Edmond Hamilton
Kellon pensaba exasperado que no estaba gobernando una
astronave sino un circo ambulante. Llevaba a bordo hombres de la radio y televisión
con toneladas de equipo, espléndidos comentaristas que tenían respuesta para todo,
bellísimas muchachas expertas en cuestiones femeninas, pomposos burócratas persiguiendo
la publicidad y estrellas de variedades que viajaban aquí por las mismas razones.
Su nave y tripulación habían sido de las mejorcitas existentes en el servicio de
Astrografía, pero ya habían dejado de serlo. Se les había relevado de su peculiar
misión de promover los conocimientos astrográficos a las más remotas regiones de
la Galaxia, y se les había encomendado transportar este cargamento de gente dispendiosa,
en una misión totalmente innecesaria. “Al diablo con los sentimentalismos”, se dijo
para sí, y en voz alta añadió:
–Señor Riney, ¿coincide la posición
con la órbita calculada?
Riney, el segundo de a bordo, era
un joven serio que había estado sumamente atareado con los instrumentos en la cabina
de astronavegación.
–Sí –respondió–. Justamente a proa.
¿Vamos a desembarcar ya?
Kellon no respondió inmediatamente.
Aparecía a pie firme sobre el puente como un hombre de mediana edad, fornido, de
hombros cuadrados, y su rostro basto y curtido no dejaba entrever el resentimiento
que experimentaba. Le dolía dar la orden, pero tenía que hacerlo.
–Está bien; atraque.
Mientras descendían miraba tristemente
por las ventanillas filtrantes. En esta región espiral de la galaxia las estrellas
eran relativamente escasas. Sólo se veían algunas a la deriva, destacando sobre
la oscuridad. Bien al frente refulgía un pequeño y compacto sol como si fuera un
diamante. Era un diminuto sol blanco que llevaba así dos mil años ofreciendo tan
escaso calor que los planetas que lo rodeaban habían quedado helados y aprisionados
bajo sus propios hielos constantemente. Todos ellos eran planetas muertos por el
frío, excepto el más interior. Kellon miró fijamente aquel planeta, parecido a una
burbuja tostada. El hielo que lo había cubierto desde el primer cataclismo, estaba
ahora derretido. Meses antes, un oscuro cuerpo errante había pasado muy cerca de
este sistema sin vida. Su paso perturbó las órbitas planetarias y los planetas interiores
habían comenzado a cerrar sus órbitas en espiral hacia el sol lentamente, y el hielo
iba desapareciendo de la superficie. Víresson, uno de los jóvenes oficiales, entró,
con aspecto cansado, al puente y dijo a Kellon:
–Desean verlo abajo, señor. Especialmente
el señor Borrodale. Dice que es urgente.
“Bueno, ya empieza ese hatajo de
comediantes a hacer de las suyas. Tendré que decirles cuatro cosas”, pensó con desgana.
Asintiendo con un movimiento de cabeza
dirigido a Viresson, el capitán bajó al camarote principal. Aquel espectáculo lo
sublevó. En vez de encontrar allí a sus propios hombres, charlando y relajándose,
lo que había era una pequeña y ruidosa turba de hombres y mujeres, vestidos con
ropajes estrafalarios, que parecían hablar y reír todos al mismo tiempo, con risas
incoherentes y nerviosas.
–Capitán Kellon, quiero pedirle…
–Capitán, será tan amable…
Asintiendo y sonriendo pacientemente,
el capitán se abrió paso entre ellos hasta Borrodale. Había recibido instrucciones
particulares para cooperear con Borrodale, el comentarista de telerradio más famoso
de la Federación. Borrodale era un hombre ligeramente regordete, de rostro redondo
rosado y unos ojos negros, serios y desproporcionadamente grandes. Cuando hablaba,
uno se daba cuenta en seguida de la profundidad, significado e increíble riqueza
de su voz.
–Capitán, mi primer reportaje comienza
dentro de treinta minutos. Necesito una buena vista de aproximación. Si mis hombres
pudieran instalar las cámaras en el puente…
–Por supuesto –asintió Kellon–. El
señor Viresson está allá arriba para ayudarlos en lo que sea.
–Gracias, capitán. ¿No le gustaría
presenciar la emisión?
–Sí, claro, pero…
Fue interrumpido por Lorri Lee cuyo
rostro –resplandecientemente hermoso– y tipo, así como su sofisticada palabrería,
habían hecho de ella el ídolo entre todas las reporteras femeninas.
–Recuerde que mi emisión tendrá lugar
inmediatamente después del desembarco. Me gustaría aparecer sola, teniendo por fondo
únicamente el vacío de aquel mundo. ¿Será tan amable de dar las órdenes para conseguir
ese efecto, capitán?
–Haremos lo que podamos –murmuró
Kellon, y al ver que todos lo acosaban a la vez añadió con aspereza–: Hablaremos
más tarde. El programa del señor Borrodale…
Pasó entre ellos, echando a andar
detrás de Borrodale en dirección al camarote, que había sido preparado como sala
de transmisión de reportajes audiotelevisados. Kellon pensaba amargamente que este
camarote había servido en otros tiempos para propósitos más dignos, almacenando
las pruebas de agua, tierra y otras muestras tomadas de mundos lejanos. Pero aquello
era en los tiempos que tenían como misión hacer un honrado trabajo de astrografía,
y no haciendo de carabina a un puñado de estúpidos charlatanes en este viaje de
peregrinación sentimental. A Kellon no le hacía mucha gracia presenciar la emisión,
pero lo prefería a tener que soportar a aquella gentuza del camarote principal.
