miércoles, 30 de abril de 2025

El venado

Arturo Uslar Pietri

 

Los cuatros hombres estaban en cuclillas junto a la puerta. Las cabezas gachas, las manos descolgadas por entre las piernas jugueteando con yerbas y guijarros. Los sombreros de cogollo sobre la nuca.

–¡Sale perro! ¡Sale Corneta!

El perro cazador de largas orejas y ojos lagrimosos que se había acercado a husmear se alejó asustado.

–Buen perro ese, Damián.

–¿Cuál, Corneta? Muy bueno es.

–Como para echárselo al de las doce puntas por esa costa de monte y cogerlo cansado.

Damián sonrió con la cabeza en el pecho.

–Ese es otro cantar. Ese venado se les ha ido a todos.

–Le han salido los mejores perros y las mejores escopetas y se les ha ido el condenado. ¿Tú lo has visto, Damián?

Las manos morenas, huesudas y largas de Damián se alzaron hasta el sombrero. Lo empujó más hacia atrás y enderezó la cabeza. Los ojos negros y mortecinos pasaron por sobre las cabezas de los otros y vieron hacia el bosque tupido que rodeaba la casa y cubría en marejada toda la poderosa forma del cerro.

–¿Yo? Yo no le he visto. Si lo hubiera visto quién sabe.

De dentro de la casa salió un quejido despacioso.

–No se le quita la puntada a Benita.

Los hombres volvieron la cabeza hacia la torcida casa de bahareque y techo de paja. Se oía temblar la queja.

–No se le quita. Ahí está tumbada desde hace tres días con ese mal.

–¿Y no le has dado nada, Damián? Hay un cocimiento muy bueno para esa puntada.

–¡Guá! Cómo no. Si se le ha dado. Ahí está con ella Domitila, su hermana, y es mucho el cocimiento y el emplasto que la ha dado. Pero no se alienta. Se ha ido poniendo peor. Hoy amaneció en ese solo grito. Así como ustedes la oyen. Estará de Dios que se muera la mujer.

Los otros parecieron doblarse más, con la cabeza más metida en el pecho.

–¿Y no ha venido a verla el curandero?

–¿José del Carmen? Lo llamé desde ayer, pero no pudo venir. Le mandó un pañuelo y unas yerbas para que se lo pusieran. Hoy debe venir por ahí.

Al rato de silencio se oyeron unos ladridos lejanos. Venían de abajo, del pie del monte. Los hombres oyeron con ansiedad.

–Es por la Madre Vieja.

Se levantaron, dieron vuelta a la casa y se llegaron a la parte posterior, donde el plano volvía a derrumbarse en pendiente verde y boscosa hacia el valle.

–Es allá abajo, allá en la Madre Vieja. Oigan.

Damián se puso la mano ahuecada en el oído. Eran ladridos guturales, entrecortados, anhelosos.

–Han echado bastantes perros. Oigan el tronido.

–Han debido levantar. Levantaron venado.

Se oían, junto con los ladridos, gritos lejanos que azuzaban los perros.

Los hombres miraban hacia la cuesta cercana con inquieta fijeza. Se oían más claros los ladridos y los gritos.

–Cogieron la Quebrada de la Danta. Es buen lance. ¿Será el de las doce puntas?

–Buen día.

Se volvieron a la voz. Un indio viejo y flaco, con el sombrero oscuro metido hasta los ojos, había salido al claro junto a la casa.

Damián se adelantó a encontrarlo.

–Buen día, José del Carmen.

Los otros se acercaron.

–¿Cómo que está enferma la mujer?

–Tiene una puntada que la está matando.

–Ajá. ¿Y cuándo le empezó?

–Hace unos tres días.

–¿De noche o de día?

–Fue por la madrugadita cuando me despertó con el quejido.

–¿Había luna?

–Una luna así de grande, como para velar dantas.

–Ajá.

Los ladridos y los gritos reaparecieron más claros y más cerca. Todos callaron de nuevo.

–Parece que están echando un lance de venado por la quebrada para arriba, pero no se ha oído ni un tiro.

–Será el de las doce puntas y se les habrá ido. A ese no lo cogen tan fácil.

–Quién sabe –dijo Damián maquinalmente.

–Mejor así –dijo el curandero.

–¿Mejor por qué, José del Carmen?

–Porque esos animales así no son como los otros y traen desgracia. Mejor es que no lo encuentren.

Al callar se dieron cuenta de que los ladridos y los gritos se habían apagado nuevamente.

–-Vamos a ver a la mujer.

–Nosotros nos vamos, Damián. Que se aliente Benita.

–Que se aliente Benita.

–Adiós, pues.

Damián llegó a la puerta con el curandero.

–Mejor es que entre usted solo, José del Carmen. Con ella está su hermana Domitila.

Con las manos a la espalda se arrecostó a la pared. Podía oír las voces del curandero y de las mujeres, pero no parecía entenderlas. Se habían vuelto a oír los ladridos de la jauría y los gritos de los perreros. Se alejaban faldeando. Se oían ladridos y voces dispersas en varias direcciones.

–Perdieron el rastro del venado. Ese ladrido no es de venado. De seguro que los perros levantaron algún zorro.

Más lejos aún se oía una corneta llamando. Los perreros gritaban los nombres de los perros.

–¡To, to, to…!

Al rato todo volvió a quedar en silencio. Se oía a veces algún ruido vago que volaba desfigurado desde la distancia.

Damián dio la vuelta a la casa. Abrió una puerta pequeña que cerraba un candado. Entró sin hacer ruido. Tomó la escopeta que colgaba de un clavo; el cuerno de la pólvora, el zurrón de las municiones.

Al volver a salir apareció el perro Corneta moviendo el rabo. Lo llamó en voz baja y lo ató con una soga de una estaca. El perro aulló mirándole alejarse.

Tomó la vereda bosque arriba sin volverse a mirar la casa.

A poco de andar ya estaba solo entre árboles, entre sombras de árboles, entre sonidos de árboles, entre profundidad de árboles. Altos guamos, cedros de hojas menudas y voladoras, bejucos colgados y enredados, arbustos, tupidos helechos entre la tierra negra y las yerbas. La vereda subía faldeando en vueltas inesperadas perdiéndose entre matojos y troncos. Una vibración de hojas le hacía alzar la cabeza hacia una rama alta por donde pasaba la mancha fugaz de una ardilla. En dos tonos de cansancio, repetidos, como resuello fatigoso, como anuncio, el canto de un pájaro lo acompañaba.

