viernes, 28 de febrero de 2025

Visitar a los enfermos

Antoni Marí

 

Pablo fue mi mejor amigo. Tal vez el único amigo que tuve nunca. No he mantenido con nadie una relación como la que mantuve con él, mientras vivió. Tal vez fuera por la edad. En la adolescencia la amistad es como la extensión de esa conciencia perpleja que uno va descubriéndose, a empellones y sustos. Siempre pensé que aquella extensión de mi conciencia que se personificaba en la figura de Pablo, era más firme y más real que la mía propia.

Pablo era más inteligente que yo, más franco y más abierto. Yo tenía serias dificultades para relacionarme con el mundo de los acontecimientos: para mí, todo suponía un problema o una contrariedad. Era suspicaz y sentía temor por cualquier cosa. Pablo, en cambio, era valeroso; sabía enfrentarse a las dificultades como una persona mayor, pensaba yo. Estas cualidades, sin embargo, no me habrían despertado el afecto, ni la amistad que le profesaba, si no hubiera reconocido en él aquellas otras que parece que se pierden con los años, como la solidaridad, la fidelidad, la capacidad de entrega y la paciencia.

Conocí a Pablo durante el primer curso de bachillerato. Su padre, por su trabajo, tuvo que venir a nuestra ciudad y él se incorporó a nuestra clase ya bien entrado el curso escolar. Le reconocí inmediatamente como al amigo que realmente fue y pienso que él también me reconoció a mí; en aquellos años yo tenía tan mal concepto de mí mismo que no podía creer que nadie quisiera, por su propia voluntad, hacerse amigo mío. Y él sí quiso. Tal vez, ésta fue una de las razones por las cuales yo no podía dudar de su amistad; porque fue su amistad y su afecto los que propiciaron que sea como soy ahora.

Cuando terminamos el bachillerato, entramos en la universidad. Y aunque él hacía letras y yo ciencias, seguíamos viéndonos con la misma frecuencia de antes y participando de todo aquello en lo que ocupábamos nuestra vida y nuestra existencia. A mí me interesaban sus estudios, y él parecía interesarse por los míos. Llegué a tener una formación humanística, que todavía hoy asombra a mis colegas. Pablo podía mantener cualquier conversación sobre física cuántica o sobre el principio de incertidumbre de Heisenberg. Tanto en su casa como en la mía entablábamos larguísimas discusiones sobre el futuro de la humanidad, la idea de nuestro tiempo y la temperatura de las chicas con quienes salíamos los sábados.

Todo acontecía con regularidad: las clases, los paseos, las discusiones, los guateques. A pesar de que el tiempo, los estudios y los quehaceres diarios le habían hecho perder algo de su esplendor original, nuestra amistad permanecía firme: nos sabíamos mutuamente deudores de lo que cada uno de nosotros consideraba como lo mejor de sí mismo.

Un día, Pablo me llamó por teléfono. Tengo que hablarte ahora mismo. Nos vemos dentro de media hora en el bar de la plaza. Estaba pálido y nervioso. Los médicos le habían detectado una terrible enfermedad en los huesos. Que se le desintegraban progresivamente como una piedra enferma, y que en un par de años serían como aserrín, o arena o polvo de granito. No me lo creí; tal vez pensara que se encontraría un remedio y que no era posible una muerte así, a los veintitrés años. Sin embargo, dos meses después, Pablo ya no salía de casa de sus padres.

Al principio siguió yendo a la universidad; después sólo asistía a las clases de última hora; más tarde salía a mediodía a pasear por el barrio o a tomar el sol en la plaza de enfrente de su casa. Luego, ni tan siquiera podía andar cuatro pasos sin que su cuerpo manifestara la violenta enfermedad que lo sumía. Finalmente ya no salió más de casa de sus padres.

Yo le visitaba todas las tardes y sé que agradecía mis visitas y el tiempo que ocupaba en su compañía. Le leía algún libro, el periódico, cualquier cosa liviana que me cayera entre las manos; le contaba las cosas que me sucedían, lo que yo creía que podía distraerle en la reclusión a que le tenía sometido su enfermedad. Iba perdiendo capacidad de atención y, cuando la tenía, no solía ser por mucho tiempo. Posiblemente no atendiera a la lectura y tampoco le interesara lo que pudiera ocurrir. Sin embargo ponía la cara de atención que tan bien le conocía y se esforzaba por mostrar interés.

Fue perdiendo la memoria. En algunas ocasiones no llegó a reconocerme y entonces preguntaba a su madre quién era yo y qué quería. Otras veces no recordaba dónde estaba, ni qué hacía en aquel lugar. Para evitar o, simplemente, para aliviar aquella progresiva pérdida de su memoria, yo intentaba contarle cosas de nuestro pasado común, episodios felices, sucesos memorables, anécdotas y chascarrillos de nuestra adolescencia. Cuando podía recordar, se detenía en los detalles más sencillos. Apenas recordaba los grandes acontecimientos y, en cambio, podía describir con precisión situaciones y escenas que, a pesar de haberlas vivido los dos, yo las tenía totalmente olvidadas.

Unos meses más tarde, el estado de Pablo empeoró. Fue debilitándose, incapaz de sostenerse y apenas con fuerza para abrir la puerta. Sus ojos fueron cubriéndose de un velo gris y de una pesadez quieta. Se quedaba absorto y casi inmóvil, y su mirada se perdía en cualquier rincón de la casa. Apenas hablaba. Los últimos días ya no tenía recursos para expresarse, ni tan sólo para dar a entender el más pequeño quiebro de su pensamiento. Aquella enfermedad le había transformado en otro hombre.

Era, ciertamente, otro hombre; no conservaba rasgo alguno de aquel carácter que había hecho posible nuestra amistad. Su inteligencia parecía recluida en el lugar más inverosímil de su cerebro; su curiosidad se había transformado en un solipsismo hermético, y su alegría, ahora, era una inquieta desazón. Aunque todos comprendiéramos que había razones para ello, no dejábamos de lamentar el lento resquebrajamiento de sus facultades y su lento y trágico morir.

