jueves, 18 de septiembre de 2025

Una niña perversa

Jehanne Jean-Charles

 

Esta tarde empujé a Arturo a la fuente. Cayó en ella y se puso a hacer “gluglú” con la boca, pero también gritaba y lo escucharon. Papá y mamá llegaron corriendo. Mamá lloraba porque creía que Arturo se había ahogado. Pero no era así. Vino el doctor. Arturo está ahora muy bien. Pidió pastel de mermelada y mamá se lo dio. Sin embargo, eran las siete, casi la hora de acostarse, cuando pidió pastel, y a pesar de eso mamá se lo dio. Arturo estaba muy contento y orgulloso. Todo el mundo le hacía preguntas. Mamá le preguntó cómo había podido caerse, si se había resbalado, y Arturo dijo que sí, que se tropezó. Es gentil que haya dicho eso, pero yo sigo detestándolo y volveré a hacerlo en la primera ocasión.

Por lo demás, si no dijo que lo empujé yo, quizá sea sencillamente porque sabe muy bien que a mamá la horrorizan las delaciones. El otro día, cuando le apreté el cuello con la cuerda de saltar y se fue a quejar a mamá diciendo: “Elena me hizo esto”, mamá le dio una terrible nalgada y le dijo: “¡No vuelvas a hacer una cosa así!” Y cuando llegó papá, ella se lo contó, y también papá se puso furioso. Arturo se quedó sin postre. Por eso comprendió. Y esta vez, como no dijo nada, le dieron pastel de mermelada. Me gusta enormemente el pastel de mermelada: se lo he pedido a mamá yo también, tres veces, pero ella puso cara de no oírme. ¿Sospechará que yo fui la que empujó a Arturo?

Antes yo era buena con Arturo, porque mamá y papá me festejaban tanto como a él. Cuando él tenía un auto nuevo, yo tenía una muñeca, y no le hubieran dado pastel sin darme a mí. Pero desde hace un mes, papá y mamá han cambiado completamente conmigo. Todo es para Arturo. A cada momento le hacen regalos. Con esto no mejora su carácter. Siempre ha sido un poco caprichoso, pero ahora es detestable. Sin parar está pidiendo esto y lo otro. Y mamá cede casi siempre. A decir verdad, creo que en todo un mes sólo lo han regañado el día de la cuerda de saltar, y lo raro es que esta vez no era culpa suya.

Me pregunto por qué papá y mamá, que me querían tanto, han dejado de repente de interesarse en mí. Parece que ya no soy su niñita. Cuando beso a mamá, ella no sonríe. Papá tampoco. Cuando van a pasear, voy con ellos, pero continúan desinteresándose de mí. Puedo jugar junto a la fuente lo que yo quiera. Les da igual. Sólo Arturo es gentil conmigo de cuando en cuando, pero a veces se niega a jugar conmigo. Le pregunté el otro día por qué mamá se había vuelto así conmigo. Yo no quería hablarle del asunto, pero no pude evitarlo. Me miró desde arriba, con ese aire burlón que toma adrede para hacerme rabiar, y me ha dicho que era porque mamá no quiere oír hablar de mí. Le dije que no era verdad. Él me dijo que sí, que había oído a mamá decirle eso a papá, y que le había dicho: “No quiero oír hablar nunca más de ella”.

Ese fue el día que le apreté el cuello con la cuerda. Después de eso, yo estaba tan furiosa, a pesar de la nalgada que él había recibido, que fui a su recámara y le dije que lo mataría.

Esta tarde me dijo que mamá, papá y él iban a ir al mar, y que yo no iría. Se rio y me hizo muecas. Entonces lo empujé a la fuente.

Ahora duerme, y papá y mamá también. Dentro de un momento iré a su recámara y esta vez no tendrá tiempo de gritar, tengo la cuerda de saltar en las manos. Él la olvidó en el jardín y yo la tomé.

Con esto se verán obligados a ir al mar sin él. Y luego me iré a acostar sola, al fondo de ese maldito jardín, en esa horrible caja blanca en la que me obligan a dormir desde hace un mes.

 

(Tomado de www.tallermecontasunahistoriadale.blogspot.com)

 

Una fosa abierta

Arturo Uslar Pietri

 

“Todo está en la tierra”, decía José Gabino a los que se acercaban al gran hueco, que ya le ocultaba medio cuerpo. Sudoroso, el raído sombrero sobre la nuca, un pañuelo rojo alrededor del cuello, en la cara, oscura de barba y de tierra, los ojos extraordinariamente vivos y brillantes. Escupía en las manos callosas y mientras empuñaba el cabo del pico para seguir la tarea, añadía: “Todo está arriba o está abajo. Lo de arriba ya tiene dueño. Cada mata, cada casa, cada campo tiene su amo que no deja que nadie se meta. Pero abajo es distinto. Uno hace un hueco y lo que encuentra es suyo”.

