Robert Sheckley
Edward Flaswell compró un planetoide, sin haberlo visto previamente, en el
Departamento de Territorios Interestelares, en la Tierra. Lo eligió sobre la
base de una fotografía que mostraba poca cosa aparte de una cordillera de
pintorescas montañas. Pero a Flaswell le gustaban las montañas y preguntó al
funcionario de Reclamaciones:
–¿Habrá o no habrá oro por aquellas colinas, paisano?
–Seguramente, paisano, seguramente –respondió el
funcionario, extrañado porque un hombre en sus cabales quisiera alejarse varios
años-luz de la mujer más próxima; pensó que ningún hombre en su sano juicio lo
haría, mientras lanzaba sobre Flaswell una mirada escrutadora.
Pero Flaswell estaba absolutamente cuerdo. Simplemente no
se había detenido a estudiar el problema.
Llegados a un acuerdo, Flaswell depositó una pequeña
cantidad y se comprometió a mejorar su tierra cada año. Tan pronto se secó la
tinta en la escritura de compra, adquirió un pasaje de segunda clase a bordo de
un carguero espacial, donde se embarcó con un equipo de segunda mano, para
dirigirse hacia sus posesiones.
Muchos colonizadores novatos descubren luego que
compraron un pedazo apreciable de roca desnuda. Flaswell tuvo suerte. Su
planetoide, al que bautizó con el nombre de Azar, poseía una mínima atmósfera
fabricada que se podía activar hasta un grado respirable. Tenía agua, que su
equipo de perforación alumbró al vigésimo tercer intento. No encontró oro en
aquellas colinas, aunque sí alguna cantidad de torio exportable. Y esto no era
todo; gran parte del suelo presentaba propiedades para el cultivo de dires,
olges, simises y otros frutos apetitosos.
Flaswell solía decir a su robot capataz:
–¡Este lugar me hará rico!
–Seguramente, jefe, seguramente –respondía siempre el
robot.
El planetoide era innegablemente prometedor. Su desarrollo y explotación
representaban una labor inmensa para un hombre solo, pero Flaswell contaba con
veintisiete años, una complexión robusta y un ánimo resuelto. El planetoide
prosperó bajo su hábil dirección. Pasaron meses, y Flaswell cultivó sus campos,
extrajo torio de las pintorescas montañas y embarcó sus mercancías en el
carguero espacial que, con no mucha frecuencia, pasaba por allí.
Su robot capataz le dijo un día:
–Jefe, no tiene usted muy buena cara.
Flaswell frunció el ceño al escuchar eso. El hombre a
quien compró sus robots había sido un Sufragista Humano de la más fanática
especie, que codificó la conversación de sus mecanismos según sus propias ideas
del respeto debido al Género Humano. Esto resultaba molesto para Flaswell, pero
le era imposible proveerse de cintas nuevas. ¿Y en qué otra parte hubiera
hallado robots por tan poco dinero?
–No me pasa nada, Gunga-Sam –replicó Flaswell.
–Perdón, señor Flaswell. No es así. Habla usted solo en
los campos y perdone que se lo diga.
–Nada de particular.
–Y tiene un principio de tic en el ojo izquierdo. Y le
tiemblan las manos. Y bebe demasiado. Y…
–¡Basta ya, Gunga-Sam! Un robot debe saber cuál es su
sitio –cortó Flaswell; al ver la expresión ofendida que, de algún modo, se
retrató en el metálico rostro del robot, dio un suspiro, añadiendo–: Tienes
razón, desde luego. Siempre tienes razón, mi buen amigo. ¿Qué opinas de mí?
–Que sufre demasiado de las aflicciones del Hombre
Humano.
–¡Lo sé de sobra! –Flaswell se pasó una mano por su
desgreñada melena negra–. A veces los envidio a ustedes, los robots, que están
siempre riendo, no tienen inquietudes, son felices…
–Es porque no tenemos alma.
–Por desgracia yo sí. ¿Qué me aconsejas?
–Que tome unas vacaciones, señor.
Gunga-Sam se retiró prudentemente para que su dueño pudiera
reflexionar sobre ello.