Una tarde, al visitarle, me estremeció un escalofrío. Su estado era deplorable. Su rostro estaba pálido, los labios eran como finos pliegues transparentes y, en sus manos, las venas azules y espesas parecían a punto de rasgar la suave película que las cubría. Sus ojos, en cambio, seguían vivos; eran como dos luciérnagas luminosas que se hubieran escondido en una grieta profunda. Al verme me sonrió y, con un gesto de complicidad, me hizo un ademán para que me sentara junto a él. Me miraba y sonreía. ¿Recuerdas aquella verbena de San Juan?, me preguntó. Qué borrachos estábamos. Qué curda más memorable. Nos echaron, ¿recuerdas. Tú estabas más borracho que nadie. Ni siquiera sabías lo que hacías. Parecía contento y me miraba sin dejar de sonreír. ¿Recuerdas?, lanzaste una bola de confeti que fue a dar en la frente de la chica que daba la fiesta, un poco más y le sacas un ojo. Pablo iba a decir algo más pero se atragantó. Una fuerte convulsión le dejó sin sentido. Su madre le tocó la frente y dijo: Le ocurre a menudo, no puede contenerse. Pero no hay que temer. Lo mejor es dejar que repose, que se tranquilice. Vuelve mañana. Ya sabes que le gustan mucho tus visitas y que cada tarde te espera.

Salí de casa de Pablo presintiendo lo peor, y, sin ánimo de volver a casa, pasé por la de Federico, un amigo común, para procurar distraerme y reconfortarme con su compañía. Estaba a punto de salir. Iba a una fiesta. Me animó a ir con él. Ven. Será peor si te quedas en casa. Tomarás unas copas y te distraerás. Si quieres me quedo contigo, pero sería mejor que fuéramos los dos a la fiesta.

Era una fiesta para celebrar no sé qué. A mí me pareció una fiesta infantil; me sorprendió y desagradó la multitud y el griterío, y tuve que esforzarme por no volver a casa. Todos gritaban, cantaban, aplaudían, se daban golpes en la espalda, llevaban narices postizas y espantasuegras. Eran como niños, y su alegría tonta y la algarabía que producían a mi alrededor me molestaban profundamente. No estaba para fiestas y menos con aquella gente incontinente.

Las serpentinas y el confeti se esparcían por el suelo, sobre las lámparas, en los platos de carne asada, en los vasos de whisky, en las jarras de cerveza, y se metían en las orejas. Procuré incorporarme al jolgorio a pesar de que nunca me han gustado las fiestas populares. Tampoco quería irme a casa; en aquellas circunstancias necesitaba compañía. La imagen de Pablo no cesaba de azuzar mi imaginación y mi tristeza. Tenía fija en mi mente, y ahora en mi recuerdo, aquella otra fiesta, aquel incidente del confeti que había olvidado.

La fiesta continuaba. Federico estuvo atento y solícito conmigo, conocía mi profunda amistad con Pablo y consiguió aliviar mi tristeza y hacerme olvidar la melancolía que me atenazaba. Finalmente me integré en la fiesta y también tiré confeti y serpentinas y bebí todo lo que caía en mis manos. A medianoche, sin despedirme de nadie, y sin pensar por qué, salí de la fiesta y fui a casa de Pablo.

Su madre me abrazó silenciosamente conteniendo la respiración, comprendí que Pablo había muerto. Me retuvo entre sus brazos; yo miraba, en la pared, un grabado de Ricardo Baroja. El ruido de la fiesta me estallaba en los oídos, el alcohol parecía agolparse en las sienes, reventándolas. Todo me daba vueltas. La madre de Pablo me tomó de la mano y me llevó al dormitorio.

Estaba en la cama envuelto en una sábana blanca. Cerré los ojos y una multitud de estrellitas veloces corrió de izquierda a derecha. Un dolor que parecía atravesarme el pecho me hizo llorar. Las lágrimas resbalaban quemándome el rostro, todo estaba borroso y lejano. Como pude, sin mirar, me saqué el pañuelo del bolsillo. Me sequé la humedad de las lágrimas y miré furtivamente a Pablo quien, con aquel gesto, había quedado cubierto de confeti, de minúsculos papelitos festivos que motearon su mortaja de miles de colores.

 

El conductor del rápido

Horacio Quiroga

 

Desde 1905 hasta 1925 han ingresado en el Hospicio de las Mercedes 108 maquinistas atacados de alienación mental.

Cierta mañana llegó al manicomio un hombre escuálido, de rostro macilento, que se tenía malamente en pie. Estaba cubierto de andrajos y articulaba tan mal sus palabras que era necesario descubrir lo que decía. Y, sin embargo, según afirmaba con cierto alarde su mujer al internarlo, ese maquinista había guiado su máquina hasta pocas horas antes.

En un momento dado de aquel lapso de tiempo, un señalero y un cambista alienados trabajaban en la misma línea y al mismo tiempo que dos conductores, también alienados.

Es hora, pues, dados los copiosos hechos apuntados, de meditar ante las actitudes fácilmente imaginables en que podría incurrir un maquinista alienado que conduce un tren.

Tal es lo que leo en una revista de criminología, psiquiatría y medicina legal, que tengo bajo mis ojos mientras me desayuno.

Perfecto. Yo soy uno de esos maquinistas. Más aún: soy conductor del rápido del Continental. Leo, pues, el anterior estudio con una atención también fácilmente imaginable.

Hombres, mujeres, niños, niñitos, presidentes y estabiloques: desconfiad de los psiquiatras como de toda policía. Ellos ejercen el contralor mental de la humanidad, y ganan con ello: ¡ojo! Yo no conozco las estadísticas de alienación en el personal de los hospicios; pero no cambio los posibles trastornos que mi locomotora con un loco a horcajadas pudiera discurrir por los caminos, con los de cualquier deprimido psiquiatra al frente de un manicomio.

Cumple advertir, sin embargo, que el especialista cuyos son los párrafos apuntados comprueba que 108 maquinistas y 186 fogoneros alienados en el lapso de veinte años, establecen una proporción en verdad poco alarmante: algo más de cinco conductores locos por año. Y digo ex profeso conductores refiriéndome a los dos oficios, pues nadie ignora que un fogonero posee capacidad técnica suficiente como para manejar su máquina, en caso de cualquier accidente fortuito.

Visto esto, no deseo sino que este tanto por ciento de locos al frente del destino de una parte de la humanidad, sea tan débil en nuestra profesión como en la de ellos.

Con lo cual concluyo en calma mi café, que tiene hoy un gusto extrañamente salado.

Esto lo medité hace quince días. Hoy he perdido ya la calma de entonces. Siento cosas perfectamente definibles si supiera a ciencia cierta qué es lo que quiero definir. A veces, mientras hablo con alguno mirándolo a los ojos, tengo la impresión de que los gestos de mi interlocutor y los míos se han detenido en extática dureza, aunque la acción prosigue; y que entre palabra y palabra media una eternidad de tiempo, aunque no cesamos de hablar aprisa.

