lunes, 13 de marzo de 2023

El piano viejo

Rómulo Gallegos

 

Eran cinco hermanos: Luisana, Carlos, Ramón, Ester, María. La vida los fue dispersando, llevándoselos por distintos caminos, alejándolos, maleándolos. Primero, Ester, casada con un hombre rico y fastuoso; María, después, unida a un joven de nombre sin brillo y de fama sin limpieza; en seguida, Carlos, el aventurero, acometedor de toda suerte de locas empresas; finalmente Ramón, el misántropo que desde niño revelara su insana pasión por el dinero y su áspero amor a la soledad; todos se fueron con una diversa fortuna hacia un destino diferente.

Solo permaneció en la casa paterna Luisana, la hermana mayor, cuidando al padre, que languidecía paralítico lamentándose de aquellos hijos en cuyos corazones no viera jamás ni un impulso bueno ni un sentimiento generoso. Y cuando el viejo moría, de su boca recogió Luisana el consejo suplicante de conservar la casa de la familia dispersa, siempre abierta para todos, para lo cual se la adjudicaba en su testamento, junto con el resto de su fortuna, a título de dote.

Luisana cumplió la promesa hecha al padre, y en la casa de todos, donde vivía sola, conservó a cada uno su habitación, tal como la había dejado, manteniendo siempre el agua fresca en la jarra de los aguamaniles, como si de un momento a otro sus hermanos vinieran a lavarse las manos, y en la mesa común, siempre aderezados los puestos de todos.

Tú serás la paz y la concordia, le había dicho el viejo, previendo el porvenir, y desde entonces ella sintió sobre su vida el dulce peso de una noble predestinación.

Menuda, feúcha, insignificante, era una de esas personas de quienes nadie se explica por qué ni para qué viven. Ella misma estaba acostumbrada a juzgarse como usurpadora de la vida, parecía hacer todo lo posible para pasar inadvertida: huía de la luz, refugiándose en la penumbra de su alcoba, austera como una celda; hablaba muy poco, como si temiera fatigar el aire con la carga de su voz desapacible, y respiraba furtivamente el poquito de aliento que cabía en su pecho hundido, seco y duro como un yermo.

Desde pequeñita tuvo este humildoso concepto de sí misma: mientras sus hermanos jugaban al pleno sol de los patios o corrían por la casa alborotando y atropellando con todo, porque tomaban la vida como cosa propia, con esa confianza que da el sentimiento de ser fuertes, ella, refugiada en un rincón, ahogaba el dulce deseo de llorar, único de su niñez enfermiza, como si tampoco se creyera con derecho a este disfrute inofensivo y simple. Crecieron, sus hermanas se volvieron mujeres, y fueron celebradas y cortejadas, y amaron, y tuvieron hijos; a ella, siempre preterida, que hasta su padre se olvidaba de contarla entre sus hijos, nadie le dijo nunca una palabra amable ni quiso saber cómo eran las ilusiones de su corazón. Se daba por sabido que no las poseía. Y fue así como adquirió el hábito de la renunciación sin dolor y sin virtud.

Ahora, en la soledad de la casa, seguía discurriendo la vida simple de Luisana, como agua sin rumor hacia un remanso subterráneo; pero ahora la confortaba un íntimo contentamiento. ¡Tú serás la paz!… Y estas palabras, las únicas lisonjeras que jamás escuchó, le habían revelado de pronto aquella razón de ser de su existencia, que ni ella misma ni nadie encontrara nunca.

Ahora quería vivir, ya no pensaba que la luz del día se desdeñase de su insignificancia, y todas las mañanas, al correr las habitaciones desiertas, sacudiendo el polvo de los muebles, aclarando los espejos empañados y remudando el agua fresca en las jarras; y cada vez que aderezaba en la mesa los puestos de sus hermanos ausentes, convencida de que esta práctica mantenía y anudaba invisibles lazos entre las almas discordes de ellos, reconocía que estaba cumpliendo con un noble destino de amor, silencioso, pero eficaz, y en místicos transportes, sin sombra de vanagloria, sentía ya que su humildad había sido buena y que su simpleza era ya santa.

Terminados sus quehaceres y anegada el alma en la dulce fruición de encontrarse buena, se entregaba a sus cadenetas; y a veces turbada por aquel silencio de la casa y por aquel claro sol de las mañanas que se rompía en los patios, se hilaba por las rendijas y se esparcía sin brillo por todas partes arrebañando la penumbra de los rincones; mareada por aquella paz que le producía suavísimos arrobos, se sentaba al piano, un viejo piano donde su madre hiciera sus primeras escalas, y cuyas voces desafinadas tenían para ella el encanto de todo lo que fuera como ella, humilde y desprovisto de atractivos.

