Gabriela de la Peña
Decía mi abuela que para
ver correctamente las cosas había que empezar por llevar los anteojos
adecuados. Eso me lo dijo cuando, a los 6 años, un oftalmólogo pagado por el
gobierno nos destinó, en sólo 15 minutos, a media clase de primer grado a ser
el blanco de las bromas de la otra mitad del salón. Desde entonces el mundo se
dividió para mí entre los “con gafas” y los “sin gafas”. Así de simple. Ni
buenos ni malos. Ni gringos ni comunistas. Sólo gente con gafas o sin ellas.
De adolescente quise reivindicar a los de mi
grupo con la venganza de Lady Di: “verme estupenda”. De modo que cada seis
meses cambiaba de anteojos, haciéndolos perdidizos o argumentando que éstos ya
no me permitían ver bien. Mis gafas eran cada vez más ridículas y más
chillantes, y todo este espectáculo transcurría ante el total desconcierto de
mis padres. Lo llamaron “cosas de la adolescencia”, y yo me sentí la reina del
mundo con su sentencia. Mis anteojos rojos, al más “maddonesco” estilo, me
hacían elevarme más allá de mis espinillas o mi corta estatura.
No sé lo que es vivir sin anteojos.
Mi abuela murió, dejé de ser adolescente, y parte
de mi doloroso crecimiento fue descubrir que el mundo era mucho más complicado
que una guerra imaginaria entre personas con gafas y personas sin ellas. El
desencanto entró a mi vida por la puerta delantera. Y sí. Tuve que aceptar que
la clasificación “gafas-sin gafas” no me servía para nada.
Uno de esos días en que las altas temperaturas
del desierto abruman el cerebro y evaporan la vista, encontré una foto de mi
abuela mientras buscaba distraer al calor bajo la lectura de un libro. Era una
tarde cualquiera, de un verano cualquiera, en una de esas ciudades construidas
por la inexplicable terquedad humana de asentarse donde no debe. Pero ese es
otro asunto.
En la fotografía observé que mi abuela no llevaba
gafas. Era una de esas fotografías hechas en un estudio de barrio. Ella debía
tener 16 años. 18, cuando mucho. Era muy guapa, parecía una estrella de cine
hollywoodense en tiempos de blanco y negro. Sin darle importancia al hecho de
las no-gafas, volteé la foto para ver la fecha. 20 de julio de 1948; y una
leyenda apenas legible, hecha a toda prisa y con una extraña tinta de color
turquesa:
“Samuel,
el tiempo no tiene prisa”.
¿Quién era Samuel? Ciertamente no era mi abuelo.
Tampoco había en mi familia alguien con ese nombre… pero más desconcertante
aún: “¿el tiempo no tiene prisa?”. ¿Y por qué estaba todo esto escrito,
precisamente, con tanta prisa que incluso era difícil entender todas sus
letras?
Guardé la foto en su lugar: insertada en un viejo
libro de su antiguo librero. “Crónicas de Marco Polo”, observé en el lomo del
mismo, antes de colocarlo en su sitio.
Al día siguiente fui a hacerme un nuevo examen de
la vista. Tras el episodio de la fotografía, me convencí a mí misma de que
comenzaba nuevamente a ver todo a mi alrededor de forma borrosa. Seguramente
con gafas nuevas, con una nueva graduación…
Mi graduación no había cambiado, pero me apeteció
hacerme con otro modelo de gafas. “Algo clásico, pero chic…mmmhhh… esas, las
doradas de corte redondeado”, bromeé con la chica del mostrador.
Gafas nuevas, misterio sin resolver. Volví a
Marco Polo. La frase seguía resonando en mi cabeza mientras observaba de nuevo
la fotografía. Me alejé un poco del librero, algo dentro me decía que debía ver
el cuadro completo.
“Abuela… cuánto debías amar a tus libros”. Decidí
acercarme poco a poco, dejándome llevar por la infinidad de títulos a mi paso,
todos ellos empolvados, nunca tocados de nuevo, estáticos desde que ella se
había marchado.
Tomé suavemente un nuevo título, movida por la
delicadeza con la que imaginaba que ella lo habría hecho alguna vez. “Antonio
Machado. Antología”. Lomo negro. Portada color violeta, en ella una margarita
marchitándose al sol.
Me reacomodé las nuevas gafas empujándolas por el
centro sobre mi nariz; recordando que éste es uno de los inconvenientes para
quienes las llevamos en una tierra en la que el calor hace sudar hasta el
entrecejo. Examiné rápidamente el libro, hasta que una vieja hoja de cuaderno a
rayas me hizo detenerme. La desdoblé cuidadosamente. Era un mapa de tesoro
trazado evidentemente por una mano infantil:
Puerta. Casa del fantasma. Puente de la cruz.
Lago de los cocodrilos.
Sonreí. Es imposible no hacerlo cuando uno se
topa por sorpresa con la ilusión de quien todavía puede imaginar un mundo de
piratas surcando el mar. Un mundo de buenos y malos. De gente con gafas o sin
ellas. Esta vez no encontré pistas de su autor, de su destinatario o de la
fecha en que fue delineado. Lo doblé de nuevo. Tomé el libro y coloqué el mapa
en el lugar en el que lo había encontrado. Me sorprendí a mí misma presa de una
tierna sensación de refugio que me hizo sentarme en la mecedora de la abuela y
leer pausadamente el poema en el que había estado escondido mi ahora mapa del
tesoro.
El viajero
Esa
misma noche volví al librero. Sin un objetivo en mente. Sólo ver. Con gafas
nuevas.
Tomé un título cualquiera, que casi
automáticamente se abrió por un viejo separador. Un añejado trozo de cartulina,
roto por las esquinas. Otra leyenda de su puño y letra, esta vez escrito, me
pareció, con más calma y cuidado:
“Encuéntrame en el silencio”.
Ni las gafas, ni Samuel, ni el nombre del libro
me interesaban ya. Era una vida cifrada en un librero, escondida entre páginas
viejas, entre frases nuevas para mí. Era un legado vivo, un misterio mágico, un
“lo que yo quiera”…
Aún no termino de reconstruir la historia de mi
abuela. Tampoco sé si quiero hacerlo. He entendido que hay secretos sublimes,
inexplicables, vivos, eternos. Comprendí que es mejor no tocarlos, no
mancillarlos, dejarlos ser como son, como fueron, como pueden ser. Misterios
que merecen una sola cosa: ser sentidos, perderse, deleitarse en ellos para
luego dejarlos permanecer.
Y me he dado cuenta de que yo también he tenido
otras pérdidas fecundas, que merecían este pequeño homenaje.
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