domingo, 21 de agosto de 2022

El hombre que ríe

J. D. Salinger

 

En 1928, a los nueve años, yo formaba parte, con todo el espíritu de cuerpo posible, de una organización conocida como el Club de los Comanches. Todos los días de clase, a las tres de la tarde, nuestro Jefe nos recogía, a los veinticinco comanches, a la salida de la escuela número 165, en la calle 109, cerca de Amsterdam Avenue. A empujones y golpes entrábamos en el viejo autobús comercial que el Jefe había transformado. Siempre nos conducía (según los acuerdos económicos establecidos con nuestros padres) al Central Park. El resto de la tarde, si el tiempo lo permitía, lo dedicábamos a jugar al rugby, al fútbol o al béisbol, según la temporada. Cuando llovía, el Jefe nos llevaba invariablemente al Museo de Historia Natural o al Museo Metropolitano de Arte.

Los sábados y la mayoría de las fiestas nacionales, el Jefe nos recogía por la mañana temprano en nuestras respectivas viviendas y en su destartalado autobús nos sacaba de Manhattan hacia los espacios comparativamente abiertos del Van Cortlandt Park o de Palisades. Si teníamos propósitos decididamente atléticos, íbamos a Van Cortlandt donde los campos de juego eran de tamaño reglamentario y el equipo contrario no incluía ni un cochecito de niño ni una indignada viejecita con bastón. Si nuestros corazones de comanches se sentían inclinados a acampar, íbamos a Palisades y nos hacíamos los robinsones. Recuerdo haberme perdido un sábado en alguna parte de la escabrosa zona de terreno que se extiende entre el cartel de Linit y el extremo oeste del puente George Washington. Pero no por eso perdí la cabeza. Simplemente me senté a la sombra majestuosa de un gigantesco anuncio publicitario y, aunque lagrimeando, abrí mi fiambrera por hacer algo, confiando a medias en que el Jefe me encontraría. El Jefe siempre nos encontraba.

El resto del día, cuando se veía libre de los comanches el Jefe era John Gedsudski, de Staten Island. Era un joven tranquilo, sumamente tímido, de veintidós o veintitrés años, estudiante de derecho de la Universidad de Nueva York, y una persona memorable desde cualquier punto de vista. No intentaré exponer aquí sus múltiples virtudes y méritos. Solo diré de paso que era un scout aventajado, casi había formado parte de la selección nacional de rugby de 1926, y era público y notorio que lo habían invitado muy cordialmente a presentarse como candidato para el equipo de béisbol de los New York Giants. Era un árbitro imparcial e imperturbable en todos nuestros ruidosos encuentros deportivos, un maestro en encender y apagar hogueras, y un experto en primeros auxilios muy digno de consideración. Cada uno de nosotros, desde el pillo más pequeño hasta el más grande, lo quería y respetaba.

Aún está patente en mi memoria la imagen del Jefe en 1928. Si los deseos hubieran sido centímetros, entre todos los comanches lo hubiéramos convertido rápidamente en gigante. Pero, siendo como son las cosas, era un tipo bajito y fornido que mediría entre uno cincuenta y siete y uno sesenta, como máximo. Tenía el pelo renegrido, la frente muy estrecha, la nariz grande y carnosa, y el torso casi tan largo como las piernas. Con la chaqueta de cuero, sus hombros parecían poderosos, aunque eran estrechos y caídos. En aquel tiempo, sin embargo, para mí se combinaban en el Jefe todas las características más fotogénicas de Buck Jones, Ken Maynard y Tom Mix, perfectamente amalgamadas.

Todas las tardes, cuando oscurecía lo suficiente como para que el equipo perdedor tuviera una excusa para justificar sus malas jugadas, los comanches nos refugiábamos egoístamente en el talento del Jefe para contar cuentos. A esa hora formábamos generalmente un grupo acalorado e irritable, y nos peleábamos en el autobús –a puñetazos o a gritos estridentes– por los asientos más cercanos al Jefe. (El autobús tenía dos filas paralelas de asientos de esterilla. En la fila de la izquierda había tres asientos adicionales –los mejores de todos– que llegaban hasta la altura del conductor.) El Jefe sólo subía al autobús cuando nos habíamos acomodado. A continuación se sentaba a horcajadas en su asiento de conductor, y con su voz de tenor atiplada pero melodiosa nos contaba un nuevo episodio de “El hombre que ríe”. Una vez que empezaba su relato, nuestro interés jamás decaía. “El hombre que ríe” era la historia adecuada para un comanche. Hasta había alcanzado dimensiones clásicas. Era un cuento que tendía a desparramarse por todos lados, aunque seguía siendo esencialmente portátil. Uno siempre podía llevárselo a casa y meditar sobre él mientras estaba sentado, por ejemplo, en el agua de la bañera que se iba escurriendo.

Único hijo de un acaudalado matrimonio de misioneros, el “hombre que ríe” había sido raptado en su infancia por unos bandidos chinos. Cuando el acaudalado matrimonio se negó (debido a sus convicciones religiosas) a pagar el rescate para la liberación de su hijo, los bandidos, considerablemente agraviados, pusieron la cabecita del niño en un torno de carpintero y dieron varias vueltas hacia la derecha a la manivela correspondiente. La víctima de este singular experimento llegó a la mayoría de edad con una cabeza pelada, en forma de nuez (pacana) y con una cara donde, en vez de boca, exhibía una enorme cavidad ovalada debajo de la nariz. La misma nariz se limitaba a dos fosas nasales obstruidas por la carne. En consecuencia, cuando el “hombre que ríe” respiraba, la abominable siniestra abertura debajo de la nariz se dilataba y contraía (yo la veía así) como una monstruosa ventosa. (El Jefe no explicaba el sistema de respiración del “hombre que ríe” sino que lo demostraba prácticamente.) Los que lo veían por primera vez se desmayaban instantáneamente ante el aspecto de su horrible rostro. Los conocidos le daban la espalda. Curiosamente, los bandidos le permitían estar en su cuartel general –siempre que se tapara la cara con una máscara roja hecha de pétalos de amapola. La máscara no solamente eximía a los bandidos de contemplar la cara de su hijo adoptivo, sino que además los mantenía al tanto de sus andanzas; además, apestaba a opio.

Todas las mañanas, en su extrema soledad, el “hombre que ríe” se iba sigilosamente (su andar era suave como el de un gato) al tupido bosque que rodeaba el escondite de los bandidos. Allí se hizo amigo de muchísimos animales: perros, ratones blancos, águilas, leones, boas constrictoras, lobos. Además, se quitaba la máscara y les hablaba dulcemente, melodiosamente, en su propia lengua. Ellos no lo consideraban feo.

Al Jefe le llevó un par de meses llegar a este punto de la historia. De ahí en adelante los episodios se hicieron cada vez más exóticos, a tono con el gusto de los comanches.

El “hombre que ríe” era muy hábil para informarse de lo que pasaba a su alrededor, y en muy poco tiempo pudo conocer los secretos profesionales más importantes de los bandidos. Sin embargo, no los tenía en demasiada estima y no tardó mucho en crear un sistema propio más eficaz. Empezó a trabajar por su cuenta. En pequeña escala, al principio –robando, secuestrando, asesinando solo cuando era absolutamente necesario– se dedicó a devastar la campiña china. Muy pronto sus ingeniosos procedimientos criminales, junto con su especial afición al juego limpio, le valieron un lugar especialmente destacado en el corazón de los hombres. Curiosamente, sus padres adoptivos (los bandidos que originalmente lo habían empujado al crimen) fueron los últimos en tener conocimiento de sus hazañas. Cuando se enteraron, se pusieron tremendamente celosos. Uno a uno desfilaron una noche ante la cama del “hombre que ríe”, creyendo que habían podido dormirlo profundamente con algunas drogas que le habían dado, y con sus machetes apuñalaron repetidas veces el cuerpo que yacía bajo las mantas. Pero la víctima resultó ser la madre del jefe de los bandidos, una de esas personas desagradables y pendencieras. El suceso no hizo más que aumentar la sed de venganza de los bandidos, y finalmente el “hombre que ríe” se vio obligado a encerrar a toda la banda en un mausoleo profundo, pero agradablemente decorado. De cuando en cuando se escapaban y le causaban algunas molestias, pero él no se avenía a matarlos. (El “hombre que ríe” tenía una faceta compasiva que a mí me enloquecía.)