Tocaba a la sordina unos aires sencillos que fueran dulces. Muchas teclas no sonaban ya; una, rompiendo las armonías, daba su nota a destiempo, cuando la mano dejaba de hacer presión sobre ella; o no sonaba, quedándose hundida largo rato. Esta tecla hacía sonreír a Luisana. Decía: Se parece a mí. No servimos sino para romper las armonías. Precisamente por esto la quería, la amaba, como hubiera amado a un hijo suyo, y cuando, al cabo de un rato, después que había dejado de tocar, aquella tecla, subiendo inopinadamente, daba su nota en el silencio de la sala, Luisana sonreía y se decía a sí misma: ¡Oigan a Luisana! ¡Ahora es cuando viene a sonar!

Una mañana Luisana se quedó muerta sobre el piano, oprimiendo aquella tecla. Fue una muerte dulce que llegó furtiva y acariciadora, como la amante que se acerca al amado distraído y suavemente le cubre los ojos para que adivine quién es.

Vinieron sus hermanos; la amortajaron; la llevaron a enterrar. Ester y María la lloraron un poco; Carlos y Ramón corrieron a la casa, registrando gavetas, revolviendo papeles. En la tarde se reunieron en la sala a tratar sobre la partición de los bienes de la muerta.

La vida y la contraria fortuna habían resentido el lazo fraternal, y cada alma alimentaba o un secreto rencor o una envidia secreta. Carlos, el aventurero, había sido desgraciado: fracasó en una empresa quimérica, arrastrando en su bancarrota dinero del marido de Ester, el cual no se lo perdonó y quiso infamarlo, acusándolo de quiebra fraudulenta; María no le perdonaba a Ester que fuera rica y no partiera con ella su boato y la estimación social que disfrutaba; Ester se desdeñaba de aceptarla en su círculo, por la obscuridad del nombre que había adoptado; y todos despreciaban a Ramón, que había adquirido fama de usurero y los avergonzaba con su sordidez.

Pero todas estas malas pasiones se habían mantenido hasta entonces agazapadas, sordas y latentes, pero secretas; había algo que les impedía estallar, una dulce violencia que acallaba el rencor y desamargaba la envidia: Luisana. Ella intercedió por Carlos, y porque ella lo exigía, el marido de Ester no le lanzó a la vergüenza y a la ruina; ella intercedió siempre para que Ester invitase a María a sus fiestas; ella pidió al hermano avaro dinero para el hermano pobre, y a todos amor para el avaro; pero siempre de tal modo, que el favorecido nunca supo que era ella a quien le debía agradecer, y hasta el mismo que otorgaba se quedaba convencido y complacido de su propia generosidad.

Ahora, reunidos para partirse los despojos de la muerta, cada uno comprendía que se había roto definitivamente el vínculo que hasta allí los uniera, y que iban a decirse unos a otros la última palabra; y en la expectativa de la discordia tanto tiempo latente, que por fin iba a estallar, enmudecieron con ese recogimiento instintivo de los momentos en que se va a echar la suerte, y al mismo tiempo la idea de la hermana pasó por todos los pensamientos, como una última tentativa conciliadora a cumplir el encargo paterno: ¡Tú serás la paz y la concordia!

Entonces comprendieron a aquella hermana simple que había vivido como un ser insignificante e inútil y que, sin embargo, cumplía un noble destino de amor y de bondad, y fue así cómo vinieron a explicarse por qué ellos inconscientemente le habían profesado aquel respeto que los obligaba a esconder en su presencia las malas pasiones.

En un instante de honda vida interior, temerosos de lo que iba a suceder, sintieron que se les estremeció el fondo incontaminado del alma, y a un mismo tiempo se vieron las caras, asustándose de encontrarse solos.

Pero fue necesario hablar, y la palabra dinero violó el recogimiento de las almas. Rebulleron en sus asientos, como si se apercibieran para la defensa, y cada cual comenzó a exponer la opinión que debía prevalecer sobre el modo de efectuar el reparto de los bienes de la hermana y a disputarse la mejor porción.

La disputa fue creciendo, convirtiéndose en querella, rayando en pelea, y a poco se cruzaron los reproches, las invectivas, las injurias brutales, hasta que por fin los hombres, ciegos de ira y de codicia, saltaron de sus asientos, con el arma en la mano, desafiándose a muerte.

Las mujeres intercedían suplicantes, sin lograr aplacarlos, y entonces, en un súbito receso del clamor de aquellas voces descompuestas, todos oyeron indistintamente el sonido de una nota que salía del piano cerrado.

Volvieron a verse las caras y, sobrecogidos del temor a lo misterioso, guardaron las armas, así como antes escondían las torpes pasiones en presencia de Luisana: todos sintieron que ella había vuelto, anunciándose con aquel suave sonido, dulce, aunque destemplado, como su alma simple, pero buena.

Era la nota de Luisana, sobre cuya tecla se había quedado apoyado su dedo inerte, y que de pronto sonaba, como siempre, a destiempo.

Y Ester dijo, con las mismas palabras que tanto le oyera a la hermana, cuando en el silencio de la sala gemía aquella nota solitaria: ¡Oigan a Luisana!

 

sábado, 11 de marzo de 2023

La experiencia

José Echegaray

 

Tomás Barrientos era persona de juicio y de prudencia. Nunca tomaba resolución alguna sin meditarla largo rato y sin pesar antes las ventajas y los inconvenientes en balanza de precisión.

