Eraclio Zepeda
A Félix Pita
Rodríguez
La loca Margarita amaneció muerta en la playa y allí
la encontró un pescador cuando iba camino de su barca. Estaba Margarita sonriendo
en su muerte de ahogada.
Alguien fue a la casa de la loca
para avisar del encuentro. Los gritos con que su madre recibió la noticia pusieron
en movimiento a todo el puerto.
Un grupo de señoras piadosas lavó
con agua dulce el cuerpo de Margarita, le cambió ropas y peinaron sus largos cabellos
adornándolos con flores de mayo. Cantando canciones tristes la llevaron a su casa
tendida en una mesa.
La loca Margarita creía que era hija
del océano, y obligaba a la vieja Prudencia, su madre, a dormir acompañada de una
botella con agua de mar.
–¡Margarita! ¿Quién es tu papá? –a
diario le preguntaban los habitantes del puerto.
–Mi padre es el mar; pero un pequeño
mar –contestaba la loca, fabricando la carcajada de los vecinos. Así cada día, todo
el día.
Cuando la encontraron muerta, el
mecánico de las lanchas comentó que “Margarita se había ido a despedir de su padre”,
pero en contra de la costumbre nadie rio, y todo el puerto supo que así había sido.
Aquella mañana los pescadores se
hicieron a la mar a hora avanzada. La flotilla de barcas se dispersó para lanzar
chinchorros, mientras en tierra proseguían las mujeres los preparativos para el
entierro de Margarita.
El primero en ver aquella barcaza
a la deriva fue el pescador Fluviano. Era una embarcación grande, metálica, pintada
de gris, con letras y números blancos. Fluviano remó hacia ella.
La U y la S que estaban escritas
con grandes trazos blancos en la proa de la embarcación se podían leer ahora muy
claramente. El pescador iba alegre rumbo a su descubrimiento: lo que en el mar anda
extraviado pertenece al que lo encuentre.
Al aparejar su embarcación con la
barcaza quedó sorprendido: a bordo, tendido en el banco de en medio, yacía un esqueleto.
Decidió pedir ayuda y sopló su caracol
rosado con toda la fuerza que pudo. Una nota larga y triste se fue flotando encima
de las aguas hasta las orejas de los pescadores: suspendieron sus trabajos, voltearon
la vista hacia el caracol, descubrieron la barcaza que abordaba ya Fluviano y se
dirigieron hacia allá.
Las embarcaciones se agruparon alrededor
de la barcaza. De pie sobre las popas los pescadores en silencio hacían un marino
homenaje al esqueleto.
El mecánico de las lanchas fue, como
siempre, quien tomó una decisión. Fijó un cable en la anilla de proa de la barcaza
y organizó las tareas de remolque hacia la playa.
Se dirigieron hacia el cementerio
del puerto, en la más bella caleta de la bahía.
Con los tirones del arrastre la barcaza
había hecho agua a causa de un oleaje necio que le entraba por la proa; al llegar
a tierra estaba casi inundada, semisumergida, con la línea de flotación cubriéndole
las letras que Fluviano viera con claridad a la distancia.
El esqueleto se había dispersado
en el agua y algunos huesos, los más pequeños de las manos y los pies, sin peso
flotaban junto a una libreta muy decolorada por el sol en donde se advertían rasgos
de lo que podría ser una minuciosa relación de angustias. Los marineros advirtieron
también conchas de tortuga con huellas de dentelladas humanas.
–Se las comió vivas –comentó alguien.
Como la barcaza estaba casi hundida,
los trabajos de atraque fueron difíciles; su enorme peso muerto la había sembrado
en la arena aún dentro de la frontera de las olas últimas, quedando reciamente anclada.
Ningún pescador quiso abordar ahora
la barcaza para no entrar en contacto con el agua en que flotaban los huesos. El
mecánico volvió a dar la solución cuando con una barreta de acero perforó el casco
de la barca, aprovechando un momentáneo retiro de la marea. El agua escapó por los
orificios y Fluviano fue testigo de cómo algunos huesos, los más pequeños que flotaban,
salieron por allí a perderse en el mar. Sin embargo no dijo nada ni intentó alguna
acción para evitarlo, molesto sin duda por el deterioro sufrido por la embarcación
que ya era suya.