Vuelvo en mí, pero no ágilmente, como se vuelve de una momentánea obnubilación, sino con hondas y mareantes oleadas de corazón que se recobra. Nada recuerdo de ese estado; y conservo de él, sin embargo, la impresión y el cansancio que dejan las grandes emociones sufridas.

Otras veces pierdo bruscamente el contralor de mi yo, y desde un rincón de la máquina, transformado en un ser tan pequeño, concentrado de líneas y luciente como un bulón octogonal, me veo a mí mismo maniobrando con angustiosa lentitud.

¿Qué es esto? No lo sé. Llevo 18 años en la línea. Mi vista continúa siendo normal. Desgraciadamente, uno sabe siempre de patología más de lo razonable, y acudo al consultorio de la empresa.

–Yo nada siento en órgano alguno –he dicho–, pero no quiero concluir epiléptico. A nadie conviene ver inmóviles las cosas que se mueven.

–¿Y eso? –me ha dicho el médico mirándome–. ¿Quién le ha definido esas cosas?

–Las he leído alguna vez–respondo–. Haga el favor de examinarme, le ruego.

El doctor me examina el estómago, el hígado, la circulación y la vista, por descontado.

–Nada veo –me ha dicho–, fuera de la ligera depresión que acusa usted viniendo aquí… Piense poco, fuera de lo indispensable para sus maniobras, y no lea nada. A los conductores de rápidos no les conviene ver cosas dobles, y menos tratar de explicárselas.

–¿Pero no sería prudente –insisto– solicitar un examen completo a la empresa? Yo tengo una responsabilidad demasiado grande sobre mis espaldas para que me baste…

–…el breve examen a que lo he sometido, concluya usted. Tiene razón, amigo maquinista. Es no sólo prudente, sino indispensable hacerlo así. Vaya tranquilo a su examen; los conductores que un día confunden las palancas no suelen discurrir como usted lo hace.

Me he encogido de hombros a sus espaldas, y he salido más deprimido aún.

¿Para qué ver a los médicos de la empresa si por todo tratamiento racional me impondrán un régimen de ignorancia?

Cuando un hombre posee una cultura superior a su empleo, mucho antes que a sus jefes se ha hecho sospechoso a sí mismo. Pero si estas suspensiones de vida prosiguen, y se acentúa este ver doble y triple a través de una lejanísima transparencia, entonces sabré perfectamente lo que conviene en tal estado a un conductor de tren.

Soy feliz. Me he levantado al rayar el día, sin sueño ya y con tal conciencia de mi bienestar que mi casita, las calles, la ciudad entera me han parecido pequeñas para asistir a mi plenitud de vida. He ido afuera, cantando por dentro, con los puños cerrados de acción y una ligera sonrisa externa, como procede en todo hombre que se siente estimable ante la vasta creación que despierta.

Es curiosísimo cómo un hombre puede de pronto darse vuelta y comprobar que arriba, abajo, al este, al oeste, no hay más que claridad potente, cuyos iones infinitesimales están constituidos de satisfacción: simple y noble satisfacción que colma el pecho y hace levantar beatamente la cabeza.

Antes, no sé en qué remoto tiempo y distancia, yo estuve deprimido, tan pesado de ansia que no alcanzaba a levantarme un milímetro del chato suelo. Hay gases que se arrastran así por la baja tierra sin lograr alzarse de ella, y rastrean asfixiados porque no pueden respirar ellos mismos.

Yo era uno de esos gases. Ahora puedo erguirme sólo, sin ayuda de nadie, hasta las más altas nubes. Y si yo fuera hombre de extender las manos y bendecir, todas las cosas y el despertar de la vida proseguirían su rutina iluminada, pero impregnadas de mí: ¡Tan fuerte es la expansión de la mente en un hombre de verdad!

Desde esta altura y esta perfección radial me acuerdo de mis miserias y colapsos que me mantenían a ras de tierra, como un gas. ¿Cómo pudo esta firme carne mía y esta insolente plenitud de contemplar, albergar tales incertidumbres, sordideces, manías y asfixias por falta de aire?

Miro alrededor, y estoy solo, seguro, musical y riente de mi armónico existir. La vida, pesadísima tractora y furgón al mismo tiempo, ofrece estos fenómenos: una locomotora se yergue de pronto sobre sus ruedas traseras y se halla a la luz del sol.

¡De todos lados! ¡Bien erguida y al sol!

¡Cuán poco se necesita a veces para decidir de un destino: a la altura henchida, tranquila y eficiente, o a ras del suelo como un gas!

Yo fui ese gas. Ahora soy lo que soy, y vuelvo a casa despacio y maravillado.

He tomado el café con mi hija en las rodillas, y en una actitud que ha sorprendido a mi mujer.

–Hace tiempo que no te veía así –me dice con su voz seria y triste.

–Es la vida que renace –le he respondido–. ¡Soy otro, hermana!

–Ojalá estés siempre como ahora –murmura.

–Cuando Fermín compró su casa, en la empresa nada le dijeron. Había una llave de más.

–¿Qué dices? –pregunta mi mujer levantando la cabeza. Yo la miro, más sorprendido de su pregunta que ella misma, y respondo:

–Lo que te dije: ¡qué seré siempre así!

Con lo cual me levanto y salgo de nuevo.

Por lo común, después de almorzar paso por la oficina a recibir órdenes y no vuelvo a la estación hasta la hora de tomar servicio. No hay hoy novedad alguna, fuera de las grandes lluvias. A veces, para emprender ese camino, he salido de casa con inexplicable somnolencia; y otras he llegado a la máquina con extraño anhelo.

Hoy lo hago todo sin prisa, con el reloj ante el cerebro y las cosas que debía ver, radiando en su exacto lugar.

En esta dichosa conjunción del tiempo y los destinos, arrancamos. Desde media hora atrás vamos corriendo el tren 248. Mi máquina, la 129. En el bronce de su cifra se reflejan al paso los pilares del andén. Perendén.

Yo tengo 18 años de servicio, sin una falta, sin una pena, sin una culpa. Por esto el jefe me ha dicho al salir:

–Van ya dos accidentes en este mes, y es bastante. Cuide del empalme 3, y pasado él ponga atención en la trocha 296-315. Puede ganar más allá el tiempo perdido. Sé que podemos confiar en su calma, y por eso se lo advierto. Buena suerte, y enseguida de llegar informe del movimiento.