No, hombre precipitado no lo era don Tomás. Y no se fiaba de su razón, ni de sus impulsos naturales, ni de su instinto, sino que pesaba y medía las cosas y las contrastaba en la experiencia propia y en la ajena.

A la experiencia le profesaba don Tomás Barrientos culto respetuoso.

En lo pasado decía él que estaba escrito lo por venir, y que allí debía buscar todo hombre las reglas de su conducta.

El raciocinio a priori era engañoso, propio sólo de idealistas insubstanciales y de viejos siglos de la metafísica.

Y así él, siempre que había de tomar una resolución en asuntos de cierta importancia, buscaba en su memoria o en los apuntes de su diario algún caso análogo, y en él tomaba enseñanza, y por sus enseñanzas se decidía a ejecutar tales o cuales actos.

Pero como el diablo es travieso y a quien más gusta atormentar es al hombre prudente, la experiencia le solía dar soberanos chascos a don Tomás Barrientos.

Vaya de ejemplos:

Llegaba el 15 de octubre, y el diario le decía que el día 15 del octubre anterior había hecho frío, y que por no llevar ropa de invierno había cogido un terrible catarro que a poco más se gradúa de pulmonía.

Pues aunque el termómetro marcaba 182 a la sombra y algunos más al sol, don Tomás vestía ropa de invierno, mediante cuya precaución sudaba más de lo justo y se acatarraba también.

Pero no por esto perdía confianza en la experiencia, porque observaba que el año anterior había sido bisiesto y que el corriente no lo era, con lo que corregía de este modo el precepto experimental; en los años bisiestos hay que ponerse ropa de invierno el 15 de octubre; cuando no lo son, hay que consultar el termómetro.

En el orden moral también sufrió algunos desengaños. Le prestó a un amigo seis mil reales sin recibo, y el amigo se los negó.

De donde dedujo él esta regla experimental: no se debe prestar nada a los amigos sin el recibo correspondiente.

Pero le acompañó en cierta ocasión hasta la puerta de su casa otro amigo de los más íntimos, y como en aquel momento empezase a llover, le pidió prestado el paraguas.

Y don Tomás, acordándose de la regla que se había impuesto, le dio el paraguas, sí, pero le exigió que subiese y le extendiera un recibo.

Hay, sin embargo, gente muy susceptible, y el amigo se ofendió de veras, le tiró el paraguas a la cabeza, le llamó imbécil y le volvió la espalda.

Don Tomás escribió en su diario que siempre hay cierto riesgo, los paraguas pueden prestarse a los amigos íntimos sin necesidad de recibo.

Iba por la Carrera de San Jerónimo una tarde de verano nuestro don Tomás, naturalmente de cara al sol. Y en dirección contraria venía una señora que resultó ser muy guapa.

Tropezó con ella, que fue tropiezo agradable, y se disculpó galantemente diciendo:

–Dispénseme usted, señora; iba deslumbrado, y es natural, puesto que iba de cara al sol.

Y acompañó la galantería con un ademán gracioso, que indicaba claramente: “el sol es usted”.

La señora resultó muy amable, le tendió la mano sonriendo y se hicieron amigos.

Don Tomás escribió en su diario: “En las tardes de verano hay que ir por la Carrera de San Jerónimo de cara al sol, y hay que tropezar con todas las señoras guapas.”

Pero al año siguiente, por la misma época, quiso aplicar la fórmula.

Tropezó con otra señora intencionalmente, repitió la fórmula galante, y sin esperar a que ella le diese la mano hizo ademán de cogérsela, cuando sintió que otra mano formidable caía sobre su mejilla y le hacía ver, al mismo tiempo que el sol poniente todo un surtidor de estrellas.

Fue preciso modificar el resultado de la anterior experiencia, agregando: “Pero ante todo conviene averiguar si la señora con quien ha de tropezarse va sola.”

Y así se iba tejiendo la vida de don Tomás, y con ajustar puntualmente su conducta a las enseñanzas de la experiencia, así y todo llovían sobre el señor de Barrientos conflictos, calamidades y desengaños.

¿En qué consisten, se preguntaba él a sí mismo, estos chascos que la experiencia me da? ¿Pues no afirma el adagio vulgar que la experiencia es madre de la ciencia? ¿Cómo para mí sólo la madre amorosísima se me trueca en madrastra cruel?

A pesar de todo, don Tomás Barrientos seguía aplicando a su conducta el método positivista.

Y siguieron menudeando los conflictos experimentales y los bofetones prácticos.

Decididamente en algo consistía su desdicha, pero ¿en qué consistía?

Al fin, cierta mañana en que por entretenerse en algo leía un libro alemán de fábulas, encontró en una la clave del problema.

La fábula, en substancia, es como sigue:

En una tarde de agosto, por terreno áspero, entre laderas áridas y bajo un sol de fuego, iba un borrico cargado con unos cuantos sacos de sal.

La carga era enorme para el pobre borrico, que caminaba jadeante y sudoroso.