Poco después el “hombre que ríe” empezaba a cruzar regularmente la frontera china para ir a París, donde se divertía ostentando su genio conspicuo pero modesto frente a Marcel Dufarge, detective internacionalmente famoso y considerablemente inteligente, pero tísico. Dufarge y su hija (una chica exquisita, aunque con algo de travesti) se convirtieron en los enemigos más encarnizados del “hombre que ríe”. Una y otra vez trataron de atraparlo mediante ardides. Nada más que por amor al riesgo, al principio el “hombre que ríe” muchas veces simulaba dejarse engañar, pero luego desaparecía de pronto, sin dejar ni el mínimo rastro de su método para escapar. De vez en cuando enviaba una breve e incisiva nota de despedida por la red de alcantarillas de París, que llegaba sin tardanza a manos de Dufarge. Los Dufarge se pasaban gran parte del tiempo chapoteando en las alcantarillas de París.

Muy pronto el “hombre que ríe” consiguió reunir la fortuna personal más grande del mundo. Gran parte de esa fortuna era donada en forma anónima a los monjes de un monasterio local, humildes ascetas que habían dedicado sus vidas a la cría de perros de policía alemanes. El “hombre que ríe” convertía el resto de su fortuna en brillantes que bajaba despreocupadamente a cavernas de esmeralda, en las profundidades del mar Negro. Sus necesidades personales eran pocas. Se alimentaba únicamente de arroz y sangre de águila, en una pequeña casita con un gimnasio y campo de tiro subterráneos, en las tormentosas costas del Tíbet. Con él vivían cuatro compañeros que le eran fieles hasta la muerte: un lobo furtivo llamado Ala Negra, un enano adorable llamado Omba, un gigante mongol llamado Hong, cuya lengua había sido quemada por hombres blancos, y una espléndida chica euroasiática que, debido a su intenso amor por el “hombre que ríe” y a su honda preocupación por su seguridad personal, solía tener una actitud bastante rígida respecto al crimen. El “hombre que ríe” emitía sus órdenes a sus subordinados a través de una máscara de seda negra. Ni siquiera Omba, el enano adorable, había podido ver su cara.

No digo que lo vaya a hacer, pero podría pasarme horas llevando al lector –a la fuerza, si fuere necesario– de un lado a otro de la frontera entre París y China. Yo acostumbro a considerar al “hombre que ríe” algo así como a un superdistinguido antepasado mío, una especie de Robert E. Lee, digamos, con todas las virtudes del caso. Y esta ilusión resulta verdaderamente moderada si se la compara con la que abrigaba hacia 1928, cuando me sentía, no solamente descendiente directo del “hombre que ríe”, sino además su único heredero viviente. En 1928 ni siquiera era hijo de mis padres, sino un impostor de astucia diabólica, a la espera de que cometieran el mínimo error para descubrir –preferentemente de modo pacífico, aunque podía ser de otro modo– mi verdadera identidad.

Para no matar de pena a mi supuesta madre, pensaba emplearla en alguna de mis actividades subrepticias, en algún puesto indefinido, pero de verdadera responsabilidad. Pero lo más importante para mí en 1928 era andar con pies de plomo. Seguir la farsa. Lavarme los dientes. Peinarme. Disimular a toda costa mi risa realmente aterradora.

En realidad, yo era el único descendiente legítimo del “hombre que ríe”. En el club había veinticinco comanches –veinticinco legítimos herederos del “hombre que ríe”– todos circulando amenazadoramente, de incógnito por la ciudad, elevando a los ascensoristas a la categoría de enemigos potenciales, mascullando complejas pero precisas instrucciones en la oreja de los cocker spaniel, apuntando con el dedo índice, como un fusil, a la cabeza de los profesores de matemáticas. Y esperando, siempre esperando el momento para suscitar el terror y la admiración en el corazón del ciudadano común.

Una tarde de febrero, apenas iniciada la temporada de béisbol de los comanches, observé un detalle nuevo en el autobús del Jefe. Encima del espejo retrovisor, sobre el parabrisas, había una foto pequeña, enmarcada, de una chica con toga y birrete académicos. Me pareció que la foto de una chica desentonaba con la exclusiva decoración para hombres del autobús y, sin titubear, le pregunté al Jefe quién era. Al principio fue evasivo, pero al final reconoció que era una muchacha. Le pregunté cómo se llamaba. Su contestación, todavía un poco reticente, fue “Mary Hudson”.

Le pregunté si trabajaba en el cine o en alguna cosa así. Me dijo que no, que iba al Wellesley College. Agregó, tras larga reflexión, que el Wellesley era una universidad de alta categoría.

Le pregunté, entonces, por qué tenía su foto en el autobús. Encogió levemente los hombros, lo bastante como para sugerir –me pareció– que la foto había sido más o menos impuesta por otros.

Durante las dos semanas siguientes, la foto –le hubiera sido impuesta al Jefe por la fuerza o no– continuó sobre el parabrisas. No desapareció con los paquetes vacíos de chicles ni con los palitos de caramelos. Pero los comanches nos fuimos acostumbrando a ella. Fue adquiriendo gradualmente la personalidad poco inquietante de un velocímetro.

Pero un día que íbamos camino del parque el Jefe detuvo el autobús junto al bordillo de la acera de la Quinta Avenida a la altura de la calle 60, casi un kilómetro más allá de nuestro campo de béisbol. Veinte pasajeros solicitaron inmediatamente una explicación, pero el Jefe se hizo el sordo. En cambio, se limitó a adoptar su posición habitual de narrador y dio comienzo anticipadamente a un nuevo episodio del “hombre que ríe”. Pero apenas había empezado cuando alguien golpeó suavemente en la portezuela del autobús. Evidentemente, ese día los reflejos del Jefe estaban en buena forma. Se levantó de un salto, accionó la manecilla de la puerta y en seguida subió al autobús una chica con un abrigo de castor.

Así, de pronto, solo recuerdo haber visto en mi vida a tres muchachas que me impresionaron a primera vista por su gran belleza, una belleza difícil de clasificar. Una fue una chica delgada en un traje de baño negro, que forcejeaba terriblemente para clavar en la arena una sombrilla en Jones Beach, alrededor de 1936. La segunda, esa chica que hacía un viaje de placer por el Caribe, hacia 1939, y que arrojó su encendedor a un delfín. Y la tercera, Mary Hudson, la chica del Jefe.

–¿He tardado mucho? –le preguntó, sonriendo. Era como si hubiera preguntado “¿Soy fea?”.

–¡No! –dijo el Jefe. Con cierta vehemencia, miró a los comanches situados cerca de su asiento y les hizo una seña para que le hicieran sitio. Mary Hudson se sentó entre yo y un chico que se llamaba Edgar “no-sé-qué” y que tenía un tío cuyo mejor amigo era contrabandista de bebidas alcohólicas. Le cedimos todo el espacio del mundo. Entonces el autobús se puso en marcha con un acelerón poco hábil. Los comanches, hasta el último hombre, guardaban silencio.

Mientras volvíamos a nuestro lugar de estacionamiento habitual, Mary Hudson se inclinó hacia delante en su asiento e hizo al Jefe un colorido relato de los trenes que había perdido y del tren que no había perdido. Vivía en Douglaston, Long Island. El Jefe estaba muy nervioso. No solo no lograba participar en la conversación, sino que apenas oía lo que le decía la chica. Recuerdo que el pomo de la palanca de cambios se le quedó en la mano.

Cuando bajamos del autobús, Mary Hudson se quedó muy cerca de nosotros. Estoy seguro de que cuando llegamos al campo de béisbol cada rostro de los comanches llevaba una expresión del tipo “hay-chicas-que-no-saben-cuándo-irse-a-casa”. Y, para colmo de males, cuando otro comanche y yo lanzábamos al aire una moneda para determinar qué equipo batearía primero, Mary Hudson declaró con entusiasmo que deseaba jugar. La respuesta no pudo ser más cortante. Así como antes los comanches nos habíamos limitado a mirar fijamente su feminidad, ahora la contemplábamos con irritación. Ella nos sonrió. Era algo desconcertante. Luego el Jefe se hizo cargo de la situación, revelando su genio para complicar las cosas, hasta entonces oculto. Llevó aparte a Mary Hudson, lo suficiente como para que los comanches no pudieran oír, y pareció dirigirse a ella en forma solemne y racional. Por fin, Mary Hudson lo interrumpió, y los comanches pudieron oír perfectamente su voz.

