Ana María Matute
Siempre oímos decir en casa,
al abuelo y a todas las personas mayores, que Bernardino era un niño mimado.
Bernardino
vivía con sus hermanas mayores, Engracia, Felicidad y Herminia, en “Los Lúpulos”,
una casa grande, rodeada de tierras de labranza y de un hermoso jardín, con árboles
viejos agrupados formando un diminuto bosque, en la parte lindante con el río. La
finca se hallaba en las afueras del pueblo y, como nuestra casa, cerca de los grandes
bosques comunales.
Alguna
vez, el abuelo nos llevaba a “Los Lúpulos”, en la pequeña tartana, y, aunque el
camino era bonito por la carretera antigua, entre castaños y álamos, bordeando el
río, las tardes en aquella casa no nos atraían. Las hermanas de Bernardino eran
unas mujeres altas, fuertes y muy morenas. Vestían a la moda antigua –habíamos visto
mujeres vestidas como ellas en el álbum de fotografías del abuelo– y se peinaban
con moños levantados, como roscas de azúcar, en lo alto de la cabeza. Nos parecía
extraño que un niño de nuestra edad tuviera hermanas que parecían tías, por lo menos.
El abuelo nos dijo:
–Es
que la madre de Bernardino no es la misma madre de sus hermanas. Él nació del segundo
matrimonio de su padre, muchos años después.
Esto
nos armó aún más confusión. Bernardino, para nosotros, seguía siendo un ser extraño,
distinto. Las tardes que nos llevaban a “Los Lúpulos” nos vestían incómodamente,
casi como en la ciudad, y debíamos jugar a juegos necios y pesados, que no nos divertían
en absoluto. Se nos prohibía bajar al río, descalzarnos y subir a los árboles. Todo
esto parecía tener una sola explicación para nosotros:
–Bernardino
es un niño mimado –nos decíamos. Y no comentábamos nada más.
Bernardino
era muy delgado, con la cabeza redonda y rubia. Iba peinado con un flequillo ralo,
sobre sus ojos de color pardo, fijos y huecos, como si fueran de cristal. A pesar
de vivir en el campo, estaba pálido, y también vestía de un modo un tanto insólito.
Era muy callado, y casi siempre tenía un aire entre asombrado y receloso, que resultaba
molesto. Acabábamos jugando por nuestra cuenta y prescindiendo de él, a pesar de
comprender que eso era bastante incorrecto. Si alguna vez nos lo reprochó el abuelo,
mi hermano mayor decía:
–Ese
chico mimado… No se puede contar con él.
Verdaderamente
no creo que entonces supiéramos bien lo que quería decir estar mimado. En todo caso,
no nos atraía, pensando en la vida que llevaba Bernardino. Jamás salía de “Los Lúpulos”
como no fuera acompañado de sus hermanas. Acudía a la misa o paseaba con ellas por
el campo, siempre muy seriecito y apacible.
Los
chicos del pueblo y los de las minas lo tenían atravesado. Un día, Mariano Alborada,
el hijo de un capataz, que pescaba con nosotros en el río a las horas de la siesta,
nos dijo:
–A
ese Bernardino le vamos a armar una.
–¿Qué
cosa? –dijo mi hermano, que era el que mejor entendía el lenguaje de los chicos
del pueblo.
–Ya
veremos –dijo Mariano, sonriendo despacito–. Algo bueno se nos presentará un día,
digo yo. Se la vamos a armar. Están ya en eso Lucas, Amador, Gracianín y el Buque…
¿Queréis vosotros?
Mi
hermano se puso colorado hasta las orejas.
–No
sé –dijo–. ¿Qué va a ser?
–Lo
que se presente –contestó Mariano, mientras sacudía el agua de sus alpargatas, golpeándolas
contra la roca–. Se presentará, ya veréis.
Sí:
se presentó. Claro que a nosotros nos cogió desprevenidos, y la verdad es que fuimos
bastante cobardes cuando llegó la ocasión. Nosotros no odiábamos a Bernardino, pero
no queríamos perder la amistad con los de la aldea, entre otras cosas porque hubieran
hecho llegar a oídos del abuelo andanzas que no deseábamos que conociera. Por otra
parte, las escapadas con los de la aldea eran una de las cosas más atractivas de
la vida en las montañas.
Bernardino tenía un perro que se llamaba “Chu”. El perro debía de querer mucho a
Bernardino, porque siempre le seguía saltando y moviendo su rabito blanco. El nombre
de “Chu” venía probablemente de Chucho, pues el abuelo decía que era un perro sin
raza y que maldita la gracia que tenía. Sin embargo, nosotros le encontrábamos mil,
por lo inteligente y simpático que era. Seguía nuestros juegos con mucho tacto y
se hacía querer en seguida.
