelita”, cantada por todos los participantes.

Gonzalo Martínez no hablaba. Cruzados los brazos, asentía de vez en vez a lo que decían los actores. Aplaudía casi al terminar el aplauso del público. El jefe del partido, visiblemente preocupado, le preguntó:

–¿No le gusta a usted, don Gonzalo?

–Sí… está bien… sin embargo, el jovencito que representó al Apóstol no dio solemnidad al personaje.

Es cierto. Qué juicio tan certero. Pero, ¿sabe usted?… estas grandes figuras son difíciles de representar. El propósito del partido es educativo: enseñar al pueblo lo que ha sido nuestra historia.

Y… ¿no hay discurso?

Sí, desde luego; ahora verá usted, don Gonzalo, se trata de algo muy original. El coronel López, jefe de la sección cultural, hablará a través de ese aparato, como una gran radio, instalado a la izquierda del escenario. Desde allí hablará como si fuera… la voz de la revolución.

¿Ah, sí? ¡Qué original! Este coronel es muy culto.

–Ya lo creo. Todo el día escribe proyectos. Es imposible llevar a la práctica todo lo que se le ocurre. Ideas geniales muchas de ellas; por ejemplo, la que tiene para edificar el monumento a la bandera: un asta de sesenta metros de altura, por los cerros de San Matías…

¿Sesenta metros?

Sí, y eso sólo los del asta. Habría, además, una gran plaza en la que serían colocadas las estatuas de los héroes de la revolución… Todo de concreto.

–¡Qué idea! Lástima que sea tan costosa.

–El partido es pobre, no disponemos de grandes ingresos, salvo en las campañas electorales…

Un silencio agudo, cortante, separó sus miradas; mutuamente advirtieron que una palabra: cuotas las cuotas descontadas a los empleados públicos– los habría comprometido. Ambos participaron de la experiencia de guardar silencio y dominar hasta el más insignificante gesto que denunciara sus pensamientos. En esa disciplina se apoyaban unos a otros; era parte esencial del pacto que hace de un hombre cualquiera, un político mexicano.

Sonaron los disparos que acabaron con la vida de Obregón. Por el escenario corrían los actores gritando:

–¡Lo han matado! ¿Qué será del país?

La voz de la revolución calmó sus ánimos:

–Revolucionarios, ¡en pie! ¡Aquí les habla la revolución! No desmayemos: al cadáver, gloria y paz; a la patria, lealtad y sumisión. Todos, como un solo hombre, veamos en el general Calles al digno sucesor. Días aciagos nos esperan. No cedamos ni un instante ante los enemigos. ¡Adelante, huestes bizarras!

¡Bravo! ¡Viva la revolución! –gritaban los actores, y cargando el cadáver del que uno de ellos llamaba “el héroe de Celaya y de cien batallas más”, desaparecieron entre las bambalinas al compás de “La Valentina”.

¿Qué le parece, don Gonzalo?

Emocionante. Realmente es toda una lección cívica. Este coronel López es un educador de alta escuela.

Ya lo creo, aunque a veces se nos desboca. En esa parte que dice “…no cedamos ni un instante ante los enemigos…”, le hice borrar otras frases: la reacción, los nuevos conservadores, el clero, los enemigos de la patria… y otras más. Es cierto, don Gonzalo, pero no podemos decirlo. Usted sabe cómo van las cosas. No sabemos ni quién es quién…

Claro, claro. Tuvo usted mucho tino. Debemos ser discretos. Eso ya pasó. Ahora se hila de diferente madeja. Ciego el que no lo vea… Y usted es un lince…

Gonzalo Martínez sonreía hacia los grupos de los delegados. En cada ocasión era saludado por alguno de ellos; preguntaba al jefe del partido por el nombre de uno u otro y miraba hacia el lunetario con no disimulado orgullo. Del anfiteatro una minoría gritó:

¡Arriba don Gonzalo!

Los aplausos sucedieron al coro, que fue calificado, por el jefe del partido, de elocuente demostración de simpatía, aunque advirtió los riesgos de celebrar a una personalidad que a fin de cuentas sólo representaba al gobernador.

Sin proponérselo, Gonzalo Martínez cedió a su imaginación la facultad de organizar un futuro gobierno; veía las caras, citaba los nombres y creyó acertar al elegir, de entre los asistentes, a los que lo acompañarían en fecha próxima en el nuevo periodo de gobierno. Lentamente observó al jefe del partido; sin duda, no sería uno de sus colaboradores. Sabía demasiado de la política local; era imprescindible, era cierto, pero había que contar con personas más dóciles… Quizá, meditó, el profesor que obligó a los pequeños a gritar su nombre… ¡ése y no otro! Uno de los fieles que advertían su futuro poder, que creían en él cuando era sólo un funcionario.

Miró sus zapatos: negros, relucientes, puntiagudos; “zapatos de gobernante”, pensó, en el instante en que descorrían el telón para representar el número final.

La escena figuraba una aldea de Veracruz: dos palmeras, una casucha de palma y, al fondo, una tela azul que, en grandes rasgos, parecía el mar.

La voz de la revolución anunció:

¡Aquí está mi amado Veracruz! Puerto tres veces heroico. Oigamos su música, alegre y vibrante.

Uno de los actores gritó desde el fondo de la casucha: “¡Bamba! ¡Bamba!” Las parejas bailaban con cierto desorden. Terminaba la primera parte, y cuando aún no habían cesado los aplausos, se oyó la voz de la revolución:

–¡Esperen, esperen! ¡Aquí llega un recado urgente! Sí, aquí está: “El señor gobernador del estado ruega a don Gonzalo Martínez que baile ‘La Bamba’. Se lo ruega muy sinceramente”.

–¿Qué?

–Que baile usted –le dijo el jefe del partido–, que baile usted “La Bamba”.

El rumor inicial se volvió ovación, al levantarse uno de los delegados gritando:

¡Que baile don Gonzalo, que baile don Gonzalo!

La voz repitió:

–El señor gobernador ha llamado por teléfono; repetimos su invitación: que don Gonzalo Martínez baile “La Bamba”. Se lo ruega muy sinceramente.

Gonzalo Martínez, casi a empellones del jefe del partido, subió al escenario. Había palidecido. Hacia la izquierda, la luz de los reflectores le impedía ver al público. Un sudor frío le brotaba de las manos y la frente. Miró las hendeduras del piso: rectas, pequeñas, inmutables. Recordó, en ese instante, que de pequeño no transigía con los que pisaban fuera de las líneas de las baldosas; procuró bailar en medio de ellas, sujetarse a sus límites. La música empezó. Cruzó los brazos hacia atrás; el compás era lento; titubeaban los músicos. Hizo un esfuerzo: dio los primeros pasos, y un prolongado aplauso anuló su estado de ánimo. Bailó sin descanso, casi frenético. Daba vueltas, iba y regresaba al mismo sitio. Una nube de polvo se levantaba en torno suyo. La música tocaba sin cesar, y el público, suponiendo que se trataba de un acróbata que expone su propia vida, aplaudía sin descanso.

Al descender del escenario, el jefe del partido, visiblemente emocionado, le dijo:

–¡Pero, qué bien baila usted, Gonzalito!

Gonzalo Martínez, con indomeñable gesto de abatimiento y protesta, le respondió:

–¿A qué jijo se le habrá ocurrido inventar “La Bamba”?