–¡Yo también –dijo–, yo también quiero jugar!

El Jefe meneó la cabeza y volvió a la carga. Señaló hacia el campo, que se veía desigual y borroso. Tomó un bate de tamaño reglamentario y le mostró su peso.

–No me importa –dijo Mary Hudson, con toda claridad–. He venido hasta Nueva York para ver al dentista y todo eso, y voy a jugar.

El Jefe sacudió la cabeza, pero abandonó la batalla. Se aproximó cautelosamente al campo donde estaban esperando los dos equipos comanches, los Bravos y los Guerreros, y fijó su mirada en mí. Yo era el capitán de los Guerreros. Mencionó el nombre de mi centro, que estaba enfermo en su casa, y sugirió que Mary Hudson ocupara su lugar. Dije que no necesitaba un jugador para el centro del campo. El Jefe dijo que qué mierda era eso de que no necesitaba a nadie que hiciera de centro. Me quedé estupefacto. Era la primera vez que le oía decir una palabrota. Y, lo que aún era peor, observé que Mary Hudson me estaba sonriendo. Para dominarme, cogí una piedra y la arrojé contra un árbol.

Nosotros entramos primero. La entrometida fue al centro para la primera tanda. Desde mi posición en la primera base, miraba furtivamente de vez en cuando por encima de mi hombro. Cada vez que lo hacía, Mary Hudson me saludaba alegremente con la cabeza. Llevaba puesto el guante de catcher, por propia iniciativa. Era un espectáculo verdaderamente horrible.

Mary Hudson debía ser la novena en batear en el equipo de los Guerreros. Cuando se lo dije, hizo una pequeña mueca y dijo:

–Bueno, daos prisa, entonces… –y la verdad es que efectivamente apreciamos darnos prisa.

Le tocó batear en la primera tanda. Se quitó el abrigo de castor y el guante de catcher para la ocasión y avanzó hacia su puesto con un vestido marrón oscuro. Cuando le di un bate, preguntó por qué pesaba tanto. El Jefe abandonó su puesto de árbitro detrás del pitcher y se adelantó con impaciencia. Le dijo a Mary Hudson que apoyara la punta del bate en el hombro derecho. “Ya está”, dijo ella. Le dijo que no sujetara el bate con demasiada fuerza. “No lo hago” contestó ella. Le dijo que no perdiera de vista la pelota. “No lo haré”, dijo ella. “Apártate, ¿quieres?” Con un potente golpe, acertó en la primera pelota que le lanzaron, y la mandó lejos por encima de la cabeza del fielder izquierdo. Estaba bien para un doble corriente, pero ella logró tres sin apresurarse.

Cuando me repuse primero de mi sorpresa, después de mi incredulidad, y por último de mi alegría, miré hacia donde se encontraba el Jefe. No parecía estar de pie detrás del pitcher, sino flotando por encima de él. Era un hombre totalmente feliz. Desde su tercera base, Mary Hudson me saludaba agitando la mano. Contesté a su saludo. No habría podido evitarlo, aunque hubiese querido. Además de su maestría con el bate, era una chica que sabía cómo saludar a alguien desde la tercera base.

Durante el resto del partido, llegaba a la base cada vez que salía a batear. Por algún motivo parecía odiar la primera base; no había forma de retenerla. Por lo menos tres veces logró robar la segunda base al otro equipo.

Su fielding no podía ser peor, pero íbamos ganando tantas carreras que no nos importaba. Creo que hubiera sido mejor si hubiese intentado atrapar las pelotas con cualquier otra cosa que no fuera un guante de catcher.

Pero se negaba a sacárselo. Decía que le quedaba mono. Durante un mes, más o menos, jugó al béisbol con los comanches un par de veces por semana (cada vez que tenía una cita con el dentista, al parecer). Unas tardes llegaba a tiempo al autobús y otras no. A veces en el autobús hablaba hasta por los codos, otras veces se limitaba a quedarse sentada, fumando sus cigarrillos Herbert Tareyton (boquilla de corcho). Envolvía en un maravilloso perfume al que estaba junto a ella en el autobús.

Un día ventoso de abril, después de recoger, como de costumbre, a sus pasajeros en las calles 109 y Amsterdam, el Jefe dobló por la calle 110 y tomó como siempre por la Quinta Avenida. Pero tenía el pelo peinado y reluciente, llevaba un abrigo en lugar de la chaqueta de cuero y yo supuse lógicamente que Mary Hudson estaba incluida en el programa. Esa presunción se convirtió en certeza cuando pasamos de largo por nuestra entrada habitual al Central Park. El Jefe estacionó el autobús en la esquina a la altura de la calle 60. Después, para matar el tiempo en una forma entretenida para los comanches, se acomodó a horcajadas en su asiento y procedió a narrar otro episodio de “El hombre que ríe”. Lo recuerdo con todo detalle y voy a resumirlo.

Una adversa serie de circunstancias había hecho que el mejor amigo del “hombre que ríe”, el lobo Ala Negra, cayera en una trampa física e intelectual tendida por los Dufarge. Los Dufarge, conociendo los elevados sentimientos de lealtad del “hombre que ríe”, le ofrecieron la libertad de Ala Negra a cambio de la suya propia. Con la mejor buena fe del mundo, el “hombre que ríe” aceptó dicha proposición (a veces su genio estaba sujeto a pequeños y misteriosos desfallecimientos). Quedó convenido que el “hombre que ríe” debía encontrarse con los Dufarge a medianoche en un sector determinado del denso bosque que rodea París, y allí, a la luz de la luna, Ala Negra sería puesto en libertad. Pero los Dufarge no tenían la menor intención de liberar a Ala Negra, a quien temían y detestaban. La noche de la transacción ataron a otro lobo en lugar de Ala Negra, tiñéndole primero la pata trasera derecha de blanco níveo, para que se le pareciera.

No obstante, había dos cosas con las que los Dufarge no habían contado: el sentimentalismo del “hombre que ríe” y su dominio del idioma de los lobos. En cuanto la hija de Dufarge pudo atarlo a un árbol con alambre de espino, el “hombre que ríe” sintió la necesidad de elevar su bella y melodiosa voz en unas palabras de despedida a su presunto viejo amigo. El lobo sustituto, bajo la luz de la luna, a unos pocos metros de distancia, quedó impresionado por el dominio de su idioma que poseía ese desconocido. Al principio escuchó cortésmente los consejos de último momento personales y profesionales, del “hombre que ríe”. Pero a la larga el lobo sustituto comenzó a impacientarse y a cargar su peso primero sobre una pata y después sobre la otra. Bruscamente y con cierta rudeza, interrumpió al “hombre que ríe” informándole en primer lugar de que no se llamaba Ala Oscura, ni Ala Negra, ni Patas Grises ni nada por el estilo, sino Armand, y en segundo lugar que en su vida había estado en China ni tenía la menor intención de ir allí.

Lógicamente enfurecido, el “hombre que ríe” se quitó la máscara con la lengua y se enfrentó a los Dufarge con la cara desnuda a la luz de la luna. Mademoiselle Dufarge se desmayó. Su padre tuvo más suerte; casualmente en ese momento le dio un ataque de tos y así se libró del mortífero descubrimiento. Cuando se le pasó el ataque y vio a su hija tendida en el suelo iluminado por la luna, Dufarge ató cabos. Se tapó los ojos con la mano y descargó su pistola hacia donde se oía la respiración pesada, silbante, del “hombre que ríe”.

Así terminaba el episodio.