Damián se detuvo a quitarse las alpargatas. Se las ató al cinturón. Los dedos de los pies desnudos apretaron la tierra húmeda y negruzca. Fresca estaba. El pie se hundía un poco con el ligero temblor de la marcha.

–¿Para dónde va? Si saliera ahora el venado de las doce puntas. El que trae desgracia, José del Carmen. El año de la sequía habían matado un venado de doce puntas. Mejor es que no lo encuentren, dice José del Carmen. Pero ¿Para dónde va? Ya está lejos del rancho. ¿Qué le estará haciendo José del Carmen a Benita? Está muy enferma Benita con esa puntada en el costado. Se ha puesto vieja Benita.

Damián, mejor es que se vaya con su rochela para otra parte.

Entonces estaba muchacha. Y hacía una morisqueta muy graciosa con la boca. Y siempre tenía el mechón de pelo sobre los ojos. Si esta no es rochela. De verdadita verdadita es la cosa. Si no me quieres, este hombre se va a malograr. Me voy a malograr, Benita, por culpa tuya. Quítate el pelo de los ojos que no te veo la cara.

Se detuvo. Unas huellas de animal cruzaban la vereda. Se puso en cuclillas para observarlas mejor. Eran recientes. Son de danta. Gorda la condenada. Iba para abajo, para la quebrada. Por entre las yerbas y los helechos iba el rastro. Pero se puso de nuevo en pie y siguió subiendo.

Venirse a enfermar Benita. Una mujer tan sana. Nunca se cansaba. Nunca se ponía triste. Siempre estaba haciendo algo. Estaba pilando el maíz y cantaba. Estaba barriendo y cantaba. Estaba lavando y cantaba. Sino una vez. Mejor es que yo me vaya, Damián. Estás loca, mujer. No estoy loca. Yo sé que tú quieres tener hijos. Yo te lo conozco. Tú quieres tener hijos como todos los hombres. Y yo no los voy a tener. Ya llevamos muchos años juntos para saberlo. Yo soy como una vaca horra, Damián. No sirvo para nada. Las vacas horras no sirven para nada. ¿Para qué sirven? Cállate, Benita, no digas eso. Tú eres una mujer muy buena y yo te quiero mucho.

Escupió. La boca le sabía amarga.

Yo te quiero mucho, Benita. ¿Qué me importa a mí no tener hijos? Eso lo dispone Dios. Yo no te cambio por ninguna. Por ninguna con todos los hijos del mundo. Tú eres la que yo quiero. Si no tenemos hijos, no importa.

Se le iba haciendo la respiración fatigosa. Debía llevar largo rato marchando. La escopeta empezaba a molestarle en la espalda. La tomó en la mano. Todo parecía quieto y silencioso. Cerca se oía el menudo latido de un hilo de agua. Salía de entre los helechos y cruzaba la vereda. Se arrodilló para tomar. Sintió el fresco del agua penetrarle por la garganta reseca y por el pecho.

Así había sido cuando estuvo muriendo con la calentura. Se tocaba la cabeza caliente como una piedra de fogón. Todo lo veía oscuro. Eran lo mismo el día y la noche. Pero Benita no lo desamparaba. Cuando abría los ojos la veía al lado. Le daba miedo quedarse dormido. Le daba miedo quedarse solo. Se dormía con la mano de Benita agarrada y se despertaba dando un salto. Benita, Benita, ¿Dónde estás? Ahí estaba. Ahí le hablaba. Quédate quieto, Damián. Quédate tranquilo. Tranquilo. No pasa nada. Nada. No pasa nada. Duerme, Damián. Duerme tranquilo. Tranquilo. Aquí estoy yo. Y se volvía a despertar sofocado, caliente como una brasa, dando manotazos en lo oscuro. Benita, Benita, ¿Dónde estás? Estate quieto, Damián. Estate quieto. ¿No me ves? Aquí estoy yo.

Iba caminando con más lentitud, con más pesadez. Afirmaba pesadamente los pies y los arrastraba un poco. Llevaba la escopeta por el cañón, y la culata también arrastrada por la tierra. El zurrón le golpeaba en la espalda. Ya hacía rato que no se oía ni el canto de un pájaro. Tan solo la raya verde de una culebra cruzó la vereda ondulando. Pero él siguió sin detenerse.

Ya debía ir lejos. Iban clareando los helechos. Los árboles eran menos altos. En los pies sentía la tierra más seca. Llevaba mucho tiempo caminando. Estaba lejos del rancho. Allá estaría Benita con Domitila y con José del Carmen el curandero. Y con esa puntada metida como una lanza. Y él caminando por el monte arriba. Tan lejos. ¿Y qué iba a hacer en el rancho? ¿Qué hace un hombre en el rancho? ¿Para qué sirve? Oía el quejido de Benita. Lo mismo que cuando degüellan un becerro. Yo sé que me voy a morir, Damián. Está de Dios. Y es lo mejor. No hables tanta zoquetada, Benita. Es lo mejor, Damián. Es lo mejor. No digas tanta zoquetada, Benita. Cállate. Yo sé que me voy a morir, Damián, y es lo mejor. Benita, por Dios, cállate. Tú puedes encontrar otra mujer. Benita, no digas eso que el Señor te va a castigar. Puedes encontrar otra mujer mejor que yo. Una mujer buena que te dé hijos. Cállate, Benita, que pareces una condenada. Una mujer que te dé hijos, Damián, para que cuando se muera no te vayas a quedar solo. No hables más de eso, Benita, por Dios. Tú no te vas a morir. Tú no te vas a morir. Tú te vas a alentar. Tú verás que te vas a alentar. No hables más de eso. Mira que eso es malo.

Se paró en seco. Estaba en el borde de una cuchilla. Cerca, en una explanada, se abría un claro estrecho. En medio estaba el venado de las doce puntas. Era él. Grande, oscuro, viejo. Había alzado la cabeza y parecía ventear. La enmarañada cornamenta se desplegaba abierta. Damián le contó las puntas. Diez, once y doce. Qué animal tan lindo.

Con mucho sigilo se arrodilló sin ruido. El animal parecía inquieto. Tendió la escopeta cargada. La culata cubierta de barro fresco le tocó la mejilla. Por la mira le veía la paleta delantera junto al costillar. El animal y él se habían quedado en una quietud maravillosa. Reventó el trueno del disparo sacudiendo el aire. El venado dio un gran salto y cayó en tierra. Quedó medio oculto entre las yerbas que cubrían el claro.