Vio cómo Borrodale daba la señal. La pantalla del monitor cobró vida. En ella se
veía un globo de color pardo girando en el espacio, que se iba haciendo visiblemente
mayor a medida que se aproximaban. Ahora se destacaban sobre su superficie algunos
mares dispersos. Pasaron unos momentos sin que Borrodale dijera una sola palabra,
dejando que la imagen se extinguiera. Luego empezó a oírse su voz.
–Están ustedes viendo la Tierra –dijo.
Se hizo de nuevo el silencio y el
parduzco globo flotante se veía ahora más grande, envuelto por algunas nubes blancas.
Entonces, Borrodale habló otra vez.
–A todos los que están viendo el
programa desde los numerosos mundos de la galaxia; ésta es la patria de nuestra
raza. Pronuncien su nombre conmigo: la Tierra.
Kellon sentía un profundo desagrado.
Todo aquello era cierto, pero también era falso. ¿Qué significaba la Tierra para
él, para Borrodale o para sus miles de millones de oyentes? Pero era un acontecimiento,
una ocasión sentimental que se les presentaba y tenían que sacar partido de ella.
–Hace tres mil quinientos años –seguía
diciendo Borrodale– nuestros antepasados habitaron este mundo. Entonces saltaron
por primera vez al espacio. En principio llegaron hasta estos otros planetas, pero,
muy pronto, alcanzaron otras estrellas. Y así es como se fue extendiendo nuestra
Federación, nuestra comunidad de la civilización humana en tantas estrellas y mundos.
Ahora, en el monitor, la vista correspondiente
al globo pardo de la Tierra había sido reemplazada por un primer plano del rostro
de Borrodale. Hizo una pausa dramática.
–Pero hace más de dos mil años se
había descubierto que el Sol que alumbraba la Tierra estaba a punto de contraerse
y perder su calor. Por ello, quienes aún vivían en la Tierra la abandonaron para
siempre y, cuando se produjo el cambio solar, la Tierra y los demás planetas se
cubrieron de eternos hielos. Ahora, dentro de pocos meses va a tener lugar la desaparición
definitiva del viejo planeta que sustentó el origen de nuestra raza. Lentamente
se va acercando en espiral hacia el Sol y pronto se fundirá con él como ya han hecho
Mercurio y Venus. Y cuando esto ocurra, habrá desaparecido para siempre el mundo
de origen del hombre.
Hizo una nueva pausa, prolongándola
el tiempo justo, y luego Borrodale continuó con voz hábilmente modulada en un tono
bajo.
–Y nosotros a bordo de esta nave,
humildes reporteros y servidores de la vasta audiencia radiotelevisiva de todos
los mundos, hemos venido hasta aquí para ofrecerles, en las siguientes semanas,
la última visión de nuestro ancestral mundo. Creemos –y esperamos– que encuentren
ustedes interesante recordar un pasado que casi es leyenda.
Y Kellon pensaba en aquellos momentos:
“Seguro que este bastardo no siente mucho más interés que yo por ese viejo planeta,
pero ciertamente es un adulador”. Tan pronto terminó la emisión, Kellon se vio asediado
una vez más por la clamorosa multitud del camarote principal. Levantó la mano en
señal de protesta.
–Un momento, por favor. Primero tenemos
que desembarcar. Doctor Darnow, ¿quiere venir conmigo?
El doctor Darnow pertenecía a la
Oficina Histórica y era el titular encargado de la expedición, pero nadie le ponía
mucho interés. Era un hombrecillo mayor que hablaba excitado mientras iba con Kellon
al puente. Su interés, al menos, es sincero, pensaba Kellon. Igualmente sinceros
eran los numerosos científicos que iban a bordo, pero quedaban anulados por los
señorones buscadores de publicidad, por los intrusos y sentimentalistas profesionales
que los acompañaban. ¡Bonita misión le había encomendado el servicio de Astrografía!
Ya en el puente, miró por la ventanilla al planeta de color pardo y su satélite.
Luego preguntó a Darnow:
–¿Dijo usted algo acerca del lugar
exacto donde quería desembarcar?
El historiógrafo negó con la cabeza
y empezó a desplegar un gran mapa del estilo antiguo.
–¿Ve este continente? Pues, a lo
largo de sus costas orientales existían bastantes ciudades de las más grandes, como
Nueva York.
Kellon se acordaba de este nombre;
lo había aprendido hacía mucho tiempo en la escuela de Historia. El dedo de Darnow
señaló un punto del mapa.
–Si fuera posible desembarcar aquí,
sobre esta isla… Kellon estudió las características de la superficie y negó con
la cabeza.
–Demasiado bajo. A medida que transcurra
el tiempo se producirán grandes mareas y no podemos arriesgarnos. Sin embargo, puede
que en esta otra isla de terreno más elevado sea factible.
Darnow parecía decepcionado.
–Bueno, supongo que tendrá usted
razón.
Kellon pidió a Riney que calculara
la operación de desembarco. Luego le dijo a Darnow con tono escéptico:
–Seguramente no espera usted encontrar
mucho en esas viejas ciudades, después de llevar dos mil años cubiertas de hielo,
¿verdad?
–No hay duda de que habrán sufrido
un desgaste terrible –admitió Darnow–. Pero deben quedar numerosas reliquias. Aquí
hay materia para pasarme muchos años estudiando.
–No disponemos de años; sólo tenemos
unos cuantos meses antes de que este planeta se aproxime demasiado al sol –repuso
Kellon, y añadió mentalmente–: “Gracias a Dios”.
La nave siguió su plan de desembarco.
La atmósfera friccionaba sobre el casco y, en seguida, espesas nubes grises se agitaban
a su alrededor. Después de traspasar la capa nubosa estuvo gravitando sobre un paisaje
oscuro y tristón, con manchas blancas en sus valles más profundos. Al fondo se divisaba
un océano gris. Pero la astronave descendió hacia una quebrada llanura pardusca,
posándose en ella, y acto seguido se produjo el esperado estruendo de silencio que
siempre sigue al paro de toda maquinaria. Kellon miró a Riney, que volvió en un
momento del cuarto de pruebas con un tenue aire de sorpresa en el rostro.