–Ese
Bernardino es un pez –decía mi hermano–. No le da a “Chu” ni una palmada en la cabeza.
¡No sé cómo “Chu” le quiere tanto! Ojalá que “Chu” fuera mío…
A
“Chu” le adorábamos todos, y confieso que alguna vez, con mala intención, al salir
de “Los Lúpulos” intentábamos atraerlo con pedazos de pastel o terrones de azúcar,
por ver si se venía con nosotros. Pero no: en el último momento “Chu” nos dejaba
con un palmo de narices y se volvía saltando hacia su inexpresivo amigo, que le
esperaba quieto, mirándonos con sus redondos ojos de vidrio amarillo.
–Ese
pavo… –decía mi hermano pequeño–. Vaya un pavo ese…
Y,
la verdad, a qué negarlo, nos roía la envidia.
Una
tarde en que mi abuelo nos llevó a “Los Lúpulos” encontramos a Bernardino raramente
inquieto.
–No
encuentro a “Chu” –nos dijo–. Se ha perdido, o alguien me lo ha quitado. En toda
la mañana y en toda la tarde que no lo encuentro…
–¿Lo
saben tus hermanas? –le preguntamos.
–No
–dijo Bernardino–. No quiero que se enteren…
Al
decir esto último se puso algo colorado. Mi hermano pareció sentirlo mucho más que
él.
–Vamos
a buscarlo –le dijo–. Vente con nosotros, y ya verás como lo encontraremos.
–¿A
dónde? –dijo Bernardino–. Ya he recorrido toda la finca…
–Pues
afuera –contestó mi hermano–. Vente por el otro lado del muro y bajaremos al río…
Luego, podemos ir hacia el bosque. En fin, buscarlo. ¡En alguna parte estará!
Bernardino
dudó un momento. Le estaba terminantemente prohibido atravesar el muro que cercaba
“Los Lúpulos”, y nunca lo hacía. Sin embargo, movió afirmativamente la cabeza.
Nos
escapamos por el lado de la chopera, donde el muro era más bajo. A Bernardino le
costó saltarlo, y tuvimos que ayudarle, lo que me pareció que le humillaba un poco,
porque era muy orgulloso.
Recorrimos
el borde del terraplén y luego bajamos al río. Todo el rato íbamos llamando a “Chu”,
y Bernardino nos seguía, silbando de cuando en cuando. Pero no lo encontramos.
Íbamos
ya a regresar, desolados y silenciosos, cuando nos llamó una voz, desde el caminillo
del bosque:
–¡Eh,
tropa!…
Levantamos
la cabeza y vimos a Mariano Alborada. Detrás de él estaban Buque y Gracianín. Todos
llevaban juncos en la mano y sonreían de aquel modo suyo, tan especial. Ellos sólo
sonreían cuando pensaban algo malo.
Mi
hermano dijo:
–¿Habéis
visto a “Chu”?
Mariano
asintió con la cabeza:
–Sí,
lo hemos visto. ¿Queréis venir?
–Bernardino
avanzó, esta vez delante de nosotros. Era extraño: de pronto parecía haber perdido
su timidez.
–¿Dónde
está “Chu”? –dijo. Su voz sonó clara y firme.
Mariano
y los otros echaron a correr, con un trotecillo menudo, por el camino. Nosotros
les seguimos, también corriendo. Primero que ninguno iba Bernardino.
Efectivamente:
ellos tenían a “Chu”. Ya a la entrada del bosque vimos el humo de una fogata, y
el corazón nos empezó a latir muy fuerte. Habían atado a “Chu” por las patas traseras
y le habían arrollado una cuerda al cuello, con un nudo corredizo. Un escalofrío
nos recorrió: ya sabíamos lo que hacían los de la aldea con los perros sarnosos
y vagabundos. Bernardino se paró en seco, y “Chu” empezó a aullar, tristemente.
Pero sus aullidos no llegaban a “Los Lúpulos”. Habían elegido un buen lugar.
–Ahí
tienes a “Chu”, Bernardino –dijo Mariano–. Le vamos a dar de veras.
Bernardino
seguía quieto, como de piedra. Mi hermano, entonces, avanzó hacia Mariano.
–¡Suelta
al perro! –le dijo–. ¡Lo sueltas o…!
–Tú,
quieto –dijo Mariano, con el junco levantado como un látigo–. A vosotros no os da
vela nadie en esto… ¡Como digáis una palabra voy a contarle a vuestro abuelo lo
del huerto de Manuel el Negro!
Mi
hermano retrocedió, encarnado. También yo noté un gran sofoco, pero me mordí los
labios. Mi hermano pequeño empezó a roerse las uñas.
–Si
nos das algo que nos guste –dijo Mariano– te devolvemos a “Chu”.
