Rafael Sánchez Ferlosio
El lobo, viejo, desdentado, cano, despeluchado, desmedrado, enfermo,
cansado un día de vivir y de hambrear, sintió llegada para él la hora de
reclinar finalmente la cabeza en el regazo del Creador. Noche y día caminó por
cada vez más extraviados andurriales, cada vez más arriscadas serranías, más
empinadas y vertiginosas cuestas, hasta donde el pavoroso rugir del huracán en
las talladas cresterías de hielo se trocaba de pronto, como voz sofocada entre
algodones, al entrar en la espesa cúpula de niebla, en el blanco silencio de la
Cumbre Eterna. Allí, no bien alzó los ojos –nublada la visión, ya por su propia
vejez, ya por el recién sufrido rigor de la ventisca, ya en fin por lágrimas
mezcladas de autoconmiseración y gratitud– y entrevió las doradas puertas de la
Bienaventuranza, oyó la cristalina y penetrante voz del oficial de guardia, que
así lo interpelaba:
–¿Cómo te atreves siquiera a aproximarte a estas
puertas sacrosantas, con las fauces aún ensangrentadas por tus últimas cruentas
refecciones, asesino?
Anonadado ante tal recibimiento y abrumado de
insoportable pesadumbre, volvió el lobo la grupa y, desandando el camino que
con tan largo esfuerzo había traído, se reintegró a la tierra y a sus
querencias y frecuentaderos, salvo que en adelante se guardó muy bien, no ya de
degollar ovejas ni corderos, que eso la pérdida de los colmillos hacía ya
tiempo se lo tenía impedido, sino incluso de repasar carroñas o mondar
osamentas que otros más jóvenes y con mejores fauces hubiesen dado por
suficientemente aprovechadas. Ahora, resuelto a abstenerse de tocar cosa alguna
que de lejos tuviese algo que ver con carnes, hubo de hacerse merodeador de
aldeas y caseríos, descuidero de hatos y meriendas. Las muelas, que, aunque
remeciéndosele ya las más en los alveolos, con todo, conservaba, le permitían
roer el pan; pan de panes recientes cuando la suerte daba en sonreír, pan duro
de mendrugos casi siempre. Viviendo y hambreando bajo esta nueva ley
permaneció, pues, en la tierra y en la vasta espesura de su monte natal por otro
turno entero de inviernos y veranos, hasta que, doblemente extenuado y deseoso
de descanso tras esta a modo de segunda vuelta de una antes ya larga
existencia, de nuevo le pareció llegado el día de merecer reclinar finalmente
la cabeza en el regazo del Creador. Si la ascensión hasta la Cumbre Eterna
había sido ya acerba la primera vez, cuánto más no se le habría vuelto ahora,
de no ser por el hecho de que la disminución de vigor físico causada por aquel
recargo de vejez sobreañadido sería sin duda compensada en mayor o menor parte
por el correspondiente aumento del ansia de descanso y bienaventuranza. El caso
es que de nuevo llegó a alcanzar la Cumbre Eterna, aunque tan insegura se le
había vuelto la mirada que casi no había llegado siquiera a vislumbrar las
puertas de la Bienaventuranza cuando sonó la esperada voz del querubín de
guardia:
–¿Así es que aquí estás tú otra vez, tratando de
ofender, con tu sola presencia ante estas puertas, la dignidad de quienes por
sus merecimientos se han hecho acreedores a franquearlas y gozar de la Eterna
Bienaventuranza, pretendiéndote igualmente merecedor de postulada? ¿A tanto
vuelves a atreverte tú? ¡Tú, ladrón de tahonas, merodeador de despensas,
salteador de alacenas! ¡Vete! ¡Escúrrete ya de aquí, tal como siempre, por lo
demás, has demostrado que sabes escurrirte, sin que te arredren cepos ni barreras
ni perros ni escopetas!
¡Quién podrá encarecer la desolación, la amargura,
el abandono, la miseria, el hambre, la flaqueza, la enfermedad, la roña, que
por otros más largos y más desventurados años se siguieron! Aun así, apenas
osaba ya despuntar con las encías sin dientes el rizado festón de las lechugas,
o limpiar con la punta de la lengua la almibarada gota que pendía del culo de
los higos en la rama, o relamer, en fin, una por una, las manchas circulares
dejadas por los quesos en las tablas de los anaqueles del almacén vacío. Pisaba
sin pisar, como pisa una sombra, pues tan liviano lo había vuelto la flaqueza,
que ya nada podía morir bajo su planta por la sola presión de la pisada. Y al
cabo volvió a cumplirse un nuevo y prolongado turno de años y, como era tal vez
inevitable, amaneció por tercera vez el día en que el lobo consideró llegada
para él la hora de reclinar finalmente la cabeza en el regazo del Creador.
Partió invisible e ingrávido como una sombra, y
era, en efecto, de color de sombra, salvo en las pocas partes en las que la
roña no le había hecho caer el pelo; donde lo conservaba, le relucía
enteramente cano, como si todo el resto de su cuerpo se hubiese ido
convirtiendo en roña, en sombra, en nada, para dejar campear más vivamente, en
aquel pelo cano, tan sólo la llamada de las nieves, el in extinto anhelo
de la Cumbre Eterna. Pero, si ya en los dos primeros viajes tal ascensión había
sido excesiva para un lobo anciano, bien se echará de ver cuán denodado no
sería el empeño que por tercera vez lo puso en el camino, teniendo en cuenta
cómo, sobre aquella primera y, por así decido, natural vejez del primer viaje,
había echado encima una segunda y aun una tercera ancianidad, y cuán
sobrehumano no sería el esfuerzo con que esta vez también logró llegar. Pisando
mansa, dulce, humildemente, ya sólo a tientas reconoció las puertas de la
Bienaventuranza; apoyó el esternón en el umbral, dobló y bajó las ancas,
adelantó las manos, dejándolas iguales y paralelas ante el pecho, y reposó
finalmente sobre ellas la cabeza. Al punto, tal como sospechaba, oyó la metálica
voz del querubín de guardia y las palabras exactas que había temido oír:
–Bien, tú has querido, con tu propia obstinación,
que hayamos acabado por llegar a una situación que bien podría y debería
haberse evitado y que es para ambos igualmente indeseable. Bien lo sabías o lo
adivinabas la primera vez; mejor lo supiste y hasta corroboraste la segunda; ¡y
a despecho de todo te has empeñado en volver una tercera! ¡Sea, pues! ¡Tú lo
has querido! Ahora te irás como las otras veces, pero esta vez no volverás
jamás. Ya no es por asesino. Tampoco es por ladrón. Ahora es por lobo.
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