–Presión, oxígeno, humedad… todo
en condiciones óptimas. Por supuesto –agregó–, este “fue” un lugar óptimo.
Kellon asintió. Luego dijo:
–El doctor Darnow y yo daremos primero
un vistazo alrededor. Viresson, que no salgan los pasajeros.
Cuando fue en unión de Darnow a la
cámara reguladora de presión, situada abajo, oyó el clamor de las voces que venían
desde el camarote principal y pensó que a Viresson le había tocado una buena papeleta
que resolver. Aquellos tipos no estaban acostumbrados a que les dijeran que no,
y adivinaba su resentimiento contra aquella orden. Cuando salieron de la cámara
reguladora de presión, un aire frío y húmedo saludó a Kellon. Quedaron a pie firme
sobre el terreno embarrado y arenoso que se hundía un poco bajo sus botas a medida
que se alejaban trabajosamente de la nave. Se pararon, tiritando, y contemplaron
las inmediaciones. Bajo un cielo encapotado de nubarrones grises se extendía un
triste paisaje sin sol y de color pardo. Nada rompía el monótono color de tierra
pelada más que los ocasionales cascos de hielo que aún quedaban en las partes bajas.
Un viento recio y voluble agitó el crudo ambiente y luego cesó totalmente. Tras
ellos no se oía otro ruido que el tintineo que emitía la corteza de la nave en sus
contracciones al enfriarse. Kellon pensó que, por encima de todo sentimentalismo,
aquello no era más que un mundo de melancolía. Pero los ojos de Darnow aparecían
resplandecientes.
–Tendremos que aprovechar al máximo
cada minuto que estemos aquí –murmuró–. Hasta el último minuto.
En cosa de dos horas el pesado equipo
radiofónico había sido cargado en dos grandes tractores y se alejaban de la astronave
en dirección este. En uno de ellos viajaba Lorri Lee, vestida con un traje resplandeciente
de color lila y de seda sintética. Kellon, temiendo la posibilidad de que cayeran
sobre algún terreno de arenas movedizas, acudió a los acantilados desde donde se
contemplaban las ruinas de Nueva York para estar presente en la primera emisión.
Cuando ésta estuvo en marcha se arrepintió de haber ido porque Lorri Lee, con su
cabeza rubia que destacaba más aún con la luz tristona, dio rienda suelta a todos
sus encantadores gestos, ya ensayados, frente a las cámaras, señalando con gran
excitación hacia las ruinas que yacían a sus pies.
–¡Resulta tan increíble! –gritaba
para oyentes de mil mundos–. ¡Es increíble encontrarse aquí, en la Tierra, contemplar
de nuevo los viejos lugares! ¡Es algo que se apodera de una!
Algo, en efecto, se apoderó de Kellon.
Le hizo sentir náuseas. Dio media vuelta y se volvió hacia la nave, pensando en
aquel momento que si Lorri Lee cayera en las arenas movedizas durante el camino
de regreso, después de todo no sería una gran pérdida. Pero aquel primer día fue
sólo el principio. La gigantesca nave se convirtió pronto en el centro de diversos
y continuos programas. Había sido especialmente equipada para conectar con la estación
más próxima de la red de la Federación, y sus trasmisores raras veces estaban callados.
Kellon se dio cuenta de que Darnow, a quien se le suponía coordinador de todos estos
programas, se hallaba totalmente ajeno a ello. El diminuto historiador vivía sobre
un séptimo cielo en este viejo planeta, que había sido descubierto a la vista por
vez primera desde hacía miles de años, y se pasaba fuera la mayor parte del tiempo
ocupado en otras cosas de mayor interés para él. Y fue a su ayudante, un joven activo,
inquieto y fatigado, a quien cupo intentar una reconciliación con las insistentes
demandas y exigencias de las altamente temperamentales estrellas radiofónicas.
Kellon experimentaba un creciente
hastío al tener que estar allí, mientras salía al éter toda aquella sarta de disparates.
Aquella gente estaba pasando una especie de día de campo, pero a él le importaban
muy poco todos ellos y sus programas. Roy Quayle, el joven diseñador de modas, formó
un desfile semihumorístico, seminostálgico, al estilo de la antigua moda de la Tierra,
vistiendo a las bellas muchachas con ciertos trajes de época que resultaban ridículos,
de los cuales traía un duplicado. Barden, el famoso productor de guiones, pasó antiguas
películas referentes a los antiguos dramas de la Tierra que hicieron llorar y reír
en sus tiempos a todo el mundo. Jay Maxson, un saliente político en el Congreso
de la Federación, discutió con Borrodale los sistemas políticos de los viejos tiempos,
de forma previamente calculada para no dejar en el peor lugar a su propio partido
extendido por toda la galaxia.
Los Arcturus Players, un brillante
grupo de jóvenes artistas, dieron lectura a poemas y dramas de la vieja Tierra.
No era más que eso: una representación teatral, pensaba Kellon malhumorado. Gente
mayor y famosa, aprovechando por los pelos la oportunidad que les brindaba la muerte
ocasional de un planeta olvidado para ponerse ante la atención del público, igual
que niños sabihondos. Mientras tanto, había un verdadero trabajo que realizar en
la galaxia, el trabajo de Astrografía, el interminable y agotador pero siempre fascinante
trabajo de cartografiar los sistemas y mundos desconocidos. Y en vez de realizar
esta importante misión, lo habían condenado a pasar aquí semanas y meses con esta
cuadrilla de comediantes. A los científicos e historiadores los respetaba. Estos
aparecían pocas veces ante las cámaras y su interés era verdadero. Fue uno de ellos
llamado Haller, biólogo, quien excitadamente mostró a Kellon un puñado de tierra
húmeda, una semana después de su llegada.