Llevaba tiempo excavando en aquella cuesta de monte, a la entrada del bosque, lejos del pueblo. “Éstas son tierras austeras”, decía. “No le importan a nadie. No salen sino matojos y lagartijas”. A veces trabajaba de continuo, con mucho empeño, de sol a sol. A veces desaparecía por largo tiempo. Andaba en alguna de sus aventuras sin rumbo por los pueblos y los campos vecinos.

Pero siempre volvía, meses más tarde, y se le divisaba desde el camino, medio hundido en el socavón, alzando y bajando al ritmo del golpe, con un grueso resuello de fatiga.

Llegamos a creer que estaba cavando su propia tumba. Iba siempre a los entierros de la gente conocida. Trataba a veces de cargar la urna, lo que no le permitían nunca. Alguien lo empujaba de lado. Se mezclaba entre los deudos y dolientes, con el deshecho sombrero en la mano y los ojos gachos y pesarosos. Se ponía cerca de la fosa, junto a las lápidas de mármol removidas, cerca del montón de tierra fresca. Miraba con atención bajar el féretro, colocar las láminas de cemento y recubrir con mezclote y con tierra. Se daba un manotazo como señal de la cruz y decía a los que estaban cerca: “A mí no me van a enterrar en la fosa común”. Tal vez se imaginaba que si tenía hecho aquel hoyo, fuera del pueblo, en tierras de nadie, podrían enterrarlo allí. Algún día lejano.

“¿Qué buscas, José Gabino?”. “Ya verán”. No decía otra cosa. José Gabino creía en aparecidos y en entierros. En el pueblo había muchos cuentos de entierros y de aparecidos. A cada guerra, a cada persecución, a cada asalto, había gente que había tenido que huir. Habían enterrado joyas, dinero y objetos de valor. Desde que el pueblo se fundó, en el tiempo más viejo de los españoles. Se sabía de entierros buscados y de entierros hallados. De tesoros ocultos que revelaban fantasmas nocturnos. En el hueco de un muro, al pie de un árbol, debajo de las baldosas de un patio. Se sabía quiénes habían encontrado aquellos botines escondidos. Puñados de viejas monedas de oro y de plata, con una cruz de un lado y un retrato de rey del otro. Dentro de carcomidas arquetas herrumbrosas o en ventrudas botijuelas de barro cocido. Gente pobre, habitantes de ruinosas casas, que de la noche a la mañana se marchaban del pueblo y se iban a la ciudad a llevar vida de ricos. No lo decían, pero se sabía que habían encontrado un tesoro.

“En esa casa había un entierro”, decían los más viejos. Daban detalles del año remoto en que sus ricos habitantes habían tenido que huir. No habían vuelto nunca. Habrían perecido en la persecución. La casa quedó en abandono y ruina. Vinieron a habitarla aquellos pobretones que no le tenían miedo al duende que salía en la alta noche. El duende del último propietario que no había regresado nunca. Todas las viejas casas del pueblo tenían su leyenda de tesoro enterrado y habían sido registradas y excavadas. A veces desde la calle se oía el ruido de la excavación. “En esa casa están buscando”, comentaban los pasantes.

José Gabino conocía todas las historias de entierros del pueblo, Las casas donde había y donde no había. Aquéllas en las que se había hallado y aquéllas otras en las que nada se encontró, a pesar de haberlas casi demolido en las búsquedas sin tregua. Él conocía los nombres olvidados de las ricas familias desaparecidas. Repetía los fabulosos inventarios de los tesoros. “Enterraron dos mil peluconas de oro en botijas de aceite y mataron los esclavos para que ninguno pudiera señalar el sitio”. Puñados de antiguas monedas y montones de plata labrada, de objetos de iglesia y de adorno. Cruces, copones, candelabros. Había habido una custodia, antes de la guerra grande, en la iglesia mayor. José Gabino conocía el número de brillantes, esmeraldas, rubíes y zafiros que había en cada rayo, orla, festón y firulete de la deslumbrante pieza. Nunca se supo más de ella, después de que el pueblo fue tomado por los federales. Todos los que la habían visto habían muerto ya. Pero había quienes aseguraban saber dónde estaba escondida, en el hueco de una tumba antigua, o debajo de una pilastra, o en algún sitio de los alrededores que ya más nadie recordó.