¡Calma! ¡Calma! ¡No es preciso, oh, jefes que recomendéis calma a mi alma! ¡Yo puedo correr el tren con los ojos vendados, y el balasto está hecho de rayas y no de puntos, cuando pongo mi calma en la punta del miriñaque a rayar el balasto! Lascazes no tenía cambio para pagar los cigarrillos que compró en el puente…

Desde hace un rato presto atención al fogonero que palea con lentitud abrumadora. Cada movimiento suyo parece aislado, como si estuviera constituido de un material muy duro. ¿Qué compañero me confió la empresa para salvar el empal…

–¡Amigo! –le grito–. ¿Y ese valor? ¿No le recomendó calma el jefe? El tren va corriendo como una cucaracha.

–¿Cucaracha? –responde él–. Vamos bien a presión… y con dos libras más. Este carbón no es como el del mes pasado.

–¡Es que tenemos que correr, amigo! ¿Y su calma? ¡La mía, yo sé dónde está!

–¿Qué? –murmura el hombre.

–El empalme. Parece que allí hay que palear de firme. Y después, del 296 al 315.

–¿Con estas lluvias encima? –objeta el timorato.

–El jefe… ¡Calma! En 18 años de servicio no había yo comprendido el significado completo de esta palabra. ¡Vamos a correr a 110, amigo!

–Por mí… –concluye mi hombre, ojeándome un buen momento de costado.

¡Lo comprendo! ¡Ah, plenitud de sentir en el corazón, como un universo hecho exclusivamente de luz y fidelidad, esta calma que me exalta! ¡Qué es sino un mísero, diminuto y maniatado ser por los reglamentos y el terror, un maquinista de tren del cual se pretendiera exigir calma al abordar un cierto empalme! No es el mecánico azul, con gorra, pañuelo y sueldo, quien puede gritar a sus jefes: ¡La calma soy yo! ¡Se necesita ver cada cosa en el cenit, aisladísimo en su existir! ¡Comprenderla con pasmada alegría! ¡Se necesita poseer un alma donde cada cual posee un sentido, y ser el factor inmediato de todo lo sediento que para ser aguarda nuestro contacto! ¡Ser yo!

Maquinista. Echa una ojeada afuera. La noche es muy negra. El tren va corriendo con su escalera de reflejos a la rastra, y los remaches del ténder están hoy hinchados. Delante, el pasamano de la caldera parte inmóvil desde el ventanillo y ondula cada vez más, hasta barrer en el tope la vía de uno a otro lado.

Vuelvo la cabeza adentro: en este instante mismo el resplandor del hogar abierto centellea todo alrededor del sweater del fogonero, que está inmóvil. Se ha quedado inmóvil con la pala hacia atrás, y el sweater erizado de pelusa al rojo blanco.

–¡Miserable! ¡Ha abandonado su servicio! –rujo lanzándome del arenero.

Calma espectacular. ¡En el campo, por fin, fuera de la rutina ferroviaria!

Ayer, mi hija moribunda. ¡Pobre hija mía! Hoy, en franca convalecencia. Estamos detenidos junto al alambrado viendo avanzar la mañana dulce. A ambos lados del cochecito de nuestra hija, que hemos arrastrado hasta allí, mi mujer y yo miramos en lontananza, felices.

–Papá, un tren –dice mi hija extendiendo sus flacos dedos que tantas noches besamos a dúo con su madre.

–Sí, pequeña –afirmo–. Es el rápido de las 7.45.

–¡Qué ligero va, papá! –observa ella.

–¡Oh!, aquí no hay peligro alguno; puede correr. Pero al llegar al em…

Como en una explosión sin ruido, la atmósfera que rodea mi cabeza huye en velocísimas ondas, arrastrando en su succión parte de mi cerebro, y me veo otra vez sobre el arenero, conduciendo mi tren.

Sé que algo he hecho, algo cuyo contacto multiplicado en torno de mí me asedia, y no puedo recordarlo. ¡Poco a poco mi actitud se recoge, mi espalda se enarca, mis uñas se clavan en la palanca… y lanzo un largo, estertoroso maullido!

Súbitamente entonces, en un ¡trae! y un lívido relámpago cuyas conmociones venía sintiendo desde semanas atrás, comprendo que me estoy volviendo loco.

¡Loco! ¡Es preciso sentir el golpe de esta impresión en plena vida, y el clamor de suprema separación, mil veces peor que la muerte, para comprender el alarido totalmente animal con que el cerebro aúlla el escape de sus resortes!

¡Loco, en este instante, y para siempre! ¡Yo he gritado como un gato! ¡He maullado! ¡Yo he gritado como un gato!

–¡Mi calma, amigo! ¡Esto es lo que yo necesito!… ¡Listo, jefes!

Me lanzo otra vez al suelo.

–¡Fogonero maniatado! –le grito a través de su mordaza–. ¡Amigo! ¿Usted nunca vio un hombre que se vuelve loco? Aquí está: ¡Prrrrr!…

“Porque usted es un hombre de calma, le confiamos el tren. ¡Ojo a la trocha 4004! Gato”. Así dijo el jefe.

–¡Fogonero! ¡Vamos a palear de firme, y nos comeremos la trocha 29000000003!

Suelto la mano de la llave y me veo otra vez, oscuro e insignificante, conduciendo mi tren. Las tremendas sacudidas de la locomotora me punzan el cerebro: estamos pasando el empalme 3.

Surgen entonces ante mis pestañas mismas las palabras del psiquiatra:

“…las actitudes fácilmente imaginables en que podría incurrir un maquinista alienado que conduce su tren…”

¡Oh! Nada es estar alienado. ¡Lo horrible es sentirse incapaz de contener, no un tren, sino una miserable razón humana que huye con sus válvulas sobrecargadas a todo vapor! ¡Lo horrible es tener conciencia de que este último quilate de razón se desvanecerá a su vez, sin que la tremenda responsabilidad que se esfuerza sobre ella alcance a contenerlo! ¡Pido sólo una hora! ¡Diez minutos nada más! Porque de aquí a un instante… ¡Oh, si aún tuviera tiempo de desatar al fogonero y de enterarlo!…

–¡Ligero! ¡Ayúdeme usted mismo!…

Y al punto de agacharme veo levantarse la tapa de los areneros y a una bandada de ratas volcarse en el hogar.

¡Malditas bestias… me van a apagar los fuegos! Cargo el hogar de carbón, sujeto al timorato sobre un arenero y yo me siento sobre el otro.