–¡Mire esto! –dijo con orgullo. Kellon
se quedó mirando.
–¿Qué?
–Estas semillas son de cizaña. Véalas.
Kellon las estudió, viendo que de
cada una de las minúsculas semillas brotaba un tallo nuevo tan delgado como un cabello.
–¿Acaso están germinando? –preguntó
incrédulo.
Haller asintió feliz.
–Sin duda alguna. Ya lo sospechaba
yo. Cuando el Sol perdió todo su vigor, de acuerdo con los antecedentes que tenemos,
en el hemisferio norte era casi primavera.
En cosa de pocas horas la temperatura
comenzó a descender y la hidrosfera y atmósfera iniciaron su proceso de congelación.
–¡Pero eso, seguramente, acabó con
la vida de todo el planeta…!
–No –dijo Haller–. Ciertamente acabó
con la vida de las plantas superiores, árboles, arbustos de hoja perenne, etcétera.
Pero las semillas de plantas temporales se quedaron en animación suspendida a causa
del frío. Y ahora, el calor las está haciendo germinar.
–¿Entonces tendremos hierba y plantas
menores?
–Muy pronto; a medida que vaya aumentando
el calor.
En realidad, según transcurrían las
primeras semanas, el calor se iba acentuando más. Un día se dispersaron las nubes
y aparecieron en el cielo los débiles rayos blancos de aquel minúsculo sol que parecía
un diamante. Y llegó una mañana en que encontraron la quebrada llanura del paisaje
ligeramente teñida de un verde pálido. Y creció la hierba, y botaron las semillas,
y germinaron las vides, todas ellas como queriendo acelerar su crecimiento, como
si supieran que ésta, su última temporada, iba a durar poco. Pronto el barro pelado
y oscuro de las colinas y valles fue reemplazado por un tapiz verde y por doquier
rompía la vegetación y comenzaban a aparecer las flores. Tréboles, campanillas,
dientes de león, violetas, todas brotaron una vez más. Kellon dio un largo paseo,
ahora que no tenía que esforzarse caminando por el barro. El griterío que rodeaba
a la nave, el constante discutir de aquellos antagónicos temperamentos y las aguas
y febriles voces lo ahuyentaban de allí. Se encontraba mejor apartándose solo de
aquel bullicio.
Habían vuelto la hierba y las flores,
pero por lo demás, seguía siendo un mundo vacío. Pese a ello, se encontraba cierta
paz de espíritu al pasear arriba y abajo por los largos y serpenteantes declives
cubiertos de verde. El sol era ahora brillante y alentador, y blancas nubes moteaban
el cielo. El viento susurraba cálido mientras Kellon se sentaba en una ladera y
extendía su mirada hacia poniente donde ya no vivía nadie ni viviría jamás.
–Qué gran tristeza –pensaba–. Pero
es mejor esta paz que el bullicio de esos charlatanes.
Permaneció largo tiempo sentado frente
a los oblicuos rayos del sol, sintiendo que sus agarrotados nervios se relajaban.
La hierba se mecía a su alrededor, agitándose en largas olas, y las flores más altas
se inclinaban en una reverencia. No había otro movimiento ni otra clase de vida.
Qué pena, pensaba, que no hubiera ni siquiera pájaros en esta última primavera de
la vieja Tierra; ni siquiera una mariposa. Bueno, lo mismo daba, porque todo ello
iba a durar muy poco. Cuando empezaba a caer la oscuridad del ocaso y Kellon regresaba
a la nave, de repente se apercibió de que en el apagado firmamento había una burbuja
brillante. Se detuvo a contemplarla y en seguida recordó lo que era.
Sin duda se trataba de la luna del
viejo planeta, que no había podido ver sobre el cielo encapotado de nubes durante
las noches anteriores. Prosiguió su camino, rodeado de aquella luz difusa. Al regresar
al iluminado camarote principal de la nave, sus relajados nervios sufrieron una
repentina sacudida. Se estaba desarrollando una pendencia de primera clase, en la
que todos intervenían o comentaban el hecho. Lorri Lee, como si fuera una niña antojadiza
quejándose de algo, alegaba que deseaba ocupar el espacio de la emisión del día
siguiente, en favor de su programa de interés femenino, mientras que alguien contradecía
sus pretensiones. Mientras tanto, Vallely, el joven ayudante de Darnow, aparecía
inquieto y fuera de sí. Kellon pasó junto a ellos sin que se apercibieran de él,
cerró con llave la puerta de su camarote, se sirvió generosamente una copa y maldijo
de nuevo al servicio de Astrografía por la misión que le había encomendado. A la
mañana siguiente tuvo buen cuidado en salir temprano de la nave antes de que estallara
la tormenta. A cargo de la misma dejó a Viresson, aunque nada había que hacer en
aquellos momentos, y se alejó paseando por las verdes laderas antes de que nadie
tuviera tiempo de llamarlo.
Kellon pensaba que aún tenían por
delante otras cinco semanas. Luego, gracias a Dios, la Tierra se acercaría tanto
al Sol que la nave habría de volver a su propio elemento espacial. Mientras llegaba
este día deseado, él permanecería fuera de la vista de todos en lo que fuera posible.
Cada día caminaba varias millas. Tenía gran cuidado en alejarse del este y de las
ruinas de Nueva York, donde los otros iban con frecuencia. Pero paseaba en dirección
norte, oeste y sur sobre las laderas herbáceas y florecientes de un mundo vacío.
Al menos había encontrado la paz, aunque no hubiera nada que ver. Pero, después
de un tiempo, Kellon se apercibió de que había cosas por ver, si se las buscaba.
Entre ellas destacaban los cambios sufridos por el cielo, que nunca parecía igual.