El Jefe se sacó del bolsillo el reloj Ingersoll de un dólar lo miró y después dio vuelta en su asiento y puso en marcha el motor. Miré mi reloj. Eran casi las cuatro y media. Cuando el autobús se puso en marcha, le pregunté al Jefe si no iba a esperar a Mary Hudson. No me contestó, y antes de que pudiera repetir la pregunta, inclinó su cabeza para atrás y, dirigiéndose a todos nosotros, dijo:

–A ver si hay más silencio en este maldito autobús. Lo menos que podía decirse era que la orden resultaba totalmente ilógica. El autobús había estado, y estaba, completamente silencioso. Casi todos pensábamos en la situación en que había quedado el “hombre que ríe”. No es que nos preocupáramos por él (le teníamos demasiada confianza como para eso), pero nunca habíamos llegado a tomar con calma sus momentos de peligro.

En la tercera o cuarta entrada de nuestro partido de esa tarde, vi a Mary Hudson desde la primera base. Estaba sentada en un banco a unos setenta metros a mi izquierda, hecha un sandwich entre dos niñeras con cochecitos de niño. Llevaba su abrigo de castor, fumaba un cigarrillo y daba la impresión de estar mirando en dirección a nuestro campo. Me emocioné con mi descubrimiento y le grité la información al Jefe, que se hallaba detrás del pitcher. Se me acercó apresuradamente, sin llegar a correr.

–¿Dónde? –preguntó.

Volví a señalar con el dedo. Miró un segundo en esa dirección, después dijo que volvía en seguida y salió del campo. Se alejó lentamente, abriéndose el abrigo y metiendo las manos en los bolsillos del pantalón. Me senté en la primera base y observé.

Cuando el Jefe alcanzó a Mary Hudson, su abrigo estaba abrochado nuevamente y las manos colgaban a los lados.

Estuvo de pie frente a ella unos cinco minutos, al parecer hablándole. Después Mary Hudson se incorporó y los dos caminaron hacia el campo de béisbol. No hablaron ni se miraron. Cuando estuvieron en el campo, el Jefe ocupó su posición detrás del pitcher.

–¿Ella no va a jugar? –le grité.

Me dijo que cerrara el pico. Me callé la boca y contemplé a Mary Hudson. Caminó lentamente por detrás de la base, con las manos en los bolsillos de su abrigo de castor, y por último se sentó en un banquillo mal situado cerca de la tercera base. Encendió otro cigarrillo y cruzó las piernas.

Cuando los Guerreros estaban bateando, me acerqué a su asiento y le pregunté si le gustaría jugar en el ala izquierda. Dijo que no con la cabeza. Le pregunté si estaba resfriada. Otra vez negó con la cabeza. Le dije que no tenía a nadie que jugara en el ala izquierda. Que tenía al mismo muchacho jugando en el centro y en el ala izquierda. Toda esta información no encontró eco. Arrojé mi guante al aire, tratando de que aterrizara sobre mi cabeza, pero cayó en un charco de barro. Lo limpié en los pantalones y le pregunté a Mary Hudson si quería venir a mi casa a comer alguna vez. Le dije que el Jefe iba con frecuencia.

–Déjame –dijo–. Por favor, déjame.

La miré sorprendido, luego me fui caminando hacia el banco de los Guerreros, sacando entretanto una mandarina del bolsillo y arrojándola al aire. Más o menos a la mitad de la línea de foul de la tercera base, giré en redondo y empecé a caminar hacia atrás, contemplando a Mary Hudson y atrapando la mandarina. No tenía idea de lo que pasaba entre el Jefe y Mary Hudson (y aún no la tengo, salvo de una manera muy somera, intuitiva), pero no podía ser mayor mi certeza de que Mary Hudson había abandonado el equipo comanche para siempre. Era el tipo de certeza total, por independiente que fuera de la suma de sus factores, que hacía especialmente arriesgado caminar hacia atrás, y de pronto choqué de lleno con un cochecito de niño.

Después de una entrada más, la luz era mala para jugar. Suspendimos el partido y empezamos a recoger todos nuestros bártulos. La última vez que vi con claridad a Mary Hudson estaba llorando cerca de la tercera base. El Jefe la había tomado de la manga de su abrigo de castor, pero ella lo esquivaba. Abandonó el campo y empezó a correr por el caminito de cemento y siguió corriendo hasta que se perdió de vista.

El Jefe no intentó seguirla. Se limitó a permanecer de pie, mirándola mientras desaparecía. Luego se volvió caminó hasta la base y recogió los dos bates; siempre dejábamos que él llevara las bates. Me acerqué y le pregunté si él y Mary Hudson se habían peleado. Me dijo que me metiera la camisa dentro del pantalón.

Como siempre, todos los comanches corrimos los últimos metros hasta el autobús estacionado gritando, empujándonos, probando llaves de lucha libre, aunque todos muy conscientes de que había llegado la hora de otro capítulo de “El hombre que ríe”.

Cruzando la Quinta Avenida a la carrera, alguien dejó caer un jersey y yo tropecé con él y me caí de bruces. Llegué al autobús cuando ya estaban ocupados los mejores asientos y tuve que sentarme en el centro. Fastidiado, le di al chico que estaba a mi derecha un codazo en las costillas y luego me volví para ver al Jefe, que cruzaba la Quinta Avenida. Todavía no había oscurecido, pero había esa penumbra de las cinco y cuarto. El Jefe atravesó la calle con el cuello del abrigo levantado y los bates debajo del brazo izquierdo, concentrado en el cruce de la calle. Su pelo negro peinado con agua al comienzo del día, ahora se había secado y el viento lo arremolinaba. Recuerdo haber deseado que el Jefe tuviera guantes.

El autobús, como de costumbre, estaba silencioso cuando él subió, por lo menos relativamente silencioso, como un teatro cuando van apagándose las luces de la sala. Las conversaciones se extinguieron en un rápido susurro o se cortaron de raíz. Sin embargo, lo primero que nos dijo el Jefe fue:

–Bueno, basta de ruido, o no hay cuento.

Instantáneamente, el autobús fue invadido por un silencio incondicional, que no le dejó otra alternativa que ocupar su acostumbrada posición de narrador.

Entonces sacó un pañuelo y se sonó la nariz, metódicamente, un lado cada vez. Lo observamos con paciencia y hasta con cierto interés de espectador. Cuando terminó con el pañuelo, lo plegó cuidadosamente en cuatro y volvió a guardarlo en el bolsillo. Después nos contó el nuevo episodio de “El hombre que ríe”. En total, solo duró cinco minutos.

Cuatro de las balas de Dufarge alcanzaron al “hombre que ríe”, dos de ellas en el corazón. Dufarge, que aún se tapaba los ojos con la mano para no verle la cara, se alegró mucho cuando oyó un extraño gemido agónico que salía de su víctima. Con el maligno corazón latiéndole fuerte corrió junto a su hija y la reanimó. Los dos, llenos de regocijo y con el coraje de los cobardes, se atrevieron entonces a contemplar el rostro del “hombre que ríe”. Su cabeza estaba caída como la de un muerto, inclinada sobre su pecho ensangrentado. Lentamente, con avidez, padre e hija avanzaron para inspeccionar su obra. Pero los esperaba una sorpresa enorme. El “hombre que ríe”, lejos de estar muerto, contraía de un modo secreto los músculos de su abdomen. Cuando los Dufarge se acercaron lo suficiente, alzó de pronto la cabeza, lanzó una carcajada terrible, y, con limpieza y hasta con minucia, regurgitó las cuatro balas. El efecto de esta hazaña sobre los Dufarge fue tan grande que sus corazones estallaron, y cayeron muertos a los pies del “hombre que ríe”.

(De todos modos, si el capítulo iba a ser corto, podría haber terminado ahí. Los comanches se las podían haber ingeniado para racionalizar la muerte de los Dufarge. Pero no terminó ahí.)

Pasaban los días y el “hombre que ríe” seguía atado al árbol con el alambre de espinos mientras a sus pies los Dufarge se descomponían lentamente. Sangrando profusamente y sin su dosis de sangre de águila, nunca se había visto tan cerca de la muerte. Hasta que un día, con voz ronca, pero elocuente, pidió ayuda a los animales del bosque. Les ordenó que trajeran a Omba, el enano amoroso. Y así lo hicieron. Pero el viaje de ida y vuelta por la frontera entre París y la China era largo, y cuando Omba llegó con un equipo medico y una provisión de sangre de águila el “hombre que ríe” ya había entrado en coma. El primer gesto piadoso de Omba fue recuperar la máscara de su amo, que había ido a parar sobre el torso cubierto de gusanos de Mademoiselle Dufarge. La colocó respetuosamente sobre las horribles facciones y procedió a curar las heridas.