–¡Amigo! –le grito con una mano en la palanca y la otra en el ojo–: cuando se desea retrasar un tren, se busca otros cómplices, ¿eh? ¿Qué va a decir el jefe cuando lo informe de su colección de ratas? Dirá: ojo a la trocha mm… millón! ¿Y quién la pasa a 113 kilómetros? Un servidor. Pelo de castor. ¡Este soy yo! Yo no tengo más que certeza delante de mí, y la empresa se desvive por gentes como yo. ¿Qué es usted?, dicen. ¡Actitud discreta y preponderancia esencial!, respondo yo. ¡Amigo! ¡Oiga el temblequeo del tren!… Pasamos la trocha…

¡Calma, jefes! No va a saltar, yo lo digo… ¡Salta, amigo, ahora lo veo! Salta…

¡No saltó! ¡Buen susto se llevó usted, míster! ¿Y por qué?, pregunté. ¿Quién merece sólo la confianza de sus jefes?, pregunté. ¡Pregunte, estabiloque del infierno, o le hundo el hurgón en la panza!

–Lo que es este tren –dice el jefe de la estación mirando el reloj– no va a llegar atrasado. Lleva doce minutos de adelanto.

Por la línea se ve avanzar al rápido como un monstruo tumbándose de un lado a otro, avanzar, llegar, pasar rugiendo y huir a 110 por hora.

–Hay quien conoce –digo yo al jefe pavoneándome con las manos sobre el pecho –hay quien conoce el destino de ese tren.

–¿Destino? –se vuelve el jefe al maquinista–. Buenos Aires, supongo…

El maquinista ya sonríe negando suavemente, guiña un ojo al jefe de estación y levanta los dedos movedizos hacia las partes más altas de la atmósfera.

Y tiro a la vía el hurgón, bañado en sudor: el fogonero se ha salvado.

Pero el tren, no. Sé que esta última tregua será más breve aun que las otras. Si hace un instante no tuve tiempo –¡no material: mental!– para desatar a mi asistente y confiarle el tren, no lo tendré tampoco para detenerlo… Pongo la mano sobre la llave para cerrarla-arla ¡eluf eluf!, amigo ¡Otra rata!

Último resplandor… ¡Y qué horrible martirio! ¡Dios de la razón y de mi pobre hija! ¡Concédeme tan sólo tiempo para poner la mano sobre la palanca–blancapiribanca, ¡miau! El jefe de la estación ante terminal tuvo apenas tiempo de oír al conductor del rápido 248, que echado casi fuera de la portezuela le gritaba con acento que nunca aquél ha de olvidar:

–¡Deme desvío!…

Pero lo que descendió luego del tren, cuyos frenos al rojo habíanlo detenido junto a los paragolpes del desvío; lo que fue arrancado a la fuerza de la locomotora, entre horribles maullidos y debatiéndose como una bestia, eso no fue por el resto de sus días sino un pingajo de manicomio. Los alienistas opinan que en la salvación del tren –y 125 vidas– no debe verse otra cosa que un caso de automatismo profesional, no muy raro, y que los enfermos de este género suelen recuperar el juicio.

Nosotros consideramos que el sentimiento del deber, profundamente arraigado en una naturaleza de hombre, es capaz de contener por tres horas el mar de demencia que lo está ahogando. Pero de tal heroísmo mental, la razón no se recobra.

 

jueves, 27 de febrero de 2025

Alma

Ana Nicholson Leos

 

Mi hermano pensaba que los bebés se compraban en la sección de pañales de los supermercados. Que el bebé que venía en la foto de la caja era el que te llevabas con los pañales. Cuando yo iba a nacer, él quería escogerme hombre. Nunca enseñé el sexo en los ultrasonidos, pero todos me esperaban hombre. Nací chica y no quería comer. Era delicada. Al principio ni mi padre, ni mi hermano me querían cargar. Tenían miedo de que me rompiera. Les molestaba también mi llanto en la casa cuando veían su futbol.

De niña me daban miedo un montón de cosas raras en la noche y corría al cuarto de mi hermano. Él me prestaba una linterna y me dejaba dormir debajo de su cama. Yo sabía que un día iba a ser como él. Ser él y no tener miedo como niñita. Pronto les enseñé que no era delicada. Todos los recesos jugaba futbol. Nunca estaba con las niñitas, siempre estaban asustadas. No jugaba bien fut, pero corría rápido. Llegando de la escuela veía a mi hermano con sus amigos y me juntaba con él. A ellos no les importaba. Yo no era como todas, no me daban miedo las arañas y corría rápido, aunque casi siempre quedaba de portera.

Un día que hizo mucho frío yo pensé que me había cagado. El vientre me había dolido por días. Manché mi ropa interior y me sentía terriblemente idiota por no percatarme de algo así. Le conté a mi mamá, ella me escuchó con gesto extraño y especialmente callada. Al final sólo me dijo “Te llegó la regla”. Yo sabía qué era la regla porque las maestras nos contaron de eso, nos separaron de los hombres y nos dijeron “Se van a volver señoritas”. No dormí esa noche. Al día siguiente mi papá compró un pastel de chocolate e invitó a la abuela y a las tías a la casa, a festejarme. Mi hermano no me veía a los ojos. Él sabía perfectamente que mi cuerpo antes fue débil y patético y ahora era grotesco y exuberante, y nunca dijo nada, porque en verdad no le importaba. Él sabía quién era yo. No me miraba porque sabía que yo tenía pena. Yo no podía creer aquella aberrante humillación. “Señorita” significaba ser mi asquerosa tía Estela, que no se reía para no arrugarse, que estaba sola toda la vida con sus siete perritos que parecían hechos de betún para pastel. Yo tampoco quería verle la cara a nadie.

Ya en la escuela ninguna niña me hablaba y eso estaba bien. Ese mismo año entró Jaime. Él no hablaba con nadie. También las niñas se reían de él. Vivía por la casa. Un día lo invité a jugar “gol-para” con mi hermano y los demás. Mi hermano entendió y no dijo nada, nunca hablamos de más. Jaime era raro, no hablaba nunca y cuando lo hacía sólo decía cosas como “Si lloviera ahora, se le verían las tetas a esa gorda”. Mi hermano dejó de hablarme cuando estaba con él. “Jaime está loco, Alma, y ahora siempre están solos”. Era verdad. A mí también me fastidiaba un poco, pero me daba tristeza.

Conocí a su mamá una tarde que pasó por él y me invitó a comer. Llevaba un vestido ajustado como guante con estampado de cebra. Parecía una mujer salida de los cómics de Condorito. Era sólo senos y boca. Nos sirvió de comer fumando. Todo lo que Jaime tocaba en la mesa era seguido por un “¡No comas eso, gordo de mierda!”, y cada movimiento en falso de un “Eres un imbécil, lento. ¡Fíjate!”. Cuando acabamos de comer le pidió un beso a Jaime. Un beso de agradecimiento. Al abrazarlo le acercó la cabeza al busto y lo toqueteó de manera que me pareció obscena. Me sonrojé. Me excusé y me fui a mi casa.

