Antonio Prieto
A José
Alvarado
Desperté
la otra tarde con punzante deseo de visitar a los Aguirre. Al decidirme
a ello, mientras me vestía, quedé perplejo de mi ocurrencia. No suelo hacer visitas;
siempre he sido retraído. Puedo autocalificarme como un pequeño burgués de costumbres
muy personales; completamente inadaptado para la vida social. Hasta hace poco
más de dos años, me reunía en ocasiones con grupos de amigos o aceptaba comer
en su compañía. Luego me dediqué de lleno a mi trabajo de argumentista, y puedo
decir que vivo no sólo con comodidad, sino hasta con cierta molicie.
¿Por qué hablo de mis asuntos personales?
Jamás lo había hecho. Cuantas amistades tengo ignoran mi vida íntima. Sólo mi madre
y mis hermanos, y el padre y los hermanos de mi mujer, saben que estoy casado.
De tal manera me tienen por hosco mis colegas que nunca me hacen preguntas acerca
de mi vida privada. Y cuando las han hecho se quedan sin respuesta.
La casa en que vivo es hermosa, y tiene,
como fueron los deseos de mi mujer, un gran jardín para que nuestros hijos –que
por desdicha no hemos tenido aunque ambos lo anhelamos– tuviesen amplio lugar de
esparcimiento, como ella dice. Por razones que no he de mencionar aquí, al jardín
sólo tenemos acceso mi mujer, yo y los chicos de unos vecinos a quienes nunca
hemos recibido aquí –donde en estos momentos trabajo–, ni ellos a nosotros en su
casa.
Dos veces al mes voy al centro a entregar mis
originales o a darles lectura, lo que me parece muy engorroso, ante los infatuados
productores…
Y resulta que la otra tarde se me ocurrió
visitar a los Aguirre. Hacía tres años que no me paraba por su domicilio,
haciéndome violencia para ello, como quien se retrae para no volver al lugar del
crimen… Me fue difícil reconocer a Isabel. La pecosita había crecido y ahora sus
facciones eran firmes, diferentes a las de aquella chiquilla esmirriada, dulce e
ingenua que, perdidos los dientes de leche, devoraba pistaches hasta indigestarse.
Más que reconocerla, deduje que era Isabel. La niña me miró con extrañeza y, de
pronto, con ojos iluminados y radiante sonrisa –qué hermosos dientes tenía ahora–
exclamó:
–¡Mamá! ¡Es mi tío
Antonio!
En realidad no soy su tío; pero los hijos
mayores de los Aguirre, Ángel
e
Isabel, siempre me consideraron
como
tal. El menor, Chava, no me da ese trato.
El grito de la niña
produjo
en Felisa, su madre, una reacción
de
sorpresa. Debe haber tenido en la mano un plato o una taza, pues se oyó el golpe del trasto
al chocar contra el suelo. Y luego
las duras pisadas de
Felisa,
que rápidamente
venía
hacia mí.
–¡Ésta
sí que
es una sorpresa, Antonio! –dijo
y me abrazó.
–¡Qué tal! –dije–. ¡Hombre, es que ya quería saber de ustedes!
–Pues si tú no vienes, ¿quién sabe dónde
encontrarte?
En
seguida me entera de que su marido, Ángel Aguirre, viene a la casa rara vez y sólo le manda dinero por correo. Luego, como si a sí misma se lo dijera:
–Han pasado tantas cosas…
Y la frase traspasa el aire; se revuelve
en el silencio y queda temblorosa en los oídos… Una pausa que no acierto a cortar.
Por fin me decido, aunque advierto –¿lo advertiría también Felisa?– cambiada y tímida
mi voz:
–Y…
¿Chava?
Madre e hija me
miraron con estupor.
–Todavía
nada… son ya tres años.
–¿Tres
años?, ¿de qué? –ahora sí mi pregunta es firme, tensa.
A Isabel
se le nublan los ojos y se retira. Felisa pone su cara frente a la mía:
–¿Cómo es posible que no lo sepas? Hace tres años que perdimos a Chava.
–¡No! ¿Y de qué murió?