Flaswell agradecía el buen consejo de su servidor, pero
disponer de tiempo para unas vacaciones era difícil. Azar, su planetoide, estaba
en el Sistema Trociano, es decir, todo lo aislado que se podía estar por
aquella época. Es cierto que estaba a sólo quince días de vuelo de las
chillonas diversiones de Citeria III y no muy lejos de Nagóndicon, donde podían
pasarla de lo lindo los poseedores de un estómago fuerte. Pero la distancia es oro,
y oro era lo que Flaswell quería ganar en Azar.
Flaswell seguía cultivando, extrayendo más torio, y comenzó a dejarse
crecer la barba. Continuaba hablando solo en los campos y bebiendo mucho por la
noche. Algunos de los robots labradores se asustaban al pasar Flaswell junto a
ellos y se ponían a rezar al proscrito Dios de la Combustión. Pero el leal
Gunga-Sam no tardó en cortar tan ominoso giro de los acontecimientos.
–¡Autómatas ignorantes! –los exhortó–. El Jefe Humano
está bien. Es fuerte, es bueno. Créanme, hermanos, es como yo digo.
Pero las murmuraciones no cesaron, porque los robots
esperaban que los humanos dieran ejemplo. La situación hubiera resultado
imposible de dominar de no recibir Flaswell en el siguiente envío de
provisiones, el flamante catálogo de unos grandes almacenes.
Lo abrió cuidadosamente sobre la mesa de plástico y, al
resplandor de un foco, se puso a estudiar su contenido. ¡Qué maravillas se
ofrecían al colonizador solitario! Instalaciones domésticas de destilación,
solidovisión portátil y…
Flaswell volvió una hoja, la leyó, tragó saliva y volvió
a leer. Decía:
¡PÍDANOS UNA ESPOSA!
Colonizadores: ¿por qué sufrir sin compañía el azote de la soledad? ¿Por
qué aceptar las Aflicciones Humanas? Ofrecemos ahora, por primera vez, una
selección limitada de esposas para los pioneros que viven al margen de la
civilización.
La Esposa Modelo Roebuck-Ward es elegida cuidadosamente
según su energía, adaptabilidad, agilidad, perseverancia, aptitudes
colonizadoras y, por supuesto, algún grado de gracia y gentileza. Las
seleccionadas reúnen condiciones para habitar en cualquier planeta, ya que
poseen un centro de gravedad relativamente bajo, una piel adecuadamente
pigmentada para todos los climas, uñas cortas y fuertes en los dedos de las
manos y los pies. Están bien proporcionadas, pero sin contornos perturbadores, cualidad
que apreciará el colonizador atareado.
Disponemos de modelos corrientes en tres tallas (véanse
detalles a continuación) que se adaptan al gusto de cada comprador. Al recibo
de su pedido, Roebuck-Ward congelará una y se la enviará, en tercera clase, por
flete reducido. De este modo, sus gastos quedarán reducidos al estricto mínimo.
¿Por qué no cursa el pedido de una esposa HOY MISMO?
Flaswell llamó a Gunga-Sam y le enseñó el anuncio. El autómata lo leyó en
silencio y, luego, miró a su dueño.
–Una probable solución, effendi –declaró el
capataz.
–¿Crees? –Flaswell se levantó, se puso a pasear
nerviosamente por la habitación–. Pero yo no me proponía casarme ahora. ¿Qué
manera es ésta de casarse? ¿Cómo sé si ella me gustará?
–Al Hombre Humano le conviene tener Mujer Humana.
–Sí, pero…
–Por otra parte, ¿no congelan un sacerdote y lo envían
también?
Una lenta sonrisa surcó el rostro de Flaswell al digerir
la perspicaz observación de su servidor.
–Gunga-Sam –dijo–, como de costumbre, has ido
directamente al fondo de la cuestión. Me figuro que habrá una moratoria
mientras un hombre toma una decisión. Resulta demasiado caro congelar un
sacerdote. ¡Y sería tan bonito tener al lado una mujer que te ayude…!