Los sacos eran viejos, con remiendos mal cosidos y agujeros y roturas por donde la sal se escapaba, cayendo sobre las ancas y el cuello del desventurado animal.

Con el sudor formábase salmuera, que le penetraba por los poros; y el sol, la sal, la carga y lo escabroso del camino se ensañaban en el borrico, hasta el punto de enloquecerlo de cansancio, dolor y desesperación.

Y no se nos diga que no es verosímil que un borrico enloquezca, porque se han dado muchos casos, y es de esperar que se den otros muchos en lo futuro.

Cuando ya el borrico, que no podía más, estaba a punto de caer, llegaron él y el mozo que lo guiaba, y que a puro palo venía animándole, a un riachuelo, que a poco más hubiera sido río, porque arrastraba bastante caudal de agua.

En el riachuelo se metió el borrico, o lo metió a palos el mozo; pero al llegar al centro tropezó, y la bestia y los sacos cayeron al agua.

No se encontró mal en aquella postura el pobre asno; así es que estirando el cuello y sacando el hocico para no ahogarse, se quedó de buena gana todo el tiempo que pudo en el centro de la fresca y consoladora corriente.

El mozo juraba y maldecía, pero no podía levantar al animal ni podía darle de palos a su gusto; así es que tal estado de cosas se prolongó mucho tiempo.

Cuando al fin el borrico se levantó y salió a la otra orilla, toda la sal se había disuelto en el agua y los sacos estaban vacíos por completo.

¡Qué dicha experimentó la pobre bestia, qué felicidad tan honda! El peso había desaparecido, la salmuera se había lavado y terminó la jornada con un trote ligero y gozoso.

Si don Tomás hubiera sido el borrico o el borrico hubiera sido don Tomás, cosas ambas que, dada la fecundidad de la Naturaleza, sus grandes recursos y su infinita variedad, no son completamente absurdas, hubiera escrito en su diario: “Cuando se lleva una carga muy pesada y se encuentra un arroyo, hay que dejarse caer en él y hay que estar en el agua un buen rato.”

Pues esto hizo el borrico, según parece: escribir esta sentencia o este consejo en alguna de las circunvoluciones de su cerebro asnal; porque al cabo de algún tiempo venía otra vez por el mismo sitio con otra carga, que esta vez no eran sacos de sal, sino una verdadera montaña de esponjas, y sucedió lo siguiente:

Todo era igual a lo que fue en la primera ocasión: la época del año, pues era un abrasador día de verano; el sitio, que por el mismo barranco caminaba el asno y hacia el mismo arroyo se iba aproximando; el cansancio, porque la jornada había sido larga aunque la carga no era tan abrumadora como la otra vez; las molestias, porque lo que no era en salmuera iba en moscas; todo lo mismo, con esta única diferencia: la de llevar sobre el lomo esponjas, en vez de llevar cargamento de sal.

Pero estas diferencias no puede apreciarlas un borrico; pedir que las apreciase sería pedir demasiado a su modesta inteligencia.

Así es que el animal iba pensando consigo mismo:

Todo esto será hasta que yo llegue al arroyo: en cuanto llegue, me echo en el agua, y en cuanto me eche, se acabó la carga y me levanto fresco y ligero.

Así fue que al acercarse a la arroyada el borrico volvió la cabeza, miró con sorna al mozo que le guiaba, levantó el labio, que fue una manera de sonreír, porque enseñó los dientes y pensó para sí:

En cuanto lleguemos al arroyo, veras tú. Y en efecto, llegó a poco, penetró con cierto trotecillo provocativo, y en cuanto se vio en el centro, se dejó caer, y en el agua se sumergieron las esponjas.

Así estuvo un rato, y al fin se levantó, pero aquí fue ella.

¡Escarnio de la suerte, desengaño cruel, traición infame!

La sal de la otra vez se había deshecho, pero las esponjas se llenaron de agua, y la carga se multiplicó de una manera abrumadora.

Apenas pudo el borrico salir del arroyo, y el resto del camino fue una continua agonía. Las piernas se le doblaban; a palos le hacía levantar el mozo; y el sudor de la fatiga se mezclaba con lo que chorreaba del empapado cargamento.

El borrico no sólo iba muerto del cansancio, sino absorto y confundido y abriendo mucho los ojos, como quien dice:

No lo comprendo, esto sí que no lo comprendo.

Realmente, es pedir demasiado empeñarse en que un borrico entienda lo que muchos hombres, con ser hombres, no llegan a comprender; el método experimental y el método histórico tienen sus inconvenientes y sus quiebras.

Don Tomás leyó la fábula y al concluirla se dio una palmada en la frente y dijo lo que se dice al fin de muchas comedias:

Ahora lo comprendo todo. La sal se deshace en el agua, la esponja la absorbe. La carga desaparece en un caso, pero se acrecienta en el otro. Eso me ha sucedido a mí muchas veces en la vida, pensó don Tomás. Sí, gran cosa es la experiencia, pero en cada caso hay que distinguir y analizar y no proceder de ligero. En adelante, antes de echarme en el arroyo me enteraré de si la carga que llevo es de sal o de esponjas.