Le dejé de hablar a Jaime. En realidad él no me buscó. Hasta dos semanas después. Lo vi esperándome en la salida, caminó a mi lado cuando iba a mi casa. Empezó a hablarme muy rápido, a contarme de cómo a su papá lo habían asesinado. Todos los martes comíamos con mi abuela, que vivía al lado. Me quedaba a tutoría de matemáticas y cuando llegaba a la casa nunca había nadie. Los martes me cambiaba a ropa de señorita y alcanzaba a mi familia. Jaime sabía todo esto. Le ofrecí una Coca y la rechazó sin decirme nada. Entré al baño. Al salir él me estaba esperando en la puerta. Me metió la mano a la blusa y me hundió la cara en el pelo. Yo no lo empujé. “¿Te da pena estar conmigo? ¿Y todo lo que te me insinuabas, zorra?”. Y en el pasillo escuché la voz más buena gritando “¿Alma?”. Era mi hermano. Jaime se paró y corrió. Yo no había gritado. Quería que el escusado me tragara y me llevara como mierda al mar a disolverme y luego a llover, muy lejos. Mi hermano me levantó del piso y le contamos a mis papás.

A Jaime lo expulsaron de la escuela, jamás lo volví a ver. Yo volví a tener miedo, ganas de correr debajo de la cama de mi hermano. Yo sabía de dónde venía el miedo: de abajo de mi corpiño. Quiero extirpármelo de una vez por todas, como el cáncer que le quitaron del pie a mi papá. Todo el tiempo supe de dónde venía el miedo, venía de este cuerpo en el cual nací. A mí me esperaron hombre y yo sólo sé ser así.

 

Comienzo

Adán Echeverría

 

Miras indiferente por el agujero de la pistola. Desde este plano puedes ver el perímetro del tubo y, en su oscuridad, pretendes alcanzar los recuerdos que, convertidos en un manojo de luciérnagas, encandilan los instantes de rabia que atravesaban tu vida cada noche, cuando ella se retorcía las manos, esperando a que salieras de las crisis depresivas que te despertaban el instinto de fiera, y conducían los dedos hacia el cuchillo, para trazar sobre el brazo líneas de sangre, simulando agallas enrojecidas de algún pez muerto, o incluso te empujaban a tirarle golpes a las paredes y las puertas, causándote heridas superficiales en los nudillos, todo por la impotencia de controlar los celos.

Observas tu carne adherirse al metal del arma. Colocas de tal forma el instrumento en la mano hasta sentir que son la misma cosa, combinación de elementos que los conforman, para ser un solo material viscoso, un miembro transformándose en otro para ser parte del mismo. Introduces el metal a la boca y lo asientas sobre la lengua. Las imágenes corren vertiginosas, indescifrables, a través de tu mirada en el vacío, tu mente las genera: son una cascada arrastrando el miedo que te inspira la ley y su terrible justicia; el dolor del cuerpo de ella precipitando lágrimas, que como un ácido van desfigurando el rostro; no puedes aceptar que hayas sido tú el que causó esas heridas a la mujer que amas, indelebles marcas que sobrepasarán el tiempo, esa desfiguración que le impusiste. Y en el calidoscopio de escenas que fabrica la mente, el cuerpo, carne flácida, inerte, de aquel tipo sin nombre, sin historia, con quien la encontraste. Ese animal que quiso atreverse a tus dominios, que intentó adentrarse para atrapar a tu hembra, y te ha hecho convertirte en la imagen de furia que atesoras.

No hay sonidos. Había, pero la concentración sobre la mano que se transforma, con lentitud, con decisión, te han hecho dejar de escuchar aquellos golpes diminutos, angustiados gritos que esperan al otro lado de la puerta, afuera del cuarto donde te escondes. Este cuarto iluminado por ventanas amplias, con las paredes repletas por las fotografías que te sacaste con ella, los mismos muebles y los rincones que te proporcionan paz: estás en casa. La luz filtra constante y, sobre los ojos, desboca el resplandor. Su calor te atraviesa y los estertores de los músculos, el sudor espeso que manaba de tus poros, producto de la huida, ceden. Todo está quieto, sólo percibes el movimiento de tu mano recorriendo el arma. Lejos han quedado el cadáver del amante y los pedazos marcados del rostro de ella que tanto te gustaba. Sabes que no hay otra salida y estás decidido a comenzar de nuevo, a renacer. El sabor acre de la heladez del fierro hace que tu lengua recorra el cañón para calentarlo. Como si al pasar el proyectil la temperatura no fuera suficiente. El cerebro lanza las últimas indicaciones al miembro mutado y se activa el gatillo.

Del otro lado de la puerta (tan pequeña ahora) los gritos y los golpes arrecian hasta hacerla ceder. Las personas entran en estampida: unas con la cara descompuesta por las lágrimas, otras con el rencor y el enojo palpitando en la frente. Ella viene con ellos, afligida, con el rostro sin marcas, limpio, sin sangre, ni huellas en la piel. Los contemplas a todos desde cada ángulo, desde todas partes. Intentas contener la luz que escapa de tus ojos. Visualizar las voces, enfocar sus manos. Todos revolotean a tu alrededor. Los observas precipitarse sobre el envase de tu cuerpo, como aves de rapiña, sacudirlo en busca del brillo en tu mirada. No hay nadie alrededor. Las amplias ventanas de la habitación en que te refugiaste se abren con el viento. Eres ese vendaval de emociones que en espirales gira sobre tu cadáver, preso ante la luz que filtra.

 

El nido de jilgueros

Jules Renard

 

En una rama ahorquillada de nuestro cerezo había un nido de jilgueros bonito de ver, redondo, perfecto, de crines por fuera y de plumón por dentro, donde cuatro polluelos acababan de nacer. Le dije a mi padre:

–Me gustaría cogerlos para domesticarlos.

Mi padre me había explicado con frecuencia que es un crimen meter a los pájaros en una jaula. Pero, en esta ocasión, cansado sin duda de repetir lo mismo, no encontró nada que responderme.

Unos días más tarde le dije de nuevo:

–Si quiero, será fácil. En un primer momento pondré el nido en una jaula, colgaré la jaula en el cerezo y la madre alimentará a sus polluelos a través de los barrotes hasta que ya no la necesiten.

Mi padre no me dijo qué pensaba de este sistema.