Gunga-Sam logró mostrar una sonrisa inescrutable.
Flaswell se sentó y cumplimentó su pedido, especificando
que deseaba una mujer de talla pequeña, que estimó lo bastante grande para él.
Indicó a Gunga-Sam que transmitiera el pedido por la radio.
Las semanas siguientes estuvieron llenas de agitación para Flaswell, que
empezó a escudriñar con ansiedad el horizonte. Los robots entraron en un estado
de expectación. Por las noches, sus alegres canciones y danzas estaban
entremezcladas con cuchicheos y jovialidad. Los autómatas decían mil veces a
Gunga-Sam:
–Oye, capataz, ¿cómo será la Mujer Humana del Jefe?
–Eso a ustedes no les importa –les respondía Gunga-Sam–.
Es un problema del Hombre Humano y no deben meter las narices en él.
Pero finalmente observaba el horizonte con tanta ansiedad
como los demás.
Durante aquellas semanas, Flaswell meditó sobre las
virtudes de la Esposa Modelo. Cuanto más pensaba en ello, más le agradaba la
idea. No quería una mujer bonita, pintada, desvalida e inútil. Pero resultaría
muy agradable tener una compañera alegre, con sentido común, que supiera
guisar, lavar, arreglar la casa, dar órdenes a los robots domésticos, coser la
ropa, hacer mermelada…
Así dejaba pasar el tiempo, soñando y comiéndose las
uñas.
Por fin, el carguero espacial surgió en el horizonte,
aterrizó, descargó una caja grande de embalaje y despegó en dirección hacia
Amira III.
Los robots trajeron la caja a Flaswell.
–¡Su esposa nueva, señor! –exclamaron triunfalmente, y
lanzaron al aire sus latas de petróleo.
Flaswell concedió inmediatamente medio día de fiesta, y
pronto quedó solo, en su sala de estar, con la gran caja helada, con la
leyenda: Frágil. Contiene Mujer.
Apretó los botones de los controles de descongelación,
esperó la hora prescrita y abrió la caja. Dentro había otra, que necesitaba dos
horas para descongelarse. Flaswell aguardó impaciente, paseándose arriba y
abajo por la sala y devorando lo que aún restaba de sus uñas.
Y pasado el tiempo, Flaswell abrió con mano temblorosa la
tapa y vio…
–¿Qué es esto? –exclamó.
La joven que se hallaba en el interior de la caja
pestañeó, bostezó como un pequeño gato, abrió los ojos y se incorporó. Se
miraron, y Flaswell comprobó que se había cometido un grave error.
La muchacha lucía un bonito y nada práctico vestido
blanco, con su nombre, Sheila, bordado en hilo de oro. El siguiente detalle que
observó Flaswell fue su delgadez, poco a propósito para un duro trabajo en
condiciones distintas a las del planeta Tierra. Su cutis era blanco como la
nieve, muy susceptible sin duda a las ampollas del cruel sol veraniego del planetoide.
Sus manos tenían los dedos largos, con uñas rojas. Era elegante, completamente
distinta a lo que Roebuck-Ward había prometido. En cuanto a sus piernas y demás
partes, Flaswell decidía que serían perfectas en la Tierra, pero no allí, donde
un hombre tiene que poner atención en su trabajo.
Ni siquiera podía decirse que tuviera un centro de
gravedad bajo, sino todo lo contrario.
Flaswell pensó, no sin razón, que lo habían engañado,
estafado, puesto en ridículo.
Sheila salió de la caja, se acercó a una ventana y miró
los campos verdes y floridos de Azar, flanqueados a lo lejos por montañas.
–¿Dónde están las palmeras? –preguntó la joven.
–¿Palmeras?
–Sí. Me dijeron que en Srinigar V había palmeras.
–Esto no es Srinigar V –repuso Flaswell.
–¿No es usted el pachá de Srae?
–Soy el colonizador que explota este planetoide. ¿No es
usted la Esposa Modelo Roebuck- Ward?
