J. M. Machado de Assis
Imagine la lectora que está en 1813, en la iglesia de Carmo, oyendo una de
aquellas buenas fiestas antiguas, que eran la mayor diversión pública y lo mejor
del arte musical. Sabe cómo es una misa cantada; puede imaginar lo que sería una
misa cantada en aquellos años remotos. No llamo su atención hacia los curas y sacristanes,
ni hacia el sermón, ni hacia los ojos de las jóvenes cariocas, que ya eran bonitas
en aquel tiempo, ni hacia las mantillas de las señoras graves, las casacas, las
cabelleras, las cortinas, las luces, los inciensos, nada. Ni siquiera hablo de la
orquesta, que es excelente; me limito a mostrarle una cabeza blanca, la cabeza de
ese viejo que dirige la orquesta con alma y devoción.
Se llama Román Pires. Tendrá sesenta años, no menos
en todo caso, nació en el Valongo, o por esos lados. Es un buen músico y un buen
hombre; todos los colegas lo quieren.
El maestro Román es su nombre familiar; y decir familiar
o público era la misma cosa en tal materia y en aquellos tiempos. “La misa será
dirigida por el maestro Román”, equivalía a esta forma de anuncio, años después:
“Entra en escena el actor João Caetano”. O a esta: “El actor Martinho cantará una
de sus mejores arias”. Era la sazón adecuada, el aliciente delicado y popular. ¡El
maestro Román dirige la fiesta! ¿Quién no conocía al maestro Román, con su aire
circunspecto, recatado el mirar, sonrisa triste y paso lento? Todo esto desaparecía
al frente de la orquesta; y entonces la vida se derramaba por todo el cuerpo y todos
los gestos del maestro; la mirada se encendía, la sonrisa se iluminaba: era otro.
No significaba esto que él fuera el autor de las misas; esta, por ejemplo, que ahora
dirige en el Carmo es de João Mauricio; pero él se aplica a su trabajo poniendo
en ello el mismo amor que pondría si fuera suya.
La fiesta terminó; y fue como si se apagara un resplandor
intenso, dejándole el rostro iluminado apenas por la luz ordinaria; helo aquí descendiendo
del coro, apoyado en el bastón; va a la sacristía a besar la mano a los padres y
acepta un sitio en su mesa. Permanece todo el tiempo indiferente y callado. Termina
la cena, sale, camina en dirección a la Calle de la Madre de los Hombres, en donde
vive, en compañía de un negro viejo, papá José, que es como si fuera su verdadera
madre, y que en este momento conversa con una vecina.
–Ahí viene el maestro Román, papá José –dijo la vecina.
–¡Eh!, ¡eh!, adiós vecina, hasta luego.
Papá José dio un salto, entró en la casa, y esperó a
su amo, que entró poco después con el mismo aire de siempre. La casa no era rica,
por supuesto; ni alegre. No había en ella el menor vestigio de mujer, vieja o joven,
ni pajaritos que cantasen, ni flores, ni colores vivos o cálidos. Casa sombría y
desnuda. Lo más alegre que allí había era un clavicordio, donde el maestro Román
tocaba algunas veces, estudiando. Sobre una silla, al lado, algunos papeles con
partituras; ninguna suya…
¡Ah!, si el maestro Román pudiera, sería un gran compositor.
Tal parece que hay dos clases de vocación, las que tienen lengua y las que no la
tienen. Las primeras se realizan; las últimas representan una lucha constante y
estéril entre el impulso interior y la ausencia de un modo de comunicación con los
hombres. La de Román era de estas. Tenía la vocación íntima de la música; llevaba
dentro de sí muchas óperas y misas, un mundo de armonías nuevas y originales que
no alcanzaba a expresar y poner en el papel. Esta era la causa única de la tristeza
del maestro Román. Naturalmente, el vulgo no se daba cuenta; unos decían esto, otros
aquello: enfermedad, falta de dinero, algún disgusto antiguo; pero la verdad es
esta: la causa de la melancolía del maestro Román era no poder componer, no poseer
el medio de traducir lo que sentía. Y no porque escatimara el gasto de papel o el
paciente trabajo, durante muchas horas, al frente del clavicordio; pero todo le
salía informe, sin idea ni armonía. En los últimos tiempos hasta sentía vergüenza
de los vecinos, y ya ni siquiera intentaba nada.
Y, no obstante, si pudiera, terminaría al menos cierta
pieza, un canto de esponsales, comenzado tres días después de su casamiento, en
1799. La mujer, que tenía entonces veintiún años, y murió de veintitrés, no era
bonita, ni mucho ni poco, pero sí muy simpática, y lo amaba tanto como él a ella.