José Gabino había participado en muchas pesquisas de tesoro en casas viejas. Cuando desaparecía, en una de sus frecuentes correrías, la gente llegaba a pensar que había hallado un tesoro y se había marchado. Pero, tiempo después, regresaba tan pobre, tan maltratado de trabajos e intemperies como se había ido. Fue ya en sus años finales cuando comenzó a excavar aquel hueco del pie del monte. Cada vez más hondo, hasta que ya no le asomaba sino la cabeza y el sombrero cuando estaba erguido.

Hasta allí íbamos, a veces, los muchachos a molestarlo y a buscarle conversación. “¿Has encontrado algo?”. “Quién quita”, respondía, en su forma evasiva y continuaba golpeando lentamente con el pico en el fondo de greda húmeda. Iba poniendo sobre el borde, sobre un pañuelo de madrás a cuadros coloridos, algunas de las cosas que sacaba. Pedazos de cuarzo de colores, que él mostraba en la mano y miraba de través contra la luz del cielo. O sacaba un pedazo de raíz, torcido como cuerpo de serpiente. “Ésta en cocimiento es muy buena para el pasmo, para la lepra y también para el mal de San Vito”. “¿Tú tienes mal de San Vito?”. Se indignaba y comenzaba a lanzarnos injurias y luego piedras. Desde lejos continuábamos haciéndole burla hasta que él salía del hueco, recogía el anudado pañuelo y se terciaba el pico sobre la espalda. “José Gabino, ladrón de camino”, íbamos gritando hasta perdernos por las calles del pueblo rumbo a nuestras casas.

No pocas veces había llegado hasta la casa de mi familia, pedigüeñeando, o vendiendo una gallina o algún objeto sin valor. Rara vez se le compraba porque se tenía desconfianza de la procedencia de las cosas que traía, pero algo se le daba de limosna. Se asomaba al patio arbolado, donde en un rincón había un macizo de bananeros. “¿Es allí donde aparece el duende?”. Era un fantasma que se decía que aparecía en la casa, algunas noches y con el que se nos metía miedo y se nos amenazaba a los muchachos. “Aquí hay un entierro. Cuando quieran yo los ayudo a sacarlo”.

Algún día se debieron poner de acuerdo con él porque llegó una noche después de la cena. A los niños nos encerraron en nuestros cuartos y la gente mayor quedó con él en el corredor. Nos mantuvimos de pie, oyendo y con el ojo pegado del hueco de la cerradura.

Había ordenado apagar las luces, pero la luna llena iluminaba claramente el patio y penetraba en los corredores. José Gabino dirigía una especie de rezo en el que llamaba repetidamente al ánima en pena. “Venga, hermano, no tenga miedo. Queremos ayudarlo”. Todas las miradas, y la mía también al través del hueco de la cerradura, se concentraban en el macizo de los bananeros. El juego de la luz de la luna con el brillo y las sombras de las hojas y las formas de los troncos, formaban y deformaban apariencias de vagas figuras. “Allí está. Allí se ve”. “Ave María Purísima”, cuchicheaban las voces. Yo no lograba precisar ninguna forma. Vi luego a José Gabino levantarse y avanzar lentamente hacia las matas. Se oía el cuchicheo de una conversación.

Al día siguiente, con la ayuda de un peón, comenzó a excavar en un rincón del patio. “No hay que decir nada”, nos recomendaban los mayores. Se hizo un hueco grande sin resultado. Se intentó otro más pequeño cerca. Nada se encontró.

Cuando José Gabino se marchaba, pocos se acercaban a aquel hueco abandonado en el borde del monte. A veces, en nuestros juegos, llegábamos hasta allí los muchachos. Era ancho y estrecho. Más parecía una fosa. Nos poníamos a recordarlo. “¿Por dónde andará ahora?”. Se habría ido a alguna feria de pueblo a embaucar bobos. Ya volvería lleno de cuentos y de mentiras que iba enhebrando sin término. Mezclaba lo que decía que le había pasado recientemente, con algunas de sus más viejas historias. Las de sus andanzas de guerra, de contrabando o de peligro. Había presenciado o había tomado parte en todos los sucesos importantes de los alrededores. Las menudas cosas que sacaba del bolsillo o de aquella gran busaca terciada sobre el costado. La sortija cobriza, el cascabel de una serpiente, un colmillo de caimán, una uña de tigre. Para cada cosa tenía una historia interminable.

En los últimos tiempos, apenas regresaba, volvía a meterse en el hueco a cavar. De lejos se oía el golpe lento y repetido del pico. Lo oíamos sin querer. “Ése es José Gabino metido en su hoyo”.