A veces eran recias nubes blancas y de azul profundo que cruzaban como poderosas
naves. Pero, de repente, se tornaban grises y deprimentes y la lluvia lo rociaba,
para terminar con un rayo de sol que traspasaba las nubes y las desgajaba como cintas
voladoras. Y hubo una ocasión en que contempló, desde una serranía, el paso de una
vasta tormenta que avanzaba sobre el continente, como si fuera un ejército, cubriéndolo
de oscuridad y sombras, con un fondo de gallardetes luminosos y estruendos de tambores.
Los vientos y la luz del sol, la
fragancia del aire, la imagen de la luna y el contacto de la suave hierba bajo sus
pies, todo ello parecía singularmente real y apropiado. Kellon había caminado por
muchos mundos bajo la luz de otros soles con colores muy distintos y algunos de
ellos no llegaron a gustarle, pero jamás había encontrado un mundo que pareciera
tan exactamente a tono con su cuerpo como este planeta gastado y vacío. Se preguntó
vagamente cómo sería cuando estuvo poblado de pájaros, árboles, animales de todas
clases, carreteras y ciudades. Por las noches se pasaba las horas solo en su camarote
contemplando libros ilustrados de la biblioteca de consultas, que Darnow y los demás
habían traído a bordo, y aunque realmente no le importaba aquello demasiado, al
menos ofrecía cierto interés y lo apartaba del alboroto y las pendencias que tenían
lugar entre los expedicionarios.
A partir de entonces durante sus
paseos, Kellon trataba de imaginarse el verdadero aspecto de todo aquello en tiempos
remotos. Sobre aquellos prados abundarían los petirrojos y azulejos, los abejorros
chupando el dulce de las corolas; elevados árboles cuyos nombres le eran igualmente
extraños, olmos, saúcos y sicomoros. Pequeños animalillos de fina piel, nubes de
insectos zumbadores; peces y batracios en las lagunas y ríos, una vasta y compleja
sinfonía de vida, tiempo ha desaparecida y olvidada. ¿Pero estaban menos olvidados
todos los hombres, mujeres y niños que habían vivido aquí? Borrodale y los otros
hablaban mucho en sus emisiones sobre la gente de la antigua Tierra pero éste era
solo un nombre sin cara, un término carente de significado.
Seguramente ninguno de aquellos millones
de seres pensó jamás en sí mismo como parte de una multitud innumerable. Cada uno
fue para sí, y para sus allegados, un ente individual, único, que no se repetiría.
¿Qué podían saber estos locuaces charlatanes, ni nadie, acerca de aquellos individuos?
Kellon encontraba, aquí y allá, vestigios de ellos, insignificantes pecios que habían
sido respetados por la opresión de los hielos. Una retorcida hoja de acero, una
viga o un riel elaborado por alguien. Una cantera con las marcas dejadas en la roca
por las herramientas, donde seguramente los hombres, en un tiempo, sudaron al sol.
Los quebrados parches de hormigón que se prolongaban en una línea rugosa para formar
una carretera sobre la que una vez viajaron nombres y mujeres, corriendo en pos
de misiones de amor o ambición, codicia o temor. Pero encontró algo más: un sorprendente
hallazgo por mera casualidad. Siguiendo un arroyo que discurría por un valle muy
estrecho saltó a la otra orilla, mas, al levantar la vista, descubrió que había
una casa.
Kellon creyó al principio que todo
estaría milagrosamente entero y conservado y, seguramente, eso no podía ser. Pero,
cuando se aproximó más, vio que todo era una ilusión y que la destrucción había
operado también sobre ella. Sin embargo, la casa permanecía increíblemente reconocible.
Era una casa de recreo, construida de piedra, con bajas paredes y tejado de pizarra,
situada junto al verde declive que formaba la pared de un valle. Un alero y parte
del extremo de un muro se encontraban derruidos. Kellon, al estudiar su disposición
sobre la pared, llegó a la conclusión de que el hielo debió formar sobre la casa
un caprichoso arco natural, preservándola de la enorme presión que había destruido
todas las demás estructuras. En las ventanas y puertas solo se veían toscas aberturas.
Penetró dentro y estuvo mirando las frías sombras de lo que, en un tiempo pasado,
fuera una habitación. Había algunas destrozadas piezas de mobiliario completamente
podridas, y el polvo y barro seco acumulado a lo largo de una pared contenía irreconocibles
partículas de metal herrumbroso, pero no había nada más. Adentro se sentía una fría
y ahogada opresión, y entonces salió a la terracita y se sentó al sol.
Mirando a la casa calculó que no
podía haber sido edificada después del siglo veinte. En ella debió vivir gente bastante
distinta durante los cientos de años que precedieron a la evacuación de la Tierra.
Kellon consideró extraño que las fotografías aéreas tomadas por los hombres de Darnow
en busca de reliquias no la hubieran descubierto. Pero luego no lo consideró tan
extraño, porque los muros de piedra ofrecían un color grisáceo poco visible y, además,
estaba bastante oculta por el despeñadero que formaba el valle. Sus ojos fueron
a posarse sobre una corroída inscripción que había en el cemento de la terraza y
acercándose más limpió el barro que la cubría. Las letras aparecían muy desgastadas
y comidas por el paso del tiempo, pero le fue posible leerlas. “Villa Ross y Jennie”,
leyó. Kellon dejó escapar una sonrisa. Bueno, al menos ya sabía quién vivió aquí
en un tiempo, los que probablemente la habrían construido. Se imaginaba a aquellos
dos jóvenes grabando sus nombres sobre el cemento húmedo, rebosantes de felicidad.
¿Quiénes habrían sido Ross y Jennie y dónde estarían ahora?
Exploró los alrededores de la casa.