–¡Ojalá
se hubiera muerto mi niño! Lo perdimos. Nada sabemos de él desde entonces. ¡Pero cómo no te
enteraste, si lo supo todo el mundo!
Cuando Felisa se decide a narrarme su tragedia, que finjo muy bien
desconocer, hago personales
recuerdos.
Sin tener nada en común, fuera de nuestras creencias religiosas, Ángel
Aguirre y yo habíamos trabado amistad después de algunas conversaciones de cantina, rociadas con vino y cuenteo; anécdotas y relatos más o
menos atrevidos, siempre
adoptando ese libertino
lenguaje que se advierte
en los
alcoholistas de barra. Una ocasión
en que Ángel andaba
más alegre que de costumbre, nuestras constantes libaciones nos hicieron
fraternizar, y cerca de las seis de la tarde se empeñó en llevarme a comer con él a su casa, para presentarme a su mujer y a sus hijos, a quienes, en esos momentos de euforia, adoraba. Y allá
fuimos.
(La voz de Felisa, con su relato, que se siente anquilosado en razón de haber sido repetido tantas veces, aviva mis recuerdos).
Se acercaba la noche… Al entrar al hogar nosotros, el pequeño Ángel –tendría entonces nueve años– me miró
con curiosidad y con
temor;
un temor que luego vine a considerar muy justificado. Isabel, la niña, me conquistó con una simpática mirada no exenta
de
picardía. Felisa no levantó los ojos ni siquiera en el
momento en que me fue presentada. Se limitó a servirnos la comida
y
sendos vasos de cerveza que se repitieron cuantas veces lo pidió el marido, quien poco después se quedaba dormido sobre la mesa. Entonces me despedí de Felisa
y
de los
niños. Me había ganado su
confianza por la forma
cordial y animosa con que los traté, hablándoles siempre en un tono
desenfadado, pleno de humor sano.
Capto de pronto la voz de Felisa, que estaba
lejana en su relato:
–Sabes que Ángel
tenía sus caprichos… Ahora ha cambiado tanto que no
podrías reconocerlo. Es como un
trapo
seco… como un trapo sucio.
–¿Será posible? –por una vez interrumpo
la relación de Felisa para hacer esta pregunta estúpida, ripiosa,
que notoriamente refleja un islote en mi lago de recuerdos. Si Felisa no estuviese tan absorta
en los suyos, hubiera advertido
que no estoy escuchándola, porque mis pensamientos son más imponentes.
Ato cabos: cuatro
veces más volví a la
casa,
siempre alegre, al lado de Ángel. Ahora me tuteaba ya con chicos y grandes. Llevaba yo pistaches
–la debilidad
de
Isabel– y lápices de colores, la debilidad
del pequeño Ángel. A
Chava lo
olvidaba casi siempre, y cuando empezábamos a comer y se acercaba a mí para preguntarme en su inefable idioma infantil:
–¿A mí qué me trajiste, titonio?
Echaba yo
mano al monedero
y le respondía:
–Esta moneda
de oro –un quinto nuevo– es para ti, Chava.
Y el pequeño
se iba feliz a corretear
por la casa.
(A través del
relato de Felisa, que parece
gozarse ahora describiendo
la gracia y la belleza
de Chava,
que yo conozco tanto como ella, siento que lo escucho, que anda por ahí).
Esa
noche estaba yo aturdido por la cerveza. En cambio, Ángel
se veía
como iluminado. La mirada vidriosa. No soy un niño para ignorar que mi amigo no
se había limitado en esta ocasión a ingerir vino. Había tomado alguna cosa más.
Lo podía afirmar sin duda, porque en ese afán de proselitismo que los drogadictos
tienen, ya una vez había insistido en que probara aquello, a lo que cortésmente
me negué, sin que Ángel insistiese más sobre este punto.