–¿Qué
queréis? –dijo Bernardino. Estaba plantado delante, con la cabeza levantada, como
sin miedo. Le miramos extrañados. No había temor en su voz.
Mariano
y Buque se miraron con malicia.
–Dineros
–dijo Buque.
Bernardino
contestó:
–
No tengo dinero.
Mariano
cuchicheó con sus amigos, y se volvió a él:
–Bueno,
pos cosa que lo valga…
Bernardino
estuvo un momento pensativo. Luego se desabrochó la blusa y se desprendió la medalla
de oro. Se la dio.
De
momento, Mariano y los otros se quedaron como sorprendidos. Le quitaron la medalla
y la examinaron.
–¡Esto
no! –dijo Mariano–. Luego nos la encuentran y… ¡Eres tú un mal bicho! ¿Sabes? ¡Un
mal bicho!
De
pronto, les vimos furiosos. Sí; se pusieron furiosos y seguían cuchicheando. Yo
veía la vena que se le hinchaba en la frente a Mariano Alborada, como cuando su
padre le apaleaba por algo.
–No
queremos tus dineros –dijo Mariano–. Guárdate tu dinero y todo lo tuyo… ¡Ni eres
hombre ni… ná!
Bernardino
seguía quieto. Mariano le tiró la medalla a la cara. Le miraba con ojos fijos y
brillantes, llenos de cólera. Al fin, dijo:
–Si
te dejas dar de veras tú, en vez del chucho…
Todos
miramos a Bernardino, asustados.
–No…
–dijo mi hermano.
Pero
Mariano gritó:
–¡Vosotros
a callar, o lo vais a sentir…! ¡Qué os va en esto? ¿Qué os va…?
Fuimos
cobardes y nos apiñamos los tres juntos a un roble. Sentí un sudor frío en las palmas
de las manos. Pero Bernardino no cambió de cara. (“Ese pez…”, que decía mi hermano).
Contestó:
–Está
bien. Dadme de veras.
Mariano
le miró de reojo, y por un momento nos pareció asustado. Pero en seguida dijo:
–¡Hala,
Buque…!
Se
le tiraron encima y le quitaron la blusa. La carne de Bernardino era pálida, amarillenta,
y se le marcaban mucho las costillas. Se dejó hacer, quieto y flemático. Buque le
sujetó las manos a la espalda, y Mariano dijo:
–Empieza
tú, Gracianín…
Gracianín
tiró el junco al suelo y echó a correr, lo que enfureció más a Mariano. Rabioso,
levantó el junco y dio de veras a Bernardino, hasta que se cansó.
A
cada golpe mis hermanos y yo sentimos una vergüenza mayor. Oíamos los aullidos de
“Chu” y veíamos sus ojos, redondos como ciruelas, llenos de un fuego dulce y dolorido
que nos hacía mucho daño. Bernardino, en cambio, cosa extraña, parecía no sentir
el menor dolor. Seguía quieto, zarandeado solamente por los golpes, con su media
sonrisa fija y bien educada en la cara. También sus ojos seguían impávidos, indiferentes.
(“Ese pez”, “Ese pavo”, sonaba en mis oídos).
Cuando
brotó la primera gota de sangre Mariano se quedó con el mimbre levantado. Luego
vimos que se ponía muy pálido. Buque soltó las manos de Bernardino, que no le ofrecía
ninguna resistencia, y se lanzó cuesta abajo, como un rayo.
Mariano
miró de frente a Bernardino.
–Puerco
–le dijo–. Puerco.
Tiró
el junco con rabia y se alejó, más aprisa de lo que hubiera deseado.
Bernardino
se acercó a “Chu”. A pesar de las marcas del junco, que se inflamaban en su espalda,
sus brazos y su pecho, parecía inmune, tranquilo, y altivo, como siempre. Lentamente
desató a “Chu”, que se lanzó a lamerle la cara, con aullidos que partían el alma.
Luego, Bernardino nos miró. No olvidaré nunca la transparencia hueca fija en sus
ojos de color de miel. Se alejó despacio por el caminillo, seguido de los saltos
y los aullidos entusiastas de “Chu”. Ni siquiera recogió su medalla. Se iba sosegado
y tranquilo, como siempre.
Sólo
cuando desapareció nos atrevimos a decir algo. Mi hermano recogió del suelo la medalla,
que brillaba contra la tierra.
–Vamos
a devolvérsela –dijo.
Y
aunque deseábamos retardar el momento de verle de nuevo, volvimos a “Los Lúpulos”.
Estábamos ya llegando al muro, cuando un ruido nos paró en seco. Mi hermano mayor
avanzó hacia los mimbres verdes del río. Le seguimos, procurando no hacer ruido.
Echado
boca abajo, medio oculto entre los mimbres, Bernardino lloraba desesperadamente,
abrazado a su perro.
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