Damián se puso de pie. Había matado el venado. Aquella mancha marrón entre la yerba era el venado de las doce puntas. Todo estaba quieto, pero el disparo seguía resonando en las lejanías y en los ecos. Eran como otros disparos más pequeños, más lejanos, más sordos. Ya parecía que se apagaba uno y venía resonando otro, de otra quiebra, de otra loma, de otra cuesta. Damián movía la cabeza alelada al son de los ecos que se iban sucediendo y respondiendo en la distancia. Todo resonaba con el eco del disparo. Santo Dios, que tiro para sonar. Óyelo, por allá vuelve otra vez. En todo el monte estaba. Saltaba de un lado a otro por sobre la cabeza de Damián. Damián movía la cabeza asustado y sobrecogido. Allá, lejísimos, sonaba todavía un eco.

Era muy poco lo que se distinguía del venado muerto entre la yerba. Pero Damián no daba un paso para acercarse. Tenía la boca abierta descolgada y la respiración corta y silbosa como de perro. Maté al de las doce puntas. Lo que son las cosas. Muerto, muertico de un solo tiro. Sin buscarlo. Todos lo buscaban y va Damián y lo encuentra. Para él estaba. Lo estaba esperando en aquella loma. Sería para avisarle. No ha debido matarlo. Traen desgracia esos animales raros. Como lo dijo José del Carmen. Allá estaría Benita con su puntada. Ave María Purísima. No. Mejor es no tocarlo. Mejor es dejarlo. Mejor es irme. Esto trae desgracia.

Tomó el camino del regreso apresuradamente. Sentía prisa por llegar a la casa. Ahora regresando ligero se daba cuenta de lo lejos que había ido. Caminaba y caminaba. No se veía ni el techo del rancho. Había que pasar la cuchilla y caer en la otra quebrada. Tú no te vas a morir, Benita. Mejor es no hablar de eso. No. No. No digas tantas zoquetadas. Tú te vas a alentar. Aquí estoy yo. Aquí estoy yo, Benita. Casi iba corriendo. Una vez pasada la cuchilla abandonó la vereda y se lanzó cuesta abajo en línea recta por lo espeso del monte. Así llegaría más pronto. La escopeta se le enredaba en los bejucos y en los troncos. Pero él empujaba con el pecho y braceaba abriéndose camino.

Hasta que salió de los últimos matorrales sobre la loma de la casa. Allí estaban los hombres que habían vuelto. Cruzados de brazos y en fila recostados a la pared. Y se oía el grito de Domitila y el llanto de varias mujeres adentro. Se le cortó la prisa. Poco a poco se fue acercando. Los hombres lo veían sin hablarle con unas caras serias.

–¿Se murió?

–Se murió Benita, hace rato.

Dejó caer la escopeta, el zurrón y el cuerno al suelo. Entró a la habitación. Sobre la cama estaba Benita ya amortajada. Parecía muy tranquila. Junto a la cama Domitila y otras mujeres lloraban a gritos. Venía humo del fogón. Estaban cocinando guarapo. Damián se apretó los dientes sobre el labio y se torció con fuerza los dedos. Al rato se quitó el sombrero y se persignó. En los dedos sintió la frente bañada de sudor.

 

Nabónides

Juan José Arreola

 

El propósito original de Nabónides, según el profesor Rabsolom, era simplemente restaurar los tesoros arqueológicos de Babilonia. Había visto con tristeza las gastadas piedras de los santuarios, las borrosas estelas de los héroes y los sellos anulares que dejaban una impronta ilegible sobre los documentos imperiales. Emprendió sus restauraciones metódicamente y no sin una cierta parsimonia. Desde luego, se preocupó por la calidad de los materiales, eligiendo las piedras de grano más fino y cerrado.

Cuando se le ocurrió copiar de nuevo las ochocientas mil tabletas de que constaba la biblioteca babilónica, tuvo que fundar escuelas y talleres para escribas, grabadores y alfareros. Distrajo de sus puestos administrativos un buen número de empleados y funcionarios, desafiando las críticas de los jefes militares que pedían soldados y no escribas para apuntalar el derrumbe del imperio, trabajosamente erigido por los antepasados heroicos, frente al asalto envidioso de las ciudades vecinas. Pero Nabónides, que veía por encima de los siglos, comprendió que la historia era lo que importaba. Se entregó denodadamente a su tarea, mientras el suelo se le iba de los pies.

Lo más grave fue que una vez consumadas todas las restauraciones, Nabónides no pudo cesar ya en su labor de historiador. Volviendo definitivamente la espalda a los acontecimientos, sólo se dedicaba a relatarlos sobre piedra o sobre arcilla. Esta arcilla, inventada por él a base de marga y asfalto, ha resultado aún más indestructible que la piedra. (El profesor Rabsolom es quien ha establecido la fórmula de esa pasta cerámica. En 1913 encontró una serie de piezas enigmáticas, especie de cilindros o pequeñas columnas, que se hallaban revestidas con esa sustancia misteriosa. Adivinando la presencia de una escritura oculta, Rabsolom comprendió que la capa de asfalto no podía ser retirada sin destruir los caracteres. Ideó entonces el procedimiento siguiente: vació a cincel la piedra interior, y luego, por medio de un desincrustante que ataca los residuos depositados en las huellas de la escritura, obtuvo cilindros huecos. Por medio de sucesivos vaciados seccionales, logró hacer cilindros de yeso que presentaron la intacta escritura original. El profesor Rabsolom sostiene, atinadamente, que Nabónides procedió de este modo incomprensible previendo una invasión enemiga con el habitual acompañamiento de furia iconoclasta. Afortunadamente, no tuvo tiempo de ocultar así todas sus obras.)

Como la muchedumbre de operarios era insuficiente, y la historia acontecía con rapidez, Nabónides se convirtió también en lingüista y en gramático: quiso simplificar el alfabeto, creando una especie de taquigrafía. De hecho, complicó la escritura plagándola de abreviaturas, omisiones y siglas que ofrecen toda una serie de nuevas dificultades al profesor Rabsolom. Pero así logró llegar Nabónides hasta sus propios días, con entusiasmada minuciosidad; alcanzó a escribir la historia de su historia y la somera clave de sus abreviaturas, pero con tal afán de síntesis, que este relato sería tan extenso como la Epopeya de Gilgamesh, si se le compara con las últimas concisiones de Nabónides.