Algo extraño encontró una vez. Sacaba de la busaca pequeños muñecos de barro cocido. Caras chatas, ojos brotados, piernas abiertas. Eran cosas de los indios. La gente no se las compraba porque creían que acarreaban mala suerte. Algunas eran menudas vasijas con patas de animales, con formas de rostros en el vientre. Algunas representaban animales: Cachicamos, morrocoyes, tigres.

Después se supo. Había desenterrado un gran envoltorio de trapos. Dentro, con todos aquellos muñecos, estaban envueltos los restos de un indio. José Gabino tuvo miedo. Enterró los huesos en otro sitio y estuvo tiempo sin volver a la excavación.

Era una figurita de barro cocido la que yo tuve de él. Un hombrecito en cuclillas, con los ojos saltados y los brazos sobre las piernas encogidas. Parecía mirarme fijamente. Era de un ocre rojizo con trazas de rayas negras.

Tuve que esconderlo porque en mi casa me dijeron todos que me iba a traer desgracia. No querían siquiera nombrar aquellas cosas. Hacían gestos rituales y decían palabras para conjurar la mala sombra. Llegué a sentir miedo de aquel poder maléfico que podía encerrar la pequeña figura de barro. Ocurrieron varios contratiempos en mi casa. No se lo decía a nadie, pero pensaba para mí que era el idolillo que conservaba escondido. Hasta que un día se murieron de moquillo las pocas gallinas del corral y yo mismo caí enfermo con una fiebre muy alta que me hacía ver en la sombra y el semisueño una forma amenazante de ídolo indio que avanzaba sobre mí.

Apenas me repuse resolví deshacerme de él. Lo trituré con una piedra en un rincón del corral. Se convirtió en un pequeño montón de tierra gris granosa, con el pie terminé de molerlo hasta convertirlo en polvo y borrarlo sobre la tierra.

¿Cuántos años estuvo José Gabino cavando aquel hoyo sin término? Cada vez que volvía al pueblo. Todos los que vivió hasta el fin.

En los últimos tiempos ya no parecía estar buscando nada, sino empeñarse en emparejar y cuadrar bien la excavación. Fue entonces cuando se me ocurrió que lo que José Gabino estaba haciendo era su propia fosa.

En una de las últimas veces que lo vi le pregunté: “¿Ya cómo que no trabajas más en el hueco? ¿Ya terminaste?”. Hizo una mueca de duda. “Uno no sabe”.

La última vez, cuando la invasión del Comandante, que fue cuando ya no volvió, pensé que lo traerían a enterrar en aquel sitio. Pero no fue así. Lo enterraron en el mismo camino donde quedó. ¿Quién iba a trasladar el cuerpo, ni a ocuparse del entierro?

El hueco quedó abierto. Todavía quizás lo esté. En el tiempo de los grandes aguaceros se llenaba de agua. De ranas y de larvas de zancudos, como un estanque.

Es, tal vez, lo único que ha quedado de José Gabino. Una fosa abierta, en un campo de nadie.

 

(Tomado de www.literatura.us)

 

El cofre

Manuel Romero de Terreros

 

A Jesús Reyes Ferreira

 

Las trémulas llamaradas, que el fuego de la chimenea despedía, hacían oscilar fantásticamente, sobre las paredes del aposento, la sombra del viejo don Alejandro. Arrebujado éste en un sillón, al lado del ancho hogar, procuraba calentar su cuerpo, entumecido, no tanto por el mal tiempo que a la sazón hacía, cuanto por los años y penas que sobre él pesaban. Pero, a pesar de su proximidad al fuego, sentía frío.

¡Cuántas noches pasara largas horas en el mismo sitio, fija la mirada en la rojiza lumbre! A veces, los encendidos leños asumían formas que su imaginación trocaba en personas y sucedidos reales, y de esa manera convertía aquel hogar en escenario, en el cual se representaba a menudo el tétrico drama de su vida.

El primer acto, por decirlo así, era de escaso interés. Después de sus primeros años, pasados al lado de su madre, veía su vida de colegio, vida triste y sin amigos, que tanto influyó sobre su carácter, haciéndolo huraño y retraído.

Empezaba el segundo acto con un cuadro pavoroso. Sobre el lecho de muerte yacía su madre, el único ser de él querido, y al lado, de pie, contemplábala un hombre severo, casi repugnante: su padre.

Sucedíanse los demás actos del drama con toda fidelidad. Don Alejandro recorría las principales capitales del mundo, en busca de distracción; pero todos huían de él, como si fuese un ser infecto: con lo cual se agriaba su carácter más y más. Cuando volvía a su casa, encontraba que su padre se moría. Sin sentir dolor alguno, veía cómo se apagaba la existencia del autor de sus días. El médico indicaba que no había más recurso… Llegaba el sacerdote, pero el moribundo sólo lograba enunciar, con gran dificultad, las palabras:

–¡El cofre…!