Por lo tanto instalé el nido en una jaula, colgué la jaula en el cerezo, y lo que había previsto sucedió: los padres jilgueros, sin vacilar, traían a los pequeños sus picos llenos de orugas. Y mi padre, divertido como yo, observaba de lejos el ir y venir de los pájaros, su plumaje teñido de rojo sangre y de amarillo azufre.

Una tarde le dije:

–Los pequeños ya están bastante fuertes. Si estuvieran libres, volarían. Que pasen una última noche con su familia y mañana me los llevaré a la casa; los colgaré de mi ventana y no habrá en el mundo jilgueros mejor cuidados que éstos.

Mi padre no dijo lo contrario.

A la mañana siguiente, encontré la jaula vacía.

 

miércoles, 26 de febrero de 2025

Justo el treintaiuno

Juan Carlos Onetti

 

Cuando toda la ciudad supo que había llegado por fin la medianoche yo estaba, solo y casi a oscuras, mirando el río y la luz del faro desde la frescura de la ventana mientras fumaba y volvía a empeñarme en buscar un recuerdo que me emocionara, un motivo para compadecerme y hacer reproches al mundo, contemplar con algún odio excitante las luces de la ciudad que avanzaban a mi izquierda.

Había terminado temprano el dibujo de los dos niños en pijama que se asombraban matinalmente ante la invasión de caballos, muñecas, autos y monopatines sobre sus zapatos y la chimenea. De acuerdo con lo convenido, había copiado las figuras de un aviso publicado en Companion. Lo más difícil fue la expresión babosa de los padres espiando desde una cortina y abstenerme de usar el carmín para cruzar el dibujo con letras peludas de pincel de marta: “Biba la felisidá”.

Pero en cambio pude dedicar los cuarenta minutos que me separaban del año nuevo, de mi cumpleaños y del prometido regreso de Frieda pintando en letras verdes un nuevo cartelito para el cuarto de baño. El viejo estaba desteñido, salpicado, con manchas de jabón y dentífrico. Además había sido hecho con letras cursivas y espantosas, con esa caligrafía que se emplea en las tablitas que cuelgan los cretinos en las paredes: casa chica, corazón grande, bienvenidos, barco joven capitán viejo.

Había comprado para Frieda un regalo que la estaba esperando, envuelto en papel celeste, junto a su vaso, a la botella de caña, al platito con frutas abrillantadas, turrón y nueces, en el lugar de la mesa que ella acostumbraba ocupar. También le había comprado un toscano y un paquete de hojas de afeitar para que se cortara el pelo. Aunque hacía pocos meses que vivíamos juntos estos regalos eran tradicionales para los aniversarios que respetábamos o inventábamos. Ella los agradecía con insultos de obscenidad asombrosa, a veces convincentes, prometía venganzas, terminaba siempre aceptando mi buena voluntad, mi estima y mi comprensión descuidada. Sus regalos, en cambio, eran empleos, formas de ganar poco dinero, artilugios para que yo olvidara que estaba viviendo del suyo.

Los sábados de noche, cuando había mucha gente, cuando empezaba a estar borracha, Frieda iba a sentarse en el inodoro y durante minutos o cuartos de hora, mientras no fuera nadie a buscarla, se estaba casi inmóvil, con las bombachas en las rodillas, cortándose con una hojita de afeitar, con avaricia, el pelo que le cubría la frente, mirando con sus ojos alerta de pájaro el cartelito clavado entre el botiquín y la pileta, el mismo que yo estaba renovando para sorprenderla, los versos de Baudelaire que dicen: “Gracias, Dios mío, por no haberme hecho mujer, ni negro ni judío ni perro ni petizo”. Nadie que usara el inodoro podía alejarse sin haberlos rezado.

Pero en aquella víspera de año nuevo habíamos querido –o nos habíamos envuelto en mentiras hasta comprometernos– estar solos e intentar sentirnos felices. Ella había jurado dejarlo todo, alumnas de baile, clientas del taller de vestidos, proposiciones inesperadas, para estar sola conmigo antes de la medianoche. Yo no tenía muchas cosas que dejar para corresponder: en la noche de fin de año alguien, alguna, de la tribu siniestra se dedicaría a contemplar hasta el alba las oscilaciones de la cabeza del viejo.

No era la felicidad pero era el menor esfuerzo. Frieda llegaría, pero no llegó, antes del año nuevo. Comeríamos algo y nos dedicaríamos, expertos, demorando las cosas para no estropearlas, a emborracharnos: yo haría preguntas de interés fingido para animarla a repetir el monólogo sobre su infancia y su adolescencia en Santa María, la historia de su expulsión, las caprichosas, variables evocaciones del paraíso perdido.

Tal vez, al final de la noche, hiciéramos el amor en la cama grande, la alfombra del primer cuarto o en el balcón. A mí me daría lo mismo hacerlo o no; pero nunca había conocido a una mujer tan capacitada para seguir sorprendiendo, tan dispuesta a confesarse. Cuando se le ocurría acostarse conmigo y la borrachera la obligaba a conversar, era como poseer a decenas de mujeres y saber de ellas. Tal vez, además, aceptara celebrar el año nuevo colocándose de espaldas al piso o al colchón.

Estaba fumando y bebiendo con mucha agua, en la ventana, cuando empezaron a sonar las bocinas y los tiros. Me era imposible ocuparme de mí; de modo que pensé en María Eugenia y en Seoane mi hijo, me esforcé en sufrir y en acusarme, recordé anécdotas que nada lograban significar.

Todo, simplemente, había sido o era así, de tal manera, aunque acaso fuera de otra, aunque cada persona imaginable pudiera dar una versión distinta. Y yo, definitivamente, no sólo no podía ser compadecido sino que ni siquiera resultaba creíble. Los demás existían y yo los miraba vivir, y el amor que les dedicaba no era más que la aplicación de mi amor por la vida.

Ya se habían olvidado en Montevideo de la medianoche. Las luces del lado de Ramírez comenzaban a ralear y ya estarían las parejas del baile en el Parque Hotel yendo y viniendo de la arena, cuando empezó de veras el año nuevo. Algún tamboril de negro volvió a sonar, profundo, solitario, no vencido, en las proximidades del cuartel, e hizo confusas las palabras.

Pero reconocía la voz de Frieda, insegura, entregándose. perdiendo la energía. Gritó “Himmel” y yo crucé el departamento, bajé sin ruido unos peldaños de la escalera de ladrillos, a oscuras, que llevaba al jardín y a la entrada.