Y así lo hizo en adelante. Y cuenta la historia que lo pasó bastante bien.

Su modestia fue recompensada: se había resignado a recibir las lecciones de un pollino, y obró prudentemente, porque, a veces los más humildes dan lecciones provechosas a los más sabios.

Le fue bien hasta el fin, repetimos, porque algún tiempo después pensó en casarse, y lo estuvo dudando, porque no sabía a punto fijo si la nueva carga iba a ser de sal o de esponjas.

Pero como la novia era andaluza y muy salada, creyó lo primero y se metió en el agua resueltamente; es decir, que se casó y fue feliz. Y aquí se acabó la historia de don Tomás Barrientos y del borrico de la sal y de las esponjas.

 

Juegos nocturnos

Stig Dagerman

 

A veces por las noches cuando la madre llora en el cuarto y solo pasos desconocidos resuenan en las escaleras tiene Ake un juego al que juega en lugar de llorar. Juega a que es invisible y a que puede ir adonde quiera solo con pensarlo. Esas noches no hay más que un sitio al que desear ir y en él se encuentra pues Ake de repente. No sabe cómo ha llegado, solo sabe que está en una habitación. No sabe qué aspecto tiene porque carece de ojos para ello, pero está llena de humo de cigarros y pipas y hay hombres que se echan a reír de pronto, sin motivo y de una forma que da miedo, y mujeres que no pueden hablar de manera comprensible se inclinan sobre una mesa y ríen también horriblemente. Ake siente como si le atravesaran cuchillos, pero a pesar de todo está contento de encontrarse allí. En la mesa en torno a la que están todos sentados hay botellas y en cuanto un vaso se queda vacío una mano desenrosca un tapón y lo llena de nuevo.

Ake, que es invisible, se echa al suelo y se arrastra hasta debajo de la mesa sin que ninguno de los allí sentados lo note. En la mano lleva un taladro invisible y sin dudarlo un instante coloca el taladro en el tablero de la mesa y empieza a perforar hacia arriba. No tarda en atravesar la madera, pero Ake sigue taladrando. Taladra vidrio y de pronto, cuando ha perforado el fondo de la botella, cae el aguardiente en un fino chorro uniforme a través del agujero de la mesa. Reconoce los zapatos del padre bajo la mesa y no se atreve a pensar lo que pasaría si de pronto se hiciera visible otra vez. Pero entonces, con un estremecimiento de alegría, Ake oye decir al padre: Despachado, y otro asiente: Sí, hay que joderse, y luego se ponen de pie todos los que están en la habitación en la que Ake se encuentra.

Ake acompaña a su padre al bajar la escalera y cuando llegan a la calle le conduce, aunque el padre no lo nota, a una parada de taxis y en voz baja le da al chófer la dirección exacta y después hace todo el viaje en el estribo para controlar que van realmente en la buena dirección. Cuando ya queda solo un par de manzanas para llegar a casa, Ake desea estar de vuelta –y allí está otra vez en el fondo del escaño-cama de la cocina– y oye que el coche se detiene abajo en la calle y no se da cuenta de que no era ese coche hasta que vuelve a ponerse en marcha, ese coche estaba delante de la puerta de la casa vecina. El bueno está pues todavía en camino, quizá le ha cogido algún atasco, tal vez se ha detenido delante de un ciclista que se ha caído, es que a los coches les pueden pasar muchas cosas.

Al fin llega sin embargo un coche que parece ser el bueno. Unas casas más abajo que la de Ake empieza a aminorar la velocidad, rueda despacio por delante de la casa de al lado y se para rechinando un poco ante la puerta correcta. Se abre una puerta, se oye un portazo, alguien silba mientras hace ruido con monedas. El padre no suele silbar nunca, pero nunca se sabe. ¿Por qué no iba a empezar a silbar de repente? El coche arranca y da la vuelta a la esquina y luego la calle se queda completamente en silencio. Ake aguza el oído y escucha a lo largo de la escalera, pero la puerta no se cierra nunca tras de alguien que haya entrado. Nunca llega ese pequeño y cloqueante sonido de cuando alguien enciende la luz en el hueco de la escalera. Nunca se oye ese ruido sordo de pasos subiendo una escalera.

¿Por qué me habré separado de él tan pronto?, piensa Ake, hubiera podido acompañarle hasta la puerta, estando tan cerca. Ahora está naturalmente ahí abajo y ha perdido la llave y no puede entrar. Ahora a lo mejor se enfada y se va y no vuelve hasta que abran la puerta mañana por la mañana. Y silbar no sabe, si no, seguro que me silbaría a mí o a mamá para que le echáramos la llave.

Lo más silenciosamente que puede trepa Ake por el borde del siempre crujiente escaño y tropieza, tanteando en la oscuridad, con la mesa de la cocina, se queda completamente agarrotado sobre el frío piso de corcho, pero la madre solloza alto y con regularidad, como respira un durmiente, así que no ha oído nada. Sigue hacia la ventana y cuando llega aparta a un lado la persiana con cuidado y mira hacia fuera. No hay un alma en la calle, pero la lámpara que está encima de la puerta de enfrente está encendida. Se enciende al mismo tiempo que el hueco de la escalera. En ese aspecto es igual que la lámpara que está encima de la puerta de Ake.