Cuando al fin se abrieron los pequeños ojos del “hombre que ríe”, Omba acercó afanosamente el vaso de sangre de águila hasta la máscara. Pero el “hombre que ríe” no quiso beberla. En cambio, pronunció débilmente el nombre de su querido Ala Negra. Omba inclinó su cabeza levemente contorsionada y reveló a su amo que los Dufarge habían matado a Ala Negra. Un último suspiro de pena, extraño y desgarrador, partió del pecho del “hombre que ríe”. Extendió débilmente la mano, tomó el vaso de sangre de águila y lo hizo añicos en su puño. La poca sangre que le quedaba corrió por su muñeca. Ordenó a Omba que mirara hacia otro lado y Omba, sollozando, obedeció. El último gesto del “hombre que ríe”, antes de hundir su cara en el suelo ensangrentado, fue el de arrancarse la máscara.

Ahí terminó el cuento, por supuesto. (Nunca habría de repetirse.) El Jefe puso en marcha el autobús. Frente a mí al otro lado del pasillo, Billy Walsh, el más pequeño de los comanches, se echó a llorar. Nadie le dijo que se callara. En cuanto a mí, recuerdo que me temblaban las rodillas.

Unos minutos más tarde, cuando bajé del autobús del Jefe, lo primero que vi fue un trozo de papel rojo que el viento agitaba contra la base de un farol de la calle. Parecía una máscara de pétalos de amapola. Llegué a casa con los dientes castañeteándome convulsivamente, y me dijeron que me fuera derecho a la cama.

 

sábado, 20 de agosto de 2022

La última tarde

Silvina Ocampo

 

Muchos cueros de corderitos colgaban del alambrado.

Porfirio Lasta oyó en el canto de la tarde una suerte de amanecer. La arboleda que rodeaba el rancho era pequeña, pero los pájaros la multiplicaban. A esas horas, Porfirio pensaba siempre en lo mismo: en la hija del capataz del Recreo. Era ésta una señorita opulenta, con medias de seda y tacos altos. Pensaba también en un piano, que había entrevisto detrás de una puerta, un día de lluvia. La música lo fascinaba y recordar los acordes de un piano y aquella mujer, era el premio que recibía a la caída de la noche.

Hacía ya veinte años que había arrendado ese campo, con un solo potrero y un rancho: después de muchos sacrificios, pudo comprarlo. Cuando se instaló, el rancho estaba casi en ruinas; poco a poco lo había refaccionado, de manera que el techo no tuviera goteras, ni la puerta demasiados chiflones. Había agregado tablas al postigo de la ventana, había apisonado el piso de tierra y blanqueado las paredes.

Alrededor del rancho había los restos de una huerta, poquísimas gallinas, una que otra vaca, tres caballos. Además tenía trescientas ovejas: vivía de eso. La lana se pagaba bien y los gastos eran pocos. Bañaba la majada en el campo vecino. Entregaba todas sus ganancias a uno de sus hermanos que sabía leer, escribir, manejar dinero y un automóvil. Guardaba justo lo necesario para sus gastos personales.

Porfirio pensó en su hermano; era distante y silencioso, como una caja de hierro; lo circundaba una aureola de instrucción. Vivía a dos leguas de distancia, en una casa con varios corredores; tenía mujer y algunos hijos.

Varias veces Porfirio había ido a reclamarle dinero. Desde la compra del campito y de los animales, no había conseguido que su hermano le entregara ninguna suma. Éste solía decirle:

–No conviene que tengas dinero. Una de estas noches pueden entrar a matarte.

–No tengo miedo –respondía Porfirio, temblando–. Necesito dinero para comprar unas cuantas ovejas criollas. Y después, quizá me hagan falta unas hectáreas más.

El hermano distraído no contestaba nada.

Aquella vez Porfirio salió del rancho, abrió lentamente la tranquera de alambre que comunicaba con el potrero, caminó entre bostas rizadas y cardos, atajando la luz del poniente con una mano. Era el mes de agosto. Hacía un frío penetrante: en su frente, lo sentía como una corona de hielo, en sus manos, como una superficie dura. Apuró el paso. Se detuvo en el extremo del potrero, junto al alambrado. Copos de lana florecían del alambre de púas. La majada se desenrollaba con ruido de alfombra. Una sola oveja no se movía. Estaba panza arriba, acostada en el suelo, esperando la parición. Algunos caranchos y chimangos aguardaban el nacimiento, esperando un corderito vivo o una madre casi muerta, con grandes ojos abrillantados.

Al acercarse Porfirio ahuyentó los pájaros. La oveja respiraba con dificultad, se quejaba y mascaba lentamente grandes granos invisibles de maíz durísimo. Luego, como la desgarradura de la tarde roja, sobre una piedra gris, fueron naciendo, uno, dos, tres corderitos idénticos. La madre lamió cuidadosamente los dos primeros y olvidó el último. Porfirio buscó una bolsa, limpió el tercer corderito, lo envolvió, lo llevó hasta el rancho y lo colocó debajo del alero.

Entró en la pieza y se acercó al fogón encendido. Puso carne a asar en las brasas.

Los últimos rayos del sol brillaban en la abertura de la puerta. Porfirio vio bailar un redondel de luz en la pared del cuarto. Era el mensaje cotidiano de su vecino. Se levantó del banco, descolgó el espejito redondo que había usado alguna vez para afeitarse y se detuvo en el marco de la puerta. Inútilmente trató de contestar con el mismo redondel de luz, con el mismo reflejo, sobre la casa de su vecino. El sol había desaparecido. Encauzando la voz con las dos manos puestas de cada lado de la boca, después de un rato gritó:

–Buenas noches.

El silencio multiplicó la voz. Cayó la noche de golpe. Entró en el rancho y comió junto al fogón un trozo de carne con galleta y vino tinto. La llama de la vela vacilaba con el viento; sin embargo, había cerrado la puerta. Los chiflones eran sus compañeros.

Sin desvestirse, se dejó caer sobre la cama. Tenía dos ponchos muy manchados y una frazada con bordes rojos. El sueño, antes de llegar a sus ojos, rondaba como un agua muy mansa por todo su cuerpo. El sueño no lo avasallaba como otras noches. Sopló la vela y el cuarto quedó en tinieblas. Tardó en dormir. Rehízo mentalmente los trabajos del día, y después empezó a soñar.

Soñó que se casaba con la hija del capataz del Recreo en la iglesia de Azul. Después de la ceremonia llegaba al Recreo, con su novia en un sulky, escoltado por toda la familia, que venía en un vagón, remolcando un piano con ruedas. El piano era una casita alta y negra, con un escenario cerrado en el centro. Tenía dos candelabros de oro de cada lado. Una familia pequeñísima de enanos vivía dentro de esa casa. La música surgía aparentemente de las manos de la pianista, cuando tocaba las notas, pero el procedimiento era más complicado y secreto: la música surgía de la boca de los enanitos.

–Hay que llevarlo con cuidado –decía el padre de la novia, abrazando el piano–; tiene notas muy sufridas.

Cuidadosamente detuvieron los caballos frente a la tranquera y luego el padre, junto con el resto de la familia de la novia, se fue por el campo, agitando ramas para espantar mosquitos. La hija del capataz, que era mullida, se acostó en la cama de hierro y Porfirio, a su lado, en el piso de tierra, sobre unas cuantas bolsas que le servían de colchón. Aquella casa, tan suntuosa por dentro, tenía dormitorios con piso de tierra. Los desposados ya debían de estar durmiendo, cuando la puerta se abrió de pronto. Una tropilla de caballos pasó relinchando.

El perro ladraba muy lejos. Un redondel de luz bailó levemente en la pared. Porfirio sonrió al ver la señal del vecino. Una sombra se perfilaba en el marco de la puerta y no vio otro rostro que aquel redondel de luz. Porfirio adelantó unos pasos más allá de su sueño; aún creo que tuvo tiempo de asombrarse, de ser sonámbulo, él que jamás lo había sido, cuando sintió que le hundían un hierro muy rojo en el pecho.