Tras ella había lo que antaño fuera un jardín. En él brotaban, en anárquico desorden,
media docena de florecillas brillantes, de distintas especies, a diferencia de las
que crecían silvestres sobre las laderas. Eran las semillas de un viejo jardín que
habían estado esperando que acabara el largo invierno de la Tierra para germinar,
y habían dormido en suspendida animación hasta que se fundieran los hielos y se
presentara al fin la fértil y cálida primavera. Ignoraba qué clase de flores podían
ser, pero despedían una vistosidad que le agradaba. Cuando hacía el camino de regreso
sobre la tierra verde a la luz suave del crepúsculo, Kellon pensó que debía contárselo
a Darnow. Pero si se lo decía, seguro que la cuadrilla de charlatanes de a bordo
acudirían como moscas al lugar. Se imaginaba la clase de emisiones que Borrodale
y Lee y el resto de ellos iban a preparar, teniendo como solemne escenario la milenaria
casa.
–No –pensó–. ¡Que se vayan al diablo!
En realidad, no le importaba demasiado
la vieja casa, pero le brindaba un refugio de paz y no quería atraer hacia ella
las ruidosas hordas de las que estaba tratando de escapar. En los días que siguieron,
Kellon se alegró de no haberlo dicho. Aquella casa le proporcionaba un lugar de
evasión donde fisgonear y sacar conjeturas, atrayendo su interés durante aquel tiempo
de espera. Allí se pasaba las horas y no decía una palabra a nadie. Haller, el biólogo,
le prestó un libro sobre flores de la Tierra y lo traía con él para identificar
las que veía en el derruido jardín. Había verbenas, claveles, dondiegos de día y
los llamados berros de atrevidos colores rojos y amarillos. Muchas de estas plantas,
según leyó en el libro, no se adaptaban bien a otros mundos ni habían sido trasplantadas
con éxito.
Si esto era cierto, aquella iba a
ser la última floración de toda su existencia. Siguió investigando en el interior
de la casa, tratando de averiguar la clase de vida que llevaron sus moradores. Era
una casa extraña que en nada se parecía a las modernas de construcción metálica.
Incluso los tabiques interiores eran increíblemente recios y las ventanas parecían
sumamente angostas. Se veía claramente que en la habitación más grande era donde
aquella gente pasaba la mayor parte del tiempo, y sus ventanales daban al pequeño
jardín, al verde valle y al riachuelo.
Kellon reflexionaba sobre la clase
de personas que fueron Ross y Jennie, que en un tiempo estuvieron sentados juntos
mirando por estas ventanas. Se preguntaba qué cosas habrían sido importantes para
ellos, qué les habría agradado y desagradado. Kellon era un hombre que siempre fue
soltero, pues los capitanes de Astrografía, cuyo campo de operaciones era ilimitado,
raras veces se casaban. Pero estuvo ponderando acerca de aquel matrimonio de tantísimos
años atrás, y sobre lo que pudo dar de sí. ¿Habrían tenido hijos y su sangre estaría
corriendo por los lejanos mundos? Pero aunque así fuera, ¿qué relación guardaba
dicha sangre con la de aquellos dos antepasados remotos? Ahora recordaba parte de
un poema escrito al final del libro que le había prestado Haller, Decía así:
“Flores y amantes ahora reunidos,/ De vientos, campos
y mares olvidados, / Sin un soplo del tiempo que ha pasado. / En el aire suave de
un verano consumido”.
Cierto, pensaba Kellon, ellos, Ross
y Jennie estaban ahora reunidos, con todas las cosas que habían hecho y pensado,
todo ello reunido bajo el polvo de este viejo planeta cuyo último y cálido verano
terminaría pronto, muy pronto. Físicamente, allí estaba toda la existencia de aquel
hombre llamado Ross y aquella mujer conocida por Jennie, allí estaba convertida
en átomos, exceptuando la pequeña fracción de su materia que hubiera escapado hacia
otros mundos. Se acordó de los nombres que todavía eran famosos a través de los
mundos de la galaxia, nombres de hombres, mujeres y lugares. Platón, Shakespeare,
Beethoven, Blake, el antiguo esplendor de Babilonia, y los despojos de Ankara, y
las humildes casas de sus propios antepasados, todo ello aquí, todavía aquí. Kellon
se estremeció mentalmente. Lo malo era que no tenía otra forma mejor de ocupar el
tiempo que venir a sacar conjeturas en este pequeño y sombrío lugar.
Ya había visto todos sus misterios
y carecía de objeto seguir viniendo. Pero volvió. No es que tuviera para él un valor
arqueológico sentimental, se dijo. De sentimentalismos ya había oído bastante a
los charlatanes que llevaba a bordo. Kellon era un hombre del servicio de Astrografía
y todo lo que deseaba era volver a su trabajo, pero mientras lo tuvieran retenido
aquí, le resultaba mejor vagar sobre la tierra verde o andar curioseando en torno
a esta vieja reliquia, que tener que oír las interminables algazaras de los otros.
Cada vez se peleaban más, porque
se estaban cansando de aquella monotonía. Les pareció maravilloso l salir en primer
plano por toda la galaxia, ayudando a realizar un reportaje sobre el fin de la Tierra,
pero, a medida que iba transcurriendo el tiempo, su voluble entusiasmo se fue debilitando
No podían marcharse de allí, pues la expedición tenía que transmitir el desenlace
final de la muerte del planeta, y éste no se realizaría hasta dentro de varias semanas.
Darnow, sus ayudantes y científicos, ocupados en ir y venir a muchos viejos sitios,
habrían aguantado allí eternamente, pero los otros estaban realmente aburridos.
Kellon, por otra parte, había descubierto en la vieja casa el suficiente interés
para soportar la espera sin que le resultara demasiado opresiva. Había leído mucho
ya sobre cómo eran aquí las cosas en los pasados tiempos, y se pasaba largas horas
sentado en la terracita, al sol de la tarde, tratando de imaginarse la existencia
que habían llevado aquel hombre y aquella mujer, llamados Ross y Jennie.