Al rato Ake empieza a tener frío y vuelve de puntillas al escaño. Para no tener que tropezar con la mesa pasa la mano a lo largo del fregadero y, de pronto, roza con las yemas de los dedos algo frío y afilado. Deja que sus dedos busquen un momento y agarra luego el mango del cuchillo de trinchar. Cuando se mete en la cama tiene el cuchillo consigo. Lo pone a su lado bajo la colcha y se hace invisible de nuevo. Vuelve a la misma habitación de antes, está en el vano de la puerta contemplando a los hombres y a las mujeres que tienen a su padre preso. Se da cuenta de que para que el padre pueda ser libre tiene que liberarlo él de la misma manera que Viking liberó al misionero cuando el misionero estaba atado a un poste a punto de ser asado por los caníbales.

Ake avanza pues cautelosamente, levanta su cuchillo invisible y se lo clava en la espalda al gordo que está sentado junto al padre. El gordo muere y Ake sigue alrededor de la mesa y uno tras otro van cayéndose de las sillas sin saber realmente qué ha pasado. Cuando el padre queda en libertad Ake se lo lleva, descienden por la alta escalera y, como no se oye ningún coche por la calle, bajan muy despacio los escalones y caminan luego por la calle y se montan en un tranvía. Ake consigue un asiento para el padre dentro del vagón con la esperanza de que el cobrador no note que está un poco bebido y que el padre no le diga ninguna inconveniencia o se eche a reír de esa manera sin tener ningún motivo para reírse.

El chirrido del tranvía nocturno en una curva lejana penetra inexorable en la cocina y Ake, que ya se ha ido del tranvía y está acostado en el escaño, nota que la madre ha dejado de sollozar durante el ratito que él ha estado ausente. La persiana del cuarto vuela hacia el techo dando un golpe terrible y cuando los ecos del golpe se apagan abre la madre la ventana y Ake desearía saltar de la cama y precipitarse en el cuarto y gritarle que ya puede cerrar la ventana, bajar la persiana y meterse tranquilamente en la cama porque ahora sí, ahora es seguro que llega. “¡Viene en ese tranvía porque yo mismo le he ayudado a cogerlo!”. Pero Ake comprende que no vale la pena hacerlo, ella no le iba a creer de todas maneras. Ella no sabe lo que él hace por ella cuando están solos por la noche y le cree dormido. No sabe qué viajes emprende ni qué aventuras corre por ella.

Cuando el tranvía después se detiene en la parada de detrás de la esquina, él también está en la ventana mirando por la rendija entre la persiana y el marco de la ventana. Los primeros que doblan la esquina son dos muchachos que han debido de apearse en marcha, boxean entre sí bromeando, viven en la casa nueva que está casi enfrente. La gente que ha bajado arma barullo tras la esquina y cuando el tranvía asoma con su lámpara y pasa lentamente con un ruido áspero por la calle de Ake surgen pequeños grupos de gente que luego desaparecen en diferentes direcciones. Un hombre con paso inseguro y el sombrero en la mano como un mendigo se dirige derecho hacia la puerta de Ake, pero no es el papá de Ake, es el portero de la casa de Ake.

Ake sin embargo sigue de pie, esperando. Sabe muy bien que hay cosas que pueden entretener a un pasajero de tranvía detrás de la esquina, allí hay varios escaparates, uno de una zapatería, y allí puede estar el padre eligiendo un par de zapatos, por ejemplo, antes de subir, y la frutería tiene también un escaparate con letreros pintados a mano y allí suelen quedarse muchos a mirar porque hay figuras muy divertidas. Pero la frutería tiene también una máquina automática que no funciona bien y a lo mejor el padre ha echado una moneda de veinticinco céntimos en ella para comprarle una caja de pastillas Läkerol a Ake y ahora no puede abrir la ventanilla.

Mientras Ake está al pie de la ventana esperando a que el padre se aparte de la máquina automática sale la madre súbitamente del cuarto y pasa por delante de la cocina. Como va descalza Ake no ha oído nada, pero ella no ha debido de verle porque sigue de largo hasta el vestíbulo. Ake suelta la persiana de la mano y se queda completamente inmóvil en medio de la oscuridad, mientras la madre busca algo en los abrigos. Ha debido de ser un pañuelo porque después de un ratito se suena y regresa a la habitación. Aunque va descalza Ake nota que anda con muchísimo cuidado para no despertarle. Cuando la madre vuelve al cuarto cierra inmediatamente la ventana y baja la persiana con un golpe duro y rápido. Luego se mete apresuradamente en la cama y empiezan los sollozos de nuevo, como si no pudiera sollozar más que acostada o tuviera que empezar a sollozar en cuanto se acuesta.