Aligerada de peso y sumando el esfuerzo
de todos, la barcaza fue impulsada a la playa hasta posarla en las arenas secas.
La noticia del rescate había corrido
por el puerto y la última fase de la maniobra contó con un público ansioso, mujeres,
niños y ancianos, que abandonando la compañía debida al cadáver de la loca Margarita
corrieron hacia la caleta del cementerio. Hubo quien creyó ver en el tumulto, durante
un instante, a la misma madre de la muerta.
Don Valentín Espinosa, acostumbrado
al manejo de huesos y traslado de cadáveres, en virtud de su oficio de sobador y
de enfermero, se ofreció a rescatar los restos del desventurado náufrago, que eso
y no otra cosa tenía que ser el solitario navegante hallado.
Solemnemente, don Valentín fue guardando
uno por uno los huesos en el saco de harina que alguien facilitara oportunamente.
Primero los huesos largos de las extremidades, luego la gran mariposa del pubis
(–Era hombre, mayorcito ya –comentó don Valentín con absoluta seguridad), seguida
del tórax y la columna vertebral, cerrando la operación mayor con el cráneo y la
mandíbula, que en un principio se creyó perdida. El remate de la acción fue recoger
los huesos más pequeños, diseminados en toda la barcaza, operación ya carente de
protocolos y misterios en la que colaboraron varios pescadores y dos niños.
El saco fue pasando de mano en mano
hasta depositarlo encima de la arena, entreabierto, dejando a luz el cráneo. La
atención de todos estaba fija ahora en la libreta de notas.
Fluviano revisaba seriamente sus
páginas mojadas, pasándolas una a una cuidadosamente, evitando rasgaduras.
–Está en gringo –concluyó, cerrando
la libreta.
–Entonces era gringo –remató don
Valentín.
Alguien propuso que se llevara la
libreta a la capitanía del puerto, opinión que de inmediato fue aprobada. En grupo,
todos juntos, condujeron en procesión la bitácora del náufrago hasta la capitanía.
Algunas personas, limitadas por sus ocupaciones, no habían podido acudir a la caleta
del cementerio para atestiguar la llegada de la barcaza, pero al ver pasar la procesión
frente a sus casas, decidieron sumarse a ella. Antes de llegar al centro del poblado
la libreta iba ya cubierta con una manta bordada, transportada con unción en una
bandeja de aluminio decorada con flores. Algunas viejas empezaron a cantar melodías
sacras y momentos después el pueblo todo era un gran coro regularmente entonado,
que obligó al sacristán de la capilla echar a vuelo, en toques largos, las campanas.
El capitán del puerto ya los esperaba
en la entrada de su oficina, advertido de antemano por miembros de su familia que
presurosos le llevaron su uniforme blanco reservado para las grandes ocasiones.
En los años de su juventud, el capitán
del puerto navegó por varios mares en un barco australiano, donde, además del escorbuto,
adquirió el conocimiento del idioma inglés, habiendo llegado a un dominio aceptable
en términos de marinería y blasfemias varias.
El capitán recibió la bandeja que
portaba la reliquia y pidió que le dejaran trabajar a solas. Con una media vuelta,
muy ortodoxa a la luz del reglamento, desapareció en su oficina cerrando la puerta.
Las viejas que organizaron el canto de himnos sacros, en el clímax de un entusiasmo
litúrgico al que pocas veces tenían acceso y oportunidad, se hincaron ahora en las
piedras de la calle, pero su ejemplo no tuvo seguidores.
Pacientemente, los vecinos aguardaron
el lento trabajo de traducción. Para matar el tiempo se organizaron algunos juegos
con dados y naipes, hechos de huesos de delfín aquéllos y éstos con piel de tiburón.
Fluviano permaneció retirado de las tentaciones del juego, temeroso de exponer su
barcaza nueva en un imprudente golpe de dados o en un incierto chingolingo.
Al abrirse la puerta de la capitanía
el pueblo se puso de pie en un movimiento gimnástico y sorprendentemente bien ejecutado.