El salón en que se hallaba don Alejandro guardaba muchas obras de arte y objetos antiguos. Entre ellos, en un rincón del aposento, se hallaba un gran cofre de hierro, cubierto, casi en su totalidad, con clavos y remaches de bronce. Este era, sin duda alguna, el cofre al cual el moribundo había querido referirse, pero la llave no había podido encontrarse y el secreto, si secreto había en él, permanecía ignorado.

Por milésima vez, don Alejandro dirigió la mirada hacia el ángulo de la estancia, y se estremeció al ver que el cofre se hallaba abierto. La pesada tapa descansaba contra el muro, dejando ver el vetusto y complicado mecanismo de su cerradura.

Mucho tiempo permaneció el anciano sin poder apartar de aquel sitio los espantados ojos. Por fin, haciendo un supremo esfuerzo, abandonó su sitial al lado de la chimenea, y con una sensación de espanto, se dirigió hacia el cofre. Al principio nada pudo distinguir en el interior, pero pocos momentos después, vio un rectángulo amarillento que yacía en el fondo. Hincose de rodillas y con mano trémula extrajo aquel objeto. Era un sobre, manchado por el transcurso del tiempo, sin rótulo de ninguna especie.

Repentino y formidable estrépito hízole volver el rostro amedrentado, y vio que la tapa del cofre había caído en su sitio, cerrándolo de nuevo.

Volvió al lado del hogar, para leer el contenido del sobre: pero sus manos estaban de tal manera temblorosas, que no pudo verificarlo. Después de algunos instantes, logró conquistar relativa tranquilidad; abrió la cubierta y con ojos de terror, extrajo el pliego que contenía. Pero le daba vueltas la cabeza, y tuvo que apoyarse en la butaca para no caer al suelo. Fijó de nuevo la vista en el fuego del hogar, y vio claramente la pavorosa escena de la muerte de su madre. Anonadado, miró el anciano furtivamente a su alrededor, temiendo ser observado, y decidió hacer un esfuerzo para leer el pliego; pero el papel se escapó de sus temblorosas manos y cayó entre las llamas que lo consumieron vorazmente.

Don Alejandro miró hacia el rincón en donde estaba el cerrado cofre y se acercó más aún a la chimenea, pero, a pesar de su proximidad al fuego sentía frío.

 

(Tomado de www.ciudadseva.com)

 

miércoles, 17 de septiembre de 2025

¿Qué sabe usted de Chava?

Antonio Prieto

 

A José Alvarado

 

Desperté la otra tarde con punzante deseo de visitar a los Aguirre. Al decidirme a ello, mientras me vestía, quedé perplejo de mi ocurrencia. No suelo hacer visitas; siempre he sido retraído. Puedo autocalificarme como un pequeño burgués de costumbres muy personales; completamente inadaptado para la vida social. Hasta hace poco más de dos años, me reunía en ocasiones con grupos de amigos o aceptaba comer en su compañía. Luego me dediqué de lleno a mi trabajo de argumentista, y puedo decir que vivo no sólo con comodidad, sino hasta con cierta molicie.

¿Por qué hablo de mis asuntos personales? Jamás lo había hecho. Cuantas amistades tengo ignoran mi vida íntima. Sólo mi madre y mis hermanos, y el padre y los hermanos de mi mujer, saben que estoy casado. De tal manera me tienen por hosco mis colegas que nunca me hacen preguntas acerca de mi vida privada. Y cuando las han hecho se quedan sin respuesta.

La casa en que vivo es hermosa, y tiene, como fueron los deseos de mi mujer, un gran jardín para que nuestros hijos –que por desdicha no hemos tenido aunque ambos lo anhelamos– tuviesen amplio lugar de esparcimiento, como ella dice. Por razones que no he de mencionar aquí, al jardín sólo tenemos acceso mi mujer, yo y los chicos de unos vecinos a quienes nunca hemos recibido aquí –donde en estos momentos trabajo–, ni ellos a nosotros en su casa.

Dos veces al mes voy al centro a entregar mis originales o a darles lectura, lo que me parece muy engorroso, ante los infatuados productores…

Y resulta que la otra tarde se me ocurrió visitar a los Aguirre. Hacía tres años que no me paraba por su domicilio, haciéndome violencia para ello, como quien se retrae para no volver al lugar del crimen… Me fue difícil reconocer a Isabel. La pecosita había crecido y ahora sus facciones eran firmes, diferentes a las de aquella chiquilla esmirriada, dulce e ingenua que, perdidos los dientes de leche, devoraba pistaches hasta indigestarse. Más que reconocerla, deduje que era Isabel. La niña me miró con extrañeza y, de pronto, con ojos iluminados y radiante sonrisa –qué hermosos dientes tenía ahora– exclamó:

¡Mamá! ¡Es mi tío Antonio!