¡Qué extraña y circunscrita parecía
ahora aquella clase de vida! Leía que, en aquellos viejos tiempos, la mayoría de
las personas tenían automóviles de tierra que utilizaban para desplazarse a las
ciudades donde trabajaban. ¿Se desplazarían a trabajar los dos, o solo el hombre?
Tal vez la mujer se quedara en la casa a cuidar de los niños, si los tenían, y por
la tarde a lo mejor se entretenía cuidando las flores del jardincito donde todavía
brotaban algunas semillas supervivientes. ¿Se les habría ocurrido pensar alguna
vez que, en un día futuro, cuando hiciera muchos siglos que ellos habían muerto,
su casa estaría solitaria y en silencio con un visitante de las estrellas lejanas?
Se acordó de un pasaje leído por los Arcturus Players, correspondiente a una obra
antigua: Vienen como la sombra y así se van.
No, pensaba Kellon; Ross y Jennie
eran sombras ahora, pero no lo habían sido entonces. Para ellos, y para todas las
demás personas que se imaginaba entrando y saliendo de las ciudades en aquellos
días remotos, la sombra era él, el hombre del futuro que aún no existía. Aquí solo,
sentado, tratando de comprender aquel tiempo pretérito, Kellon tenía a veces el
fantástico presentimiento de que sus vivas imaginaciones acerca de las personas,
las multitudinarias ciudades, los movimientos y las risas eran una realidad, y que
él no era más que un fantasma al acecho.
Los días del verano llegaron en seguida,
cálidos, sofocantes. El Sol aparecía blanco y más grande en lo alto de los cielos,
derramando sobre la Tierra más luz y más calor que recibiera en miles de años. Y
toda la vegetación parecía responder con ímpetu alborozado al desarrollo final,
como un acto de jubilosa afirmación que Kellon encontraba infinitamente conmovedor.
Ahora, incluso las noches eran cálidas; los vientos soplaban temblorosos y suaves
y, en la distancia, el océano saltaba sobre las playas en una risotada de espuma
y estruendo, presa de grandes mareas solares. Con un sobrecogimiento, como si despertara
de una pesadilla, Kellon comprendió de repente que sólo faltaban unos días. La espiral
se iba cerrando velozmente y muy pronto el calor sería intolerable. Se dijo a sí
mismo que estaría muy contento de partir. Luego tendrían que esperar en el espacio
hasta que todo hubiera concluido. Después podría volver a su propio trabajo, a su
propia vida, y dejarse de especular acerca de unas sombras que ya no existían. Cierto;
se alegraría con la marcha. Pero cuando faltaban unos días para el despegue, Kellon
volvió a visitar la vieja casa, y estaba meditando sobre ella cuando una voz sonó
a sus espaldas:
–Perfecta –dijo Borrodale–, es una
reliquia perfecta.
Kellon se volvió, sobresaltado y
con espanto. Los ojos de Borrodale resplandecían de interés a medida que inspeccionaba
la casa. Luego se volvió hacia Kellon.
–Estaba dando un paseo, capitán,
y al verlo venir hacia aquí se me ocurrió seguirlo. ¿Es aquí donde venía usted tan
a menudo?
Kellon, sintiéndose un poco culpable,
trató de eludirlo.
–He venido unas cuantas veces.
–¿Por qué ha querido ocultarnos esto?
–exclamó Borrodale–. Desde aquí podemos rodar un formidable reportaje final. Es
una antigua y típica casa de la Tierra. Roy se encargará de vestir a los actores
con atuendos de aquella época y los filmaremos haciendo la clase de vida que entonces
llevaban…
Kellon, inesperadamente, sintió una
violenta reacción.
–No –dijo con aspereza. Borrodale
arqueó las cejas.
–¿No? Pero, ¿por qué?
Efectivamente, poco podía importarle
a Kellon que se posesionaran de la casa, que se burlaran de su vetustez y falta
de condiciones, posando ridículamente ante las cámaras vestidos con trajes a la
moda antigua para hacer un espectáculo con todo ello. ¿Qué podía importarle a él
para quien tan poco significaba este olvidado planeta ni nada de lo que había en
su superficie? Sin embargo, en sus adentros había algo que se sublevaba contra lo
que pudieran hacer aquí.
–Podríamos vernos obligados a despegar
de pronto–dijo–. Si se vienen todos ustedes hasta aquí, podría implicar un peligroso
retraso.
–¡Usted mismo dijo que aún faltaban
unos días! –exclamó Borrodale, y luego añadió firmemente–: capitán, no comprendo
por qué quiere obstruir nuestra labor. Pero puedo recurrir a otra autoridad por
encima de la suya.
Se marchó de allí y Kellon pensó
de mal talante que si Borrodale enviaba un mensaje al Cuartel General de Astrografía
se iba a salir con la suya y él quedaría en muy mal lugar. Se sentó en la terraza
y estuvo recreando su vista hasta que cayeron las sombras de la noche. La Luna se
alzó blanca y resplandeciente pero, esta noche, la atmósfera no estaba en calma.
Un viento seco y abrasador había comenzado a soplar y al remover las altas hierbas
hacía que las laderas y planicies dieran la vaga impresión de estar vivas. Era como
si hubiera empezado a latir un pulso extraño en el aire y en el suelo, como si el
Sol llamara a su hija la Tierra y ésta se esforzara por responder. La casa se ofrecía
como de ensueño a la luz de plata y las flores del jardín emitían un susurro. Cuando
regresó Borrodale, su regordeta figura negra se recortaba a la luz de la luna.