La oscuridad modificó los colores, las medias tintas, como la revelación caprichosa de una fotografía.

La mano de Remigio Lasta no soltaba el cuchillo. El silencio, que no se había manifestado hasta ese momento, crecía; se llenaba de filamentos, de silbidos, de memorias, de cantos de grillos infinitesimales.

No crujía ninguna puerta, ningún mueble: todos los objetos se ausentaban sobre el piso de tierra. Las paredes, el techo se habían disuelto, pero el hombre sintió, en la irrealidad del cuarto, una presencia viva. Daba la espalda a la ventanita; las paredes se habían disuelto, pero no la ventanita. Le molestaba tener espalda; era ella el lugar vulnerable de su cuerpo; con el deseo de ignorarla, volvió bruscamente la cabeza y vio, por primera vez, un fantasma. Lo estudió atentamente. Era una señorita opulenta, con medias de seda y tacos altos. Oyó la insoportable musiquita de un piano. Instantes después, sintió el contacto de una mano sobre una de sus manos y tres dedos se le quedaron dormidos.

Sacó el cuchillo y lo limpió en la frazada. La linterna era pequeña y alumbraba una circunferencia nítida, pero muy exigua. Buscó un fósforo; encendió la vela. Hizo un paseo circular alrededor del cuarto. Se sentó un rato en un banco y se quitó los guantes: miró sus manos oscuras, con las venas muy salientes. Se levantó del banco y volvió a ponerse los guantes. Los tres dedos seguían dormidos. Sopló la vela y después de alumbrar el cuarto, con la linterna una última vez abrió la puerta y miró el cielo. La noche carecía de estrellas; enfocó el caballo que estaba a cinco metros y dijo en voz alta:

–Dos leguas, dos leguas. Tendré tiempo de recorrerlas antes que amanezca.

Montó el caballo y nadie, salvo yo, pudo oír aquel galope, que se alejaba en la noche. Nadie, salvo yo, supo que Remigio Lasta heredaba no sólo el dinero sino el sueño de su hermano.

 

Jugarreta

Nelson Osorio Marín

 

Estiré la mano y lo toqué. Sobresaltado encendí la lámpara y… allí estaba, flotando a unos centímetros del piso, con su título reluciente: Cien años de soledad.

Lentamente me acerqué y cuando creí que eran el momento y la distancia apropiados me descargué sobre él. Inútil. Permaneció suspendido en el aire. Al cabo de cierto tiempo –y sin que mediara mi intervención– se posó en el piso. Lo palpé y lo releí renglón por renglón, cuidadosamente. Todo igual, excepto algo: no estaba Remedios la Bella.

 

Aniversario

Joaquim Ruyra

 

El abuelo Guixer era un viejecito de piernas baldadas, antiguo pescador, que se pasaba las horas cantando a veces, otras renegando (este era un dejo del oficio), rezando otras, pero siempre conservándose bonachón y candoroso como un niño. Más pulido era que una azucena; y daba gozo verle, entrado el verano, en el patio de su casa, bajo el emparrado; sus cabellos blancos eran parecidos a la espuma del jabón, su caraza fresca y encendida, su camisa de hilo, basta, fulgurando de limpieza y esparciendo el olor doméstico de la colada, los brazos arremangados, las manos activas, entretejiendo juncos o aderezando cuerdas. No había hombre más experto en quisicosas de pescar. Labraba nasas, garbitanas, palangres, mangas… Y él con sus artes, y la mujer haciendo charlar de sol a sol los bolillos en la almohadilla de encajes, sin detenerse más que lo preciso para acudir en un santiamén a los menesteres de la casa, vivían con suficiente holgura.

Yo, aficionado a la pesca, con la excusa de llevar a componer un volantín o la faz de una nasa, visitaba con frecuencia al buen hombre. Al cabo fuimos excelentes camaradas.

Lo que es durante el verano, no dejaba yo de ir a pasar un ratito en su casa ningún día. Se estaba allí como en la gloria. Me sentaba en el poyo fresquísimo del patio, a la sombra de los pámpanos, y ora fumando un cigarrillo cedía al blando poder soporífero de las canciones del viejo, ora discurría con él de los negocios del mar, que yo contemplaba más allá del portal abierto a todas horas. ¡El mar! Yo me sentía enamorado de él. No así el viejo, y a pesar de todo, algo experimentaba hacia el mar, aunque fuese con el sentir de un marido hacia una mujer de malas entrañas que le ha ocasionado muchas desazones, pero que al fin y al cabo no deja de habérsele arraigado en el alma. Jamás decía del mar cosa buena. “¡El mar! ¡Fuego maldito le seque! ¡Maldiciones cayeran sobre el mar!” Y le sobraban motivos para odiarlo, porque le había robado un hijo, el único, que en la flor de la mocedad se ahogó con sus compañeros de embarcación. Alguna vez lo amenazaba con el puño cerrado:

–¡Ladrón! –decía.

Pero si no hubiese podido contemplarlo, se hubiera añorado. No cabía duda, porque apenas se permitía levantar la cabeza en breve asueto, ya estaba comiéndoselo con la mirada, y todas sus distracciones consistían en resolver a qué barca pertenecía una vela apenas se vislumbraba, y en descifrar los pronósticos de los tiempos según el juego de las neblinas inconsistentes.

Un día en que, según costumbre, me encaminé a su casa, me asombró hallar la puerta cerrada. A pesar de oír pasos y andanzas en el interior, no quise llamar, por no sentar plaza de importuno, y di en pasear calle arriba y calle abajo. Caía un diluvio de sol, pero yo me erguía muy valiente. Me entretuve contemplando el paisaje luminoso; el cielo de un firmísimo azul, las casas blanquísimas en hileras al pie de una eminencia peñascosa de color moreno candeal, donde brillaban las retamas en flor como las joyas sobre el pecho áspero y tostado de un zíngaro; y luego el mar y las arenas rubias, y los laúdes con sus velas puestas a secar, y las cordilleras lejanas, azuladas, casi transparentes…

¡Maravilloso día! Y la quietud reinaba en el pueblo, que se diría aletargado. No se veía casi a nadie. En la playa candente unas mujeres, en cuclillas, con los pañuelos de la cabeza echados adelante como la vela de un carro, repasaban silenciosas los desgarros de unas redes. Más allá el maestro de ribera, junto a una embarcación volcada había puesto a hervir en un fueguezuelo su cazo de alquitrán. Un chico pescador había arrinconado su caña, y, tendido a su sabor en lo alto de una roca, dormía tranquilamente. Todo ello se percibía a través de la vaharada que exhalaba la tierra, un vapor comparable a la pequeña sombra movible que produce un vidrio pasado rápidamente por un rayo de luz. De las breñas bajaba un canto de cigarras, pertinaz, sin fin.

Al principio me empapé de sol con cierto deleite; lo desafiaba a que me tostase:

–Ea, achicharra cuanto te venga en gana; que al cabo, don de tus manos es el vigor

Pero no tardé en sentir molestia. Mi vestido ardía, y yo me dije:

–Agora lo veredes; no echaré de menos sombrillas ni toldos.

Efectivamente, los laúdes con sus velas extendidas me ofrecían refugios deliciosos, tentadores, principalmente un par de embarcaciones que salían al bou. Las enormes velas, se veían atadas a manera de toldo de una a otra barca. No consentían el paso a un ápice de sol; y en cambio por escaso que anduviera el vientecillo marino, había de deslizarse por allí con frescores de gotas diminutas, apenas cayere lánguidamente una ola sobre la playa. Me encamine hacia allí, y al llegar, ¡qué sorpresa!, veo al abuelo Guixer sentado sobre unas cuerdas arrolladas.

Era él, sin duda… Aunque estaba de espaldas, se le reconocía infaliblemente. Su cabezota blanca, descubierta; sus dilatados hombros sin más impedimenta que la camisa y los tirantes… Iba a llamarle, cuando paré mientes en que estaba pasando el rosario.

