Milia Gayoso Manzur
“Uno,
dos, tres. ¿Lo mojo o no lo mojo?”. Flaviana apretó contra su pecho el enorme oso
de peluche y lo acunó como si fuera un niño. “Se va a deformar y va a quedar peor
que ahora”, pensó mientras diluía el jabón en polvo dentro de la pileta. Uno, dos,
tres. Al apretar al oso cerraba en ese abrazo un montón de recuerdos atesorados
durante años… veinte años, para ser más precisos.
Con un fondo de música de
calesita y fiesta patronal, le volvían a la mente imágenes pasadas y queridas. Como
tantas veces en su memoria, se volvió a ver vestida con una ropa alegre, llena de
guardas y encajes, luciendo su alegría de la mano de Mario. Fue durante la fiesta
patronal. Por la mañana habían asistido juntos a la misa y a la procesión, después
fueron al parque donde se habían instalado la calesita, los juegos de azar y los
vendedores de muñecos de barro y de fantasía.
Había también un puesto de
tiro al blanco con hermosos premios para los ganadores. Apenas vio el oso lo quiso
para sí y Mario tuvo que gastar todo lo que tenía para alquilar las flechitas con
que intentar llegar al centro del arco, hasta que lo consiguió y pudo ganar para
ella el oso amarillo con manchones lilas. “Los osos de verdad no son de este color”,
le había dicho muerto de risa, pero precisamente por eso le gustaba tanto, porque
era un oso diferente a todos los demás.
Cuando acabó su permiso, Mario
volvió al trabajo como marinero de un barco, pero prometió volver para las fiestas,
y para eso sólo faltaban dos meses. Flaviana guardó con amor su oso y sus ilusiones
y se consolaba abrazándolo cuando lo extrañaba demasiado. Cada quince días recibía
cartas, y en cada una le enviaba algún pétalo o una flor pequeña. “Una margarita
de Puerto Rosario para mi rosa”, decía a veces, o bien “Una flor de camalote para
la reina del río”, y Flaviana se sentía una verdadera reina, amada y recordada todo
el tiempo.
Un anochecer estaba cosiendo
sus zapatillas en el corredor cuando llegó don Ernesto, el papá de Mario. Cuando
lo vio se dio cuenta de que algo había ocurrido. Se paró frente a ella y no pudo
hablar, la abrazó con fuerza y lloró desconsoladamente. “Se cayó al agua y no lo
encuentran”, le dijo, con la voz entrecortada por el llanto, “se cayó al agua y
todavía no flotó…”. Creyó que iba a volverse loca del dolor. Se encerró en su pieza
durante días, tuvieron que obligarla a comer. Acurrucada en su cama con el oso en
los brazos dejaba pasar las horas esperando que alguien viniera a decirle que no
fue Mario quien cayó al agua, sino que un bulto cualquiera y que él había aparecido
en otro puerto, que no había muerto sino que se demoró recogiendo alguna flor silvestre
para ella.
Pero jamás apareció, ni siquiera
encontraron el cadáver. Muchos dijeron que la hélice pudo haberlo triturado, entonces
los peces…: No volvió a sonreír en muchísimos años. Ya no quiso estudiar, ni comer,
ni vivir. Se convirtió en una muñeca de trapo que rondaba las esquinas para releer
las cartas en la penumbra y esparcir los pétalos marchitos sobre la cama.
El oso estaba muy sucio. Movió
las manos dentro del agua para que el jabón hiciera espuma. Uno, dos tres: introdujo
al juguete lentamente y con el peso del agua su volumen aumentó. Lo fregó una y
otra vez hasta sacarle toda la tierra acumulada y lo colgó de las orejas en el alambre
del patio. Sentada en una silla vio cómo se iba secando de a poquito, y observó
con tristeza que las manchas lilas desaparecieron para dar lugar a manchones marrones
tan oscuros y tristes como los de su corazón.
(Tomado
de www.cervantesvirtual.com)
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