Después de mirar hacia la calle una vez más y de verla completamente vacía a excepción de una mujer que se deja acariciar por un marinero en el portal de enfrente, Ake se vuelve de puntillas al escaño y le parece como si se le hubiera caído algo al crujir súbitamente el piso bajo sus pies. Ahora siente un cansancio atroz, el sueño flota sobre él como jirones de niebla y mientras atraviesa la niebla distingue pasos recios por la escalera, pero son pasos en la mala dirección: de arriba hacia abajo. En cuanto se mete entre las ropas se desliza contra su voluntad, pero al instante, en las aguas del sueño y las últimas olas que se abaten sobre su cabeza son blandas como sollozos.

El sueño es tan frágil sin embargo que no es capaz de mantenerle al margen de lo que le ocupara despierto. Es verdad que no ha oído el coche que frenó ante la puerta, el interruptor de la luz de la escalera, los pasos subiéndola, pero la llave que se introduce en la cerradura abre agujeros en el sueño y al instante está despierto y la alegría cae sobre él como un rayo, le arde por dentro desde las puntas de los pies hasta la frente. Pero la alegría desaparece con la misma rapidez que vino, perdida en un humo de cuestiones. Aquí tiene Ake un pequeño juego al que juega cada vez que se despierta de esta manera. Juega a que el padre se apresura a cruzar el vestíbulo y se pone entre la cocina y el cuarto para que le oigan los dos cuando grita: Es que un compañero se cayó del andamio y tuve que acompañarle al hospital y he estado con él toda la noche y llamar no pude porque no había teléfono cerca; o: Podéis creer que hemos ganado el premio gordo de la lotería y vengo así de tarde porque quería manteneros muertos de curiosidad; o: Podéis imaginaros que el jefe me regaló hoy una motora y he estado probándola y mañana por la mañana nos vamos por ahí los tres. ¿Qué os parece?

Pero en la realidad las cosas se desarrollan con más lentitud y sobre todo no tan maravillosamente. El padre no encuentra la llave de la luz del vestíbulo. Finalmente desiste y tropieza con una percha que se cae al suelo. Lanza una maldición contra la percha y trata de cogerla, pero lo que hace es volcar una maleta que está contra la pared. Desiste pues también de ello y busca un gancho para el abrigo, pero cuando por fin lo encuentra, el abrigo se resbala de todas maneras y cae al suelo con un ruido sordo. Pegado a la pared da el padre los pocos pasos que le separan del retrete, abre la puerta y la deja abierta, enciende la luz y como tantas otras veces yace Ake completamente agarrotado escuchando el chapoteo sobre el suelo. Después el padre apaga la luz, tropieza con la puerta, jura y entra en el cuarto a través de la cortina corrida que rechina como si quisiera morder.

Luego se hace un silencio absoluto. El padre está allí dentro sin decir una palabra, los zapatos crujen levemente y la respiración es pesada e irregular, pero son dos cosas que hacen que el silencio sea todavía más espantoso y este silencio hace caer otro rayo sobre Ake. Es el odio que arde en él, y aprieta el mango del cuchillo hasta que le duele la palma de la mano, pero no siente ningún dolor. El silencio sin embargo solo dura un segundo. El padre empieza a desnudarse. La chaqueta, el chaleco. Tira las prendas en una silla. Se echa hacia atrás contra un armario y deja que los zapatos le caigan de los pies. La corbata aletea. Luego da unos pasos más hacia el interior de la habitación, es decir, hacia la cama, y se para mientras empieza a dar cuerda al reloj. Entonces todo se queda en silencio otra vez, un silencio tan espantoso como antes. Solo el reloj roe el silencio como una rata, el mordiente reloj del borracho.

Y entonces sucede lo que el silencio está esperando. La madre da un golpe angustiado en la cama y los gritos le salen de la boca a borbotones como si fueran sangre.

–Cabrón, cabrón, cabrón, hijo de putaaaaa –grita hasta que la voz muere y todo queda en silencio. Únicamente el reloj sigue roe que roe y la mano que aprieta el cuchillo está empapada de sudor. La angustia en la cocina es tan grande que no podría soportarse sin armas, pero finalmente Ake está tan cansado de tener tanto miedo que se precipita de cabeza en el sueño sin hacer resistencia. Avanzada la noche se despierta un momento y oye a través de la puerta abierta un golpeteo que proviene de la cama del cuarto y un murmullo suave que llena la habitación, él no sabe bien qué significa salvo que son dos ruidos tranquilos que indican que la angustia ha cedido por esta noche. Todavía tiene el cuchillo en la mano y lo suelta y lo aparta de sí, lleno de un ardiente deseo de sí mismo, y en el instante mismo de dormirse juega el último de los juegos nocturnos, el que le confiere la tranquilidad definitiva.

La definitiva, pero aquí no hay ningún final. Cuando van a ser las seis de la tarde entra la madre en la cocina donde está él sentado a la mesa haciendo los deberes. Le quita sin contemplaciones el cuaderno de las cuentas y lo levanta del escaño con una mano.

–Vete a ver a papá –dice arrastrándolo al vestíbulo y poniéndose detrás para cortarle la retirada–, vete a ver a papá y dile de mi parte que te dé el dinero.