–¿Lo parezco acaso? –gritó Sheila, echando chispas por
los ojos–. Soy la Esposa Modelo de Gran Lujo, y esperaba que me mandaran al
planeta paradisíaco subtropical Srinigar V.
–Nos han engañado a los dos –replicó Flaswell con
tristeza–. El departamento de despachos debió cometer un error.
La joven observó la mal arreglada sala de estar de
Flaswell, y el temor alteró su hermoso rostro.
–Supongo que podrá facilitarme transporte para ir a
Srinigar V.
–Ni aun para Nagóndicon –dijo Flaswell–. Informaré a
Roebuck-Ward del error que han cometido. Ellos le facilitarán transporte cuando
envíen mi pedido.
Sheila se encogió de hombros y dijo:
–El viajar enseña.
Flaswell asintió, pensativo. Aquella joven no tenía
cualidades colonizadoras. Pero era pasmosamente bonita. No había razón para que
su estancia no fuera agradable para ambos.
–En estas circunstancias –dijo Flaswell con una sonrisa
de invitación–, podemos ser amigos.
–¿Qué circunstancias?
–Somos los únicos Humanos del planetoide –Flaswell puso
una mano sobre el hombro de la joven–. Tomemos una copa. Hábleme de usted…
Flaswell escuchó en aquel momento un fuerte ruido a su
espalda. Se volvió y vio a un robot bajo y rechoncho que salía de un
compartimiento de la caja de embalaje.
–¿Qué desea? –preguntó.
–Soy un robot sacerdote –respondió éste–, autorizado por
el gobierno para celebrar matrimonios en el espacio. Y, además, tengo poderes
de la Compañía Roebuck-Ward para actuar como dueño y protector de esta señorita
hasta que se haya celebrado la ceremonia de casamiento.
–¡Maldita sea! –refunfuñó Flaswell.
–¿Qué esperaba usted? –preguntó Sheila–. ¿Un sacerdote
Humano congelado?
–Eso no. Pero un robot dueño…
–Es lo mejor que puede hacerse –aseguró Sheila a
Flaswell–. Le sorprendería saber lo que hacen algunos hombres apenas se han
alejado unos cuantos años-luz de la Tierra.
–¿Usted cree? –repuso Flaswell desconsoladamente.
–Es lo que me han dicho –contestó Sheila, apartando su
vista de él con gazmoñería–. Después de todo, la futura esposa del pachá de
Srae ha de tener un protector.
–Amadísimos hermanos –entonó el robot–. Estamos aquí
reunidos para unir…
–¡Ahora, no! –gritó Sheila–. ¡Con éste, no!
–Mandaré a los robots para que le arreglen una habitación
–gruñó Flaswell.
Se retiró, musitando para sí sobre las aflicciones del
Hombre Humano.
Se puso en contacto con Roebuck-Ward, de donde le
comunicaron que su pedido le sería enviado inmediatamente y el otro despachado
a su verdadero destino. Luego, volvió a entregarse a su trabajo, resuelto a
ignorar la presencia de Sheila y de su dueño.
El trabajo prosiguió en Azar. Había que extraer torio y
perforar más pozos. Se acercaba el tiempo de la recolección, y los robots
pasaban muchas horas en los campos verdes y floridos, mientras en sus metálicos
rostros brillaba el aceite lubricante. El aire estaba embalsamado por la
fragancia de las flores.
Sheila logró que se notara su presencia con sutil aunque
sorprendente fuerza. Pronto aparecieron pantallas de plástico sobre los desnudos
focos de luz fría, cortinas en las ventanas y alfombras en el suelo. Y otros
muchos cambios adicionales en la casa, que Flaswell más bien notaba que veía.
También sufrió un cambio su dieta. La cinta memorizadora
del robot cocinero estaba gastada en muchos sitios, por lo que el pobre
autómata ya no sabía preparar más que carne de buey asada, ensalada de pepino,
arroz con leche y jugo de cacao. Flaswell había venido comiendo con mucho
estoicismo esos platos desde su llegada a Azar, alternándolos en ocasiones con
alimentos en conserva.
