Juan José Saer
En una ciudad del Middle West, en América del Norte
(Estados Unidos), la policía descubrió, un lunes a la mañana, los cadáveres de un
matrimonio joven en una casa burguesa del barrio residencial. Los miembros de la
Brigada de Homicidios, con la ayuda de los “supergenios del laboratorio”, como solían
llamarlos en su jerga intralaboral, no tardaron en reconstituir los hechos: la esposa
había ido a pasar el fin de semana a la casa de sus padres, a unos cien kilómetros
al norte de la ciudad, y al volver el domingo a la noche, sin darle ni siquiera
tiempo de descargar el auto, el marido le infligió diecinueve puñaladas con un cuchillo
de cocina, y después subió a ahorcarse en el desván. Pero si los indicios eran elocuentes
el motivo, en cambio, parecía inexplicable.
Amigos, parientes, compañeros de
trabajo y vecinos, horrorizados por la tragedia, coincidían con energía en un único
punto: casados desde hacía siete años, los esposos se llevaban muy bien, y mucho
más aún, seguían tan enamorados como el día en que se habían conocido. Representaban
para todos la pareja modelo. Habían franqueado no hacía mucho la treintena y eran
hermosos, inteligentes y, desde un punto de vista profesional, estaban en pleno
ascenso: ella dirigía una agencia bancaria relativamente importante, y él era ejecutivo
en una empresa de computadoras. Si no habían tenido hijos hasta ese momento, era
porque habían querido obtener primero cierta independencia económica y profesional
pero, justamente (dos o tres amigas íntimas de la mujer lo sabían), desde hacía
un par de meses habían decidido por fin tenerlos, y la esposa había abandonado los
anticonceptivos. Les gustaban los viajes, el deporte, los productos de marca, la
buena mesa. Eran rubios, sanos, esbeltos, amantes de la música, clásica y popular.
Esa imagen paradigmática de felicidad inculcó a los que los conocían y los apreciaban
la tesis del doble asesinato, pero las conclusiones de “los supergenios del laboratorio”
fueron inapelables: con un cuchillo de cocina, el marido había como se dice cosido
a puñaladas a su mujer, y después había subido al desván poco menos que corriendo
para colgarse de un travesaño. Pero aunque los hechos eran claros seguían faltando,
como mascullaba el inspector Queen, que estaba a cargo de la pesquisa, “las putas
razones”.
Cuando el médico forense y los diferentes
expertos en indicios materiales redactaron sus conclusiones, el inspector consultó
a tres psiquiatras que después de estudiar el caso en detalle, sacaron por separado
la misma conclusión, expresada en términos tan idénticos que Queen llegó a preguntarse
si los psiquiatras, de los que cada uno ignoraba que los otros dos habían sido consultados,
no se habían puesto de acuerdo a sus espaldas. Pero no había ocurrido nada de eso:
los tres dictaminaron un caso de demencia repentina, motivada según ellos por el
hecho de que, al encontrarse solo durante un fin de semana, el marido, habituado
al apoyo emocional de su mujer, había perdido de golpe el sentido de la realidad,
y con él las referencias identificatorias, sociales, afectivas, morales, etcétera.
Ese fenómeno psíquico era según los psiquiatras más frecuente de lo que la gente
se imaginaba. El hombre no había matado a su mujer ni se había ahorcado a sí mismo,
simplemente porque las nociones de “matar”, “mujer”, “sí mismo”, habían sido barridas
de sus representaciones, dejando al desaparecer del lugar que ocupaban una especie
de agujero blanco y árido, igual que un pozo de cal viva. Una coincidencia tan asombrosa
en los tres informes convenció de inmediato al inspector de que “las putas razones”
eran justamente que no las había, de modo que un mes más tarde el caso estaba archivado.
Ahora que policías, psiquiatras y
hasta amigos y parientes se han olvidado de lo ocurrido, se podría tal vez tratar
de explicar cómo ocurrieron los hechos. En realidad, varias coincidencias asombrosas
originaron el drama. Cuando la esposa se fue, el viernes a la noche, el marido se
quedó tranquilamente en su casa, esperando que su mujer lo llamara para asegurarlo
de que había llegado sin problemas a lo de sus padres, porque los viernes a la noche
hay demasiados autos en la ruta, y los accidentes son por desgracia demasiado frecuentes.
El marido se sirvió un bourbon (tomaba con moderación) y se instaló frente al televisor
a mirar la retransmisión de un partido de béisbol. Cuando la mujer lo llamó, se
fue a la cama y, recogiendo de sobre la mesa de luz un libro voluminoso que arrastraba
desde hacía meses y que eran las memorias de un ex presidente, de las que no sabía
bien si le interesaban o lo aburrían, leyó un rato hasta que se durmió. Tuvo un
sueño confuso y atravesado de sobresaltos sensuales, del que se olvidó por completo
al despertarse a la mañana siguiente. Antes del desayuno corrió una hora y trabajó
un poco, tomando algunas notas para la reunión de los lunes por la mañana con los
otros ejecutivos de la empresa. A la hora del almuerzo llamó a la casa de los suegros
para hablar con su mujer, de modo que los suegros confirmaron a la policía que hasta
ese momento todo parecía normal. Para la policía el misterio empezaba a partir del
sábado a la tarde, y fue imposible reconstituir las actividades del marido desde
el mediodía del sábado hasta el momento del crimen, el domingo por la noche.