Hizo redactar también –Rabsolom dice que la redactó él mismo– una historia de sus hipotéticas hazañas militares, él, que abandonó su lujosa espada en el cuerpo del primer guerrero enemigo. En el fondo, tal historia era un pretexto más para esculpir tabletas, estelas y cilindros.

Pero los adversarios persas fraguaban desde lejos la perdición del soñador. Un día llegó a Babilonia el urgente mensaje de Creso, con quien Nabónides había concertado una alianza. El rey historiador mandó grabar en un cilindro el mensaje y el nombre del mensajero, la fecha y las condiciones del pacto. Pero no acudió al llamado de Creso. Pero después, los persas cayeron por sorpresa en la ciudad, dispersando el laborioso ejército de escribas. Los guerreros babilonios, descontentos, combatieron apenas, y el imperio cayó para no alzarse más de sus escombros.

La historia nos ha trasmitido dos oscuras versiones acerca de la muerte de su fiel servidor. Una de ellas lo sacrifica a manos de un usurpador, en los días trágicos de la invasión persa. La otra nos dice que fue hecho prisionero y llevado a una isla lejana. Allí murió de tristeza, repasando en la memoria el repertorio de la grandeza babilonia. Esta última versión es la que se acomoda mejor a la índole apacible de Nabónides.

 

martes, 29 de abril de 2025

La lámpara

José Carlos Canalda

 

Hace tan sólo unos años Paco el Chirla hubiera sido simplemente un vago o un maleante; pero hoy, a tenor de las nuevas corrientes sociales, es un honroso marginado… Cambio éste, dicho sea de paso, que no ha supuesto la menor alteración en su tradicional modo de vida, que continúa siendo exactamente el mismo desde hace más de veinte años. Paco, de hecho, malvive gracias a sus trapicheos y cambalaches oficiando normalmente de trapero, circunstancialmente de descuidero y, cuando la necesidad aprieta, de traficante de drogas en pequeña escala; eso sí, huyendo siempre de la violencia ya que él es, y se siente orgulloso de ello, uno de los pocos que van quedando de la vieja escuela, muy escasos ya frente a una nueva ola que recurre a la menor ocasión a la navaja o a la pistola… Los tiempos cambian, pero Paco no.

Transcurría el mes de agosto. En aquella calurosa época la gran ciudad estaba semidesierta y el Chirla, bastante conservador en todo lo que se refería a sus hábitos, había renunciado a trasladarse temporalmente a la bulliciosa costa mediterránea, prefiriendo sobrevivir, como lo hacía siempre, a costa de los inmensos desechos vomitados por la metrópoli en cuyos arrabales vivía. Lo que para muchos era tan sólo basura para él representaba un auténtico tesoro del cual vivía y en el que había llegado a encontrar, en una ocasión, hasta una gruesa pulsera de oro. En realidad bastaba con hacer caso omiso de los posibles escrúpulos introduciéndose sin miedo ni asco entre los grandes montones de detritus… Y hacía ya mucho que Paco había dejado de preocuparse por la sensibilidad de su tacto o de su olfato.

Aquella mañana, al igual que cualquier otra, Paco abandonó su chabola apenas hubo despuntado el sol estival, a una hora en la que ni las emanaciones ni las ratas hacían demasiado molesto su trabajo. Armado con un viejo saco de arpillera y una larga y resistente barra metálica como únicas herramientas, se dirigió hacia el cercano basurero en busca de su sustento diario. Normalmente en verano solía disminuir el volumen de basura depositada, a causa de las vacaciones, pero en compensación era posible encontrar mejores botines debido a las obras de reforma que muchas fábricas y oficinas acostumbraban a realizar aprovechando el descanso de sus empleados.

Maestro en la labor debido a su ya larga experiencia, el Chirla comenzó a hurgar con su vara en los nuevos montones depositados durante la noche, extrayendo de vez en cuando algún que otro objeto interesante que introducía rápidamente en su mugriento morral. Sin embargo, no era un buen día; tras varias horas de trabajo el calor comenzaba a apretar y el hedor comenzaba a ser insoportable incluso para su embrutecida pituitaria, por lo que pronto tendría que retirarse sin más botín que unos cuantos kilos de chatarra, algo de aluminio (principalmente latas de bebida) y un desportillado tostador con el cable cortado. Por si fuera poco un afilado trozo de vidrio le había producido un respetable corte en la mano izquierda y, si bien a Paco no le preocupaba lo más mínimo la posibilidad de una infección, lo cierto era que le dolía bastante.

Iba el Chirla por la vigésima cuarta maldición en el último cuarto de hora cuando su instrumento de trabajo chocó con algo que emitió un sonido metálico. El oído del trapero era finísimo y el ruido no le pasó desapercibido, por lo que rápidamente apartó los montones de basura que cubrían el objeto, descubriendo instantes después una sucia y abollada lámpara de aceite.

Evidentemente se trataba de un objeto de adorno; nadie se alumbraba ya con tales antiguallas, y hasta el Chirla utilizaba modernas velas para vencer la oscuridad de su mísera vivienda. Enjugándose el abundante sudor que le perlaba el rostro con el dorso de la mano buena, Paco estudió con ojos profesionales su deslucido trofeo. Quizá Nemesio, el quincallero, le diera por ella una buena cantidad, y si no siempre podría venderla como chatarra; últimamente el latón se estaba pagando bastante bien.

Porque era latón. Esta vez no le engañaría el ladrón de Nemesio, y si no iría a ver al Tío Tripa; todo antes que malvender su pequeño tesoro. Hacía mucho tiempo que no cogía una buena borrachera, y ya iba siendo hora de que lo hiciera. Pero estaba tan sucia la dichosa lámpara… Rezongando para su interior, el Chirla se sacó un faldón de la sucia camisa e intentó limpiar es un decir la desportillada lámpara.

Paco el Chirla no era un hombre miedoso y eso lo sabía todo el vecindario; pero una cosa era eludir a la policía o enfrentarse a los niñatos de la banda del Caracortao y otra muy distinta encontrarse con una lámpara que no hacía más que echar humo y más humo…

La soltó como si de una víbora venenosa se tratara; pero aunque su mente ordenaba desesperadamente la huida, sus piernas se negaban en redondo a obedecer… Y mientras tanto, la condenada lámpara no dejaba de soltar humo.