Los días son peores que las noches. Los juegos nocturnos son mucho mejores que los diurnos. Por la noche puede uno ser invisible y volar sobre los tejados hasta el lugar donde a uno le necesitan. Por el día uno no es invisible. Por el día no va tan rápido, por el día no es tan agradable jugar. Ake sale del portal y no es nada invisible. El hijo del portero le tira del abrigo y quiere jugar a las canicas, pero Ake sabe que la madre está arriba en la ventana mirándole hasta que haya desaparecido por la esquina y por eso se suelta sin decir palabra y echa a correr como si le persiguiera alguien. Pero en cuanto ha doblado la esquina empieza a andar lo más despacio que puede y a contar las losas de la acera y los salivazos que hay en ellas. El hijo del portero le da alcance pero Ake no le contesta porque no se le puede decir a nadie que uno está buscando a su papá que todavía no ha llegado a casa con el sueldo. Finalmente el hijo del portero se cansa y Ake se va acercando cada vez más al lugar al que no quiere acercarse. Juega a que se aleja cada vez más de él, pero no es verdad en absoluto.

Sin embargo la primera vez pasa de largo ante el café. Pasa tan cerca del vigilante que el vigilante se queda refunfuñando tras él. Tuerce por una pequeña calle lateral y se para ante la casa donde está el taller del padre. Al rato entra por la puerta cochera y sale al patio donde juega a que el padre está allí, que se ha escondido tras los barriles o los sacos en alguna parte. Ake levanta la tapa de los barriles de pintura y se asombra cada vez de que el padre no esté acurrucado en un barril así. Cuando ha mirado por el patio casi media hora comprende que el padre no ha podido esconderse allí y se da la vuelta.

Al lado del café hay una tienda de loza y una relojería. Ake se está un rato mirando el escaparate de la tienda de loza. Intenta contar los perros, primero los perros de cerámica del escaparate, luego los que puede divisar si hace sombra con la mano y observa las estanterías y los mostradores del interior de la tienda. El relojero sale en ese momento y baja la persiana metálica de su escaparate, pero a través de las rendijas de la reja puede ver Ake de todas maneras los relojes de pulsera que hacen tictac allí dentro. Mira también el reloj con la hora exacta y piensa que el minutero tiene que dar diez vueltas antes de entrar.

Mientras el vigilante discute con un hombre que le señala algo en un periódico se cuela Ake en el café y va corriendo a la mesa de siempre para que no le vean demasiadas personas. El padre al principio no le ve, pero uno de los otros albañiles saluda a Ake con la cabeza y dice:

–Aquí tienes a tu chico.

El padre sienta al hijo en las rodillas y frota su mejilla con la barba crecida. Ake intenta no mirarle a los ojos, pero de vez en cuando se queda fascinado por las rojas estrías del blanco de los ojos.

–¿Qué quieres, chaval? –dice el padre, pero tiene la lengua blanda y floja en la boca y se ve obligado a decir lo mismo un par de veces antes de sentirse satisfecho.

–Que me des dinero.

El padre lo deposita con cuidado en el suelo, se echa hacia atrás y se ríe tan alto que los compañeros le sisean para que se calle. Mientras se ríe saca el monedero del bolsillo, le quita torpemente la goma y rebusca un rato hasta que encuentra la más reluciente moneda de una corona.

–Aquí tienes, Ake –dice–. Vete a comprarte algo que te guste con el dinero, chaval.

Los otros pintores no quieren ser menos y Ake recibe una corona de cada uno de ellos. Con el dinero en la mano, abrumado de vergüenza y confusión busca la salida entre las mesas. Le da mucho miedo que alguien le vea cuando pasa corriendo por delante del vigilante y vaya a la escuela con el cuento de que anoche vio a Ake salir de un bar. Pero de todos modos se para un rato delante del escaparate del relojero y mientras la manecilla da diez vueltas alrededor de su centro se queda pegado contra la reja sabiendo que esta noche también va a tener que jugar, pero no sabe a quién odia más de los dos por quienes juega.

Cuando luego dobla despacio la esquina encuentra la mirada de la madre a unos diez metros de altura y va todo lo lentamente que se atreve hacia la puerta. Junto a la puerta hay una tienda de leña y en todo caso sí que se atreve a estar un rato de rodillas mirando a través de la ventana a un hombre que recoge carbón en un cubo negro. Justo cuando el hombre termina la madre está detrás de él. Le sacude y le coge de la barbilla para verle los ojos.

–¿Qué dijo? –murmura–. ¿O no te atreviste hoy tampoco?

–Dijo que iba a volver enseguida –murmura también Ake.

–¿Y el dinero?

–Cierra los ojos, mamá –dice Ake, y juega el último de los juegos diurnos.

Y mientras la madre cierra los ojos Ake desliza las cuatro coronas una tras otra en su mano tendida y echa a correr después calle abajo con pies que resbalan por los guijarros de puro miedo. Un grito que se amplía por momentos le persigue a lo largo de los muros de las casas, pero no le detiene. Le hace por el contrario correr aún más rápido.