En realidad no soy su tío; pero los hijos mayores de los Aguirre, Ángel e Isabel, siempre me consideraron como tal. El menor, Chava, no me da ese trato.

El grito de la niña produjo en Felisa, su madre, una reacción de sorpresa. Debe haber tenido en la mano un plato o una taza, pues se oyó el golpe del trasto al chocar contra el suelo. Y luego las duras pisadas de Felisa, que rápidamente venía hacia mí.

¡Ésta sí que es una sorpresa, Antonio! –dijo y me abrazó.

–¡Qué tal!dije. ¡Hombre, es que ya quería saber de ustedes!

Pues si tú no vienes, ¿quién sabe dónde encontrarte?

En seguida me entera de que su marido, Ángel Aguirre, viene a la casa rara vez y sólo le manda dinero por correo. Luego, como si a sí misma se lo dijera:

–Han pasado tantas cosas…

Y la frase traspasa el aire; se revuelve en el silencio y queda temblorosa en los oídos… Una pausa que no acierto a cortar. Por fin me decido, aunque advierto –¿lo advertiría también Felisa?cambiada y tímida mi voz:

Y… ¿Chava?

Madre e hija me miraron con estupor.

Todavía nada… son ya tres años.

¿Tres años?, ¿de qué?ahora sí mi pregunta es firme, tensa.

A Isabel se le nublan los ojos y se retira. Felisa pone su cara frente a la mía:

¿Cómo es posible que no lo sepas? Hace tres años que perdimos a Chava.

–¡No! ¿Y de qué murió?

¡Ojalá se hubiera muerto mi niño! Lo perdimos. Nada sabemos de él desde entonces. ¡Pero cómo no te enteraste, si lo supo todo el mundo!

Cuando Felisa se decide a narrarme su tragedia, que finjo muy bien desconocer, hago personales recuerdos.

Sin tener nada en común, fuera de nuestras creencias religiosas, Ángel Aguirre y yo habíamos trabado amistad después de algunas conversaciones de cantina, rociadas con vino y cuenteo; anécdotas y relatos más o menos atrevidos, siempre adoptando ese libertino lenguaje que se advierte en los alcoholistas de barra. Una ocasión en que Ángel andaba más alegre que de costumbre, nuestras constantes libaciones nos hicieron fraternizar, y cerca de las seis de la tarde se empeñó en llevarme a comer con él a su casa, para presentarme a su mujer y a sus hijos, a quienes, en esos momentos de euforia, adoraba. Y allá fuimos.

(La voz de Felisa, con su relato, que se siente anquilosado en razón de haber sido repetido tantas veces, aviva mis recuerdos).

Se acercaba la noche… Al entrar al hogar nosotros, el pequeño Ángel tendría entonces nueve añosme miró con curiosidad y con temor; un temor que luego vine a considerar muy justificado. Isabel, la niña, me conquistó con una simpática mirada no exenta de picardía. Felisa no levantó los ojos ni siquiera en el momento en que me fue presentada. Se limitó a servirnos la comida y sendos vasos de cerveza que se repitieron cuantas veces lo pidió el marido, quien poco después se quedaba dormido sobre la mesa. Entonces me despedí de Felisa y de los niños. Me había ganado su confianza por la forma cordial y animosa con que los traté, hablándoles siempre en un tono desenfadado, pleno de humor sano.

Capto de pronto la voz de Felisa, que estaba lejana en su relato:

–Sabes que Ángel tenía sus caprichos… Ahora ha cambiado tanto que no podrías reconocerlo. Es como un trapo seco… como un trapo sucio.

–¿Será posible?por una vez interrumpo la relación de Felisa para hacer esta pregunta estúpida, ripiosa, que notoriamente refleja un islote en mi lago de recuerdos. Si Felisa no estuviese tan absorta en los suyos, hubiera advertido que no estoy escuchándola, porque mis pensamientos son más imponentes.

Ato cabos: cuatro veces más volví a la casa, siempre alegre, al lado de Ángel. Ahora me tuteaba ya con chicos y grandes. Llevaba yo pistaches la debilidad de Isabely lápices de colores, la debilidad del pequeño Ángel. A Chava lo olvidaba casi siempre, y cuando empezábamos a comer y se acercaba a mí para preguntarme en su inefable idioma infantil:

¿A mí qué me trajiste, titonio?