Segundos después los atónitos ojos del paralizado Chirla veían cómo la nube se condensaba adoptando una forma vagamente humana, que poco a poco adquiría solidez convirtiéndose en la fornida figura de un gigante de rasgos orientales y más de tres metros de altura, con una envergadura a tono con su talla. A pesar de todo lo que le echara en cara Rosa la Pasmá cada vez que se acercaba a ella (aunque en el fondo estaba convencido de que la única razón para su rechazo era que él no tenía ni un duro), el Chirla se consideraba una persona inteligente… Cada vez que podía iba a la terraza de verano del barrio, y recordaba que hacía un par de años había visto allí El ladrón de Bagdad; por ello, se sintió plenamente orgulloso cuando, a pesar de su irresistible miedo, se dirigió al genio (porque era un genio, de eso no cabía la menor duda) sin esperar a que éste rompiera su silencio.

–¡Tú eres un genio! –exclamó atropelladamente; y tras recobrar el aliento, continuó–. ¡Y me tienes que conceder tres deseos!

–Bueno, por lo menos éste ha ido al grano –suspiró el gigantón con alivio–. Estás en lo cierto, amo y señor. ¿Cuál es el primero de ellos?

Repentinamente sorprendido por su éxito, el Chirla se quedó sin saber qué decir… Pero él había sido siempre un hombre de reacciones rápidas, por lo que apenas unos segundos después respondió sin titubear.

–Quiero comer… Y beber. La mejor comida que nunca se haya hecho, y en tanta cantidad que pueda estar comiendo hasta reventar. ¡Y rápido! –apremió.

–Tus deseos son órdenes, mi amo –fue la escueta respuesta.

Sin saber cómo pudo haber ocurrido, el Chirla se encontró súbitamente en el interior de su destartalada vivienda. El genio había desaparecido sin dejar rastro, pero esto no le importaba ahora lo más mínimo porque prácticamente todo el espacio útil de la chabola se encontraba ocupado por una enorme mesa repleta de los más exquisitos manjares… O al menos eso le parecía, dado que muchos de ellos le resultaban completamente desconocidos.

Huelga decir que el afortunado trapero se lanzó sobre la apetitosa comida y el no menos atractivo vino como si su estómago llevara al menos una semana en huelga de hambre; lo cual, en el fondo, no se encontraba demasiado alejado de la realidad. Y, aunque tuvo ciertas dificultades con alimentos tales como los percebes o el caviar, acabó venciéndolas merced a su demostrada habilidad en la práctica del método del ensayo y error. Jamás en su vida había comido tanto y tan bueno y, cuanto más comía, más y más exquisitas viandas aparecían misteriosamente sobre la atiborrada mesa, circunstancia ésta que no le preocupaba lo más mínimo.

Pero la resistencia humana siempre tiene un límite, y el tragaldabas del Chirla no tardó demasiado en alcanzarlo. Ahíto por completo de comida y bebida, e ignorante del viejo truco consistente en provocar los vómitos para poder así continuar con el ágape, el bueno de Paco acabó derrumbándose víctima de un sopor irrefrenable.

Cuando despertó, ignorante por completo del tiempo transcurrido, comenzaba a anochecer y la suave luz rojiza del ocaso se introducía por las rendijas de la chabola iluminando débilmente su interior, ahora vacío de nuevo. Tras vacilar unos instantes tratando inútilmente recordar su pasado más inmediato, Paco el Chirla intentó incorporarse de su duro jergón, sintiendo como si la totalidad de la flota de los camiones de la basura, que eran los vehículos de mayor tamaño que él conocía, le hubiera pasado por encima repetidas veces, tal era el estado en el que se encontraba su dolorido cuerpo. Evidentemente la falta de costumbre había hecho que el atracón no le sentara demasiado bien.

Girando penosamente la cabeza en un intento de luchar contra el lacerante dolor que martilleaba en el interior de su cráneo, pudo atisbar al fin la vieja y ahora valiosa lámpara, arrumbada en un rincón de la chabola. Durante un instante le invadió la tentación de pedir al genio que suprimiera todas las molestias que laceraban su cuerpo; pero esto consumiría uno de los dos deseos restantes, y él tenía otros planes más ambiciosos. Por esta razón, y aplicando el conocido refrán que afirma que un clavo saca a otro clavo, se levantó lentamente tratando de dirigirse hacia el lugar en el que se encontraba su preciado tesoro.

Sin embargo, su debilidad era francamente preocupante, tal como pudo comprobar al tenerse que apoyar en la pared para no caer de bruces al suelo; de hecho, tan sólo recordaba haberse encontrado así en ocasión de la paliza que le propinaron aquellos gitanos del clan del Jetasucia; era una extraña borrachera, sin duda, pero teniendo en cuenta la diferencia abismal que existía entre la porquería aguada de la taberna del Tío Pellejos y los exquisitos vinos que había bebido hasta hartarse…

Encogiéndose estoicamente de hombros, el debilitado Chirla se arrastró como buenamente pudo hasta que logró alcanzar la lámpara. Evidentemente, en esta ocasión no se asustó lo más mínimo ante la espectacular aparición del genio.

–¿Te complació la comida, mi amo? –preguntó afectuosamente éste a guisa de saludo.

–¡Oh, no estaba mal! –respondió torpemente tratando de adoptar un aire de indiferencia que no era en modo alguno capaz de sentir–. Pero ahora quiero que me concedas el segundo deseo.

–Eres persona de decisiones rápidas –concedió el sobrenatural ser–. Dime qué deseas.

–Quiero una mujer. Y que sea muy guapa.

–Me temo, mi amo, que…

–¿Intentas acaso desobedecerme? –explotó el trapero, celoso de que se pusiera en duda su potestad.

–¡Oh, mi amo, nada más lejos de mi intención! –respondió conciliador el genio–. Pero quiero hacerte presente que mi poder no es ilimitado.

–¿Acaso no puedes crear una mujer para mí?

–No lo que se entiende por una mujer; ninguna dificultad tendría en crear un cuerpo, pero me resultaría imposible alumbrar un alma.

–¿Y cómo sería el cuerpo? –preguntó ansiosamente el Chirla abriendo unos ojos como platos; obviamente, éste era el único factor que le interesaba.

–Tendría todos los atributos femeninos y estaría viva, por supuesto, pero carecería de mente por completo; no pensaría, y tampoco hablaría. Sería tan sólo un vegetal con forma humana.