(Ahora coincide mi recuerdo con el relato de
Felisa, y por un momento la escucho):
–Tú sabes que Ángel era un enfermo y se le
ocurrían locuras. ¡Y cuánto te agradezco que tú no te hayas prestado a esa infamia
que te hizo retirarte para siempre de nuestra casa! Bueno… Nunca habíamos
hablado de eso. No hubo oportunidad…
No. No hubo oportunidad. Con voz bronca, esa
noche, la última que estuve allí –lo recuerdo claramente–, Ángel ordenó a los niños y a su mujer que se acostaran. En el hijo mayor noté profunda desconfianza; recelo animal. Felisa tenía por costumbre no contrariar a su marido, y supongo que fue demasiado complaciente con él, aunque de fijo no podría asegurarlo… En un
tono
melodramático, cuando nos quedamos
solos,
Ángel me preguntó si estaba yo contento.
–¡Claro! –le contesté–, mientras
podamos brindar… ¡A beber, hermano!
–¿No te gustaría
–inquirió con voz incisiva, silbante–… no te
gustaría… dormir tantito?
–¿Dormir?…
¡Bueno!
Cuando quieras que me retire, nomás me avisas.
–¡No! Ven, mira –me condujo al cuarto de su
mujer–. Dormir aquí… con ella…
De pronto me pareció picante. Luego sentí ligero
mareo y en seguida reaccioné. Un cúmulo de reflexiones me invadió, de modo
que mi bestia interior se contuvo.
Nada
dije y, tambaleante, me retiré de aquella
casa
a la que no
volvería
más. Hasta esta tarde.
Se interrumpe el recuerdo, para escuchar, esta vez completa y claramente, la relación
de Felisa:
–Dos días que no se paraba por aquí… Esa
mañana, un viernes, llegó como casi todas las veces que volvía, con un montón de
paquetes, jactándose de haber hecho muy buenas ventas. ¿Te acuerdas que a cada
rato decía: “¡No hay nada que no pueda yo vender!”? Y era cierto. Era y es
todavía, quizás hoy menos que antes, muy buen vendedor… Levantó en brazos a Chava
y le dijo:
“–¡Ora sí, Chavita, te voy
a llevar
a la feria!
“Me ordenó que lo vistiera y salió con él
de la mano… Bueno… Como otras veces sacaba a los niños y regresaba con ellos cargados
de paquetes, pues le gustaba mucho ajuarearlos de todo a todo, desde camiseta
hasta abrigo y guantes, pensé: ‘Esta vez le toca a Chava’. Y me fui a hacer el quehacer
muy quitada de la pena…”
Aquí se le quebró la voz a Felisa, por
segunda vez en el curso de su monótono relato.
–Dieron las cinco de la tarde, las
seis,
las siete. Y Ángel no regresaba con Chava. Entonces comenzó mi angustia. Y las llamadas
por teléfono a los amigos, a los parientes… Vestí a los niños y salí con ellos para recorrer todos los juegos de la feria, con la esperanza de encontrarlos. Puede que quisiera hacer tiempo para que, al regresar a la casa, encontrara ya aquí a Ángel con el niño… Volví cerca de las doce de la noche.
Y
nada… Llamé a las cruces, a la jefatura, a los hospitales; a todas partes… y nada.
Nadie sabía nada…
“A las seis de la mañana llegó Ángel, con esa
horrible mirada que de repente, no sé por qué, le brilla tanto. Le grité:
“–¿Y el niño?
“–¿El niño? –me preguntó como un idiota.
“–Sí, sí, sí! ¿Dónde dejaste a Chava?
“–Yo no he visto a Chava –me contestó.
Y
quería irse a la cama… Cogí un balde de agua y se lo eché encima. Luego traje
un frasco de amoníaco y se lo metí por las narices. No sé cuántas cosas más
hice con él, hasta que logré volverlo en sí. Sorprendido por mis preguntas, puso
cara de espanto. Le recordé que había salido con el niño y había vuelto sin él.
Tenía que explicarse y explicarme todo lo que hizo en aquellas horas terribles…
Se agarró la cabeza, apretándosela, y me pidió por piedad que lo dejara reposar
un poco; que seguramente luego recordaría todo… Y con esa desgarradora
esperanza tuve que conformarme por unas horas… Después
de un descanso, en el que debe de haber sufrido una pesadilla horrorosa, según
los saltos que daba y los gestos que hacía, se levantó, se bañó y se vistió
rápidamente.
“–¡Vámonos
–me dijo.