En la cinta memorizadora del robot cocinero, Sheila grabó
pacientemente recetas para hacer estofado, marmita de carne, ensaladas
variadas, pastel de manzana y muchas cosas más. El panorama gastronómico de
Azar comenzó a mejorar ostensiblemente.
Pero cuando Sheila preparó conservas con frutas del
planetoide, Flaswell comenzó a experimentar dudas.
Al fin y al cabo, era una joven muy práctica, pese a su
dispendiosa apariencia. Sabía hacer todo lo que una Esposa Modelo. Y tenía
otros atributos. ¿Para qué necesitaba entonces su pedido?
Flaswell, tras meditar sobre esto un tiempo, confesó a su
capataz:
–Estoy desconcertado, Gunga-Sam.
–¿Sí? –dijo el capataz con su metálico rostro impasible.
–Quisiera tener un poco de intuición robótica. ¿No te
parece, Gunga-Sam, que ella se está portando muy bien?
–La Mujer Humana comparte los problemas del Hombre
Humano.
–¿Pero cuánto tiempo? Hace tanto como pudiera hacerlo la
Esposa Modelo. Guisa, prepara conservas…
–Los trabajadores la quieren –dijo Gunga-Sam con sencilla
dignidad–. Ha de saber, señor, que durante la epidemia de oxidación que se
declaró la semana pasada, ella trabajó noche y día para consolar y curar a los
asustados robots más jóvenes.
–¿Hizo eso? –preguntó conmovido Flaswell–. Una mujer de
su condición, un modelo de lujo…
–No importa. Es una Mujer Humana y tiene fuerza y
nobleza.
–¿Sabes que me has convencido? –dijo Flaswell muy
despacio–. Creo realmente que tiene condiciones para quedarse aquí, aunque sea
de otro modelo. La cuestión es amoldarse a las circunstancias. Le voy a decir
que se quede con nosotros y luego anularé el pedido.
Una expresión extraña, que podría ser de regocijo, brilló
en los ojos del capataz. Hizo una profunda reverencia y dijo:
–Será como desee el señor.
Flaswell corrió a buscar a Sheila.
Sheila se hallaba en la enfermería, instalada en lo que antes había sido
un cobertizo de herramientas. Con la ayuda de un robot mecánico, estaba curando
abolladuras y dislocamientos de piezas, enfermedades peculiares de los seres de
piel metálica.
–Sheila, deseo hablar con usted –dijo Flaswell.
–Tan pronto termine de ajustar este perno, estaré a su
disposición –respondió distraídamente la joven.
Ajustó debidamente el perno y dio un pequeño golpe con la
llave al robot.
–Vamos, Pedro. Intenta caminar ahora con esa pierna.
El robot se levantó con cautela, puso peso sobre su
pierna y vio que resistía. Dio cómicas cabriolas alrededor de la Mujer Humana
diciendo:
–Me reparó usted muy bien. Gracias, señora.
Salió y se alejó saltando bajo el sol.
Sheila y Flaswell lo siguieron con la mirada, sonriendo
ante sus extravagancias.
–Son como niños –dijo Flaswell.
–No se puede evitar quererlos –respondió Sheila–. Son tan
felices, tan despreocupados…
–Porque no tienen alma –le recordó Flaswell.
–Es cierto, no tienen alma –asintió tristemente la
joven–. ¿Qué deseaba decirme?
–Pues…
Flaswell miró a su alrededor. La enfermería era un lugar
antiséptico, lleno de llaves, destornilladores, sierras para cortar metal,
martillos de punta y otros instrumentos médicos. No era el ambiente apropiado
para lo que pretendía decir.
–Venga conmigo –dijo.
Salieron de la enfermería y atravesaron los campos verdes
y floridos hasta el pie de las espectaculares montañas de Azar. Allí yacía una
quieta y oscura extensión de agua, a la que daban sombra riscos escarpados,
sobre la que colgaban árboles gigantescos que Flaswell había plantado. Se
detuvieron allí.
–Quería decirle, Sheila, que me sorprendió completamente.