–¿Y quién te ha pedido que hable, pedazo de animal? –explotó el trapero–. No la quiero para discutir de fútbol ni de política, y con que sepa hacer lo que tiene que hacer será más que suficiente.

–Creo que ya te comprendo, mi amo, y en eso sí puedo complacerte. ¿Cómo la deseas?

–Pues… –titubeó; tantas facilidades eran mucho más de lo que hubiera esperado el sufrido Chirla–. Rubia, con los ojos azules, y además que tenga…

La chica que apareció en la chabola reunía absolutamente todos los requisitos solicitados por Paco el Chirla… Y unos cuantos adicionales más. ¡Y qué requisitos! Paco solía ir siempre que podía, que no era tan a menudo como él quisiera, a casa de la Chata, y se consideraba ingenuamente un experto en mujeres; pero Mimí (la había llamado así en recuerdo de una chica que vio en una película) rompía absolutamente todos los moldes. ¡Qué chica!

Durante toda esa larga noche el feliz trapero se sintió como si estuviera en el mismo paraíso. Retozando con su Mimí en la mullida cama que había aparecido a la par de ella, Paco descubrió que, aunque la chica no hablaba, ni puñetera falta que hacía, era tremendamente experta en otros menesteres infinitamente más interesantes conforme sus propios criterios.

A la mañana siguiente el Chirla despertó de nuevo en su nada confortable jergón. Estaba solo, ya que tanto la chica como la cama se habían esfumado tan silenciosamente como antes habían aparecido; pero el recuerdo de la noche pasada continuaba fresco en su memoria sin que tuviera que hacer ningún esfuerzo para recrearse en tan placentera experiencia. Además, se encontraba mejor que nunca al haber desaparecido todos sus dolores.

Sin embargo, las cosas comenzaron a no ir tan bien desde el momento en el que Paco intentó levantarse; no se trataba en esta ocasión de una sensación de debilidad similar a la que tuviera a raíz de su primer deseo, sino de la imposibilidad total y absoluta de mover un solo músculo de su desfallecido cuerpo. Y esto, como era natural, le alarmó. Levantando la cabeza con un enorme esfuerzo, observó que la providencial lámpara se encontraba a su lado, hecho éste que tuvo la virtud de tranquilizarlo. Aún le quedaba un deseo, y aunque su intención hubiera sido la de pedirle al genio un buen montón de dinero, ahora se veía abocado a solicitar algo mucho más pragmático y necesario.

Le llevó varios minutos poder alcanzar la lámpara, pero cuando finalmente apareció el genio se sintió aliviado al pensar que su extraña inmovilidad iba a desaparecer definitivamente. Lástima de deseo desperdiciado… Pero la salud era lo primero.

–Cúrame –exigió al genio una vez éste se hubo materializado.

–Imposible, amo.

–¿Cómo que imposible? –de haber podido incorporarse a buen seguro que Paco hubiera intentado estrangular a su interlocutor–. ¿Te niegas a obedecerme?

–No, mi amo; simplemente, no puedo hacerlo.

–¿Por qué? –gimió con desconsuelo.

–Ya te dije que no soy omnipotente. Todos mis poderes están limitados por las leyes físicas.

–¿Qué leyes físicas? –evidentemente estas palabras no decían mucho al iletrado trapero.

–La ley de conservación de la energía, fundamentalmente –explicó el genio– Yo no puedo crear cosas de la nada, y para materializar los deseos que tú me pediste tuve que tomar energía de alguna parte.

–Y la tomaste de mí, maldito. –Paco no entendía gran cosa de energías y absolutamente nada de física, pero intuía que debía existir alguna relación entre la lámpara y su actual debilidad.

–¿De dónde la iba a tomar si no? –preguntó a su vez, con un tono de sorpresa en su voz, el gigantesco ser.

–¡De cualquier otro lado, maldita sea! –sollozó el Chirla–. De cualquier sitio menos de mí.

–No tenía posibilidad de hacerlo de otra manera, mi amo –se disculpó el genio–. No me está permitido establecer flujos abiertos de energía, ya que ello podría provocar graves alteraciones en las leyes de la entropía.

–¡Maldita sea toda esa jerga! –Era evidente que el infeliz trapero no había entendido una sola palabra de la explicación. –Entonces, ¿cómo podría haberme beneficiado con los deseos sin salir perjudicado por ellos?

–Era muy sencillo, mi amo –respondió calmosamente el genio–. Bastaba con que me hubieras pedido algo que, consumiendo muy poca energía, pudiera rendir grandes beneficios… Muchos me han solicitado el resultado de la quiniela de la semana siguiente o el gordo de la lotería de navidad; otros más refinados quisieron que les indicara cuáles eran las mejores acciones para invertir en bolsa; y hace varios siglos solía ser bastante habitual que yo informara a mis amos sobre la localización de tesoros ocultos o, incluso de minas de oro o piedras preciosas.

–¿Y por qué no me lo dijiste antes? –le espetó con amargura el Chirla–. ¿Por qué no lo hiciste?

–Porque no me lo preguntaste –fue la escueta respuesta.

–¡Vete al infierno! –exclamó el Chirla con sus últimas fuerzas, sin caer en la cuenta de que aún le quedaba un deseo.

–Esto es precisamente lo que he estado deseando durante varios milenios –respondió el genio con evidente satisfacción–. Gracias, mi amo, por permitirme acabar con mi destierro.

Y dicho esto desapareció sin dejar rastro, llevándose con él la lámpara que durante tanto tiempo le sirviera de obligada residencia.

Dos días más tarde Francisco García Pérez, más conocido en su barrio como Paco el Chirla, ingresaba en el hospital víctima de una desnutrición extrema; al menos durante varios meses pudo comer caliente todos los días. Todavía hoy, totalmente recuperado de su amarga experiencia, suele lamentarse con frecuencia de su mala suerte… Pero lo que nunca ha comentado a nadie, ni siquiera al Chuchurrío que es su mejor amigo, es lo que le aconteció con la maldita lámpara; y es que le han dicho que en los sanatorios psiquiátricos no se vive nada, pero que nada bien.

