José Luis Coll
La
señora Alejandra era una humilde viuda que vivía en el tercer piso de nuestra casa,
con sus dos hijas y sus tres hijos. En el segundo, un cura de paisano con una sobrina
postiza, y en el primero, nosotros. La señora Alejandra era alta, enjuta, dientes
ausentes y endurecidas manos, con esa dureza que sólo consigue el lavado de ropa
a la intemperie, sobre una losa y junto al río, sin discriminación de temperaturas
o distancias. Y la noche del mes de julio en que España rompió el núcleo de su átomo,
fue precisamente la señora Alejandra quien nos cogió a mi hermano y a mí, bajo sus
sobacos, cuando jugábamos con una pelota de papel, y nos subió a casa gritando:
–¡La guerra! ¡Ha estallado la guerra!
–¿Pero qué dice usted, Alejandra?
–Han caído dos bombas cerca de la estación.
¡Es la guerra, doña Trini!
En efecto: era el primer día de aquellos tres
años. Más de mil días grabados en el libro de nuestra historia, cicatrizados e impertérritos
ante la más perfecta goma de borrar. Era el principio de algo que, quizá, no tenga
final. Aún recuerdo las palabras que años más tarde le oyera a mi profesor de Historia,
don Luis Brull. “Las guerras destrozan a un país para dos o más generaciones”. Se
refería a las guerras civiles, que son las más inciviles de todas las guerras. Ya
no hay amigos, sino sospechosos. Los parientes se disocian en ricos y pobres; en
creyentes o ateos; en leales o traidores. Gentes que poco antes te ofrecen generosamente
su aprecio y cariño, te dan poco después el beso de Judas. Las tormentas son más
oscuras y lo que llueve no es agua, sino miedo. Y el miedo es como una lluvia de
alfileres, terriblemente densa. La guerra genera miedo y el miedo la locura. Y esa
locura colectiva es peor que la peor peste. El miedo es un bulto que avanza en la
noche de puntillas, aún más negro que la propia noche. La arquitectura interior
del hombre sufre un cataclismo que transforma cualquier tipo de sentimiento en su
oponente. Ya no es nada como parecía y ya no es nada como era. O acaso no fue nunca
como creíamos. El miedo saca a la luz de nuestras almas cosas que nosotros ignoramos
haber tenido nunca. Algo así como si las viejas células que hospedamos, se abrazaran
en un delirante aquelarre demoníaco-sexual y gestaron otras nuevas, distintas, con
el fin de poder justificar tan aberrantes formas de comportamiento como las que
origina el miedo. Y si las guerras comienzan por un miedo, es precisamente el miedo
el motor que las alimenta, que las engorda, que les da toda su lozanía y al final
las aniquila.
A partir de aquel momento, de aquella noche,
la máscara del miedo quedó incrustada en la mayoría de los otros. Las caras no ofrecían
gestos. Sólo muecas. Se hablaba en voz baja. Se interrumpían las conversaciones,
especialmente ante nosotros, los niños. Nadie le aclara nada a un niño en semejantes
circunstancias. A un niño nunca se le aclara nada. Es un diminuto objeto semoviente,
que suele llorar, reír o pedir algo. Si no fuera porque tiene voz, podría llegar
a perro. No quiero decir con esto que no se le ame, pero no como persona, sino como
al objeto más querido.
Y el niño se siente solo en algún rincón de
alguna parte, la cabeza entre las rodillas, fetal, y se repite una y mil veces las
mil y una preguntas que nadie le contesta jamás.
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