Echaba yo mano al monedero y le respondía:

Esta moneda de oroun quinto nuevoes para ti, Chava.

Y el pequeño se iba feliz a corretear por la casa.

(A través del relato de Felisa, que parece gozarse ahora describiendo la gracia y la belleza de Chava, que yo conozco tanto como ella, siento que lo escucho, que anda por ahí).

Esa noche estaba yo aturdido por la cerveza. En cambio, Ángel se veía como iluminado. La mirada vidriosa. No soy un niño para ignorar que mi amigo no se había limitado en esta ocasión a ingerir vino. Había tomado alguna cosa más. Lo podía afirmar sin duda, porque en ese afán de proselitismo que los drogadictos tienen, ya una vez había insistido en que probara aquello, a lo que cortésmente me negué, sin que Ángel insistiese más sobre este punto.

(Ahora coincide mi recuerdo con el relato de Felisa, y por un momento la escucho):

–Tú sabes que Ángel era un enfermo y se le ocurrían locuras. ¡Y cuánto te agradezco que tú no te hayas prestado a esa infamia que te hizo retirarte para siempre de nuestra casa! Bueno… Nunca habíamos hablado de eso. No hubo oportunidad…

No. No hubo oportunidad. Con voz bronca, esa noche, la última que estuve allí –lo recuerdo claramente–, Ángel ordenó a los niños y a su mujer que se acostaran. En el hijo mayor noté profunda desconfianza; recelo animal. Felisa tenía por costumbre no contrariar a su marido, y supongo que fue demasiado complaciente con él, aunque de fijo no podría asegurarlo… En un tono melodramático, cuando nos quedamos solos, Ángel me preguntó si estaba yo contento.

¡Claro!le contesté, mientras podamos brindar… ¡A beber, hermano!

–¿No te gustaría inquirió con voz incisiva, silbante–… no te gustaría… dormir tantito?

–¿Dormir?… ¡Bueno! Cuando quieras que me retire, nomás me avisas.

–¡No! Ven, mira –me condujo al cuarto de su mujer–. Dormir aquí… con ella…

De pronto me pareció picante. Luego sentí ligero mareo y en seguida reaccioné. Un cúmulo de reflexiones me invadió, de modo que mi bestia interior se contuvo. Nada dije y, tambaleante, me retiré de aquella casa a la que no volvería más. Hasta esta tarde.

Se interrumpe el recuerdo, para escuchar, esta vez completa y claramente, la relación de Felisa:

–Dos días que no se paraba por aquí… Esa mañana, un viernes, llegó como casi todas las veces que volvía, con un montón de paquetes, jactándose de haber hecho muy buenas ventas. ¿Te acuerdas que a cada rato decía: “¡No hay nada que no pueda yo vender!”? Y era cierto. Era y es todavía, quizás hoy menos que antes, muy buen vendedor… Levantó en brazos a Chava y le dijo:

¡Ora sí, Chavita, te voy a llevar a la feria!

“Me ordenó que lo vistiera y salió con él de la mano… Bueno… Como otras veces sacaba a los niños y regresaba con ellos cargados de paquetes, pues le gustaba mucho ajuarearlos de todo a todo, desde camiseta hasta abrigo y guantes, pensé: ‘Esta vez le toca a Chava’. Y me fui a hacer el quehacer muy quitada de la pena…”

Aquí se le quebró la voz a Felisa, por segunda vez en el curso de su monótono relato.

–Dieron las cinco de la tarde, las seis, las siete. Y Ángel no regresaba con Chava. Entonces comenzó mi angustia. Y las llamadas por teléfono a los amigos, a los parientes… Vestí a los niños y salí con ellos para recorrer todos los juegos de la feria, con la esperanza de encontrarlos. Puede que quisiera hacer tiempo para que, al regresar a la casa, encontrara ya aquí a Ángel con el niño… Volví cerca de las doce de la noche. Y nada… Llamé a las cruces, a la jefatura, a los hospitales; a todas partes… y nada. Nadie sabía nada…

“A las seis de la mañana llegó Ángel, con esa horrible mirada que de repente, no sé por qué, le brilla tanto. Le grité:

“–¿Y el niño?

“–¿El niño? –me preguntó como un idiota.

“–Sí, sí, sí! ¿Dónde dejaste a Chava?