 

Me alquilo para soñar

Gabriel García Márquez

 

A las nueve de la mañana, mientras desayunábamos en la terraza del Habana Riviera, un tremendo golpe de mar a pleno sol levantó en vilo varios automóviles que pasaban por la avenida del malecón, o que estaban estacionados en la acera, y uno quedó incrustado en un flanco del hotel. Fue como una explosión de dinamita que sembró el pánico en los veinte pisos del edificio y convirtió en polvo el vitral del vestíbulo. Los numerosos turistas que se encontraban en la sala de espera fueron lanzados por los aires junto con los muebles, y algunos quedaron heridos por la granizada de vidrio. Tuvo que ser un maretazo colosal, pues entre la muralla del malecón y el hotel hay una amplia avenida de ida y vuelta, así que la ola saltó por encima de ella y todavía le quedó bastante fuerza para desmigajar el vitral.

Los alegres voluntarios cubanos, con la ayuda de los bomberos, recogieron los destrozos en menos de seis horas, clausuraron la puerta del mar y habilitaron otra, y todo volvió a estar en orden. Por la mañana no se había ocupado nadie del automóvil incrustado en el muro, pues se pensaba que era uno de los estacionados en la acera. Pero cuando la grúa lo sacó de la tronera descubrieron el cadáver de una mujer amarrada en el asiento del conductor con el cinturón de seguridad. El golpe fue tan brutal que no le quedó un hueso entero. Tenía el rostro desbaratado, los botines descosidos y la ropa en piltrafas, y un anillo de oro en forma de serpiente con ojos de esmeraldas. La policía estableció que era el ama de llaves de los nuevos embajadores de Portugal. En efecto, había llegado con ellos a La Habana quince días antes, y había salido esa mañana para el mercado manejando un automóvil nuevo. Su nombre no me dijo nada cuando leí la noticia en los periódicos, pero en cambio quedé intrigado por el anillo en forma de serpiente y ojos de esmeraldas. No pude averiguar, sin embargo, en qué dedo lo usaba.

Era un dato decisivo, porque temí que fuera una mujer inolvidable cuyo nombre verdadero no supe jamás, que usaba un anillo igual en el índice derecho, lo cual era más insólito aún en aquel tiempo. La había conocido treinta y cuatro años antes en Viena, comiendo salchichas con papas hervidas y bebiendo cerveza de barril en una taberna de estudiantes latinos. Yo había llegado de Roma esa mañana, y aún recuerdo mi impresión inmediata por su espléndida pechuga de soprano, sus lánguidas colas de zorros en el cuello del abrigo y aquel anillo egipcio en forma de serpiente. Me pareció que era la única austriaca en el largo mesón de madera, por el castellano primario que hablaba sin respirar con un acento de quincallería. Pero no, había nacido en Colombia y se había ido a Austria entre las dos guerras, casi niña, a estudiar música y canto. En aquel momento andaba por los treinta años mal llevados, pues nunca debió ser bella y había empezado a envejecer antes de tiempo. Pero en cambio era un ser humano encantador. Y también uno de los más temibles.

Viena era todavía una antigua ciudad imperial, cuya posición geográfica entre los dos mundos irreconciliables que dejó la Segunda Guerra había acabado de convertirla en un paraíso del mercado negro y el espionaje mundial. No hubiera podido imaginarme un ámbito más adecuado para aquella compatriota fugitiva que seguía comiendo en la taberna estudiantil de la esquina sólo por fidelidad a su origen, pues tenía recursos de sobra para comprarla de contado con todos sus comensales dentro. Nunca dijo su verdadero nombre, pues siempre la conocimos con el trabalenguas germánico que le inventaron los estudiantes latinos de Viena: Frau Frida. Apenas me la habían presentado cuando incurrí en la impertinencia feliz de preguntarle cómo había hecho para implantarse de tal modo en aquel mundo tan distante y distinto de sus riscos de vientos del Quindío, y ella me contestó con un golpe:

–Me alquilo para soñar.

En realidad, era su único oficio. Había sido la tercera de los once hijos de un próspero tendero del antiguo Caldas, y desde que aprendió a hablar instauró en la casa la buena costumbre de contar los sueños en ayunas, que es la hora en que se conservan más puras sus virtudes premonitorias. A los siete años soñó que uno de sus hermanos era arrastrado por un torrente. La madre, por pura superstición religiosa, le prohibió al niño lo que más le gustaba, que era bañarse en la quebrada. Pero Frau Frida tenía ya un sistema propio de vaticinios.

–Lo que ese sueño significa –dijo– no es que se vaya a ahogar, sino que no debe comer dulces.

La sola interpretación parecía una infamia, cuando era para un niño de cinco años que no podía vivir sin sus golosinas dominicales. La madre, ya convencida de las virtudes adivinatorias de la hija, hizo respetar la advertencia con mano dura. Pero al primer descuido suyo el niño se atragantó con una canica de caramelo que se estaba comiendo a escondidas, y no fue posible salvarlo.

Frau Frida no había pensado que aquella facultad pudiera ser un oficio, hasta que la vida la agarró por el cuello en los crueles inviernos de Viena. Entonces tocó para pedir empleo en la primera casa que le gustó para vivir, y cuando le preguntaron qué sabía hacer, ella sólo dijo la verdad: “Sueño”. Le bastó con una breve explicación a la dueña de casa para ser aceptada, con un sueldo apenas suficiente para los gastos menudos, pero con un buen cuarto y las tres comidas. Sobre todo el desayuno, que era el momento en que la familia se sentaba a conocer el destino inmediato de cada uno de sus miembros: el padre, que era un rentista refinado; la madre, una mujer alegre y apasionada de la música de cámara romántica, y dos niños de once y nueve años. Todos eran religiosos, y por lo mismo propensos a las supersticiones arcaicas, y recibieron encantados a Frau Frida con el único compromiso de descifrar el destino diario de la familia a través de los sueños.

Lo hizo bien y por mucho tiempo, sobre todo en los años de la guerra, cuando la realidad fue más siniestra que las pesadillas. Sólo ella podía decidir a la hora del desayuno lo que cada quien debía hacer aquel día, y cómo debía hacerlo, hasta que sus pronósticos terminaron por ser la única autoridad en la casa. Su dominio sobre la familia fue absoluto: aun el suspiro más tenue era por orden suya. Por los días en que estuve en Viena acababa de morir el dueño de casa, y había tenido la elegancia de legarle a ella una parte de sus rentas, con la única condición de que siguiera soñando para la familia hasta el fin de sus sueños.

Estuve en Viena más de un mes, compartiendo las estrecheces de los estudiantes, mientras esperaba un dinero que nunca llegó. Las visitas imprevistas y generosas de Frau Frida en la taberna eran entonces como fiestas en nuestro régimen de penurias. Una de esas noches, en la euforia de la cerveza, me habló al oído con una convicción que no permitía ninguna pérdida de tiempo.