Creí que era usted un parásito, una persona sin carácter. Su condición, su
educación, todo parecía dar eso a entender. Pero estaba equivocado. Luchó contra
un mundo al margen de la civilización, lo conquistó triunfalmente y se ganó los
corazones de todos.
–¿De todos? –musitó Sheila.
–Creo que puedo hablar en nombre de todos los robots del
planetoide. La idolatran. Creo que ya es usted como uno de nosotros.
La joven permaneció callada largo rato, mientras el
viento susurraba por entre las ramas de los árboles gigantescos, rizando la
obscura superficie del lago.
Sheila rompió el silencio para decir:
–¿De veras lo cree?
Flaswell se sintió cautivo de la exquisita perfección de
aquella mujer, perdido en las profundidades de topacio de sus ojos. Su
respiración se hizo más acelerada. Tomó la mano de la joven.
–Sheila…
–Edward…
–Amadísimos hermanos –aulló una estridente voz metálica–.
Estamos aquí reunidos…
–¡Ahora no, grandísimo loco! –gritó Sheila.
El robot sacerdote se adelantó y dijo con aspereza:
–No me gusta inmiscuirme en los asuntos de los Humanos,
pero así me obligan mis coeficientes grabados en cinta. A mi entender, el
contacto físico es una insensatez. Como experiencia, una vez entrechoqué mis
miembros con una robot costurera. Y todo lo que logré con estas molestias fue
una abolladura. En cierta ocasión creí experimentar algo, un pulso eléctrico
que me atravesó vertiginosamente y me hizo imaginar que estaba trazando lentamente
figuras geométricas. Pero, tras un examen, descubrí que el aislamiento había salido
de un centro conductor. Por lo tanto, esta emoción carecía de validez.
–¡Maldita sea! –refunfuñó Flaswell.
–Perdone mi presunción. Intentaba explicar que yo,
personalmente, considero ininteligibles las instrucciones que me han dado… Es
decir, impedir todo contacto físico mientras no se haya celebrado la ceremonia
nupcial. Pero éstas son las órdenes que tengo. ¿Puedo cumplirlas ahora?
–¡No! –gritó Sheila.
El robot se encogió de hombros como quien no puede
remediar la cosa y se perdió entre la maleza.
–No puedo soportar a un robot que no conozca cuál es su
sitio –dijo Flaswell–. Pero me alegro que esté aquí.
–¿Cómo?
Flaswell respondió con aire de convicción:
–Vale tanto usted como la mejor Esposa Modelo y es mucho
más bonita. ¿Quiere casarse conmigo?
El robot volvió a acercarse a ellos.
–No –declaró Sheila.
–¿No? –repitió Flaswell, sin comprender.
–Ya me oyó. ¡No!
–¿Por qué? Sería tan conveniente que se quedara, Sheila.
Los robots la adoran. Nunca los había visto trabajar tan bien.
–No me interesan sus robots –replicó la joven, muy
erguida, desmelenada, con los ojos llameantes–. No me interesa su planetoide.
Ni me interesa usted en modo alguno. Me iré a Srinigar V, dónde seré la mimada
esposa del pachá de Srae.
Se miraron; Sheila, con el rostro pálido de ira,
Flaswell, rojo de confusión.
El robot sacerdote terció:
–¿Puedo ya dar principio a la ceremonia…? Amadísimos
hermanos…
Sheila dio media vuelta y corrió hacia la casa.
–No comprendo –dijo lastimosamente el robot sacerdote–.
Todo esto es muy complicado. ¿Cuándo se celebrará la ceremonia?
–No se celebrará –respondió Flaswell, que echó a caminar
hacia la casa, fruncidas las cejas por la cólera.
El robot vaciló, suspiró metálicamente y se apresuró a
reunirse con su protegida.
Flaswell pasó toda aquella noche sentado en su cuarto y bebió mucho,
mientras gruñía en voz baja. Poco después del alba, el leal Gunga-Sam llamó y
entró a la pieza.
–¡Mujeres! –barbotó Flaswell a su servidor.
–¿Eh? –inquirió Gunga-Sam.