–Me he comunicado con su cuartel
general –dijo con aire triunfante–, y me han concedido plena cooperación. Mañana
haremos desde aquí nuestro primer reportaje.
–No –dijo Kellon poniéndose en pie.
–Kellon, no puede ignorar una orden…
–Mañana ya no estaremos aquí –agregó
Kellon–. Soy yo el responsable de sacar la nave de la Tierra con un amplio margen
de seguridad. Despegaremos a primera hora de la mañana.
Borrodale guardó silencio por un
momento, y cuando habló su voz llevaba un tono perplejo.
–No hay duda de que está usted adelantando
las cosas para impedir nuestra emisión. La verdad, no comprendo su actitud.
Claro que no lo comprendía, pensaba
Kellon, pero ¿cómo hacérselo entender? Permaneció un rato en silencio. Borrodale
lo miró a él y luego a la vieja casa.
–Sin embargo, tal vez lo comprenda,
Kellon –dijo Borrodale pensativo, después de un momento–. Usted ha estado viniendo
aquí solo con bastante frecuencia. El hombre puede encariñarse demasiado con los
fantasmas…
–No diga disparates –objetó Kellon
bruscamente–. Vale más que regresemos a la nave. Tenemos mucho que hacer antes de
despegar.
Borrodale no pronunció palabra mientras
hicieron el camino de vuelta por el valle plateado por la luna. Se volvió a mirar
una sola vez, pero Kellon ni siquiera giró su cabeza. Doce horas más tarde despegaron
de la Tierra, en una mañana triste y ominosa a causa de las nubes que se agolpaban
veloces. Kellon sintió un ligero alivio cuando rebasaron la atmósfera y se internaron
en la estrellada negrura sin fondo. El espacio era su elemento, al que él pertenecía.
Recibiría una dura reprimenda por su arbitraria decisión final, pero no le importaba.
Situó la nave en una órbita calculada y se puso a esperar. Debían transcurrir varios
días antes de que llegara el fin de la Tierra. El blanco Sol aparecía ahora mucho
más cerca, y su “Luna” se había alejado de él en una nueva falsa órbita, pero aun
así pasaría algún tiempo antes de que pudieran retransmitir a la expectante galaxia
el fin de su ancestral mundo. Kellon permanecía parte del tiempo en su camarote.
Los preparativos que estaban teniendo lugar, a medida que se aproximaba el gran
momento, le producían náuseas. Deseaba que todo hubiera terminado ya. Pensaba que
le iba a ser insoportable. Cuando faltaba una hora y veinte minutos para la “Hora
E”, pensó que debía salir al puente para presenciarlo. Allí habían sido instaladas
las cámaras móviles, y se encontraba abarrotado por Borrodale y por cuantos pudieron
entrar allí. A Borrodale le habían encomendado la emisión de la última hora y, al
parecer, los demás estaban resentidos.
–¿Por qué has de presentar tú solo
el reportaje final? –se quejaba amargamente Lorri Lee a Borrodale–. Eso no es justo.
Ouayle defendía el mismo punto enfadado.
–Será presenciado por el mayor público
de la historia –decía– y todos deberíamos tener la oportunidad de hablar.
Borrodale les contestaba y las voces
subían de tono. Kellon se daba cuenta de que los técnicos de la emisión parecían
preocupados. Tras ellos, por la ventanilla filtrante, veía a la motita oscura del
planeta que se iba acercando a la estrella blanca. El Sol la había llamado, y la
Tierra, con acelerada ansiedad, estaba recorriendo los últimos pasos de su larga
carrera. Mientras tanto, el clamor levantado por las voces de protesta hizo que
Kellon montara en repentina cólera.
–Escuchen –les dijo a los técnicos
de la emisión–. Cierren toda clase de sonido. Que aparezca solo la imagen.
Aquellas palabras hicieron callar
a todos. Finalmente, Lorri Lee protestó:
–¡Capitán Kellon, no puede hacer
eso!
–Puedo hacerlo y lo hago. Cuando
navegamos por el espacio asumo el mando absoluto –dijo.
–Pero este reportaje necesita un
comentario…
–Por Cristo –dijo Kellon con desgana–,
callen todos ustedes y dejen morir en paz a ese planeta.
Les volvió la espalda. Ni siquiera
oía sus voces de resentimiento, ni cuando guardaron todos un impresionante silencio
y se pusieron a contemplar la escena a través de las ventanillas filtrantes, como
la estaba contemplando él, la cámara y toda la galaxia. ¿Pero qué faltaba por ver
sino una motita oscura casi engullida por los brillantes vapores del Sol? Pensó
que las piedras de la vieja casa debían estar ya empezando a volatilizarse, ahora
que los vapores de luz y fuego ocultaban casi por completo al insignificante planeta,
atraído por la llamada de los suyos. Kellon pensó que, en aquel momento, todos los
átomos de la vieja Tierra estaban siendo liberados para mezclarse con el ente solar;
todo lo que antaño fuera Ross y Jennie, Shakespeare y Schubert, alegres flores y
sonoros ríos, océanos, rocas y vientos, volvían a fundirse con el ser que les dio
vida. Seguían contemplando en silencio, pero ya no quedaba nada por ver; nada en
absoluto. También en silencio, la cámara fue desconectada. Kellon dio una orden
e inmediatamente la nave salió de su órbita para comenzar el largo camino de retorno.
Ya se habían marchado todos de allí, excepto Borrodale. Sin volverse siquiera le
dijo:
–Ahora ya puede enviar sus quejas
al cuartel general.
Borrodale negó con la cabeza.
–No formularé ninguna queja, capitán.
El silencio puede ser el mejor réquiem para todo. Ahora me alegro de que haya sido
así.
–¿Que se alegra?
–Sí –añadió Borrodale–. Me alegro
de que, al fin. la Tierra haya tenido un verdadero funeral.