Entonces adiviné la solución de todo. Nos hallábamos en catorce de julio, aniversario de la catástrofe de su chico. El excelente abuelo cumplía con un piadoso deber. Muchas veces me había contado que en semejante día abandonaba sus tareas; y bien sabía yo que mientras pudo valerse de las piernas no había faltado ningún año a la iglesia, donde oía una misa de difuntos, él, que muchos domingos la descuidaba. ¡Pobre viejecito, mira qué idea se le ha ocurrido! Ante el mar, en presencia del poético cementerio de su hijo, viene a rezarle unas oracioncillas… ¡Ah!, si la candidez es amable a los divinos ojos…

Instintivamente me quité la gorra y murmuré unos padrenuestros. ¡Me dominaba una emoción tan honda! El mundo se iba obscureciendo, obscureciendo ante mis ojos humedecidos. No veía más que el hervor de fuego que producía el sol al llover sobre el agua azul. Mas, para mí, en aquel instante no había sol ni realidad. Una ilusión me sojuzgaba. Todas aquellas lucecillas eran mil y mil llamas de las candelas que ardían para un oficio de difuntos, en un templo inmenso, cuyas lejanías se perdían en tinieblas vagarosas. Se oía el trémolo del órgano, solemne, grave, devotísimo, creciendo poco a poco, decreciendo después blandamente… El éxtasis de algo santo se enseñoreaba del corazón.

El viejo que me había sorprendido con el rabillo del ojo, al concluir el rosario dijo una salve en voz alta para que pudiera seguirla, y luego, volviéndose, me saludó afablemente:

–Gracias, gracias, y goce mil años.

Y yo no pude articular palabra porque la emoción me anudaba la garganta, pero le estreché fuertemente la mano.

Puedo jurar que en mi vida me alejé de duelo alguno con el alma tan emocionada. Mas el viejo no se inmutó en lo más mínimo; permanecía tranquilo, sereno, no se daba cuenta de lo que a mí me sobreexcitaba. Así era aquel hombre; tenía rasgos de poeta sin darse cuenta, sin perder jamás aquella simpática ignorancia que le garantía incapaz de artificios.

 

El día del derrumbe

Juan Rulfo

 

–Esto pasó en septiembre. No en el septiembre de este año sino en el del año pasado. ¿O fue el antepasado, Melitón?

–No, fue el pasado.

–Sí, si yo me acordaba bien. Fue en septiembre del año pasado, por el día veintiuno. Óyeme, Melitón, ¿no fue el veintiuno de septiembre el mero día del temblor?

–Fue un poco antes. Tengo entendido que fue por el dieciocho.

–Tienes razón. Yo por esos días andaba en Tuzcacuexco. Hasta vi cuando se derrumbaban las casas como si estuvieran echas de melcocha; nomás se retorcían así, haciendo muecas y se venían las paredes enteras contra el suelo. Y la gente salía de los escombros toda aterrorizada corriendo derecho a la iglesia dando de gritos. Pero espérense. Oye, Melitón, se me hace como que en Tuzcacuexco no existe ninguna iglesia. ¿Tú no te acuerdas?

–No la hay. Allí no quedan más que unas paredes cuarteadas que dicen fue la iglesia hace algo así como doscientos años; pero nadie se acuerda de ella, ni de cómo era; aquello más bien parece un corral abandonado plagado de higuerillas”.

–Dices bien. Entonces no fue en Tuzcacuexco donde me agarró el temblor. Ha de haber sido en El Pochote. ¿Pero El Pochote es un rancho, no?

–Sí, pero tiene una capillita que allí le dicen la iglesia; está un poco más allá de la hacienda de los Alcatraces.

–Entonces fue allí ni más ni menos donde me agarró el temblor ese que les digo y cuando la tierra se pandeaba todita como si por dentro la estuvieran rebullendo. Bueno, unos pocos días después, porque me acuerdo que todavía estábamos apuntalando paredes, llegó el gobernador; venía a ver qué ayuda podía prestar con su presencia. Todos ustedes saben que nomás con que se presente el gobernador, con tal de que la gente lo mire, todo se queda arreglado. La cuestión está en que al menos venga a ver lo que sucede, y no que se esté, allá metido en su casa, nomás dando órdenes. En viniendo él, todo se arregla, y la gente, aunque se le haya caído la casa encima, queda muy contento con haberlo conocido. ¿O no es así Melitón?

–Eso que ni qué.

–Bueno, como les estaba diciendo, en septiembre del año pasado, un poquito después de los temblores cayó por aquí el gobernador para ver cómo nos había tratado el terremoto. Traía geólogo y gente conocedora, no crean ustedes que venía solo. Oye, Melitón, ¿como cuánto dinero nos costó darles de comer a los acompañantes del gobernador?

–Algo así como cuatro mil pesos.

–Y eso que nomás estuvieron un día y en cuanto se les hizo de noche se fueron, si no, quién sabe hasta qué alturas hubiéramos salido desfalcados, aunque eso sí, estuvimos muy contentos: la gente estaba que se le reventaba el pescuezo de tanto estirarlo para poder ver al gobernador y haciendo comentarios de cómo se había comido el guajolote y de que si había chupado los huesos, y de cómo era de rápido para levantar una tortilla tras otra rociándolas con salsa de guacamole; en todo se fijaron. Y él tan tranquilo, tan serio, limpiándose las manos en los calcetines para no ensuciar la servilleta, que solo le sirvió para espolvorearse de vez en vez los bigotes. Y después cuando el ponche de granadas se les subió a la cabeza, comenzaron a cantar todos en coro. Oye, Melitón ¿cuál fue la canción esa que estuvieron repite y repite como disco rayado?

–Fue una que decía: “No sabes del alma las horas de luto.”

–Eres bueno para eso de la memoria Melitón, no cabe duda. Sí fue ésa. Y el gobernador nomás reía; pidió saber dónde estaba el cuarto de baño. Luego se sentó nuevamente en su lugar, olió los claveles que estaban sobre la mesa. Miraba a los que cantaban, y movía la cabeza, llevando el compás, sonriendo. No cabe duda que se sentía feliz porque su pueblo era feliz, hasta se le podía adivinar el pensamiento. Y a la hora de los discursos se paró uno de sus acompañantes, que tenía la cara alzada un poco borneada a la izquierda. Y habló. Y no cabe duda de que se las traía. Hablo de Juárez, que nosotros teníamos levantado en la plaza, y hasta entonces supimos que era la estatua de Juárez, pues nunca nadie nos había podido decir quién era el individuo que estaba encaramado en el monumento aquel. Siempre creímos que podía ser Hidalgo o Morelos Venustiano Carranza, porque en cada aniversario de cualquiera de ellos, allí les hacíamos su función. Hasta que el catrincito aquel nos vino a decir que se trataba de don Benito Juárez. ¡Y las cosas que dijo! , ¿No es verdad, Melitón? Tú que tienes tan buena memoria te has de acordar bien de lo que recitó aquel fulano.

–Me acuerdo muy bien; pero ya lo he repetido tantas veces que hasta resulta enfadoso.

–Bueno, no es necesario. Solo que estos señores se pierden de algo bueno. Ya les dirás mejor lo que dijo el gobernador.