–Nunca las entenderé. Me ha engañado… Creí que quería
quedarse. Creí…
–El espíritu del Hombre Humano es oscuro –repuso
Gunga-Sam–, pero es claro como el cristal comparado con el de la Mujer Humana.
–¿Dónde aprendiste eso? –quiso saber Flaswell.
–Es un antiguo proverbio de los robots.
–A veces pienso que los robots tienen alma.
–¡Oh, no, señor Flaswell! Está expresamente especificado
en nuestras Instrucciones de Montaje, que los robots han de ser construidos sin
alma para que no padezcan angustia.
–Es una medida muy acertada –aseveró Flaswell–. Debiera
aplicarse también a los Humanos. ¡Que se vaya al infierno esa mujer! ¿Ahora qué
quieres?
–Vengo a decirle, señor, que se dispone a aterrizar la
nave de transporte.
Flaswell se puso pálido.
–¿Tan pronto? Esto significa que mi pedido…
–Indudablemente.
–Y se llevará a Sheila a Srinigar V.
–Con toda seguridad, señor.
Flaswell gimió lastimeramente. Luego dijo:
–Está bien. Voy a ver si está dispuesta.
Halló a Sheila en la sala, contemplando las maniobras de
la nave.
–Le deseo mucha suerte, Edward. Espero que su esposa
resulte a su gusto.
La nave aterrizó y los robots comenzaron a mover una caja
grande de embalaje.
–Mejor será que me vaya –dijo Sheila–. No esperarán mucho
tiempo.
Le tendió la mano y Flaswell la tomó.
La mantuvo así durante un momento y, luego, se dio cuenta
que la tomaba del brazo. Ella no opuso resistencia. Flaswell de pronto tomó a
Sheila en sus brazos. La besó y se sintió como un pequeño sol que se convierte
en nova.
Sheila suspiró.
Flaswell carraspeó dos veces.
–¡Sheila, te quiero! No te puedo ofrecer muchas
comodidades aquí, pero si te quedas…
–¡Ya era hora que te dieras cuenta que me quieres! ¡Claro
que me quedo!
Los pocos minutos siguientes fueron de éxtasis y
definitivamente vertiginosos. Finalmente, fueron interrumpidos por fuertes
voces de robot que hablaban en el exterior. Se abrió la puerta y entró el robot
sacerdote, seguido de Gunga-Sam y dos granjeros mecánicos.
–¡Sorprendente! –exclamó el robot sacerdote–. ¡Increíble!
¡Pensar que he llegado a ver cómo un robot incita a otro a pelear!
–¿Qué pasó?
–Este capataz suyo se ha sentado sobre mí –respondió
indignado el robot sacerdote–, mientras sus compañeros me tenían sujeto. Lo
único que pretendía era entrar a esta habitación y cumplir con mi deber tal
como me han ordenado el Gobierno y la Compañía Roebuck-Ward.
–¿Por qué hiciste eso, Gunga-Sam? –preguntó Flaswell con
una sonrisa.
El robot sacerdote se acercó a Sheila.
–¿Está averiada? ¿Abolladuras? ¿Algún cortocircuito?
–No lo creo –contestó Sheila sin aliento.
Gunga-Sam explicó a Flaswell:
–La culpa es mía, Jefe. Pero todos saben que el Hombre
Humano y la Mujer Humana necesitan soledad durante su noviazgo. No he hecho más
que lo que consideré mi deber.
–Hiciste muy bien –afirmó Flaswell–. Te estoy
profundamente agradecido, Gunga- Sam… ¡Dios mío!
–¿Qué sucede? –preguntó Sheila, recelosa.
Flaswell miraba por la ventana. Los robots labradores
llevaban hacia la casa una caja de embalaje.
–¡La Esposa Modelo! ¿Qué haremos, cariño? Anulé el pedido
por el que te mandaron a ti e hice otro… ¿Crees que se puede rescindir
legalmente el contrato?
Sheila se echó a reír.
–No te preocupes. Esa caja no contiene ninguna mujer. Tu
pedido fue anulado tan pronto se recibió.
–¿De veras?