Yo no he visto a Chavame contestó. Y quería irse a la cama… Cogí un balde de agua y se lo eché encima. Luego traje un frasco de amoníaco y se lo metí por las narices. No sé cuántas cosas más hice con él, hasta que logré volverlo en sí. Sorprendido por mis preguntas, puso cara de espanto. Le recordé que había salido con el niño y había vuelto sin él. Tenía que explicarse y explicarme todo lo que hizo en aquellas horas terribles… Se agarró la cabeza, apretándosela, y me pidió por piedad que lo dejara reposar un poco; que seguramente luego recordaría todo… Y con esa desgarradora esperanza tuve que conformarme por unas horas… Después de un descanso, en el que debe de haber sufrido una pesadilla horrorosa, según los saltos que daba y los gestos que hacía, se levantó, se bañó y se vistió rápidamente.

“–¡Vámonos me dijo. Y salimos a la calle. Primero a recorrer las casas de los parientes; pero en ninguna de ellas se había parado. Luego, las de los amigos. Y nada. Hasta por ti preguntamos en alguna cantina; pero como nadie sabe dónde vives, no pudimos localizarte. Y otra vez a las cruces, a las delegaciones y los hospitales… Publicamos anuncios en los periódicos. Se avisó por radio. Y todo fue inútil. Nunca pudimos encontrarlo”.

La voz se detiene en la garganta de Felisa. Solloza y luego enmudece unos instantes. Le digo:

¡Qué barbaridad! Si yo hubiera sabido tal vez al principio, hubiera sido útil mi ayuda –y me quedo absorto de haber mentido con semejante aplomo. Cuán lejos está la pobre Felisa de saber que mi ayuda habría acabado con sus angustias; pero sin inmutarme la dejo comentar:

–Tal vez… –suspira–. Ahora, con tan remota esperanza de recuperar a Chava, tenemos que seguir viviendo con la resignación que da el tiempo. Sólo un milagro…

–¿No me decías que Ángel ha cambiado?

Sí. Voluntariamente se internó un tiempo en un sanatorio; siempre con la idea de que podría reconstruir en su memoria todo lo que hizo el día en que salió con Chava; pero nunca ha podido averiguarlo. Parece una maldición… muchas veces sufrió olvidos, que él llamaba lagunas. No recordaba lo que había hecho en dos, en tres días; sin embargo, eso no tuvo importancia hasta que pasó lo que pasó.

A punto estuve de decirle a Felisa que sí, que había yo leído los periódicos y escuchado los avisos por radio; que en ese tiempo me preocupaban más de lo que ella creía todos los asuntos de su casa. Estuve por revelarle todo, aun a costa de mi sacrificio. No obstante, quise que llegara al final en cuanto a la situación actual de Ángel.

Casi un año duró investigando –me dijo–. Hasta hizo un viaje al sur, siguiendo una pista falsa y en la que habíamos puesto toda nuestra fe…

Ahora me solazo en dar una versión a Felisa, en la que mezclo verdad y mentira:

–¿No llegaron a pensar que Ángel, para entrar en una cantina pudo pedir a cualquier amigo, a cualquier conocido ocasional, que cuidara al niño un momento? Y esta persona, interesada por Chava, enterada tal vez de su incierto futuro, puede haber querido protegerlo. Imagínate, claro que ésta sólo es una hipótesis que sugiero para tu consuelo, que hubiese una mujer sin hijos, ansiosa de tener uno, que hubiese visto en Chava al pequeño que a ella le hacía falta para llenar su instinto maternal. Y que ahora esa mujer tuviera al niño en un hermoso jardín, rodeado de cariño, cuidadosamente educado y a salvo de cualquier espectáculo que le dañe la mente… y quién sabe si, pasado el tiempo, reconozca a su madre en ti.

Felisa se envuelve en el ensueño y dice:

–Tal vez me reconozca, sí. La voz del corazón…

–No. No. La voz del corazón no existe. Ahora mismo, si Chava te viera no sabría quién eres. Y tú misma dudarías al identificarlo. Alguien tendrá que traértelo y decirte: “Aquí tienes a tu hijo”. Confío en que así será… pero dime, por fin, ¿qué es de Ángel?

–No sé exactamente. Muy rara vez viene por aquí. Casi no me habla. Pasea la vista vaga, nublada, que prefiero a su mirada brillante, por toda la casa. Luego se sienta en un rincón y llora. Muchas veces he sentido ganas de gritarle:

“–¡Mi hijo! ¡Desgraciado!

“Pero no sé. No puedo… Lloro también. Y nada más”.

Paso la mano por los cabellos de Felisa, con pena. Sonrío al notar que su llanto no contiene ya sabor de tragedia, sino de consolación. Y me despido con un “hasta luego, vendré muy pronto a verte”.

Sin embargo –pienso yo en la calle–, quizá no vuelva. Yo sé dónde está Chava; pero si usted lo ha descubierto, no lo diga jamás.