El capitán apareció llevando la bandeja en las manos. El cabo de policía se cuadró
y respetuoso pidió se le permitiera sostenerla. El capitán conservó en cambio los
papeles en los que apuntara las notas de su traducción.
Solicitó silencio con la mano, interrumpiendo
el murmullo de inquietud que empezaba a progresar en los reunidos; buscó calmadamente
en todas las bolsas de su uniforme hasta encontrar los anteojos y se los calzó con
el mismo ademán con que un almirante hiciera uso de los catalejos para observar
el desarrollo de una gran batalla.
–El muerto se llamaba en vida Walter
Simpson, y era capitán de fragata de la marina de guerra norteamericana –dijo con
voz grave.
–Descanse en paz –coreó el pueblo.
–Según la bitácora que he leído –continuó
el capitán del puerto en el mismo tono–, el capitán Simpson y su tripulación navegaban
a bordo del cañonero G-82 en aguas del Pacífico, cuando en la noche del 24 de diciembre
del año pasado fueron hundidos por un submarino japonés.
Un murmullo de animación subió del
auditorio. El imprevisto encuentro con la guerra, antes tan lejana, resultaba estimulante.
El capitán del puerto volvió a solicitar
compostura y prosiguió:
–16 miembros de la tripulación, entre
ellos el capitán Simpson, lograron abordar una barca de salvamento, en donde permanecieron
varios días antes de que los primeros marineros empezaran a fallecer de hambre,
sed y sol, habiendo ordenado él que fueran arrojados los cadáveres al mar.
La excitación aumentaba con el relato.
–Día a día, el capitán Simpson fue
anotando en su bitácora el nombre de los muertos y su grado. Explica también que
habían logrado pescar tortugas con las que obtenían alimentos de su carne y algo
de beber de su sangre.
Comentarios en voz alta acerca de
las conchas encontradas en la barcaza llegaron hasta el capitán del puerto, quien
poniendo oídos sordos y frenando muy intensos deseos de preguntar detalles más exactos,
volvió a pedir silencio y prosiguió su informe.
–La última anotación
del capitán Simpson corresponde al 3 de febrero de 1941 en donde
asienta que el último de sus compañeros, el teniente de corbeta Thompson, falleció
al amanecer. Cuenta también que haciendo un gran esfuerzo logró arrojar por la borda
el cuerpo de su compañero muerto y termina sus notas con las siguientes palabras:
“me acostaré a esperar mi muerte, encomendándome a Dios”.
–Amén –exclamó el coro.
–Amén –repitió el capitán del puerto–.
Así pues, como hoy estamos a 13 de mayo de 1942, el capitán Simpson debe haber fallecido
hace un año y tres meses aproximadamente.
–Más o menos –aceptó don Valentín
incapaz de contenerse–. Los huesos hablan.
–He informado ya al Ministerio de
Marina acerca del hallazgo y…
–Le solicitan en el radio mi capitán
–gritó desde adentro de la oficina el radiotelegrafista, interrumpiendo el informe.
El capitán desapareció presuroso
por la puerta.
–¡Qué día tan grande! –comentó doña
Flor Acuña–: tenemos dos muertos tendidos en el pueblo.
–Será que tenemos dos muertos –precisó
doña Asunción–, porque tendida sólo está la pobre Margarita: el capitán ése está
encostalado solamente.
–¡Deveras! Pobrecito, ¿no? –se dolió
doña Flor.
–Hay que velarlo hoy en la noche,
en una cajita con papel de china –propuso Joaquín Vázquez.
–De papel de china no –cortó tajante
don Valentín–. ¿Qué no oyeron que los japoneses lo mataron? Sería falta de consideración
con el finado.
El capitán del puerto apareció nuevamente
y el pueblo guardó silencio de inmediato sin necesidad de solicitud alguna.