–Puedes estar seguro –respondió la joven, bajando la
vista avergonzada–. Me odiarás por… En los archivos de la Compañía se guardan
las fotografías de los colonizadores que piden esposa. Las mujeres podemos
elegir entre ellos… Estuve allí muchas veces para que no me clasificaran como
modelo de lujo hasta que trabé amistad con el jefe del departamento de pedidos.
Y me mandaron aquí.
–Pero el pachá de Srae…
–Lo inventé yo.
–¿Por qué? –preguntó Flaswell, extrañado–. Siendo tan
bonita…
–Todos esperan que sea un juguete para un idiota
gordinflón. ¡No me da la gana! ¡Quiero ser una esposa! ¡Y valgo tanto como una
mujer fea y rechoncha!
–Mucho más.
–Sé guisar, curar robots, cosas prácticas. ¿No lo he
demostrado?
–Lo has demostrado, cariño.
Sheila se echó a llorar.
–Pero nadie lo hubiera creído, y por eso tuve que
engañarte para que me dejaras estar aquí hasta que te enamoraras de mí.
–Y lo estoy –repuso Flaswell, enjugándole las lágrimas a
Sheila–. Todo ha salido a pedir de boca. Una feliz coincidencia.
Algo similar al rubor apareció en el metálico rostro de
Gunga-Sam.
–¿No ha sido acaso una feliz coincidencia?
–Verá usted, señor Flaswell, effendi… Es bien
sabido que el Hombre Humano necesita una Mujer Humana atractiva. La Esposa
Modelo parecía un poco severa, y Mensahib Sheila es hija de un amigo del dueño
que tuve antes. El caso es que me tomé la libertad de enviarle el pedido
directamente a ella. Su amigo del departamento de pedidos le enseñó la fotografía
de usted e hizo que la mandaran aquí. Confío en que no esté descontento de su humilde
servidor por haber desobedecido.
–¡Condenado de mí! –exclamó al fin Flaswell–. Es lo que
siempre digo. Ustedes, los robots, comprenden mejor que nadie a los Humanos –se
volvió hacia Sheila–. ¿Qué hay en esa caja de embalaje?
–Mis vestidos, joyas, zapatos, cosméticos, mi tocador…
–Pero…
–Cariño, querrás que esté presentable cuando vayamos de
visita –dijo Sheila–. Después de todo, Citerea III está sólo a quince días de
aquí. Me enteré antes de venir.
Flaswell, resignado, hizo una seña afirmativa con la
cabeza. Había que esperar algo semejante de un modelo de lujo.
–¡Ahora! –indicó Sheila, dirigiéndose al robot sacerdote.
El robot no respondió.
–¡Ahora! –gritó Flaswell.
–¿Están seguros? –preguntó con aspereza el robot.
–¡Sí! ¡Comienza!
–No acabo de comprenderlo –repuso el robot sacerdote–.
¿Por qué ahora? ¿Por qué no la semana pasada? ¿Soy el único cuerdo que hay
aquí? En fin. Amadísimos hermanos…
Y se celebró la ceremonia. Flaswell concedió tres días de
fiesta y los robots los festejaron cantando y bailando a su manera.
Desde entonces la vida cambió en Azar. Los Flaswell
comenzaron a llevar una modesta vida social, visitar y ser visitados por
matrimonios que residían a quince o veinte días de distancia, en Citerea III,
Tham y Randico I. Pero el resto del tiempo, Sheila era irreprochable Esposa
Modelo, amada por los robots e idolatrada por su marido. El robot sacerdote,
ateniéndose a su manual de instrucciones, aprendió teneduría de libros, para cuyo
desempeño su mentalidad estaba bien dotada. Solía decir que si no fuera por él,
la explotación del planetoide sería una ruina.
Y los robots seguían extrayendo torio, las plantas
florecían y Sheila y Flaswell compartían las responsabilidades de los Humanos.
Flaswell no se cansaba de alabar las ventajas de la
Roebuck-Ward. Pero Sheila sabía que la verdadera ventaja consistía en tener un
capataz como el fiel y sin alma Gunga-Sam.
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