Y
salimos a la calle. Primero a recorrer las casas de los parientes; pero en ninguna de ellas se había parado. Luego, las de los amigos. Y nada.
Hasta
por ti
preguntamos en alguna cantina; pero
como
nadie sabe dónde vives, no pudimos localizarte. Y otra vez a las cruces, a las delegaciones y los hospitales… Publicamos anuncios en los periódicos. Se avisó por radio. Y todo fue inútil. Nunca pudimos encontrarlo”.
La voz se detiene en la garganta de Felisa.
Solloza y luego enmudece unos instantes. Le digo:
–¡Qué
barbaridad! Si yo hubiera sabido tal vez al principio, hubiera sido
útil mi ayuda –y me quedo absorto de haber mentido con semejante aplomo. Cuán lejos
está la pobre Felisa de saber que mi ayuda habría acabado con sus angustias; pero
sin inmutarme la dejo comentar:
–Tal vez… –suspira–. Ahora, con tan remota
esperanza de recuperar a Chava,
tenemos que seguir viviendo con la resignación que da el tiempo. Sólo un milagro…
–¿No me decías
que
Ángel ha cambiado?
–Sí.
Voluntariamente se internó un
tiempo en un sanatorio; siempre con la idea de que podría reconstruir en su memoria todo lo que hizo el día
en
que salió con Chava; pero nunca ha podido averiguarlo. Parece una maldición… muchas veces sufrió olvidos, que él llamaba lagunas. No recordaba lo que había hecho en dos, en tres días; sin embargo, eso no tuvo importancia hasta que pasó lo que pasó.
A punto estuve de decirle a Felisa que sí, que
había
yo leído
los periódicos y escuchado los avisos por radio; que en ese
tiempo me preocupaban más de lo que ella creía todos los asuntos de su casa. Estuve
por revelarle todo, aun a costa de mi sacrificio. No obstante, quise que
llegara al final en cuanto a la situación actual de Ángel.
–Casi
un año duró investigando –me dijo–. Hasta hizo un viaje al sur, siguiendo una
pista falsa y en la que habíamos puesto toda nuestra fe…
Ahora me solazo en dar una versión a Felisa,
en la que mezclo verdad y mentira:
–¿No llegaron a pensar que Ángel, para entrar en una cantina
pudo pedir a cualquier
amigo, a
cualquier conocido ocasional, que cuidara
al niño un momento?
Y esta persona, interesada por Chava, enterada tal vez de su incierto futuro,
puede haber querido protegerlo. Imagínate, claro que ésta sólo es una hipótesis
que sugiero para tu consuelo, que hubiese una mujer sin hijos, ansiosa de tener
uno, que hubiese visto en Chava al pequeño que a ella le hacía falta para llenar
su instinto maternal. Y que ahora esa mujer tuviera al niño en un hermoso jardín,
rodeado de cariño,
cuidadosamente educado y a salvo de cualquier espectáculo que le dañe la mente…
y quién sabe si, pasado el tiempo, reconozca a su madre en ti.
Felisa se envuelve
en el ensueño y dice:
–Tal vez me reconozca, sí. La voz del corazón…
–No. No. La voz del corazón no existe. Ahora
mismo, si Chava te viera no sabría quién eres. Y tú misma dudarías al
identificarlo. Alguien tendrá que traértelo y decirte: “Aquí tienes a tu hijo”.
Confío en que así será… pero dime, por fin, ¿qué es de Ángel?
–No sé exactamente. Muy rara vez viene por
aquí. Casi no me habla. Pasea la vista vaga, nublada, que prefiero a su mirada
brillante, por toda la casa. Luego se sienta en un rincón y llora. Muchas veces
he sentido ganas de gritarle:
“–¡Mi hijo! ¡Desgraciado!
“Pero no sé. No puedo… Lloro también. Y nada
más”.
Paso la mano por los cabellos de Felisa, con
pena. Sonrío al notar que su llanto no contiene ya sabor de tragedia, sino de
consolación. Y me despido con un “hasta luego, vendré muy pronto a verte”.
Sin embargo –pienso yo en la calle–, quizá no vuelva. Yo sé dónde está Chava; pero si usted lo ha
descubierto, no lo diga jamás.