–El Ministerio de Marina me informa
–comunicó el capitán, dando a sus palabras la dignidad requerida–, que la Embajada
Norteamericana ha tomado nota del suceso de hoy, y que por mi conducto desea agradecer
a los habitantes de este puerto su solidaridad combativa, su espíritu leal de aliados
y reconocer su vigilancia constante ante el enemigo común que trata de esclavizar
la democracia…
Las últimas palabras perdieron brillo
a causa de que el capitán, poco acostumbrado a estas situaciones, dejó quebrarlas
en un llanto precariamente contenido. Sin embargo su efecto fue mayor, logrando
una verdadera conmoción en sus oyentes.
–¡Mueran los japoneses de Hirohito!
–gritó alguien.
El capitán pidió compostura.
–La Embajada Norteamericana comunica
también que por correo envía, a mi nombre desde luego, los planos para edificar
un monumento que perpetúe la gloria del capitán Simpson y señale, por los siglos
de los siglos, el sitio de su tumba. Asimismo, por vía telegráfica ha enviado ya
una suma de dinero para pagar los gastos que origine la construcción del monumento.
–¡Viva el capitán como se llama!
–gritó entusiasmado un vecino.
–La Embajada Norteamericana comunica
además que lamenta profundamente no poder enviar a ningún funcionario a la ceremonia
del entierro debido a causas de fuerza mayor, pero nombra su representante a Fluviano
en reconocimiento a su acción de rescate.
Gritos en los que no podía entenderse
una palabra llegaron a los oídos de la asamblea que girando las cabezas trataba
de encontrar su procedencia. Vieron que el hijo menor de Fluviano acudía corriendo
al sitio de la reunión mientras anunciaba:
–¡Los perros ya se comieron al señor,
don Capitán!
Un escalofrío corrió por la espalda
de cada habitante del puerto y sin necesidad de orden previa corrieron en tropel
y tropezones hacia la caleta del cementerio, maldiciendo la hora en que se les olvidó
el saco de harina conteniendo los huesos del capitán Simpson encima de la arena.
Las viejas quedaron atrás, imposibilitadas para correr, organizando en cambio una
potente sucesión de aullidos, lloros y quejidos.
En efecto: sobre la arena del panteón
la bolsa de harina estaba rota y sucia, absolutamente vacía y alrededor de ella
las huellas marcadas por los perros. De inmediato partieron comisiones de voluntarios
y entusiastas a seguir el rastro de los animales para rescatar “aunque sea una canilla”,
como precisara don Valentín.
Desalentados, los integrantes de
las partidas de salvamento volvieron con las manos vacías al cabo de una hora.
–Sólo hallamos al Sotavento, el perro
de Genaro y a la Camiseta, la perrita de Joaquín –informó uno de ellos–. Pero no
creo que tuvieran culpa porque estaban serios serios muy de cola contra cola.
La búsqueda pues fue un fracaso.
El capitán del puerto se había desabrochado la guerrera del uniforme, sudaba cruelmente,
pensando que la brisa pudiera calmarle los calores de la rabia. El pueblo estaba
muy desalentado.
“¿Y ahora?”, era la gran pregunta
común. Con los brazos colgando sin energía, el pueblo se dirigió nuevamente a la
capitanía.
Nadie pretendió disolver el grupo
y juntos los vecinos aguardaron la respuesta adecuada al “¿Y ahora?”
Al caer la tarde corrieron los rumores
de que el giro telegráfico de la Embajada había llegado. Poco después se presentó
el jefe de la oficina de telégrafos a entregarlo personalmente al capitán del puerto,
explicando que para cobrarlo había que esperar que de la capital mandaran dinero
porque en la oficina local jamás habría una suma semejante. El pueblo escuchaba
con tristeza maldiciendo a todos los perros del planeta.
La gran oportunidad para el progreso,
venida del mar como un milagro, se había escapado absurdamente para el puerto. La
única posibilidad de participar en la guerra, de vencer al Mikado y sus pilotos
suicidas, se esfumaba cuando estaba servida ya la mesa. Y el monumento…
Al caer la noche estalló el clamor.
Nadie podría decir que la idea salvadora se le hubiera ocurrido a alguien en particular.
El asunto fue cobrando forma por sí solo, creciendo como un volcán, y de pronto
surgió a los ojos de todos, coherente ya, definitivo y aprobado.
–Que la loca Margarita sea el capitán
como se llama.