Tres días después de su boda, el maestro Román sintió en su interior algo parecido
a la inspiración. Imaginó entonces el canto esponsalicio, y quiso componerlo; pero
la inspiración no logró salir. Como un pájaro que acaba de ser aprisionado, y forcejea
por atravesar las paredes de la jaula, abajo, encima, impaciente, aterrorizado,
así batía la inspiración de nuestro músico, encerrada dentro de él sin poder salir,
sin encontrar una puerta, nada.
Algunas notas llegaron a reunirse; él las escribió;
asunto para una hoja de papel, apenas. Insistió al día siguiente, diez días después,
veinte veces durante sus años de casado. Cuando murió su mujer releyó aquellas primeras
notas conyugales, y se sintió más triste aún, por no haber podido dejar en el papel
la sensación de esa felicidad ya extinta…
–Papá José –dijo él–, hoy no me siento muy bien.
–Tal vez el señor comió algo que le cayó mal…
–No, desde esta mañana estaba así. Vaya a la botica…
El boticario mandó cualquier cosa que él tomó esa noche;
al día siguiente el maestro Román no se sentía mejor. Es preciso agregar que padecía
del corazón: molestia grave y crónica.
Papá José sintió temor cuando vio que el malestar no
cedía al remedio, ni al reposo, y quiso llamar al médico.
–¿Para qué? –dijo el maestro–. Esto pasa.
El día no terminó peor y él pasó buena noche; no así
el negro, que sólo consiguió dormir dos horas. Los vecinos, una vez que se hubieron
enterado de aquella dolencia, no tuvieron otro motivo de conversación; los que mantenían
relación con el maestro fueron a visitarlo. Y le decían que no era nada, que eran
achaques de la edad; alguien agregaba graciosamente que era un truco, para librarse
de las derrotas que el boticario le propinaba en el juego de “gamao”; otro, que
era cuestión de amores. El maestro Román sonreía, pero para sus adentros se decía
que aquello era el final. “Todo acabó”, pensaba.
Una mañana, cinco días después de la fiesta, el médico
lo encontró realmente mal; y el maestro se lo notó en la expresión, por detrás de
las palabras engañadoras:
–Esto no es nada; es preciso no pensar en músicas…
¡En músicas! De pronto esta palabra del médico trajo
al maestro una idea casi olvidada.
Al quedarse solo con el esclavo, abrió la gaveta donde
guardaba desde 1799 el canto de esponsales iniciado. Releyó aquellas notas arrancadas
con tanto trabajo y nunca concluidas. Y tuvo entonces una idea singular:
–Terminar la obra, fuese como fuese; cualquier cosa
estaría bien, con tal de que significara dejar un poco de alma sobre la tierra.
–¿Quién sabe? En 1880, tal vez, se interpretará esta
obra y se contará que un tal maestro Román…
El comienzo del canto remataba en un cierto la: este
la, que resultaba bien allí donde estaba, era la última nota escrita. El maestro
Román ordenó llevar el clavicordio a la habitación del fondo, que daba al solar:
necesitaba aire.
Por la ventana vio, en la ventana trasera de otra casa,
una dulce pareja de recién casados, asomados, abrazados por los hombros y de manos
unidas. El maestro Román sonrió con tristeza.
–Ellos llegan –se dijo–, yo salgo. Compondré al menos
este canto que ellos podrán tocar…
Se sentó ante el clavicordio; reprodujo las notas y
llegó al la…
–La, la, la…
Nada, no lograba seguir. Y, sin embargo, él sabía de
música como el que más.
La, do… la, mi… la, si, do, re… re… re…
¡Imposible! ninguna inspiración. No aspiraba a una pieza
profundamente original; sólo algo que no pareciera de otro y que se relacionara
con la idea comenzada. Volvía al principio, repetía las notas, intentaba revivir
un retazo de la sensación extinguida, se acordaba de su mujer, de aquellos tiempos
primeros. Para completar la ilusión, dejaba correr su mirada por la ventana en dirección
a la pareja de recién casados. Ellos seguían allí, con las manos unidas y rodeándose
los hombros con los brazos; pero ahora se miraban uno al otro, en vez de mirar hacia
abajo. El maestro Román, agotado por el malestar y la impaciencia, tornaba al clavicordio;
pero la visión de la pareja no le traía la inspiración, y las notas siguientes no
sonaban.
–La, la, la…
Desesperado, dejó el clavicordio, tomó el papel escrito
y lo rompió. En ese momento, la joven absorta en la mirada del esposo, empezó a
canturrear de cualquier modo, inconscientemente, alguna cosa nunca antes cantada
ni sabida, una cosa en la cual cierto la proseguía después de un si con una linda
frase musical, justamente aquella que el maestro Román había buscado durante años
sin hallarla jamás. El maestro la oyó con pesar, sacudió la cabeza, y esa noche
expiró.
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