“La cosa es que aquello, en lugar de ser una visita a los dolientes y a los que habían perdido sus casas, se convirtió en una borrachera de las buenas. Y ya no se diga cuando entró al pueblo la música de Tepec, que llegó retrasada por eso de que todos los camiones se habían ocupado en el acarreo de la gente del gobernador y los músicos tuvieron que venirse a pie; pero llegaron. Entraron sonándole duro al arpa y a la tambora, haciendo tatachum, chum, chum, con los platillos, arreándole fuerte y con ganas al Zopilote Mojado. Aquello estaba de haberse visto, hasta el gobernador se quitó el saco y se desabrochó la corbata, y la cosa siguió de refilón. Trajeron más damajuanas de ponche y se dieron prisa en tatemar más carne de venado, porque aunque ustedes no lo quieran creer y ellos no se dieran cuenta, estaban comiendo carne de venado, del que por aquí abunda. Nosotros nos reíamos cuando decían que estaba muy buena la barbacoa, ¿o no, Melitón?, cuando por aquí no sabemos ni lo que es eso de barbacoa. Lo cierto es que apenas les servíamos un plato y ya querían otro y ni modo, allí estábamos para servirlos; porque como dijo Liborio, el administrador del Timbre, que entre paréntesis siempre fue muy agarrado: ‘No importa que esta recepción nos cueste lo que nos cueste que para algo ha de servir el dinero’, y luego tú, Melitón, que por ese tiempo eras presidente municipal, y que hasta te desconocí cuando dijiste: ‘Que se chorrié el ponche, una visita de éstas no se desmerece.’ Y sí se chorrió el ponche, ésa es la pura verdad; hasta los manteles estaban colorados. Y la gente aquella que parecía no tener llenadero. Solo me fijé que el gobernador no se movía de su sitio; que no estiraba ni la mano, sino que solo se comía y bebía lo que le arrimaban; pero la bola de lambiscones se desvivían por tenerle la mesa tan llena que hasta ya no cabía ni el salero que él tenía en la mano y que cuando lo desocupaba se lo metía en la bolsa de la camisa. Hasta yo fui a decirle: ‘¿No gusta sal mi general?’, y él me enseñó riendo el salero que tenía en la bolsa de la camisa, por eso me di cuenta.

“Lo grande estuvo cuando él comenzó a hablar. Se nos enchinó; el pellejo a todos de la pura emoción. Se fue enderezando, despacio, muy despacio, hasta que lo vimos echar la silla hacia atrás con el pie; poner sus manos en la mesa; agachar la cabeza como si fuera a agarrar vuelo y luego su tos, que nos puso a todos en silencio. ¿Qué fue lo que dijo, Melitón?

“–Conciudadanos –dijo–. Rememorando mi trayectoria, vivificando el único proceder de mis promesas. Ante esta tierra que visité como anónimo compañero de un candidato a la Presidencia, cooperador omnímodo de un hombre representativo, cuya honradez no ha estado nunca desligada del contexto de sus manifestaciones políticas y que sí, en cambio, es firme glosa de principios democráticos en el supremo vínculo de unión con el pueblo, aunando a la austeridad de que ha dado muestras la síntesis evidente de idealismo revolucionario nunca hasta ahora pleno de realizaciones y de certidumbre.”

– Allí hubo aplausos, ¿o no, Melitón?

–Si muchos aplausos. Después siguió:

“–Mi trazo es el mismo; conciudadanos. Fui parco en promesas como candidato, optando por prometer lo que únicamente podía cumplir y que al cristalizar, tradujérase en beneficio colectivo y no en subjuntivo, ni participio de una familia genérica de ciudadanos. Hoy estamos aquí presentes, en este caso paradojal de la naturaleza, no previsto dentro de mi programa de gobierno…”

“–¡Exacto, mi general! –gritó uno de por allá–. ¡Exacto! Usted lo ha dicho.”

“…–En este caso, digo, cuando la naturaleza nos ha castigado, nuestra presencia receptiva en el centro del epicentro telúrico que ha devastado hogares que podían haber sido los nuestros, que son los nuestros; concurrimos en el auxilio, no con el deseo neroniano de gozarnos en la desgracia ajena, más aún, inminentemente dispuestos a utilizar muníficamente nuestro esfuerzo en la reconstrucción de los hogares destruidos hermanalmente dispuestos en los consuelos de los hogares menoscabados por la muerte. Este lugar que yo visité hace años, lejano entoces a toda ambición de poder, antaño feliz, hogaño enlutecido, me duele. Sí, conciudadanos, me laceran las heridas de los vivos por sus bienes perdidos y la clamante dolencia de los seres por sus muertos insepultos bajo estos escombros que estamos presenciado.”

–Allí también hubo aplausos, ¿verdad, Melitón?

–No, allí volvió a oírse el gritón de antes: “¡Exacto, señor gobernador! Usted lo ha dicho.” Y luego otro de más acá que dijo: “¡Callen a ese borracho!”

–Ah, sí. Y hasta pareció que iba a haber un tumulto en la mera cola de la mesa, pero todos se apaciguaron cuando el gobernador habló de nuevo.

“–Tuzcacuenses, vuelvo a insistir: me duele vuestra desgracia, pues a pesar de lo que decía Bernal, el gran Bernal Díaz del Castillo: ‘Los hombres que murieron había sido contratados para la muerte’, yo, en los considerandos de mi concepto ontológico y humano, digo: ¡Me duele!, con el dolor que produce ver derruido el árbol en su primera inflorescencia. Os ayudaremos con nuestro poder. Las fuerzas vivas del Estado desde su faldisterio claman por socorrer a los damnificados de esta hecatombe nunca predecida ni deseada. Mi regencia no terminará sin haberos cumplido. Por otra parte, no creo que la voluntad de Dios haya sido la de causaros detrimento, la de desaposentaros…”

–Y allí terminó. Lo que dijo después no me lo aprendí porque la bulla que se soltó en las mesas de atrás creció y se volvió retedifícil conseguir lo que él siguió diciendo.

–Es muy cierto, Melitón. Aquello estuvo de haberse visto. Con eso les digo todo. Y es que el mismo sujeto de la comitiva se puso a gritar otra vez: “¡Exacto! ¡Exacto!”, con un chillidos que se oían hasta la calle. Y cuando lo quisieron callar saco la la pistola y comenzó a darle de chacamotas por encima de su cabeza mientras la descargaba contra el techo. Y la gente que estaba allí de mirona echó a correr a la hora de los balazos. Y tumbó las mesas en la caída que llevaba y se oyó el rompedero de platos y de vidrios y los botellazos que le tiraban al fulano de la pistola para que se calmara, y que nomás se estrellaba en la pared. Y el otro, que tuvo todavía tiempo de meter otro cargador al arma y lo descargaba de nueva cuenta mientras se ladeaba de aquí para allá escabulléndole el bulto a las botellas voladoras que le aventaban de todas partes.

“Hubieran visto al gobernador allí de pie muy serio, con la cara fruncida, mirando hacia donde estaba el tumulto como queriendo calmarlo con su mirada.

“Quién sabe quién fue a decirle a los músicos que tocaran algo, lo cierto es que se soltaron tocando el Himno Nacional con todas sus fuerzas, hasta que casi se le reventaba el cachete al del trombón de lo recio que pitaba; pero aquello siguió igual. Y luego resultó que allá afuera, en la calle, se había prendido también el pleito. Le vinieron a avisar al gobernador que por allá unos se estaban dando de machetazos; y fijándose bien, era cierto, porque hasta acá se oían voces de mujeres que decían: ¡Apártenlos que se van a matar! Y al rato otro grito que decía: ¡Ya mataron a mi marido! ¡Agárrenlo!

“Y el gobernador ni se movía, seguía de pie. Oye, Melitón, cómo es esa palabra que se dice…”

–Impávido.

–Eso es, impávido. Bueno, con el argüende de afuera la cosa aquí dentro pareció calmarse. El borrachito del “exacto” estaba dormido; le habían atinado un botellazo y se había quedado todo despatarrado tirado en el suelo. El gobernador se arrimó entonces al fulano aquel y le quitó la pistola que tenía todavía agarrada en una de sus manos agarrotadas por el desmayo. Se la dio a otro y le dijo: “Encárgate de él y toma nota de que queda desautorizado a portar armas.” Y el otro contestó: “Sí, mi general.”

“La música, no sé por qué, siguió toque y toque el Himno Nacional, hasta que el catrincito que había hablado en un principio, alzó los brazos y pidió silencio por las víctimas. Oye, Melitón, ¿por cuáles víctimas pidió él que todos nos asilenciáramos?”

–Por las del efipoco.

–Bueno, pues por esas. Después todos se sentaron, enderezaron otra vez las mesas y siguieron bebiendo ponche y cantando la canción esa de las “horas de luto”.

“Ora me estoy acordando que sí fue por el veintiuno de septiembre el borlote ; porque mi mujer tuvo ese día a nuestro hijo Merencio, y yo llegué ya muy noche a mi casa, más bien borracho que buenisano. Y ella no me habló en muchas semanas arguyendo que la había dejado sola con su compromiso. Ya cuando se contentó me dijo–que yo no había sido bueno ni para llamar a la comadrona y que tuvo que salir del paso a como Dios le dio a entender.”