El júbilo renació en el puerto. Hubo
inclinación a organizar un baile, con zapateado largo y trago corto, pero el plan
fue rechazado antes de ser siquiera expuesto al recordar todos que el capitán Margarita
Simpson estaba tendido y había que ir a velarlo. El proyecto pues quedó reducido
al trago corto.
Fue el velorio más animado y alegre
en toda la historia del puerto. Cantadores de corridos, hasta quienes había llegado
la noticia del suceso, acudieron desde tierras bastante alejadas para cantar la
vida y las hazañas del capitán descubierto. Los narradores de cuentos colorados
volvieron a repetir las picardías de loros y conejos, recibidas ahora por un público
ya de por sí dispuesto a estallar en carcajadas. Las parejas surgidas al impulso
del entusiasmo popular pudieron actuar sin sobresaltos con sólo evitar las luces
de las lámparas. Al amanecer Fluviano estaba desconsolado: incapaz de contenerse
había perdido su barcaza en una perversa partida de conquián.
Las exequias fueron memorables, con
derroche de cohetes y dos bandas de instrumentos de viento que tocaban ininterrumpidamente
el “Dios nunca muere” y “El zopilote mojado”, música esta última muy apropiada para
un muerto que, como éste, había sufrido doble padecer: la del ahogado y la del náufrago.
Ya frente a la fosa, el capitán del
puerto improvisó una oración fúnebre dedicada al capitán Simpson, que al impulso
de sus sentimientos bélicos fue transformándose decididamente en una incendiaria
arenga combativa en la que urgió a todos los varones en edad militar disponerse
inmediatamente para vengar al capitán Simpson.
(La proposición cayó posteriormente
en el olvido ante la dificultad de un traslado tan remoto y plagado de peligros.)
En los momentos en que el nuevo cuerpo
del capitán Simpson bajaba a la fosa, la banda entonó los aires de “América Inmortal
/ faro de luz / faro de libertad…”
Días después el correo trajo los
planos en que minuciosamente se proyectaba el monumento al capitán Simpson. Venía
incluso la fotografía de una escultura que llegaría a su debido tiempo, en donde
aparecía claramente la estatua de la libertad transformada en una bella muchacha
que ofrecía a la tumba una corona de laurel, mientras dos soldados de rodillas inclinaban
sus banderas.
Los trabajos fueron emprendidos con
vehemencia y en poco menos de dos semanas quedaron terminados, con la base lista
para recibir el grupo escultórico. La tumba del capitán Simpson se convirtió en
un agradable paseo para las tardes de los domingos.
Una mañana el puerto despertó sobresaltado.
Un cañoneo intenso y repetido se había apoderado de la bahía. Corriendo los vecinos
acudieron a la playa para admirar a dos enormes destructores norteamericanos escoltados
por tres guardacostas mexicanos, fondeados frente a la caleta del cementerio. Las
salvas eran disparadas desde uno de los destructores.
En lanchas de desembarco bajaron
a tierra dos compañías de infantes de marina, muy rubios y pulcramente uniformados,
y un pelotón nuestro de guardia marina. Marcialmente llegaron hasta el monumento
en donde, dirigidos por tronantes voces de mando en inglés y en español, formaron
una guardia de honor a los restos del capitán Simpson. Una nueva barca se desprendió
del destructor trayendo a bordo el grupo escultórico, que fue desembarcado por un
pequeño tractor guía en medio del más respetuoso silencio de la tropa, tanto nacional
como extranjera, ante la emocionada expectación de los vecinos.
Con precisión norteamericana las
esculturas fueron montadas por la grúa en el sitio exacto que habían previsto los
planos.
Hubo discursos en los dos idiomas
y nuevas salvas, tanto de artillería como de fusilería. Después, la tropa regresó
a los barcos tan rápida y eficazmente como había llegado. Subrayando el movimiento
con sus sirenas tristes los buques abandonaron la bahía en los precisos momentos
en que en el cementerio aparecía presurosa la madre de Margarita en compañía de
su hija, la menor, llevando un ramito de flores.
Y la loca Margarita volvió a ser
aquella mañana la muerta más feliz del mundo.
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