Allí no había más luz que la que llegaba, diluida, del Proa. Pero pude verla, bien plantada entre dos canteros secos, atlética, balanceando su vigor, mientras un aborto de padres tuberculosos, negruzco y con polleras, con la cabeza fantásticamente agrandada por una jornada de trabajo de un peluquero barato, le decía: “porque a mí, guacha, porque si te creíste que me vas a tomar para la farra. Porque si andás conmigo no andás con nadie más”. Le golpeaba la cara con la mano y Frieda se dejaba; luego empezó a pegarle con la cartera, metódica y sin descanso.

Me senté en un peldaño y encendí un cigarrillo. “Frieda puede aplastarla con solo mover un brazo –pensé–. Frieda puede hacerla llegar al río con solo una patada”.

Pero Frieda había elegido empezar así el año: con las manos en las nalgas, exagerando la anchura de los hombros del traje sastre, dejándose pegar y gozándolo, contestando a los carterazos con sus roncos “Himmel” que parecían sonar para pedir más golpes.

Cuando la inmundicia se cansó de pegar, lloraron las dos y salieron del jardín a la calle. Las vi detenerse, jadeantes, y caminar después abrazadas. Entonces subí para prender todas las luces y ofrecerle a Frieda una buena recepción de año nuevo.

La tuve bajo el lujo de la lámpara de pie, o sólo ella estuvo allí, en el sillón, con su pelo rubio, tapándole la frente, la boca torcida en vicio y amargura, la ceja derecha alzada como siempre y curvándose ahora sobre un ojo amoratado. Con los labios partidos y sangrantes que no quiso curarse, me obligó a entrar en el año nuevo hablando de Santa María. Su familia la había echado de allí y le giraba dinero todos los meses porque desde los catorce años ella se había dedicado a emborracharse y a practicar el escándalo y el amor con todos los sexos previstos por la sabiduría divina.

Digo esto en homenaje a ella, que se mostraba más católica cada domingo y que me llenaba cada sábado, cada madrugada de sábado, el departamento –pagado por ella– de mujeres cada vez más viejas, asombrosas y abyectas. Habló de su infancia provinciana y de su familia de junkers, absolutamente culpable de que ahora, en Montevideo, ella no tuviera más camino que emborracharse y reiterar el escándalo y el crapuloso amor. Habló hasta la madrugada de ese primero de enero, de desencuentros y culpas ajenas, borracha desde antes de llegar, acariciándose el ojo casi cerrado del todo, disfrutando del dolor de los labios partidos e hinchados.

–Me pareció –dijo, sonriendo– no vas a creerme, me pareció que estaba Seoane en la esquina.

–¿A estas horas? Además, hubiera subido a verme.

–A lo mejor no vino para verte.

–Sí, querida –dije.

–No para visitarte. Tal vez para espiar la casa por si salías o entrabas.

–Puede ser –asentí, porque no me gustaba hablar de Seoane con Frieda y tal vez con nadie.

Hablaba, como todas las mujeres, de una Frieda ideal, se admiraba del triunfo incesante de la injusticia y la incomprensión, buscaba, ofrecía culpables sin odiarlos.

No dijo nada de la repugnancia inexplicable que le había estado golpeando la cara con la cartera. Yo ya estaba acostumbrado a su necesidad de traerse amantes cada vez más sucias y baratas. Como el tiempo carece de importancia, como la simultaneidad es un detalle que depende de los caprichos de la memoria, me era fácil evocar noches en que el departamento donde Frieda me permitía vivir estaba poblado por numerosas mujeres que ella se había traído de la calle, de bares del puerto, del Victoria Plaza. Las hubo hermosas y bien vestidas, con pocas joyas, con ajorcas, con trajes oscuros completados por perlas.

Pero en los últimos tiempos abundaron las mestizas insolentes y sucias, las malas palabras, los cigarrillos quemándose colgados de la boca. Con frecuencia, los diálogos enconados me impedían dormir y saltaba de la cama y recorría el departamento mordiendo un cigarrillo como una ramita de olivo, desplazándome con trabajo entre las mujeres en cuclillas, sentadas sobre la mesa, abiertas en el diván, arrodilladas en la cocina, cambiándose en el cuarto de baño, recibiendo el sol o la luna en las baldosas coloradas del balcón.

–Herrera pagó –dijo Frieda–. Hizo bien, así empieza mejor el año y tal vez le traiga suerte.

Los billetes habían caído de mi pecho a la mesa. Los levanté sin aflojar la goma que los rodeaba; eran de cien pesos.

–¿Pagó todo? –pregunté.

Frieda se puso a reír y después se chupó el labio partido.

–Dame un trago y un pucho. Esa pobre atorranta. Pero es tan lindo dejar y dejar, que te hagan lo que quieran, que ni sospechan siquiera quien sos vos. Dejar hasta que de pronto a alguien se le ocurre que se acabó y entonces uno deja de soportar y de tener placer en dejarse y hace con todas las ganas y la felicidad del mundo la barbaridad más grande. En revancha; y no por orgullo ni por ganas de desquitarse, sino porque de pronto el placer consiste en pegar y no en dejarse golpear. ¿Si?

–Entiendo –dije. La escuchaba haciendo bailar sobre mi mano el cilindro de billetes.

–¿Me vas a ayudar? Cuando llegue el momento, digo, si llega.

–Claro –me guardé el dinero en el bolsillo del pantalón, llené un vaso de caña y se lo di, le puse un cigarrillo en la boca y le acerqué un fósforo–. Cuando quieras. ¿Pagó o no? Quiero decir, ¿pagó todo y para siempre?

Frieda se incorporó con un ataque de risa y se dejó caer de costado salpicando el piso con la baba.

–Creo que esa sucia… –se apretó las costillas y puso después una cara infantil para escuchar lo que iba quedando de la noche– que esa perra inmunda me dio un rodillazo en el vientre. No es nada. Sí, pagó todo. Yo le dije que era la última cuota. No sé si es cierto, no sé si dentro de una semana, cuando esté jugando con los hijos y los regalos de Reyes no me aparezco para pedirle más dinero. Y no me importa el dinero de Herrera. Ya ves, ya te lo guardaste. Me importa joderlo, esa es mi relación con él y tendrá que seguir así.

–Frieda –dije en voz muy alta. Se removió en el sillón y terminó por levantar la cabeza. Estaba borracha, tenía la sonrisa de niña, empezaban a caerle las lágrimas. Puse el dinero sobre la mesa, cuidando que no rodara–. Está mal. Hay que dar por terminado el asunto de Herrera.

Se encogió de hombros y me estuvo mirando como si me quisiera, con una sonrisa tan triste y asombrada, mientras movía perezosa la lengua para tocarse las lágrimas.

–Como quieras –dijo–. Dame otro trago, vamos a festejar el año.