Aunque parezca increíble, las cosas
sucedieron de la siguiente manera: como consecuencia del sueño olvidado, el marido,
al atardecer, empezó a sentir una ligera excitación sexual. A la noche fue a comer
solo a un restaurant francés del centro que acababan de inaugurar, y al que iba
por primera vez, donde no lo conocían, y como fue sin reservar y pagó en efectivo,
y no se encontró con ningún conocido, no dejó ninguna huella de su paso. A la salida,
como la excitación aumentaba, decidió, con una sonrisita interior condescendiente
para consigo mismo, ir a los barrios turbios en busca de algún estímulo suplementario.
Iba sin proyecto definido, porque las relaciones con su mujer lo satisfacían plenamente,
o por lo menos así lo creía, de modo que había no poca ironía y gratuidad en su
comportamiento, que justificaba diciéndose que estaba yendo de un modo vago a la
pesca de otra cosa, sin saber con exactitud qué. Indiferente a las prostitutas
que lo llamaban, aterrizó por fin en un sex shop y, después de pasear un
rato entre las estanterías y los mostradores abarrotados de objetos, de casettes,
de libros y de revistas, sacó al azar un viejo video que estaba en una canasta de
saldos y se lo llevó a su casa para verlo con tranquilidad desde la cama. Tenía
también la intención, para que se divirtieran un poco, de mostrárselo a su mujer
la noche siguiente, cuando ella volviese de lo de sus padres. De modo que cuando
llegó a su casa se lavó los dientes, tomó un gran vaso de agua fresca y se metió
en la cama a mirar el casette.
Ahí fue donde se pusieron de manifiesto
todas esas coincidencias asombrosas. Unos meses antes de conocerlo, su mujer había
pasado una temporada en Los Angeles, buscando trabajo para terminar de pagar sus
estudios, sin mucho resultado. Cuando las cosas se volvieron demasiado difíciles,
una amiga la convenció de trabajar como call-girl, con clientes de mucho
dinero que buscaban acompañantes hermosas, jóvenes, y con lo que ellos consideraban
que era cierta cultura, para fines de semana en hoteles de lujo en Las Vegas, en
Nueva York, e incluso en Méjico City. Uno de sus clientes, que era productor de
películas pornográficas, le propuso actuar en una, asegurándole que sus películas
eran para distribución exclusiva en Extremo Oriente, y prometiéndole que jamás sería
exhibida en Estados Unidos. Como le proponían una suma importante, la muchacha aceptó
y el productor cumplió su promesa, pero, unos años más tarde, un negociante tailandés,
que compraba por kilo los saldos de los negocios en quiebra, exportó una partida
a los Estados Unidos. Entre los seis mil casettes que mandó, había un solo ejemplar,
que alguien había puesto en un cajón equivocado, del film en el que intervenía la
muchacha, y ese ejemplar fue el que, pescándolo a ciegas del canasto, compró el
marido la noche del sábado. Hay que aclarar que, después de actuar en ese único
film, la mujer se retiró de su oficio de call-girl, y, al mismo tiempo que
terminaba sus estudios comerciales, consiguió empleo en un banco.
Echado en la cama, con su vaso de
agua fresca en una mano, el comando a distancia en la otra y una sonrisa irónica
en los labios, alrededor de medianoche, el hombre empezó a mirar el film. A los
pocos minutos ya había encontrado, como había estado diciéndoselo irónicamente a
sí mismo unas horas antes, “otra cosa”. Durante toda la noche pasó y repasó el casette,
viendo a su mujer en compañía de otras mujeres, de un hombre, de varios hombres.
Todavía despierto al alba miró infinidad de veces las mismas imágenes hasta que,
exhausto de incredulidad, de sufrimiento y de asco, terminó por dormir un par de
horas. A eso de las diez de la mañana tiró el casette al tarro de la basura y, empujado
por la costumbre, cumplió con media hora de gimnasia enérgica y abstraída. Se dio
una ducha y fue a almorzar a un Mac Donald’s un big mac, una porción de papas fritas
y dos coca colas. A la tarde se entretuvo mirando por el cable la difusión diferida
de la semifinal de Wimbledon. A las seis y media afiló el cuchillo grande de la
cocina y preparó el nudo corredizo con el que pensaba ahorcarse. A las nueve y diez,
cuando oyó que su mujer estacionaba el coche en la entrada del garage, sabiendo
que como de costumbre entraría por el patio trasero, fue a esperarla a la cocina
y cuando ella estuvo dentro, en silencio, sin darle ni pedirle explicaciones, la
mató a puñaladas. Después subió las escaleras casi corriendo y se colgó, no sin
trabajo, de un travesaño en el desván. Esa misma noche los basureros se llevaron
el casette que, debemos repetirlo, era el único ejemplar que había vuelto a los
Estados Unidos y, sin siquiera sospechar su existencia, lo hicieron desaparecer
para siempre de la faz de la tierra.
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