–He venido sólo para decirte que anoche tuve un sueño contigo –me dijo–. Debes irte enseguida y no volver a Viena en los próximos cinco años.

Su convicción era tan real, que esa misma noche me embarcó en el último tren para Roma. Yo, por mi parte, quedé tan sugestionado, que desde entonces me he considerado sobreviviente de un desastre que nunca conocí. Todavía no he vuelto a Viena.

Antes del desastre de La Habana había visto a Frau Frida en Barcelona, de una manera tan inesperada y casual que me pareció misteriosa. Fue el día en que Pablo Neruda pisó tierra española por primera vez desde la Guerra Civil, en la escala de un lento viaje por mar hacia Valparaíso. Pasó con nosotros una mañana de caza mayor en las librerías de viejo, y en Porter compró un libro antiguo, descuadernado y marchito, por el cual pagó lo que hubiera sido su sueldo de dos meses en el consulado de Rangún. Se movía por entre la gente como un elefante inválido, con un interés infantil en el mecanismo interno de cada cosa, pues el mundo le parecía un inmenso juguete de cuerda con el cual se inventaba la vida.

No he conocido a nadie más parecido a la idea que uno tiene de un Papa renacentista: glotón y refinado. Aun, contra su voluntad, siempre era él quien presidía la mesa. Matilde, su esposa, le ponía un babero que parecía más de peluquería que de comedor, pero era la única manera de impedir que se bañara en salsas. Aquel día en Carvalleiras fue ejemplar. Se comió tres langostas enteras descuartizándolas con una maestría de cirujano, y al mismo tiempo devoraba con la vista los platos de todos, e iba picando un poco de cada uno, con un deleite que contagiaba las ganas de comer: las almejas de Galicia, los percebes del Cantábrico, las cigalas de Alicante, las espardenyas de la Costa Brava. Mientras tanto, como los franceses, sólo hablaba de otras exquisiteces de cocina, y en especial de los mariscos prehistóricos de Chile que llevaba en el corazón. De pronto dejó de comer, afinó sus antenas de bogavante, Y me dijo en voz muy baja:

–Hay alguien detrás de mí que no deja de mirarme.

Miré por encima de su hombro, y así era. A sus espaldas, tres mesas más allá, una mujer impávida con un anticuado sombrero de fieltro y una bufanda morada masticaba despacio con los ojos fijos en él. La reconocí en el acto. Estaba envejecida y gorda, pero era ella, con el anillo de serpiente en el índice.

Viajaba desde Nápoles en el mismo barco que los Neruda, pero no se habían visto a bordo. La invitamos a tomar el café en nuestra mesa, y la induje a hablar de sus sueños para sorprender al poeta. Él no le hizo caso, pues planteó desde el principio que no creía en adivinaciones de sueños.

–Sólo la poesía es clarividente –dijo.

Después del almuerzo, en el inevitable paseo por las Ramblas, me retrasé a propósito con Frau Frida para refrescar nuestros recuerdos sin oídos ajenos. Me contó que había vendido sus propiedades de Austria y vivía retirada en Porto, Portugal, en una casa que describió como un castillo falso sobre una colina desde donde se veía todo el océano hasta las Américas. Aunque no lo dijera, en su conversación quedaba claro que de sueño en sueño había terminado por apoderarse de la fortuna de sus inefables patrones de Viena. No me impresionó, sin embargo, porque siempre había pensado que sus sueños no eran más que una artimaña para vivir. Y se lo dije.

Ella soltó su carcajada irresistible. “Sigues tan atrevido como siempre”, me dijo. Y no dijo más, porque el resto del grupo se había detenido a esperar que Neruda acabara de hablar en jerga chilena con los loros de la Rambla de los Pájaros. Cuando reanudamos la charla, Frau Frida había cambiado de tema.

–A propósito –me dijo–: Ya puedes volver a Viena.

Sólo entonces caí en la cuenta de que habían transcurrido trece años desde que nos conocimos.

–Aun si tus sueños son falsos, jamás volveré –le dije–. Por si acaso.

A las tres nos separamos de ella para acompañar a Neruda a su siesta sagrada. La hizo en nuestra casa, después de unos preparativos solemnes que de algún modo recordaban la ceremonia del té en el Japón. Había que abrir unas ventanas y cerrar otras para que hubiera el grado de calor exacto y una cierta clase de luz en cierta dirección, y un silencio absoluto. Neruda se durmió al instante, y despertó diez minutos después, como los niños, cuando menos pensábamos. Apareció en la sala restaurado y con el monograma de la almohada impreso en la mejilla.

–Soñé con esa mujer que sueña –dijo. Matilde quiso que le contara el sueño.

–Soñé que ella estaba soñando conmigo –dijo él.

–Eso es de Borges –le dije. Él me miró desencantado. –¿Ya está escrito?

–Si no está escrito se va a escribir alguna vez –le dije–. Será uno de sus laberintos.

Tan pronto como subió a bordo, a las seis de la tarde, Neruda se despidió de nosotros, se sentó en una mesa apartada, y empezó a escribir versos fluidos con la pluma de tinta verde con que dibujaba flores y peces y pájaros en las dedicatorias de sus libros. A la primera advertencia del buque buscamos a Frau Frida, y al fin la encontramos en la cubierta de turistas cuando ya nos íbamos sin despedirnos. También ella acababa de despertar de la siesta.

–Soñé con el poeta –nos dijo.

Asombrado, le pedí que me contara el sueño.

–Soñé que él estaba soñando conmigo –dijo, y mi cara de asombro la confundió– ¿Qué quieres? A veces, entre tantos sueños, se nos cuela uno que no tiene nada que ver con la vida real.

No volví a verla ni a preguntarme por ella hasta que supe del anillo en forma de culebra de la mujer que murió en el naufragio del Hotel Riviera. Así que no resistí la tentación de hacerle preguntas al embajador portugués cuando coincidimos, meses después, en una recepción diplomática. El embajador me habló de ella con un gran entusiasmo y una enorme admiración. “No se imagina lo extraordinaria que era”, me dijo. “Usted no habría resistido la tentación de escribir un cuento sobre ella”. Y prosiguió en el mismo tono, con detalles sorprendentes, pero sin una pista que me permitiera una conclusión final.

–En concreto –le precisé por fin–: ¿qué hacía?

–Nada –me dijo él, con un cierto desencanto–. Soñaba.